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Cuando Edipo creció
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Libro electrónico283 páginas4 horas

Cuando Edipo creció

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A los cincuenta años, la persona posee un mundo interior muy diferente del que poseía a los veinte. Se relaciona de otro modo consigo misma, su sexualidad es totalmente distinta y cambia su escala de valores en cuanto a carrera, familia y sociedad. El adulto es mucho más que un niño que creció. Es sorprendente que tan pocos estudios psicológicos se hayan dedicado a la edad madura. La terapia se interesa ante todo por la infancia y la proyecta sobre la madurez. A veces parece que la actitud de la psicología en este campo se limita a enumerar las funciones que van deteriorándose en el camino hacia la vejez. La mayoría de los individuos no son conscientes de las oportunidades de desarrollo continuo que tienen lugar en todas las edades, y del nuevo florecimiento que se produce en la segunda mitad de la vida. Cuando Edipo creció procura estimular la percepción de ese crecimiento, definir la singular cultura que deriva del mismo y obtener el máximo de satisfacción.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9789875992153
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    Cuando Edipo creció - Daniel Becker

    Daniel Becker

    Cuando Edipo

    creció

    Traducido del hebreo por Florinda F. Goldberg

    Traducción del hebreo: Florinda F. Goldberg

    © Libros del Zorzal, 2011

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la ley 11.723

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    Asimismo, puede consultar nuestra página web:

    Índice

    Prefacio | 8

    Cómo supe que había llegado a la segunda mitad de mi vida | 8

    Capítulo 1 | 14

    La pregunta que no se formula: ¿cuál es la diferencia entre la mitad de la vida y la segunda mitad de la vida? | 14

    Capítulo 2 | 23

    Ya sé que al final nos morimos, pero no tienes por qué recordármelo | 23

    Capítulo 3 | 30

    Eliott Jaques y mi lista de tareas.

    Capítulo 4 | 35

    ¡Yo no hago esas cosas!. Sobre la conciencia de la existencia del mal | 35

    Capítulo 5 | 52

    Escenas de la vida de Bergman (Ingmar, no Ingrid). Cómo relacionarnos con nuestros padres, pese a las cuentas pendientes | 52

    Capítulo 6 | 58

    No, gracias, tengo mi moral propia. Sobre moral personal y moral universal | 58

    Capítulo 7 | 65

    El hijo de. La dificultad de ser tu propio padre | 65

    Capítulo 8 | 83

    ¿Es el adulto una fijación anal que creció?. Psicología evolutiva de la segunda mitad de la vida | 83

    Capítulo 9 | 92

    Doña Hybris, la diosa humana. Cuando la responsabilidad por mí mismo se contrapone a mi responsabilidad por el prójimo | 92

    Capítulo 10 | 109

    Tan poco sabemos sobre tanta vida. Las dificultades en los estudios sobre adultos mayores | 109

    Capítulo 11 | 122

    El hombre que (al parecer) inventó la rueda. Carl Gustav Jung, padre de la psicología de la segunda mitad | 122

    Capítulo 12 | 145

    Lo que ya se dijo. Teorías sobre la segunda mitad de la vida | 145

    Capítulo 13 | 171

    ¡Cuidado, cruce peligroso!. La menopausia no es sólo un fenómeno biológico | 171

    Capítulo 14 | 190

    El hombre maduro es un joven que todavía puede. La segunda mitad de la vida en la cultura del consumo | 190

    Capítulo 15 | 203

    Va a ser la mejor mitad de tu vida. Cómo prepararte para aprovecharla lo mejor posible | 203

    A mis padres, a quienes me abstuve sistemáticamente de invitar a actos de graduación y dedicar mis trabajos académicos, llegó la hora de hacer las paces y reconciliarse con lo que fue y con lo que no fue.

    No me preocupa que en el otro mundo me pregunten por qué no fui Moisés el Maestro, y yo no sepa qué responder. Pero me aterra la posibilidad de que me pregunten por qué no fui Zusha, y en ese momento se terminen todos mis pretextos.

    Rabí Zusha de Anipoli

    Prefacio

    Cómo supe que había llegado a la segunda mitad de mi vida

    Yo tenía cuarenta y dos años, mi padre setenta y uno. Esa noche de febrero, mi padre estaba escuchando Haroldo en Italia de Berlioz y leyendo sobre la ópera en la Mini Enciclopedia de Música que había comprado ese mismo día. Como de costumbre, quería ser un buen alumno en su curso de música al día siguiente.

    Al día siguiente no se despertó. Murió en su sueño. En ese momento comenzó la segunda mitad de mi vida; mejor dicho, dos días después.

    Cuántos libros pueden leerse en cuarenta años

    Al igual que mi padre, soy médico, y también quiero ser buen alumno. Su muerte me hizo pensar que debería sentir que soy el siguiente en la fila; que una mañana no me despertaré, no importa qué planes haya hecho la noche anterior; que ya estoy tocando las alas de la finitud. Pero no logré sentirlo. Experimentaba el dolor de la pérdida, pero no una amenaza personal.

    Luego vino la semana de duelo.¹ Sentado en el cuarto de trabajo de mis padres, entre ola y ola de afligidos visitantes contaba distraídamente los libros de la biblioteca. Conocía las tapas de todos, había leído unos pocos, y me había propuesto leer la mayor parte de ellos cuando tuviera tiempo. Agregué a la cuenta el número nada despreciable de los libros dispersos por mi casa, todos comprados por mí pero la mayoría aún sin leer. Me dije: supongamos que viva cinco años más que mi padre, hasta los setenta y seis (lo cual es una osadía, porque fumo más de lo que él fumaba, amén de otros pecados que no enumero aquí). Dividí la cantidad de libros por la de semanas. Aunque rehice el cálculo varias veces, desde el comienzo estaba claro que no existe la menor posibilidad de que logre leerlos todos, ni siquiera la mayor parte. La idea de que no conseguiré terminar la lectura de unas centenas de libros significa que cada uno que lea implicará renunciar a otro. Y todo libro que lea por segunda vez… no, me retracté, nunca más releeré un libro.

    La conciencia de mi imposibilidad de leer todos esos libros se convirtió en una conciencia dolorosa de la finitud. La finitud me pertenece y me afecta. Esa revelación me dolió. Así descubrí, dos días después de la muerte de mi padre, que me hallaba en la segunda mitad de mi vida.

    Un joven no lo entendería, me explicó un paciente maduro

    Dicto clases a estudiantes de medicina de segundo año. En el marco del tema El ciclo vital, les cuento sobre mi padre y los libros. Percibo en sus rostros su identificación con el relato del médico que quería aprender sobre una ópera, del hijo que quería leer. Pero para ellos se trata de un país lejano sobre el que oyen hablar pero no visitan. El relato no les afecta personalmente, ellos no van a pensarlo dos veces antes de leer un libro por tercera vez. A nivel racional, comprenden que aun si antes de llegar a mi edad alcanzan a leer todo lo que yo leí, el tiempo de lectura que les quedará será tan limitado como el mío. Es decir que aunque sean más jóvenes que yo, cada libro que hoy leen es a cuenta de otro que no leerán jamás. Lo comprenden, pero no lo internalizan. Olvidan la finitud en el momento en que salen del aula; quizás la recuerden cuando miren a sus propios padres.

    Si la vivencia de los estudiantes es tan diferente de la mía, ¿es que existe otra etapa en la vida, después de la adolescencia y la madurez temprana? (Por madurez temprana suelo entender el lapso entre los veinte y los cuarenta, aunque sus límites no son rígidos y se expanden o contraen en cada individuo.) La conciencia de la finitud y la experiencia de una etapa adicional me dejaron perturbado. Busqué respuestas. Leí todo lo escrito sobre el tema. Dicté conferencias sobre la segunda mitad de la vida, con la esperanza de que el diálogo y las palabras cristalizaran una respuesta. Pero, tal como me ocurre a menudo, quienes me ayudaron fueron precisamente mis pacientes. Uno de ellos, de cincuenta y seis años, me dijo, en relación con un caso parecido al mío, algo como lo siguiente: ¿Por qué te haces problema sobre cuánto vas a alcanzar a leer? Si tanto te importa la lectura, continúa leyendo hasta tu última noche.

    El hombre tenía razón. Es probable que la solución que permite enfrentar la finitud y crecer a partir de ella consista en una visión diferente del tiempo, de la cantidad y de la vivencia. Tengo claro que mi encuentro con ese paciente fue significativo. De haber sabido hacer esa pregunta diez años antes, seguramente su respuesta me habría parecido una idea abstracta. Necesité sentir los límites de la existencia y no solamente saberlos. Me hacían falta, aparentemente, la madurez y experiencia de la segunda mitad de la vida, para saber que el número de libros no es el objetivo y que la cantidad no es la meta. La lectura es un medio, un camino. Comprendí que había entrado en la segunda mitad de mi vida cuando el límite de mi capacidad de lectura no me debilitó ni me desesperó; ahora sólo me resta, sencillamente, elegir el próximo libro. Ojalá haya podido ayudar a mi paciente como él me ayudó a mí.

    Y sin embargo, ¿cuándo empezó?

    Puedo señalar casi con exactitud el momento en que la finitud se me reveló. En cambio, la idea de que debe existir una etapa posterior a la madurez temprana resultó de un proceso anterior, cuyo comienzo me es más difícil fechar. Me hago la misma pregunta que suelo hacer a mis pacientes: Y entonces, ¿cuándo empezó?

    Quizás hace unos quince años. Participaba de un curso de perfeccionamiento en psiquiatría de la vejez y comencé a cuestionarme algunas cosas. Como psiquiatra, conocía el proceso por el cual un infante se hace niño, un niño se hace adolescente y un adolescente se hace adulto joven. También sabía bastante sobre el anciano. Pero, por todos los demonios, ¿cómo se transforma de repente un adulto en un anciano?

    En ese curso escuchamos una clase sobre talleres de jubilación, esos programas de corta duración a los que son invitados trabajadores que están llegando a la edad de retiro, con conferencias sobre economía, medicina y cultura del ocio adaptadas a su condición. No pude sino percibir la trampa que subyace en esos talleres: un economista les explica cómo deberían haber invertido sus recursos cuando tenían cuarenta y cinco años; un médico expone la necesidad de mantener un seguimiento de enfermedades que deberían haber comenzado hace mucho tiempo. Tiene algo de ilógico revelarle a un individuo de sesenta y cinco años las mejores formas de invertir su dinero y los mejores programas previsionales, cuando para él ha llegado justamente el momento de empezar a disfrutar de sus inversiones. Lo mismo ocurre con clases sobre enfermedades como el cáncer, cuyo control preventivo debe hacerse cada dos años a los cuarenta o cada año a los cincuenta, cuando nuestro hombre ya se halla en su séptima década. De modo semejante, para enfrentar el retiro en el nivel psicológico, y sobre todo para disfrutar de las actividades que se sugieren para el tiempo libre de la vejez, son necesarios cambios de actitud emocional, los cuales –me dije, según esta misma lógica– no pueden comenzar a los sesenta y cinco sino deben ser resultado de un proceso iniciado mucho antes. En ese momento aún no tenía clara la calidad de ese proceso, pero sí la necesidad de empezar los talleres de orientación psicológica a la edad de cuarenta y cinco años, al igual que los de asesoramiento médico y financiero.

    Estoy persuadido de que los jubilados realizan su proceso de maduración emocional también sin talleres, a semejanza de las mujeres que paren sin cursos de parto y de los padres que crían hijos sin cursos de paternidad. Pero tenía la curiosidad de saber qué significa el largo pasaje de la madurez temprana a la ancianidad, el cual, más que un corredor angosto, me parecía una amplia sala. Pensé que si somos más conscientes de los procesos que tienen lugar en ese pasaje, será más fácil estimularlos y apoyar su desarrollo.

    Así fue cómo, en lugar de prestar atención a la conferencia sobre talleres para jubilados, me dediqué a soñar despierto: cómo aprenderé a tocar el saxofón cuando me retire, y qué significará eso para mí. Para reducir el suspenso, me apresuro a decir que efectivamente comencé a estudiar la tuba a los cincuenta y tres, sin esperar el retiro, pero igualmente me fueron necesarios quince años para decidirme a hacerlo.

    Fantasías para saxofón

    Para entender los procesos emocionales necesarios para que un individuo de sesenta y cinco años esté dispuesto a emprender el estudio del saxofón, desglosemos los componentes de esa actividad. Comprobaremos que la misma exige madurez y cambios en muchos ámbitos. En primer lugar, es una actividad que no sirve para nada. Es decir, no produce ningún beneficio concreto o económico. Y aunque ello parezca trivial, no lo es para una persona (especialmente para un varón) cuya vida ha estado guiada por la noción de que hay que ser prácticos y hacer cosas que acarreen alguna ganancia. Más aún, una ocupación sin beneficio tangible suele acompañarse de una sensación de inutilidad o desvalorización. Esto suele ser precisamente lo que experimenta quien no tiene qué hacer cuando se despierta a la mañana, y la elección de una actividad no práctica sólo acrecienta la sensación de vacío y carencia de objetivos.

    Aun si invertimos un gran esfuerzo en aprender a tocar un instrumento, lo más probable es que sólo alcancemos un nivel razonable que nos permita lucirnos en los cumpleaños familiares, y eso si nos animamos a hacerlo. Para poder dedicarse al saxofón por puro placer, quien hasta su retiro se esforzó continuamente por escalar posiciones y mejorar sus logros laborales debe cambiar el programa interno; y ello es difícil de conseguir en cinco días de taller. La persona que, consciente o inconscientemente, guiaba sus decisiones por una suerte de aspiración al Premio Nobel y consideraba que en toda ocupación es necesario obtener los mejores resultados, carece de la actitud que le permita dedicarse al saxofón después de su retiro.

    Supongamos, con todo, que hemos logrado cambiar la actitud exitista y práctica, y hemos modificado los parámetros de nuestras opciones: todavía nos faltan decisiones emocionales no menos dificultosas. Por ejemplo, es necesario decidir que destinamos parte de nuestros fondos, que en general son limitados (y además pertenecen a toda la familia), a la compra de un saxofón (que quizás usemos sólo por unos meses) y a los honorarios de un maestro (¿el más caro? ¿A qué nivel queremos llegar?). Por añadidura, debemos decidir que somos dueños de nuestro tiempo (el cual, según las convenciones y sobre todo en la práctica, pertenece también a quienes conviven con nosotros); a cierta hora del día hemos de cruzar el umbral de la casa y dejar atrás, aunque sea por una hora, a un compañero o compañera que quizás no tiene qué hacer, que quizás no se siente bien, que quizás piensa que nuevamente disparatamos y comenzamos algo que no lleva a ninguna parte. Cerrar la puerta a nuestras espaldas es una decisión nada sencilla que requiere cierta autonomía, cierta sensación de me lo merezco, cierta madurez emocional. Estos son los temas que habría presentado en un taller de jubilados para personas de cuarenta y cinco años.

    La conciencia de la finitud, la comprensión de la brecha existente entre mis sensaciones y las de mis jóvenes estudiantes, la fantasía sobre el saxofón y el significado y consecuencias de su concreción: estas son las vivencias básicas que traduje en un libro sobre la segunda mitad de la vida.

    Parto del supuesto de que se trata de una etapa autónoma en la evolución de la persona. El libro se propone hacer conscientes las posibilidades casi ilimitadas de desarrollo en la segunda mitad de la vida, tratar de definir la singular cultura que se desprende de ella y, finalmente, indicar también la necesidad de luchar por el lugar legítimo que corresponde a dicha cultura.

    Capítulo 1

    La pregunta que no se formula: ¿cuál es la diferencia entre la mitad de la vida y la segunda mitad de la vida?

    Doctor, ¿no es cierto que todavía no estoy en la segunda mitad?

    Como dije, me propuse profundizar mis conocimientos sobre la segunda mitad de la vida por medio de la lectura, y llegué a reunir suficiente material como para organizar una conferencia titulada La mitad de la vida no es el fin del mundo, que pronuncié ante todas las audiencias dispuestas a escucharme. El mayor beneficio que obtuve de esas conferencias fueron los diálogos con el público, que me ayudaron a identificar los temas importantes en la segunda mitad de la vida y a comenzar su elaboración.

    Dos preguntas, en particular, fueron siempre planteadas por mis oyentes, a veces ya como reacción inicial ante el título mismo de la conferencia. La primera, que pone en descubierto no sólo la curiosidad justificada de quien la plantea sino también sus temores, era: Dígame, ¿yo estoy en la segunda mitad de mi vida? ¿De qué edad estamos hablando? Desde la primera conferencia, contesté intuitivamente que no era una cuestión de cuántos años, de una edad en particular, sino de un estado de ánimo. Con el tiempo comencé a entender el significado que se ocultaba tras mi respuesta. Por ejemplo, es lógico pensar que un adolescente se define como alguien que tiene experiencias de adolescente –una transición ligada sobre todo a cuestiones de identidad y pertenencia–, lo cual no está necesariamente relacionado a la edad cronológica. Ello significa que hallarse en una determinada etapa de la vida tiene menos que ver con la edad que con un estado anímico definido por sus aspiraciones, temores, significados y escala de preferencias.

    ¿Cuáles son las características de la segunda mitad de la vida? Para encontrarlas escribo este libro. Pero ya en esta etapa quiero destacar que una de las características relevantes es la focalización en las preguntas que tienen que ver con el cómo, la calidad, y mucho menos en las referidas al cuánto, la cantidad. Por ende, la edad se vuelve mucho menos relevante para definir la segunda mitad de la vida. Eso se hacía evidente cuando la mayor parte de mis oyentes, ante mi vaga respuesta sobre el estado de ánimo, no intentaban profundizar en ella sino dejaban escapar un suspiro de alivio, porque el que no se tratara de la edad satisfacía su necesidad de ubicarse a sí mismos del lado de los jóvenes. Cabe aquí preguntar: ¿por qué es bueno ser joven, no importa si se trata de ropa, de vacaciones, del auto o de la pareja? Sobre esta tontería volveré más adelante, en el capítulo 14.

    Una cumbre seguida de muchas cumbres

    La segunda pregunta frecuente es: ¿Usted se refiere a la crisis de la mediana vida? También aquí se expresa una concepción propia de la segunda mitad de la vida, según la cual las respuestas a la mayor parte de las preguntas sobre la vida son complejas y no categóricas, y están cargadas de contradicciones internas. De modo que la respuesta a esa pregunta es: sí, efectivamente se trata de una crisis, porque el paso de la primera a la segunda mitad de la vida implica una dificultad de adaptación. Pero la respuesta es también: no, porque la transición es parte de un estado de ánimo propio de toda la etapa de la madurez tardía, incluida la vejez, y en él la crisis de la mediana vida representa sólo una etapa breve, algo así como un examen de admisión. Por eso no hablo de crisis de la mediana vida, sino de crisis de la segunda mitad de la vida.

    A lo largo del libro, los conceptos mediana vida y segunda mitad de la vida aparecen mezclados entre sí. Conviene aclarar en este punto que por mediana vida o mitad de la vida entiendo la época de transición entre la primera y la segunda mitad de la vida. Para definir los años que siguen a la transición, en su sentido más amplio, prefiero utilizar la frase segunda mitad de la vida, porque contiene la importante discriminación de que se trata de una etapa de características propias en la que nos desarrollamos y mejoramos, y no de una etapa en la que envejecemos y decaemos. La noción mediana vida posee, en cambio, connotaciones de crisis y hasta de cierta patología. Es importante destacar que no se trata sólo de una cuestión semántica. Existen diferencias esenciales entre ambos conceptos, que conviene especificar.

    La mitad de la vida no es el fin del mundo

    Los murmullos que alcancé a oír entre el público durante la conferencia sobre La mitad de la vida no es el fin del mundo me hicieron comprender que la expresión hallarse en la mediana vida es generalmente empleada con orgullo, mientras que la segunda mitad de la vida es percibida como una fase vital de la que no hay por qué avergonzarse, pero que tampoco tiene nada de honroso. Para decirlo en términos muy de nuestros tiempos, el mercadeo de la segunda mitad de la vida había fracasado aún antes de que yo pronunciara la primera palabra de mi conferencia.

    Para la mayoría, la mediana vida (acá me refiero a las edades de cuarenta y cincuenta) conlleva la imagen del apogeo y flor de la existencia, cumbre a la que, una vez alcanzada, no le restan sino el descenso y la contracción, es decir, nuestras vidas marchan hacia el menos: menos fuerza, menos memoria, menos sexo; en resumen, menos vida. De hecho ese enfoque es correcto desde una perspectiva cuantitativa –perspectiva que caracteriza, como dijimos, a la primera mitad de la vida–, muy bien descripta en el comienzo del libro de Yaacov Shabtai Pretérito perfecto.²

    A los cuarenta y dos años, poco después de la Fiesta de los Tabernáculos, atacó a Meir un temor mortal, al comprender que la muerte era parte de su misma vida, que ésta ya había dejado atrás su mejor momento y que ahora marchaba cuesta abajo en dirección a la muerte, velozmente y en línea recta, y que era imprescindible apartarse de ese sendero, de modo que la distancia entre ambos puntos, que todavía durante las fiestas, para no hablar del verano que le parecía ahora un sueño remoto, era casi infinita, se estaba acortando pavorosamente, y era posible estimarla sin dificultad y medirla con pautas de la vida cotidiana, por ejemplo cuántos pares de zapatos aún se compraría o cuántas veces iría al cine, y con cuántas mujeres fuera de la suya aún se acostaría. Esa toma de conciencia, que lo llenó de espanto y desesperación, retornó a él una semana después de entre la madeja rutinaria de la vida, sin que pudiera indicar una causa, como si fuera un leve dolor que al principio no se percibe, que va penetrando los tejidos internos y se difunde y agrava hasta convertirse en un mal sin remedio, y así, desde el momento en que despertaba por la mañana […] y hasta que se adormecía por la noche, a breves intervalos de vaga distracción, no cesaba de calcular la cuenta de su vida y medir la distancia que aún restaba entre él y esa muerte.

    Este espléndido fragmento define bien la respuesta a la pregunta que planteé antes: ¿cómo sé que he llegado a la segunda mitad de la vida? La respuesta es: cuando la muerte deja de ser una noción abstracta y se convierte en una sensación concreta y personal, o, en palabras de Shabtai: cuando la distancia hasta el final se mide con pautas de la vida cotidiana.

    Pero aquí entra mi distinción optimista entre segunda mitad de la vida y la mitad de la vida. ¿Es que realmente, a partir de cualquier edad alrededor de los cuarenta, todo lo que nos queda es una existencia que ya pasó su mejor momento y avanza ahora cuesta abajo?

    Esta noción pesimista surge

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