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Identidades reactivas: Enfermedad, biopolítica y corporalidad de la experiencia de vivir con VIH
Identidades reactivas: Enfermedad, biopolítica y corporalidad de la experiencia de vivir con VIH
Identidades reactivas: Enfermedad, biopolítica y corporalidad de la experiencia de vivir con VIH
Libro electrónico307 páginas4 horas

Identidades reactivas: Enfermedad, biopolítica y corporalidad de la experiencia de vivir con VIH

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Esta obra examina algunos de los ordenamientos culturales que movilizan la experiencia de vivir con un diagnóstico positivo del virus de inmunodeficiencia adquirida (VIH) Ser “reactivo” al VIH designa, en ese escenario, una labor incesante de significación por medio de la cual se configuran modos de reeditar prácticas corporales en el registro de la enfermedad Al mismo tiempo, se examinan algunas de las estrategias que los sujetos que viven con VIH instrumentan para confrontar las problemáticas asociadas a las formas en que la biopolítica contemporánea converge con narrativas de lo saludable, el amor romántico, la sexualidad, la realidad “visible” del cuerpo, así como con toda una serie de imágenes, anhelos y afectos que transforman las políticas del cuerpo, y las posiciones identitarias a ocupar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2018
Identidades reactivas: Enfermedad, biopolítica y corporalidad de la experiencia de vivir con VIH

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    Identidades reactivas - José Manuel Méndez Tapia

    Identidades reactivas.

    Enfermedad, biopolítica y corporalidad en la experiencia de vivir con VIH

    ©Manuel Méndez Tapia

    Primera edición, 2019

    D.R. ©La Cifra Editorial, S. de R.L. de C.V.

    Av. Coyoacán 1256-501, Col. Del Valle,

    C.P. 03100, Ciudad de México.

    contacto@lacifraeditorial.com.mx

    www.lacifraeditorial.com.mx

    eISBN 978-607-9209-90-2

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com / info@ebookspatagonia.com

    Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

    ÍNDICE

    Introducción

    Capítulo I · Enfermedad, malestar y corporalidad virtual

    Capítulo II · Antirretrovirales, biopolítica y gubernamentalidad en la determinación sanitaria de una vida con VIH

    Capítulo III · Roces, caricias, sexualidades: el VIH y la proximidad afectiva

    Bibliografía

    INTRODUCCIÓN

    Reactivo es una manera de expresar en términos clínicos que se es positivo al virus de inmunodeficiencia adquirida (VIH). Cuando una persona se hace un examen para detectar anticuerpos al virus, el resultado de la primera prueba que suele ser aplicada (enzyme-linked immunosorbant assay: ELISA) se designa como reactivo o no reactivo (positivo o negativo) en función de si se logra identificar la reacción que el sistema inmunológico produce como respuesta ante la presencia de virus. Si el diagnóstico es reactivo, los protocolos médicos solicitan que la persona se haga una prueba confirmatoria denominada Western Blot.

    Un resultado positivo significa que todas las pruebas realizadas fueron reactivas al VIH. En la investigación que ahora presento, y cuya elaboración se basa en el análisis de las experiencias de un grupo de varones que viven con VIH, pude registrar un hecho que asumo como una consideración central de este texto: prácticamente todos los sujetos que conocí se denominaban a sí mismos como reactivos, usando así una terminología que establecía una manera para referirse a sí mismos y para presentarse con otros; y si bien no era el único vocablo con el que solían designarse, sí era uno de los más recurrentes.

    En principio, esto indicaría que habrían conformado cierto saber acerca del proceso clínico que un individuo tiene que atravesar desde que le realizan la primera prueba, hasta que le confirman que es positivo, y después, con relación a las travesías que se forjan para contener médica y farmacéuticamente la infección. En este escenario, el ser reactivo parecía implicar que se ocupaba una posición desde la cual se rechazaba o se tomaba distancia del nombramiento de la seropositividad, vinculado —ellos decían— a una dimensión estigmatizante más asociada con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida), la enfermedad que puede derivar del VIH si es que éste no se trata y se controla oportunamente. De ahí que muchos de los sujetos de la investigación solían afirmar que ellos eran más que solo seropositivos. Un desborde enunciativo, una reivindicación identitaria, la transmutación de un significante clave, o la encarnación y la reiteración de un registro clínico-biomédico.

    ¿Qué es ser reactivo? o más bien, ¿cuál es el proceso mediante el cual un sujeto que recibe un diagnóstico positivo se adscribe a un nominativo que más que operar solo como bandera individual de embestida, en realidad parece más un efecto de contingencias históricas y ordenamientos culturales? ¿Lo reactivo puede pensarse como una estrategia que esos varones encontraron para reposicionarse a manera de un locus político que les hace reconocer en ellos mismos la incidencia de la infección, con todas las problemáticas y las posibilidades de reinvención que ello implica? El análisis toma como uno de los ejes guía tal interrogante, aunque reconozco que es también una manera de adentrarme a la relación que existe entre otra de las categorías centrales que denomino la experiencia de la enfermedad, y ciertos marcos específicos que condicionan de forma continua la posibilidad de su aparición y su reactualización: la biopolítica y la corporalidad.

    Afirmo que un diagnóstico positivo de VIH no representa el origen de la experiencia de la enfermedad; pero sí tiende a erigirse como un momento de quiebre al generar, en una especie de cisura en la historia del sujeto, una conmoción mediante la cual puede captarse el proceso de infección del VIH. El acontecimiento del diagnóstico posee la fuerza para revelar los discursos, los conocimientos y las imágenes que se elaboran materialmente desde y sobre la vida colectiva, ahora designada con la marca recurrente de lo enfermo.

    Como afirma Slavoj Zizek (2014), el acontecimiento puede ser conceptualizado como imposición, como algo traumático y perturbador, como una revelación que cambia las reglas del juego, como un cambio del planteamiento a través del cual percibimos del mundo y nos relacionamos con él, e incluso, como la destrucción del planteamiento como tal. Pero también es porque el acontecimiento puede ser la aparición inesperada de algo nuevo que debilita cualquier diseño estable —aunque en el entendido de que la catástrofe sucede antes del hecho/acto— que la dimensión del acontecimiento permite analizar cómo actúan las condicionantes socioculturales del VIH al nivel de la configuración de los sujetos.

    Dejaré abierta la puerta ante la inquietud por saber cuáles son los límites y los alcances que habitan en la configuración de una identidad reactiva. Mi insistencia para recurrir a dicha noción radica no sólo en la verbalización literal de los sujetos de la investigación, sino en una pretensión por bosquejar una figura identitaria que sirva como correlato de las especificidades del vivir con VIH. Lo reactivo, entonces, no supone una medicalización del individuo con base en una reedición angustiosa de un diagnóstico positivo. En cambio, propongo trazar la potencia de acción del sujeto en analogía con la noción de reacción que es más privativa del campo de la biología molecular.

    De forma por demás general, la reacción que ocurre a nivel celular siempre causa modificaciones de energía. Los átomos o moléculas reaccionan cuando colisionan con suficiente energía como para vencer las fuerzas de repulsión, por lo que cuanto más estable es el estado inicial tanto más fuerte tendrá que ser la colisión para que ocurra la reacción. La reacción entonces requiere una energía de activación que opera a modo de catalizador el cual, de hecho, no se consume, de manera que puede ser reutilizado de forma reiterada.

    Pienso en Zizek y su noción del acontecimiento como un punto de inflexión radical en el entendido que su espacio se abre por el hueco que separa un efecto de sus causas, para así comprender la dimensión temporal del acontecimiento y tomar distancia de una manera unilineal y unicausal de narrar la inmanencia del hecho, tanto como pienso en la dinámica que es propia del cúmulo de energía que ocurre en el acto de las reacciones bioquímicas y que no supone una anulación de fuerzas, sino una potencialización de las mismas.

    En conjunto, intento recrear lo reactivo como un paraje político que toma como referente primario —aunque no único— al diagnóstico positivo como un acontecimiento catalizador que provoca —como se afirmaría desde una perspectiva biológica— una rotura de enlaces moleculares que bien pudieran imaginarse a manera de una rotura —imaginaria y simbólica; forzada o voluntaria, temporal o de carácter más bien permanente— de lazos sociales, de afinidades afectivas, de imágenes infalibles y de una cierta organización previa respecto a la consideración que delinea los márgenes de lo saludable y lo vivible.

    Como línea nuclear de análisis y como apertura conceptual aclaratoria, creo preciso abordar a la identidad reactiva como un suceso que emerge de una colisión; como una fuerza de empuje que causa desorden, que presume desorden, que se enfrenta al desorden, pero que siempre permite la conformación y la emergencia de nuevos enlaces significativos. En adelante, las identidades reactivas serán presentadas en el recuadro de esa instancia: En las formas de constitución del sujeto se encuentra la misma posibilidad de reacción. Demos paso a la lectura de esas narrativas de encuentro, configuración y reorganización en la experiencia de vivir con VIH.

    Acercamientos iniciales

    Transcurrió mucho tiempo antes de que pudiera definir con cierta exactitud cuáles eran las posibilidades de adhesión identitaria que me causaba el asistir a las sesiones del grupo de autoayuda con el que estuve participando más de dos años. Mis impresiones eran movedizas y contrastantes, pero en retrospectiva siempre parecían revelar sucesos excepcionales. Hubo una vez, por ejemplo, en el marco de un seminario nacional para personas viviendo con VIH (PVV) en la que me encontré con Eluard, un chico de 27 años, egresado de la carrera de comunicación social, participante asiduo del grupo de autoayuda y a quien tenía varias semanas que había dejado de ver. A ese seminario, un evento al que calculo reunía a más de 200 PVV, habíamos sido invitados por un reconocido activista en el campo del VIH para que estuviéramos mejor informados sobre la enfermedad y para que los que presenciáramos el encuentro pudiéramos volver a nuestros grupos de trabajo a compartirles todo lo que habíamos aprendido.

    Antes de este evento, la última vez que supe de Eluard fue una ocasión en la que —en palabras de algunos miembros del grupo— había sufrido un ataque. Aquel día Eluard, quien gustaba de participar activamente en las reuniones, se había soltado a llorar desconsoladamente al recordar el momento en que había sido diagnosticado, más de 4 años atrás. Lo doloroso no sólo era encontrarse de frente con su dolor, sino también el que dicha aflicción resultara muy contrastante con su postura habitual: Eluard era un chico al que yo fácilmente calificaría de abierto, alegre y bromista.

    Desde un inicio me había generado gran simpatía; él había sido una de las primeras personas que me había dirigido la palabra cuando empecé a asistir a las sesiones del grupo. Se acercó, preguntó mi nombre, me preguntó también si yo ya estaba en tratamiento, y casi al mismo tiempo me cuestionó por mi fecha de diagnóstico, una de las interrogantes que frecuentemente surgen entre dos chicos positivos al VIH que recién comienzan a conocerse. Precisamente de estas mismas preguntas se desprendió el que en su tono habitual de juego Eluard me hubiera reclamado entre risas, y ante la mirada absorta de otros, que, si yo no era reactivo, entonces: ¿qué estaba haciendo ahí?.

    En el seminario para PVV también me había encontrado con Joyce, con quien ya había coincidido en varias sesiones grupales, pero con el que jamás había platicado. En esta ocasión sería diferente. No sólo estaríamos atentos a lo que los expertos en materia de VIH presentaban sobre experiencias de trabajo e investigaciones recientes para reflexionar acerca del tratamiento, la prevención y los cuidados de una persona que vive con el virus. Ahora, durante los dos días que duró el seminario, también bromearíamos y nos haríamos confidencias. Mientras una nutrióloga —presentada como especialista en VIH— hablaba de las bondades del plato del bien comer¹ y de la necesidad de que los pacientes se adscribieran a este bajo la supervisión de sus médicos, Joyce nos insistía en que una de las cosas más difíciles de vivir con VIH había sido el hecho de que había perdido más de 15 kilos de masa muscular.

    Durante muchos años había sido gimnasta profesional y ahora, nos decía, su cuerpo extremadamente delgado era irreconocible; no era nada en comparación a lo que había sido tiempo atrás. Joyce decía que acababa de ver en el cine una película de superman y que lo había impresionado mucho el cuerpo del actor protagónico. Nos contó, con cierto aire de nostalgia, que antes de estar enfermo él también había tenido muy buen cuerpo, y que su ilusión había sido estar así como el superhéroe del filme. Ahora, aun con que lo seguía intentando y aun con que comiera en exceso cualquier cosa, decía que sabía que le era imposible volver a subir de peso; sabía que nunca volvería a estar así.

    Al finalizar el encuentro Joyce, Eluard y yo quedamos de encontrarnos el siguiente martes en la sesión grupal; y yo, por mi parte, me había quedado con una sensación extraña: algo había en esa relación de cercanía y de complicidad que me tentaba a retratarla en términos de un nosotros. Ese martes el grupo discutiría el tema de la marcha gay, la cual estaba a una semana de realizarse y a la que el grupo iba en calidad de convocante: los chicos se presentarían como un colectivo de jóvenes gays viviendo con VIH; incluso mandaron hacer playeras con un diseño propio en el que aparecía dicho nominativo.

    El día que llegué a la sesión, uno de los chicos del consejo me abrió la puerta; nos saludamos de un beso, un abrazo y acto seguido me dio a firmar la lista de asistencia. Después caminé rumbo al lugar donde se celebraba la sesión: un salón amplio que quedaba en la planta baja, en el fondo del pasillo de un edificio antiguo del centro de la Ciudad de México. En cuanto entré miré que ya había llegado Eluard y que se encontraba una silla vacía entre él y otro chico con el que nunca había platicado pero que siempre había llamado mi atención porque tenía notorias dificultades para hablar, bajaba la voz, tenía una dicción que hacía que resultara muy difícil de seguirlo cuando llegaba a participar y lucía un aspecto débil, agotado, quizá un poco triste. Fue él quien me invitó a pasar; volteó, me hizo señas de que el asiento estaba vació, y me ofreció sentarme a su lado.

    Los miembros encargados de la sesión comenzaron transmitiendo un video que proyectaba una especie de recuento histórico del movimiento gay en México. El punto de partida fue el baile de los 41 del porfiriato, luego la primera ocasión –en el año de 1978- en que la comunidad gay sale a marchar en la Ciudad de México en búsqueda —decían— de respeto y reconocimiento identitario; después presentaron imágenes de gente representativa del movimiento; luego una referencia a la ley de sociedades de convivencia y a la promulgación del matrimonio entre parejas del mismo sexo y el derecho a adoptar. Al finalizar todos aplaudieron y comenzó un intercambio de ideas y reflexiones acerca de qué es lo que la marcha conmemoraba, lo que significaba con relación a los empresarios, al consumo, a la comercialización y a lo que algunos consideraban, una necesidad de recuperar el sentido político.

    En el marco de este debate, el entonces coordinador del grupo expresó unas palabras acerca de lo que él creía de la marcha, hizo énfasis en que a su parecer se había vuelto un carnaval, especificando que el problema no era lo festivo, sino que se perdiera su sentido de demanda por una igualdad de derechos; dijo también que él respetaba pero que nunca se había ido vestido de flores y mariposas, que él siempre se había ido normal. Eluard de inmediato volteó a ver a los que estábamos a su alrededor, se exaltó y exclamó hacia los mismos que estábamos cerca: ¡Cuidado con eso, cuidado con lo que acaba de decir!. El coordinador parecía haber tenido un desliz acerca de lo que él de alguna manera consideraba lo normal, y a Eluard tal pronunciamiento le había resultado por demás molesto. Después de este incidente Eluard tomó la palabra.

    Enérgico y contundente, afirmó que la marcha podía hacer coincidir un sentido político y una manifestación festiva, y puso por ejemplo una ocasión en la que su abuelita había decorado de colores su silla de ruedas, y así marchó. Y siguió hablando Eluard, y luego el coordinador, y luego los otros chicos del consejo coordinador y después los otros miembros del grupo. No todos los que ese día asistieron y opinaron fueron a la marcha del siguiente sábado, pero cuando menos esa tarde todos se veían muy entusiasmados al expresar sus puntos de vista. A lo sumo, todos también parecían coincidir en un punto específico: había una preocupación por salir a marchar y por seguir demandando derechos y justicia para la población gay, pero también, en lo particular, consideraban que era necesario salir a marchar como grupo para confrontar el estigma y para buscar el reconocimiento y el respeto hacia las PVV.

    Todo lo escuchado, lo narrado, y las especificidades miradas acerca de las prácticas de estos y otros chicos con los que se realizó la investigación, permiten delinear un primer postulado general: existe un flujo no lineal de la vivencia en el cual se movilizan de manera reiterada figuraciones, expectativas, miedos, deseos y todo un universo de pensamientos y prácticas atravesados por la condición de vivir con VIH. En otras palabras, toda una dinámica sociocultural que es característica del cruce de una serie de elementos vinculados con la condición de recibir el diagnóstico positivo.

    Para comenzar a especificar la perspectiva que dirige este proyecto, me propongo partir de una declaración específica que nos dará cauce inicial: en la actualidad, el VIH, agente causante del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida), es considerado clínicamente una infección crónica² debido a la terapia antirretroviral de gran actividad (TARGA) y a la cobertura universal en el acceso al tratamiento (Palella et al., 1998), (Badri et al., 2004), (Pacheco et al., 2009), (Hernández-Ávila et al., 2015), lo que significa que los pacientes que reciben un tratamiento adecuado pueden generar un aumento en el recuento de células CD4³, reducen la transmisión del virus y pueden tener un aumento en la calidad de vida (Klein et al., 2003), sin embargo, para muchas personas la complejidad de lo que implica vivir con un diagnóstico positivo continúa estableciendo al virus no sólo como un imaginario de muerte, sino a la muerte como una posibilidad real.

    Ya desde la década de los ochentas del siglo pasado, periodo en el que se descubre la nueva enfermedad, se demandó la necesidad de atender los elementos culturales, económicos y políticos, así como los altos niveles de estigma y discriminación asociados al VIH, puesto que incrementan la vulnerabilidad de las personas frente al virus (Mann, 1996) y son, por tanto, tan centrales para el desafío global del sida, como la propia enfermedad (Aggleton y Parker, 2002: 4). Sin embargo, tanto en las investigaciones sobre la dinámica del virus, como en el diseño de estrategias y programas de prevención y contención de la infección, ha imperado un modelo de corte epidemiológico⁴, o bien, concepciones funcionalistas de la acción humana,⁵ con el inconveniente de que se ha minimizado el análisis a profundidad de los procesos de orden cultural que condicionan los modos en que se constituye la experiencia de vivir con VIH.

    Mi perspectiva se centra en la manera en que el sujeto se enfrenta a una nueva condición de vida que se constituye con base en el carácter estigmatizante de la enfermedad. Desde esta óptica, es preciso abordar al estigma y a la discriminación como técnicas de poder y como mecanismos de reproducción cultural (Aggleton, 2002: 6), a saber que, en un contexto global en el que prevalecen procesos de estigma y discriminación hacia las PVV, el saberse portador del virus genera una serie de problemáticas relacionadas con la vulnerabilidad y con la posibilidad de hacer frente a las mutaciones de vida que demanda el acontecimiento catalizador del diagnóstico positivo. Este escenario denota un reto en materia de políticas públicas en salud con el objetivo de buscar la calidad en la asistencia para las personas que viven con el virus (Villarinho et al., 2013), para lo cual se considera necesario tomar medidas más eficaces en la intervención para disminuir las nuevas infecciones, como el uso de la profilaxis pre-exposición (PrEP) (McCormack et al., 2016).

    El presente trabajo apuesta por ahondar en la caracterización de las identidades reactivas tomando como referencia central el análisis de los procesos biopoliticos y corporales que inciden en la conformación de la experiencia de vivir con VIH, si bien no podemos pasar por alto un primer hecho fundamental: si lo que se aprecia cómo vida, lo que se reconoce cómo vida, solo emerge en función de las normas de reconocibilidad que preceden a los marcos de reconocimiento de una vida humana (Butler, 2010: 13-56), ¿qué significa asumir la condición de lo vivo cuando se es diagnosticado con una enfermedad sostenida en impositivas morales con cualidades habitualmente despectivas?

    Sobre el método y la experiencia de trabajo de campo

    El método no sólo es la descripción mesurada de los procedimientos técnicos, sino un posicionamiento epistémico respecto a cómo el investigador aprehende los objetos de la realidad; de ahí que sea indispensable esclarecer la ruta operativa en la que se basa el registro y el análisis de la información obtenida. En primer lugar, recurro a la precaución de Renato Rosaldo (1989: 15-31) para utilizar a la experiencia personal como una categoría analítica que plantea problemas de interés general para la antropología y las ciencias sociales. Rosaldo habla del sujeto posicionado para determinar, en primer lugar, la posición del sujeto dentro de un determinado campo de relaciones sociales con el fin de captar la experiencia emocional del individuo.

    Rosaldo se refiere a esta categoría como un modo de entender la manera en que los etnógrafos se re-posicionan conforme van entendiendo a otras culturas; en el entendido de que éste es un proceso que comienza con una serie de preguntas que se irán revisando y transformando durante el transcurso de la investigación, pero es también un proceso que enfatiza el modo en que las experiencias de vida permiten e impiden ciertos tipos de explicación. De ahí que Rosaldo opte por recurrir tanto a la experiencia personal como a la fuerza cultural de las emociones para comprender la prolongada intensidad en la conducta humana correspondiente a los miembros de otra cultura, y no a la densificación gradual de las redes simbólicas de significado, definición tan acorde, dice Rosaldo, con las normas clásicas de la antropología.

    Hay, por supuesto, otras formas de trazar los grados de posicionamiento con relación a la interacción y las formas de reubicación que permiten la comprensión de los otros; por ejemplo, la exigencia metodológica de ver las cosas desde el punto de vista del nativo de Clifford Geertz (2004: 73-90), quien retoma los conceptos de experiencia próxima y experiencia distante del psicoanalista Heinz Kohu para producir una interpretación de la forma en que vive un pueblo que no sea prisionera de sus horizontes mentales, lo que significa, de fondo, una consideración de orden epistemológico a propósito de cómo se analiza la realidad y, consecutivamente, cómo se articulan los resultados de una investigación etnográfica.

    Esta conexión significativa entre los grados de proximidad o distancia con los que se hace la lectura de las formas de vida del otro, tiene sencillamente por objeto —en palabras del mismo Geertz— descifrar qué demonios creen ellos que son. La diferencia entre ambos conceptos estriba en que la experiencia próxima denota lo que alguien emplea naturalmente y sin esfuerzo para definir lo que siente y piensa, y la experiencia distante habla más bien de conceptos que emplean los especialistas para sus propósitos particulares. Por ejemplo: "amor versus catexis objetual"⁶.

    Más allá de esta distinción semiótica, lo que quiero establecer es que el trabajo de campo y el planteamiento de Rosaldo sobre el sujeto posicionado me dan la pauta para emplear en este trabajo los conceptos de experiencia próxima y experiencia distante pero no desde la formulación que Geertz lleva a cabo. En contraparte, propongo comprender que ciertamente esos conceptos denotan un grado de aproximación que no suponen una oposición polar, pero no recurro a ellos para hablar de formas de interpretación lingüísticas de la realidad, sino modos de posicionamientos simbólicos en la configuración de la experiencia con relación a tópicos estructurales ligados a acontecimientos particulares, y como se habrá de notar, esa configuración estará articulada por elementos que median y constituyen las dinámicas y las interacciones sociales tanto del etnógrafo, como de los mismos informantes.

    Estar allí

    Enseguida me dispongo a exponer una serie de precisiones que dan cuenta de cómo este proceso de investigación se encauza por la conceptualización de la experiencia como categoría operativa y metodológica. Aseverar que la experiencia es susceptible de ser analizada es ya un posicionamiento epistémico: la experiencia como objeto de análisis implica un cierto modo de acercamiento y aprehensión de la realidad de los otros; así, en este mismo grado de aproximación uno va, de hecho, reconstituyéndose, o diría mejor: re-posicionándose como sujeto.

    A mi entender, es esto a lo que Clifford Geertz se refiere con el estar allí de la labor etnográfica (1989: 11-34), lo cual no se limita a la cantidad de los argumentos teóricos ni a la abundancia respecto al número de detalles culturales que intentan brindar constancia sobre la veracidad de los textos, mejor aún, esto expresa cierta capacidad para convencer que lo que se dice es el resultado de haber podido penetrar otras formas de vida.

    Por mi parte, al principio de la investigación usaba a la entrevista como

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