Felleza
Por Jeanette Moro
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Felleza - Jeanette Moro
Felleza
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Jeanette Moro
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Portada
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Legales
Las aventuras de la mujer fea
La Rosalía
La Docta Ignorancia Editorial
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
ladoctaignorancia@gmail.com
Editor: Nicolás Cerruti - nicolascerruti@gmail.com
Diseño e ilustraciones: Sofía Molinari - studio.daesu@gmail.com
Primera edición en formato digital: marzo de 2022
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto 451
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso del editor.
A Raquel, siempre.
A mi familia toda.
A Néstor, por las mil y una noches de lectura.
LAS AVENTURAS DE LA MUJER FEA
¡Tantas veces maldije mi cara!
Un perfecto y equilibrado desastre.
¡Eso es cierto, sí!
Mi sonrisa precede a un grupo de blancos, extraños y desordenados objetos. Los que saben del tema los llaman dientes, pero yo prefiero imaginarlos, tan sólo, como las teclas de un piano hecho con mal gusto y sin amor. En algún momento pensé en la ortodoncia. Pero el costo era elevado y la posibilidad de tener buenos resultados bailaba el malambo en el límite de lo milagroso. Por eso me alejé por completo de tan pretencioso plan.
–¡Estoy más tiempo con la boca cerrada que con la boca abierta!
Me convencía.
Más arriba, entre los senderos de mis comisuras, emerge una pintoresca y rechoncha nariz. En muchas ocasiones, al ver la monstruosa y jorobada sombra que proyectaba en los contraluces, pensé en operarla. Pero esa opción la descarté con los años, teniendo en cuenta que muchas narices deformes se ponen mágicamente de moda con el paso del tiempo.
–¡Ya llegará mi momento!
Me alentaba.
Y dentro de las ollas grisáceas que recubren mis huesos, se sostienen mis enormes, verdes y extraviados ojos. Respecto de ellos, jamás pensé en intervenirlos, porque no podría poner en peligro su hermoso color simplemente por colocarlos en una órbita en la que jamás estuvieron.
–¡Para ver lo que hay que ver!
Me consolaba.
Siempre pensé que las mujeres que nacen bellas y gozan de ello durante su juventud, probablemente cuando crecen se afean. Y no por accidentes, enfermedades o incluso por contraer matrimonio. Sino porque existe una fuerza superior que induce toda esa belleza al ensayado desastre.
Se trata de una voz –imperativa pero decorosa– que da indicaciones muy precisas acerca de qué hacer con cada parte del cuerpo. A partir de cierto momento en la vida, esa voz se convierte en un manual de consulta permanente. Y llega a ser tan penetrante que los límites de su alcance son imposibles de precisar. Recorre cada segmento, sin obviar ningún recoveco. Y las directivas son tan detalladas que no hay lugar para libres interpretaciones.
Así es como las mujeres hermosas transforman su figura hasta volverse irreconocibles. Sedientas de perfección se llegan a reflejar en el espejo como verdaderos monstruos. Después no se identifican ni con su propio nombre y quedan encerradas en un cuerpo que ya no les pertenece. Elásticas por fuera, se marchitan por dentro.
–¡Estar a salvo de esas cuestiones es un verdadero privilegio!
Dictaminé.
Cuando mi mamá y mi tía eran jóvenes, se sentían parte de la nouvelle vague barrial. Usaban sólo y todo lo que estaba de moda, aunque les costara la cuota de ese colegio privado al que nos mandaban a mí y a mi prima; o lo que era peor aún, aunque les costara la dignidad. Después se corrían por la casa con sus maridos, revoleando platos y cuchillos y doblando sartenes en medio de titánicos forcejeos maritales. Los sábados visitábamos los negocios del centro. Esos eran los jolgorios familiares. Mientras yo exploraba los gestos de los maniquíes que lucían las prendas del momento, ellas, en un santiamén, se gastaban el sueldo entero de papá y el tío. Y en ese ritual, que a veces se extendía durante horas y otras ocurría sin poder percibir su paso, yo tenía conversaciones con ellas. Conversaciones de las que dudo que fueran conscientes. Conversaciones que dejaban mucho que desear y poco que escribir.
YO
–Desde muy chica tengo la certeza de que los sentidos tienen una función