Todos somos discapacitados
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Desde los días en que sus padres decidieron que su vida sería lo más parecida posible a la de cualquier niño y hasta llegar a la adultez, encontrar amor y realizarse profesionalmente, estas páginas dan cuenta de la vida de un hombre de acciones sinceras, consecuente, leal y seguro de sí mismo. Un testimonio cargado del humor, optimismo, y también de ironía y descarnada franqueza de su protagonista, pero sin dejar de profundizar en los más terribles miedos que ha debido enfrentar.
“Todos somos discapacitados. En algunos se hace más evidente, como en mi caso, y otros llevan las limitaciones de una manera más escondida, en su forma de pensar. Hay que partir por cambiar la actitud para poder salir adelante y abrirse camino”.
Francisco Undurraga
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Todos somos discapacitados - Francisco Undurraga
© 2018, Francisco Undurraga
© De esta edición:
2018, Empresa El Mercurio S.A.P.
Avda. Santa María 5542, Vitacura,
Santiago de Chile.
ISBN Edición impresa: 978-956-9986-34-5
ISBN Edición digital: 978-956-9986-35-2
Inscripción Nº A 296.796
Primera edición: 2018
Edición general: Consuelo Montoya
Diseño y producción: Paula Montero
Diseño portada: Paula Montero
Fotografías portada: Carlos Cortés, Felipe Vargas y Alejandro Balart
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
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ÍNDICE
Capítulo 1. Una tragedia que no fue
Capítulo 2. Caer y levantarse
Capítulo 3. Amor sin prejuicios
Capítulo 4. De locutor a empresario
Capítulo 5. Los pasos del padre y el servicio público
A los que están y a los que no están,
porque todos ellos forman parte de mi historia.
Muchas gracias.
CAPÍTULO 1
Una tragedia que no fue
Nunca pregunté ni indagué. Nunca nos sentamos con mis papás a hablarlo, tampoco lo comenté con mis hermanas o amigos. No es que fuera un tema tabú, porque ha estado siempre rondando, en el aire, pero desde arriba, en el terreno de lo abstracto. Y ahora que decidí contar mi vida, tengo que enfrentar ese instante decisivo en mi historia, ese accidente que marcó mi esencia, mi carácter y mi cuerpo.
Enero de 1965, pleno verano, y mi mamá, Teresa Gazitúa Costabal —recién casada con mi papá, el publicista Francisco Undurraga Mackenna—, iba en auto con unas amigas por la calle Holanda (o quizás era por Lota), en Providencia, y en un cruce, con un disco Pare que evidentemente el otro vehículo no vio, las chocaron violentamente. Ella, que iba en el asiento de atrás, fue quien recibió todo el impacto por el costado. Quedó completamente aturdida, sangrando por un tajo en su cabeza y con un intenso dolor de espalda. Al llegar la ambulancia, recuerda que pidió que la llevaran al Hospital del Salvador, ya que el director de neurología era su tío político, el doctor Jorge González Cruchaga. En el lugar le hicieron una serie de exámenes, que incluían radiografías, para descartar algún daño mayor en su columna, y la dejaron internada en neurocirugía. Antes de llevarla a rayos equis le preguntaron si estaba embarazada: «No sé, pero podría ser», respondió. Entonces le cubrieron el vientre con una manta plomada y le tomaron las radiografías.
Mis papás se habían casado el 14 de agosto de 1964 —cuatro meses antes del accidente— después de un corto pololeo, mientras mi mamá terminaba sus estudios de pedagogía en arte. Dicen que fue amor a primera vista. Mi padre trabajaba en una exitosa agencia por esos años, llamada RP Publicidad, junto con otros amigos artistas como Eugenio Dittborn y Claudio di Girolamo. Les iba bien y teníamos una buena situación económica. Según las fotos, y lo que opinaban las mujeres de la época, él era muy buenmozo y hasta tenía fama de playboy. Mi abuela materna, Elena Costabal, recordaba que siempre la llamaban para preguntarle cómo podía ser posible que su hija estuviera de novia con ese salvaje. Porque mi papá era un salvaje, aunque siempre elegante y vestido como un dandy, amigo de la Mary Rose Mac Gill y de toda esa generación. Cuando mi mamá lo conoció era un tipo más bien cuico, campeón de bridge y un personaje habitual en el Club de la Unión. Simpatizaba con la Democracia Cristiana, aunque eso cambiaría tras el golpe de Pinochet. Fue el sexto de doce hijos, e igual que yo, un pésimo alumno del colegio San Ignacio.
En esa época, mi mamá era una joven artista seducida por el existencialismo. La mayor de cinco hermanos, dos de ellos también artistas. Le seguía la Irene —ingeniera química— y luego Francisco, quien es escultor y compañero de colegio, en los Padres Franceses, de Jaime Guzmán, senador de la UDI asesinado en 1991. Claro que entre ellos había un mundo de distancia: Francisco era comunista y estuvo muy activo en la época de la Unidad Popular. Además, fue jefe en la Casa de Cultura de Coya, un campamento minero en El Teniente, y cayó preso para el golpe. La tercera de los hermanos de mi mamá es la Carmen —pintora, aunque no de manera comercial— y, por último, José Miguel, ex miembro del Mapu, movimiento político de izquierda fundado en 1969.
Los Gazitúa, con zeta, oriundos de Valparaíso, tuvieron mucho dinero, pero lo perdieron todo con la crisis de la Bolsa en 1929. Mi abuelo, Miguel Gazitúa Germain, fue un hombre de gran esfuerzo que partió trabajando desde muy chico y que se formó en el Banco del Estado. Se enamoró de Elena Costabal Echeñique, una mujer intelectual que quería estudiar ingeniería, pero nunca se lo permitieron. Era hija de Luis Costabal Zegers y Perpetua Echeñique Domínguez. La vieja Perpe era muy conservadora y don Luis bastante liberal, ambos venían de familias agrícolas y tenían campos en el sector de La Pintana, que en ese entonces se llamaba La Chacra. La actual sede de la Municipalidad de La Pintana era la casa de mi bisabuelo.
Mi abuelo Miguel disfrutaba del cine y de la comida, era bien «patachero» y le encantaba estar con sus perros. Gran deportista —aunque nunca fue flaco—, se ponía buzo y salía a trotar al San Cristóbal, algo inusual en la época: «Eso es muy raro...», le decían siempre. En Las Cruces, donde tenían casa, le decían «míster vóleibol», porque llevaba la malla de vóley y organizaba los campeonatos, lo que les daba mucha vergüenza a mi mamá y a todos sus hermanos. Él era un tipo distinto. Eran tiempos en que los viejos bajaban de terno a la playa, se sentaban en la arena y nadie se bañaba. Pero mi abuelo sí lo hacía, era un gozador, puro corazón, con la cabeza bastante más libre que la del aristócrata o el pseudoaristócrata castellano vasco que imponía el apellido Undurraga de mi familia paterna.
Los primeros Undurraga —dos hermanos— llegaron a Chile a finales del siglo XVIII. Eran originales de un villorrio llamado igual que su apellido, situado en la provincia de Vizcaya en el País Vasco. Yo tuve la suerte de conocer ese lugar, ubicado en la cordillera que va entre Bilbao y Vitoria, en España. Como la mayoría de los inmigrantes, mis antepasados deben haber viajado a América buscando nuevas oportunidades, eran comerciantes y tenían un barco. Llegaron primero a Guatemala y luego a Chile, y se instalaron finalmente en la zona de Curicó. La decendencia del hermano mayor, Francisco Undurraga Vicuña, fundó en 1885 la Viña Undurraga. Sin embargo, mi familia desciende del hermano menor, así que éramos parientes lejanos. La viña pasó a ser de nuestro lado de la familia cuando mi abuelo, Pedro Undurraga Fernández, se la compró, en la década del 50 aproximadamente, junto a otros dos socios. Trabajó intensamente en ella, la hizo crecer y la convirtió en sociedad anónima, pero en 1978 se endeudó en dólares para modernizar los procesos de vinificación y construir una bodega más grande y resultó ser una decisión fatal. Pidió el crédito con el precio de la divisa muy bajo y tuvo que pagarlo con el dólar por