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Lo que sucedió tras la muerte de mi madre
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Lo que sucedió tras la muerte de mi madre
Libro electrónico247 páginas3 horas

Lo que sucedió tras la muerte de mi madre

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Información de este libro electrónico

Es esta una extraordinaria historia de amor, de todos los tipos de amor: el cotidiano entre marido y mujer, el pasional entre amantes y el fraternal entre amigos, pero, por encima de todo, es un relato sobre la relación entre madre e hija.
Tras quedar huérfana Lucía, Miguel aparece en su vida para poner un gran interrogante sobre todas las certezas que tenía. El desconocido compartía con su madre, Isabel, premio Nobel de literatura, todos los martes desde hacía más de treinta años. 
¿Tenía su madre un amante del que nunca supo nada? ¿Qué otros secretos se ha llevado a la tumba? ¿Qué espera Miguel de ella?
Junto a su marido Marc y a su amiga Nora, Lucía irá desenredando la trama a través de las relaciones entre sus protagonistas, con la ciudad de Barcelona y la literatura como telones de fondo.
Un relato íntimo y divertido que desgrana con maestría la complejidad de las relaciones humanas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2020
ISBN9788418398650
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    Lo que sucedió tras la muerte de mi madre - Fernando Cereto Castro

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Fernando Cereto Castro

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18398-65-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mi madre, quizás la persona que más me ha animado a escribir, pidiéndole disculpas por el título.

    A mi hermano Sergio, porque sin él yo no sería más

    que una sombra del que soy.

    A Sara, por ser mi lectora alfa y tantas otras

    cosas en estos dos últimos años.

    Capítulo 1

    La primera vez que lo vi fue en el funeral de mi madre. Parecía huido de una película de los años cincuenta, vestido con una larga gabardina que lo destacaba, posiblemente de forma involuntaria, en la última fila de la iglesia, donde estuvo solo e inmóvil.

    Con el brazo derecho sujetaba un paraguas y con el izquierdo un paquete hecho con papel de periódico, atado con cuerdas al estilo antiguo, que, con el tiempo, comprendí que no era un simple atrezo: era parte de su cuerpo, una suerte de compañero infatigable de viaje, un pedazo de su vida y de su historia.

    No hizo ademán de acercarse a mí ni a nadie de la familia y, quizás, esa forma de intentar pasar desapercibido entre tantas personas que luchaban por hacerse notar, hizo que mi cerebro lo detectara. De los miles de detalles que deparó el funeral, me sorprendió este.

    Al llegar a casa le hablé de él a Marc, mi marido, que, muy masculinamente, se encogió de hombros mientras seguía preparando algo de cenar.

    —¿Conocías a todos los presentes? —inquirió.

    —Ya sabes que no.

    —Pues otro chalado seguidor de tu madre. Tenía cientos.

    Acepté la respuesta y compré al instante la versión del chiflado. «Lo más frecuente es lo más corriente», intenté autoengañarme.

    El funeral de mi madre fue un acto de Estado. Ella era doña María Isabel Marín López: un mito. Por partida doble. Premio Nobel de Literatura y mujer: la primera mujer después de cinco hombres españoles. La segunda mujer contra los diez hombres hispanoparlantes.

    A ella siempre le fastidió que se destacase su género por encima de su literatura. Remarcando tanto su feminidad, se dejaba entrever que el premio tenía más de igualar una ancestral y atávica injusticia con el sexo femenino que de loar sus dieciséis libros publicados, unánimemente considerados como dieciséis obras maestras. Del primero al último. Sin excepción.

    Cuando le dieron el Nobel yo tenía quince años; ella sesenta. Fue de esas madres tardías, profesionales tan dedicadas a lo suyo que cuando se dieron cuenta de su irrenunciable instinto maternal ya no tenían tiempo de buscar un padre compatible. Gracias a la ciencia estoy aquí y gracias a la ciencia enterré con treinta años a una madre de setenta y cinco. Todo múltiplos de quince.

    En resumen: soy la huérfana precoz de una escritora maravillosa. E hija única, claro.

    Ser la única descendiente de un genio es una mala jugada. Que nadie lo dude. Nací en un ambiente literario al cien por cien, en una casa en la que conjugar mal un verbo equivalía a la más terrible blasfemia delante del Papa, en un hogar en el que se elegían las palabras con esmero, mimándolas, acariciándolas, dándoles el cariño que otras familias dan a las mascotas.

    Los amigos de mi madre eran escritores, traductores, editores y libreros: la misma bestia con distinto disfraz. Mi idea de un jueves normal a los diez años era una cena en la que un par de Premio Cervantes o un Premio Nobel compartían mantel en mi casa. Los Premio Planeta eran bienvenidos por mi madre, pero se notaba que el resto de integrantes del grupo los miraban por encima del hombro por comerciales que, al parecer, es un insulto terrible.

    Desde Vargas Llosa hasta Roth, desde Kundera a Houllebecq pasando por Marías, Cercas o Sánchez Piñol y, de tanto en tanto, alguna figura prometedora que alguien introducía. Nada como una buena crítica de sus colegas para lanzar (o relanzar) una carrera literaria. Una prueba de fuego.

    Grandes escritores a los que pasaba el pan desde pequeñita y a los que aprendía a amar como lectora y a tratar como los seres humanos que son, con sus virtudes y sus defectos, algunos bellísimas personas y, otros, auténticos monstruos repugnantes con los que, a pesar de todo, mi madre seguía codeándose.

    Desgraciadamente, ser la hija de doña María Isabel Marín López me inhabilitó para ser escritora. Es fácil de entender: nunca sería lo suficientemente buena. Hiciera lo que hiciera estaría por debajo de las expectativas y si, en un caso excepcional, fuera tan buena como mi madre, el reconocimiento estaría siempre preñado de duda, teñido de envidia, manchado por el «claro, es hija de…».

    Podría culpar a la sociedad pero no pienso hacerlo: el titubeo, la indecisión y, especialmente, mi máxima autoexigencia, conseguían que siempre, al leer uno de mis escritos, apareciera un gigantesco «pero» en mi interior.

    Con catorce años me presenté a un concurso literario en el colegio. Gané. Mi madre me besó, me abrazó, me arrulló y me dijo que el relato era magnífico.

    —¿Comparado con…? —la interrogué.

    —Con nada —me contestó —. No hay que comparar la buena literatura. No puedes hacer competir a Bukowski con Cela, a Fitzgerald con Gabo. Eres muy buena.

    Llevaba razón pero, además de compararme injustamente con mi madre y sus amigos, notaba el menosprecio de los padres de mis amigas, en cuyas miradas adivinaba o la certeza de que me habían dado el premio «por ser quien era» o, peor aún, la sospecha de que lo hubiera escrito mi madre en persona.

    Sabía lo suficiente de literatura para no dudar de que mi relato era infinitamente mejor que el que habían presentado las lerdas, con cariño, de mis amigas, de una sencillez abrumadora. Pero no quería una vida de comparaciones eternas, de reproches, de miradas de soslayo.

    Ese premio decidió, de forma negativa, mi carrera literaria. No sería escritora de profesión. Seguí contándole historias a un papel, con entusiasmo, como si tuviera un plazo de entrega que cubrir, de la misma forma que hay personas enganchadas a la papiroflexia: sin perseguir ningún objetivo práctico ni querer ver mi nombre publicado en la cubierta de un libro.

    Me hice la firme autopromesa de que nunca nadie, ni mi santa madre, leería esos libros. Mi madre no estuvo de acuerdo pero fue congruente con su forma de entender la vida y la educación. Era mi decisión y ella solo tenía que darme las herramientas para que las tomara correctamente.

    —Hagamos un trato: le daré tu relato a tres de mis amigos sin decirles quién es el autor. Que lo juzguen y luego tú decides.

    Dos semanas después tenía mi relato por triplicado, con pequeñas correcciones en rojo y comentarios superlativos al final.

    «Quiero ser su editora, no veía un talento semejante desde que te leí por primera vez», le decía otra escritora de éxito a mi madre.

    «Espectacular. Fresco y brillante y, aunque sin duda debes de ser una de sus referencias literarias, lleva la historia con la sobriedad y la distancia de un Roth joven».

    «Pídele que lo convierta en novela. Ofrécele el adelanto que quiera».

    Mi madre me juró que no sabían que era yo. Es más, que nadie conocía la tierna edad de la escritora.

    Le di a mi madre un noventa por ciento de credibilidad, pero ese diez por ciento de duda mató definitivamente la posibilidad de que escribiera: si dudaba de una persona de la que sabía a ciencia cierta que era fiable al cien por cien, cualquier otra opinión me parecería infinita e inaceptablemente contaminada por la sospecha.

    Así que decidí ser ese otro personaje que conocía de las cenas-tertulias en casa de mi madre y que siempre me fascinó: editora.

    El poder de los editores es terrible, en especial con los escritores noveles. Ellos deciden quién tiene talento y quién no, quién merece ser leído y quién no, quién vale la pena para ser lanzado a lo grande y quién no. Tuve la suerte de aprender con la mejor, la de mi madre. Desde los catorce años me fijé en Carmen Estrada: la editora diez.

    Escogía como nadie el momento perfecto para lanzar los libros, sabía hacer el mejor marketing y, lo que más me fascinaba, reconocía el talento casi sin necesidad de abrir el libro. Poco a poco, de forma irreversible, dejé de ser la sombra de mi madre para ser la de Carmen, pasé de pensar cómo contar historias a desentrañar cuándo una narración tenía gancho y calidad, del sueño de ser creadora al oficio de ser facilitadora de sueños. Empecé a los veintidós años con una pequeña editorial, Fahrenheit 451, en honor al primer libro «de mayores» que me regaló mi madre y que, desde entonces, siempre ha estado decorando mi mesilla de noche.

    Pero, aunque la editorial creció hasta convertirse en mi profesión a tiempo completo y un floreciente negocio, me fue imposible dejar de escribir, a horas muertas; un secreto que nadie conoció hasta que lo confesé, entre sábanas, en mi luna de miel, avergonzada como si estuviera perdiendo otro tipo de virginidad.

    Capítulo 2

    Tras el funeral, la vida volvió lentamente a adaptarse a esas nuevas y extrañas rutinas que siguen a la muerte de un ser tan querido. Todo había cambiado tras la desaparición de Isabel, que había sido padre y madre para mí, juntos en una sola persona, en una suerte de Santísima Trinidad incompleta.

    Tenía que llenar los huecos que se habían abierto, como cráteres, en mi vida. Mi existencia estaba llena de agujeros negros donde antes habitaba una llamada breve, entre ocho y nueve de la noche, para hablar de todo y de nada con ella, o en los jueves en que mi madre celebraba su tradicional cena de escritores, o en las noches que se disfrazaba de superabuela obligándonos a salir, aunque no tuviéramos ganas, con el fin de quedarse a solas con sus nietos, sin malvadas injerencias de sus progenitores.

    Un día a día que había cambiado en un terrible veinte por ciento. Dicen que la muerte de un ser querido se sufre con diferente intensidad dependiendo del contacto diario que tenemos con el muerto. No es lo mismo un padre que vive a quinientos kilómetros que una madre con la que estás en contacto diario. Y nuestro roce era permanente. ¡¿Cómo no echarla de menos?!

    El dolor te obliga a seguir adelante de la forma más cómoda: como un autómata. La rutina es tu mejor aliada, la seguridad de lo conocido, una almohada a la que abrazarse para superar la tristeza. Porque, en el resto del día a día, todo sigue igual cuando todo cambia: desde el olor de la cocina al entrar hasta el color del atardecer. Podéis pensar que el cuadro que dibujo es más el de una viuda que el de una huérfana, pero, además de quererla con locura, podría decirse que estaba enamorada de mi madre: era perfecta.

    Así pasé casi medio año, con pena y sin gloria, hasta que volvió a aparecer él, con la misma gabardina, con idéntico paraguas colgado del brazo derecho y el curioso paquete de papel con lazo de cuerda del izquierdo.

    Pelo canoso y abundante, unos sesenta y muchos o más, pero bien llevados, rozando el metro ochenta (una altura normal en un imberbe de diecisiete añitos de hoy en día pero impresionante en un jubilado), cara agradable en la que destacaba una sonrisa curtida, sin duda por el sufrimiento, como la de la mayoría de humanos que llegan a viejos. Pero, por encima de todo, unos ojos azules y tristes que desprendían una mirada cálida y familiar.

    Se presentó en mi oficina, sin hora. Con esa forma tan suya de ser, a medio camino entre un abuelo venerable y un galán irresistible, consiguió engatusar a mi secretaria que jamás aceptaba intrusos, fueran periodistas, escritores noveles o curiosos, sin cita previa y mi aprobación.

    —¿Podría ver a la señora Marín? No tengo cita pero creo que le resultará interesante el encuentro —fueron sus primeras palabras.

    —¿Qué desea? —contestó, aún cortante, Celia.

    —Dígale que soy un viejo amigo de su madre. Por edad y por tiempo de relación —bromeó—. Pero no me conoce.

    Sorprendentemente, estas tres simples frases, asociadas a una sonrisa y una caída de ojos a mi cincuentona secretaria (¡qué mala es esa década en que las mujeres nos volvemos invisibles, entre el fin de la maternidad y ser abuelas, con el atractivo físico desaparecido en combate!), bastaron para que Celia lo tomara como algo casi personal.

    —Lucía, tienes que verlo —me dijo.

    —¿Por? —contesté ariscamente, como casi siempre en los últimos meses.

    —Cuando hables con él me darás la razón. Me apuesto una cena donde quieras.

    Conociendo su sueldo, que no era ninguna maravilla, aunque estaba mejor pagada que las secretarias de mis colegas, y que me encantaba cenar en restaurantes de precios prohibitivos, le di el beneficio de la duda.

    —Dile que vuelva en media hora. Pero no hay apuesta —contesté sonriendo.

    Podría haberlo atendido inmediatamente porque se había anulado una reunión para la que tenía reservadas dos horas, pero concederle audiencia enseguida le habría dado un poder que no estaba dispuesta a otorgarle. Tácticas ancestrales de combate psicológico: el que hace esperar es el que tiene la sartén por el mango.

    Una editora como yo no deja de ser una mujer en un mundo de hombres: cierto es que, ni soy la única, ni es una profesión tan masculinizada y testosterónica como otras, pero nos tenemos que hacer valer más que ellos, ser más duras, incluso diría falsamente infranqueables. Mi madre, admirablemente, no cayó ni en la vanidad de la feminización, lo que le hubiera sido fácil por su físico, ni en la masculinización como autodefensa. Yo no lo conseguí: se decía a mis espaldas, con cierta parte de razón, que era un poco borde. Masculinamente borde.

    Lo habitual cuando retraso una cita es que el «vuelva en media hora» vaya seguido de un «gracias» o un «faltaría más, no se preocupe», con sonrisa forzada y una rápida desaparición.

    Él no. Tras un simple «gracias» se quedó sentado en la silla, sonriendo, con el paquete en el regazo, jugando con la cuerda entre sus dedos, satisfecho, no incómodo como la mayoría. Ni tan siquiera optó por la vieja táctica de ojear una revista que no le interesaba ni se distrajo con el móvil. Simplemente se quedó ahí, sonriéndole a mi secretaria.

    No habían pasado veinte minutos cuando lo hice pasar; no aguantaba las carcajadas adolescentes de una Celia irreconocible. De la mejor secretaria de dirección a jovenzuela ruborizada en tiempo récord: el viejo la había seducido. Empezaba a estar intrigada.

    —Celia, hazlo pasar por favor —supliqué.

    —Enseguida, jefa.

    Tres minutos llenos de risotadas de Celia tardó en recorrer los diez metros que separaban la silla de recepción de la de mi despacho. Ciento ochenta segundos que me irritaron porque me dejaron claro que, en esta larva de relación, el poder ya no era mío.

    —Buenos días, disculpe ese minutillo de retraso, pero me estaba despidiendo de Celia. Es un encanto.

    —No se preocupe, señor…

    —Molina, Miguel Molina.

    —Es un placer —dije mientras nos dábamos la mano—. ¿En qué puedo ayudarle?

    —En mucho, pero creo que no en tanto como yo la puedo ayudar a usted.

    Miró el sofá que había en la otra punta del despacho y, tras un gesto seco con el que le indiqué la dura silla que había al otro lado del escritorio, se sentó con una sonrisa llena de autoconfianza.

    —Ilumíneme —pregunté.

    —Era íntimo amigo de su madre. Seguramente soy la segunda persona que la conocía mejor, tras usted, claro.

    —Ya… —repuse incrédula, revolviéndome en mi silla.

    —Sé lo que está pensando, entiendo sus reticencias y no pienso gastar ni media gota de saliva en convencerla de que no soy un chalado que quiere colarse en su vida con una historia inverosímil. Isabel y yo compartimos todos los martes desde hace más de treinta años y eso hace que una séptima parte de la vida de su madre, la que yo conozco, sea un misterio para usted.

    —Nunca oí hablar de usted.

    —Lo sé, era nuestro acuerdo.

    —Me cuesta creerlo —repuse con un tono mucho más agresivo del que me hubiera gustado.

    Se levantó lentamente de la mesa y me dejó su tarjeta de visita.

    —Llámeme si quiere saber qué hacía su madre todos los martes de su vida. No le decepcionará y

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