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Un presidente en apuros, un «cazador del no» y una sugarmmama de provincias.

Narración en si bemol de las aventuras y desventuras por el mundo de un joven que decide perseguir las emociones de la vida, ampliar sus horizontes y arrepentirse, llegado el caso, de sus actos y no de lo que dejó de hacer.

Realidad y ficción se entreveran en este libro de viajes atípico, constituyendo una crónica ingeniosa y acerada de situaciones, costumbres y formas de vida de los distintos países por los que transita su protagonista; salpicada de reflexiones sui géneris sobre temas universales, como el amor, la felicidad o el sentido de la existencia humana. Y, por si todo esto fuera poco, un crimen perfecto.

En definitiva, una historia de madre y muy señora mía que puede ser verdad y no haber pasado.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 jul 2019
ISBN9788417772413
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Autor

Pablo Reina González

Nacido en Sevilla en el Siglo de las Luces led, Pablo Reina González salió de casa con veinte primaveras y todavía no ha vuelto ni se le espera, aunque familiares y amigos no pierden la esperanza. Licenciado en Derecho por la Universidad de Cantabria y doctorando en menesteres varios por la universidad de la vida. Lector impenitente, millonario frustrado, amigo de sus amigos y deudor de sus acreedores. En la actualidad, sus restos descansan, cuando las obligaciones se lo permiten, en algún lugar de la península escandinava a la espera de una nueva mudanza.

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    Mayormente despejado - Pablo Reina González

    Prólogo

    Los cuadernos Gran Jefe

    de Pablo Reina

    Rafael Ángel Aguilar Sánchez

    «De todos modos, yo no quería ser nada. Y lo estaba consiguiendo».

    La senda del perdedor,

    Charles Bukowski

    Estoy sentado al fondo de un pub solitario de Exmouth, un pueblito minúsculo del sur de Inglaterra, y hay un tipo que me mira desde la barra como si estuviera observando a un demente. Él me ha visto cada mediodía de la primera semana de mis vacaciones entrar solo con mi mochila, pedir una pinta y acomodarme junto a un ventanal, sacar mi lector electrónico y quedarme allí, a mi aire, hasta que da la hora de comer, que allí es bastante imprecisa. Leo con emoción, paso las páginas virtuales en el cristal líquido de la tableta y, a veces, me río a carcajadas. Otras veces parece que se me va a escapar una lágrima de ternura. Ese hombre maduro que charla con la camarera, que a veces sale a fumar y que no para de beber, no sabe que lo que me conmueve es un libro que ha escrito un amigo —o, mejor dicho, el hermano de un amigo que ya es también mi amigo— y que, en el texto, me reconcilio con lo mejor que me ha dado la literatura: viajo por el mundo, me reconozco en las tribulaciones de un joven con ganas de vivir, me llegan adentro sus apreciaciones puntillosas, críticas, irónicas y sensatas sobre la vida diaria.

    Sucede que Pablo, nuestro autor, escribe por momentos como habla, o como a mí me habla su hermano, que ya digo que es mi colega desde siempre. Y a mí me da la impresión, con frecuencia, de que en ese pub de Gran Bretaña estoy charlando, como tantas tardes y noches, con mi amigo del corazón. Así que me enternezco porque echo de menos a José María, nuestra manera de intentar arreglar el mundo, de consolarnos, de compadecernos por nuestra suerte, por nuestro lugar en el universo, por las cosas que íbamos a hacer y nunca hicimos o de alegrarnos por los éxitos que alguna vez vivimos también.

    Mayormente despejado es el testimonio de una vida que a mí me toca cerca. Pablo y yo nos hemos criado en el mismo barrio, en Bami, en el sur de la ciudad de Sevilla, aunque él, ellos, vivían en una zona más noble, en Villa Siurot, mientras que yo arrastraba como podía el complejo de pasar mis noches en un pisito menesteroso. Así que Pablo y yo hemos visto más o menos las mismas cosas: al personal sanitario desayunando con sus batas en los veladores de las calles que rodean nuestros domicilios, al prodigio de la primera máquina de escribir electrónica, a los gorrillas desarrapados, a los adolescentes que van en pandilla al instituto de la avenida de la Palmera y que luego cogen el 33 —¿sigue esa línea del bus urbano pasando por allí?— para llegar a la universidad. Pablo quiso una vez ser periodista, como yo. Y quiso volar, como yo. Ver mundo. Tener experiencias. De eso tratan sus escritos. No cabe duda de que, en un momento dado, sintió la punzada juvenil y rebelde de marcharse a otro sitio, a otros sitios, y él lo hizo porque es un hombre valiente. Quito, Vancouver, Moscú, San Francisco, Las Vegas. Aquí, en las páginas que siguen, él da cuenta de todo lo que le sucedió y de todo lo que imaginó.

    Preciso en la descripción de las situaciones, observador minucioso de la condición humana, audaz y desternillante cuando fabula, este cazador del «no», este coleccionista de naufragios, se atreve a perseguir las emociones de la vida y es capaz de plasmarlas sobre el papel con una calidad literaria que sorprende en un autor novel; la mirada con la que analiza el mundo que le rodea tiene el pulso narrativo de alguien que ha de seguir escribiendo por el bien de sus lectores, así que le voy a regalar una buena remesa de cuadernos Gran Jefe para que el tipo del fondo de la barra del pub de Exmouth no pare de mirarme con envidia por lo bien que me lo paso con las cosas que escribe el hermano de mi amigo, que ya es mi amigo.

    Dulce introducción al caos

    En la actualidad, la red de redes, además de ofrecerme a todas horas la tentadora oportunidad de desposar a una rusa sospechosamente despampanante, me define, de manera acertada, como una persona comunicativa, sociable y presta a confiar en el prójimo; incluso hay quienes piensan que demasiado. No obstante, debo reconocer que no siempre ha sido así. Durante mi adolescencia y parte de mi juventud, en la oscura era preinternet, me caracterizaba por una notable tendencia al retraimiento y una irritante carencia de expresividad, en especial en el ámbito familiar, lo cual me granjeó el cariñoso apelativo fraterno de «hurón». Sin embargo, con el paso del tiempo, y, sobre todo, gracias a las numerosas experiencias vividas hasta la fecha, esta faceta indeseada de mi carácter se ha atenuado de forma considerable, en especial, durante mi estancia de un año en Canadá, donde el pasatiempo número uno consiste en entablar conversación con extraños, muy por encima de la tala manual de árboles y el consumo indiscriminado de sirope de arce, que ocupan el segundo y tercer lugar respectivamente, actividades realizadas sin distinción, con camisa a cuadros negros sobre fondo rojo. El canadiense, por lo general, en especial en la provincia de British Columbia, se caracteriza, además, por su extrema amabilidad, educación y afán de servicio, lo que hace imposible al visitante detenerse para hojear un plano sin verse rodeado en cuestión de segundos por decenas de ciudadanos peleándose literalmente por facilitarle todo tipo de indicaciones. De hecho, lo habitual será que el turista regrese a su hotel por el camino más corto y con el Facebook echando humo de solicitudes de amistad e invitaciones a cenar en familia esa misma noche, debiendo decantarse por una sola de ellas, para desconsuelo del resto de potenciales anfitriones, que deberán continuar al acecho de nuevas víctimas desorientadas, cada vez más escasas debido al uso abusivo de aplicaciones móviles de geolocalización.

    En cuanto al referido carácter huraño, sospecho que su origen es, en gran medida, genético, heredado por vía paterna en línea recta en segundo grado de consanguinidad, o lo que es lo mismo, de mi abuelo, al cual solo conozco por referencias. En este sentido, cuentan las crónicas de la época que era un ser humano más hermético que un traje de astronauta, renuente a manifestar cualquier tipo de emoción o sentimiento y con tendencia a encerrarse en sí mismo como un molusco en peligro. Su esposa, también conocida como mi abuela, le acompañó hasta el final de su hosco periplo vital, proporcionándole dos vástagos y dedicando su sufrida existencia, en primer lugar, al bienestar de su marido e hijos, y en segundo y último, a las tareas domésticas. Una vez viuda y sin otra forma de vida conocida, empleó el resto de sus años en colaborar, de luto riguroso, en la ingrata labor de crianza, con desigual fortuna, de cinco nietos por parte de hija, sin llegar a vislumbrar en ningún momento los etéreos conceptos de individualidad o realización personal.

    En honor a la verdad, debo admitir con cierto reparo que no fui precisamente un nieto amoroso. En realidad, no sabría explicar el porqué de esa falta de conexión espiritual, aunque quizás podría achacarse a las pocas conversaciones sustanciales que mantuvimos al margen de los tópicos habituales y, sobre todo, a la ausencia de intereses comunes, acentuada, sin duda, por la abismal diferencia de edad. Sin embargo, mi sufrida abuela, acostumbrada a una vida de sinsabores y con notables carencias afectivas, se conformaba simplemente con no recibir por parte de mi hermano y un servidor más disgustos que sumar a la generosa ración que el menú del día le ofrecía, pudiendo elegir entre dos primeros y dos segundos —el postre siempre era el mismo, flan de coco y huevo—, pan y bebida incluidos.

    En este punto, para que no se formen juicios de valor precipitados, debo aclarar que con mi abuela materna sí que mantuve una relación más convencional, aunque, desgraciadamente, por la escasa edad que un servidor tenía cuando nos dejó, los recuerdos que conservo son muy difusos. A este respecto, me contaba mi madre que sentía un especial apego por ella, corregido y aumentado por su parte al tratarse de su nieto menor, y que solía esconderme detrás de sus faldas, que utilizaba a modo de burladero cuando requería protección ante visitas desconocidas, especialmente de una tía por parte materna, monja, a la sazón, partidaria convencida de la teología de la liberación, marxista-leninista y, de haber sido aficionada al fútbol, acérrima seguidora, sin duda, del Rayo Vallecano. Hoy en día, ya jubilada, alterna el voluntariado y las artes plásticas —principalmente, la pintura al óleo y el pastel— con el mecenazgo de prometedores escritores noveles.

    Es posible que el escaso trato que tuve con mis abuelos y mi ya comentada tendencia al retraimiento hayan hecho de un servidor una persona independiente e incluso un tanto despegada, aunque, con el paso de los años, he aprendido a valorar cada vez más la importancia de la familia, en parte, de manera paradójica, debido a una temprana emancipación. Volveremos más adelante a la fundamental cuestión familiar. Sin embargo, en este punto, me gustaría advertir al lector de que, con independencia de diversos saltos espaciotemporales en el relato de los hechos, tan de moda en la literatura contemporánea, se encontrará también con algunas interrupciones del mismo para abordar ciertas reflexiones de todo a cien o desarrollar explicaciones, más o menos extensas, acerca de determinados hechos que podrían considerarse difícilmente creíbles o comprensibles, cuando no disparatados, sin la conveniente aclaración, por lo general derivados de diversos traumas infantiles que han condicionado mi visión del mundo, o bien, porque así me lo pide el cuerpo, para compartir con ustedes ciertas opiniones subjetivas y arbitrarias. Con respecto a este último punto, soy del firme parecer, reafirmado con los años, de que hay que proporcionarle a aquel lo que demanda en cada momento, como de forma sabia aconsejan Los del Río a Macarena, pero no solo en cuanto al deleite de la carne, sino en todos los ámbitos necesarios, dentro de los límites legales, a ser posible, y en el porcentaje más alto, para que nuestro organismo, que es sabio, no adopte represalias o, de ser el caso, las menos posibles. Es esta una lección que he aprendido con el tiempo y, sobre todo, a fuerza de errores, como por desgracia ocurre con las materias más importantes en la vida, siguiendo, además, la ley inmutable de que, a mayor desacierto, menor posibilidad de repetición en un futuro, excepto el matrimonio, que sigue sus exclusivas y misteriosas reglas, y las elecciones generales o autonómicas en nuestro país.

    Aprovecho igualmente la presente introducción para pedir perdón al lector por adelantado a propósito de la escasez de puntos ortográficos que encontrará en el relato, como ya habrán podido comprobar en estas pocas páginas, y la acusada propensión a subordinar oraciones de manera brillante, pero excesiva, quizás, para algunos, posiblemente fruto de mi formación académica y experiencia profesional, que serán objeto de posterior análisis. De hecho, en un primer momento, contemplé la posibilidad de redactar un único párrafo de cuatrocientas páginas encadenando una oración tras otra, no como ejercicio de individualidad y originalidad creativa, a semejanza del afamado Juan Goytisolo, sino por pura ostentación. Finalmente, abandoné el intento por precaución, no por falta de talento, ya que, si la obra alcanza en el futuro el éxito que mis acreedores y deudos anhelan, convirtiéndose en un clásico, no puede descartarse que el Círculo de Bellas Artes de Madrid o cualquier otra institución de similar prestigio se propongan celebrar una lectura continuada de la misma, de igual forma que acontece desde hace años con El Quijote. En ese caso, la ausencia de puntos haría imposible interrumpir momentáneamente el acto para que el siguiente lector pudiera tomar el relevo, como ocurre en el citado acontecimiento con frecuencia, debiendo limitarse la participación a un solo individuo, el cual perecería a causa de una insuficiencia respiratoria aguda antes de alcanzar la página veinte.

    I

    Desde Santurce a Taipéi

    Quito, Ecuador. Palacio de Carondelet

    —Buenos días, lisensiado, ¿un cafesito? —ofrecía el bueno de Gabito a un servidor antes de comenzar una nueva reunión, convocada por la última versión de Outlook, a la que asistían igualmente mi entonces amigo Yong Zhou y el excelentísimo señor presidente constitucional de la República del Ecuador.

    Debo aclarar, en primer lugar, que el palacio de Carondelet, sede del Gobierno y residencia oficial del jefe de Estado ecuatoriano, se encuentra en el centro histórico de la ciudad de Quito, constituyendo el eje neurálgico del espacio público conocido como plaza de la Independencia o plaza Grande, según su nombre colonial, prefiriendo Su Excelencia el primero por motivos evidentes. En mi caso, rara vez acertaba con la denominación correcta, utilizando normalmente los epítetos «larga» o «nueva», este último seguramente por su frecuente uso en España, donde no pocas ciudades o pueblos cuentan, orgullosos, con una plaza Nueva, para solaz de sus habitantes.

    Como sede del poder ejecutivo, el palacio de Carondelet ha sido escenario de numerosos episodios de inestabilidad política en la historia del país, consistentes en varios golpes de Estado con sus correspondientes derrocamientos presidenciales, en un corto espacio temporal para los estándares occidentales, aunque no tanto para los latinoamericanos, que en esta y otras materias son más flexibles, llegando incluso a considerarse durante una época como deporte nacional por encima del balompié, e iniciándose, en ocasiones, según testimonio de sus organizadores, simplemente para pasar el rato. Dichas manifestaciones de soberanía popular extrema venían normalmente acompañadas de movilizaciones, altercados callejeros, despliegues militares y, a veces, de escenas más propias de un largometraje de ficción que de la vida real, incluyendo fugas presidenciales en los más variados medios de transporte, siendo la más hollywoodiense de todas la protagonizada por Lucio Gutiérrez en abril del año 2005, quien abandonó el palacio por el tejado del edificio, a bordo de un helicóptero del Ejército ecuatoriano.

    Gabriel Andrés Viteri Cantos, alias Gabito, era un hombre en chaflán, físicamente y de espíritu, así en la tierra como en el cielo. Con dieciséis años recién cumplidos y uno cincuenta y dos de estatura, emigró a la capital en busca de un futuro mejor, siguiendo el consejo del chamán de su pequeña comunidad indígena, quien repetía a todas horas, cual mantra tibetano, que el universo recompensa a los valientes. Tras varios años de penurias financieras, ejerciendo de aprendiz en los más variados gremios, un empujón de fortuna lo arrojó a las ruedas del trolebús, con el resultado de una incapacidad no inhabilitante de grado tres y una plaza como ordenanza en el palacio Carondelet, gracias a un providencial programa gubernamental de fomento del empleo para personas con discapacidad. En las postrimerías de su vida laboral, próxima ya la merecida jubilación, conservaba aún la cojera, pero no la estatura, que se había visto reducida en algunos centímetros a causa de la edad y, principalmente, como consecuencia de tantos años de reverencias y sumisión. Durante las tres décadas laburadas en el magno edificio, había sido testigo parlanchín de dicha época convulsa, por lo que ya nada le sorprendía. En ocasiones, incluso la evocaba con cierta nostalgia, al igual que algunos de sus compatriotas, quienes consideraban mucho más entretenido elegir presidente en las calles que en las urnas. De hecho, para recordar a los ciudadanos la importancia fundamental de las elecciones en el marco democrático, en cierto momento, se consideró necesario por el legislador otorgar carácter imperativo al voto, pasando de ser un derecho constitucional a una obligación.

    —Café no, Gabito. Una agüita, por favor.

    —Es verdad, lisensiado, que usted no toma café. Perdóneme, siempre se me olvida.

    En efecto, después de varios meses, aún seguía ofreciéndome dicha bebida, a pesar de que en numerosas ocasiones le había comentado que no la consumía por motivos médicos. No obstante, no me pregunten por qué, en mi interior albergaba la sospecha de que, en realidad, fingía no recordarlo y que una parte de su ser se resistía a creer que un ser humano no pudiera tomar café, pensando que se trataba quizás de alguna excentricidad propia de mi condición de extranjero y que, si persistía en su ofrecimiento, en algún momento terminaría por claudicar y abandonaría dicha ridícula costumbre. Desgraciadamente para Gabito, el Chino, como solía llamarlo en su ausencia, tampoco consumía cafeína, aunque en su caso, por motivos que un servidor no alcanzaba a entender, sí que recordaba este dato, por lo que no insistía. Dado que el té no se encontraba en la carta de bebidas calientes del establecimiento, Yong solicitó otra agüita con un leve aroma cítrico en nariz de resentimiento y un toque amargo en paladar de resignación.

    El señor Zhou, como lo llamaba Su Excelencia con cierto retintín, trabajaba desde hacía un año en el departamento comercial de la multinacional china de alta tecnología Huvalei, famosa internacionalmente, sobre todo, por sus teléfonos móviles, la cual tenía en Quito una de sus sedes más importantes en el extranjero.

    El que suscribe, abogado de profesión, había llegado hacía dos años a la capital ecuatoriana como delegado de una empresa española dedicada a la promoción inmobiliaria. Por avatares del destino que posteriormente detallaré, me había convertido en asesor del presidente por méritos propios y, sobre todo, debo reconocer, como consecuencia del alto grado de rotación del puesto debido al temperamento, digamos impaciente —no seré yo quien diga irascible—, de aquel, que ocasionó sucesivamente el auge y posterior caída de numerosos predecesores. Por dicho motivo, comenzó a denominarse coloquialmente a este tipo de puestos asesores como imperios, y a sus ocupantes, otomanos, aztecas, toltecas, carolingios, babilónicos, romanos o austrohúngaros, dependiendo, en ocasiones, de su procedencia, rasgos distintivos o simplemente del capricho del calificador. En mi caso, los compañeros, siguiendo una sana costumbre local, decidieron no complicarse la existencia y me otorgaron, sin más, el prestigioso imperio español, que asumí con cierto reparo debido a las tropelías cometidas por mis antecesores.

    Una vez que el jefe supremo hubo solicitado su acostumbrado café americano, Gabito abandonó el despacho para atender raudo y veloz los pedidos, especialmente, el cafetero, por su insigne destinatario. Dicho impasse era aprovechado habitualmente por Su Excelencia a fin de hojear la prensa del día, labor que desarrollaba en ese momento con evidentes muestras de desagrado, a juzgar por sus continuos resoplidos. Yong y un servidor lo contemplábamos con respeto y desasosiego a partes iguales, intentando inferir de sus expresiones y abundante lenguaje corporal de qué humor se había levantado esta mañana, aunque el hecho de ser lunes constituía de por sí un mal augurio.

    En este punto del relato, para la mejor comprensión de la escena antes descrita, debo hacer mención, de manera sucinta, al marco de relaciones políticas y económicas entre China y Ecuador, el cual se había intensificado de manera exponencial con la llegada del citado mandatario ecuatoriano al poder. Sin acceso prácticamente a financiamiento exterior desde el incumplimiento del pago de la deuda externa en el año 2008, el gigante asiático se había convertido en el principal prestamista del país sudamericano, acumulándose un considerable déficit en los últimos tiempos. Las grandes inversiones y el otorgamiento de créditos comenzaron a través del sector petrolífero y, con posterioridad, se ampliaron a la construcción y financiación de algunas de las principales centrales hidroeléctricas, así como al ámbito de las telecomunicaciones y minería a gran escala. Multitud de corporaciones chinas empezaron a operar en el país en la construcción de proyectos emblemáticos y estratégicos, de los cuales resultaban regularmente adjudicatarias por sí solas o en consorcio con alguna empresa local, siendo las obras sufragadas asimismo con capital chino, constituyendo el negocio un círculo perfecto de ejecución material y financiación, por lo general con altos tipos de interés. De esta forma, se embolsaban las plusvalías por partida doble, estando, además, los citados créditos garantizados subrepticiamente con la producción petrolera nacional. En resumen, según las afiladas lenguas opositoras, la nación ecuatoriana se había convertido en los últimos años en una provincia más de la República Popular China, sobre la cual tenía un control casi total de las exportaciones de crudo. Así, aun cuando el presidente contaba con cierta autonomía en determinados ámbitos, en otros se encontraba maniatado por completo y debía seguir las consignas y directrices facilitadas desde la central asiática. Ahí es donde entraba en juego nuestro amigo Yong.

    En un principio, las instrucciones eran proporcionadas personalmente por el embajador chino en la capital quiteña, ya que se evitaba a toda costa cualquier tipo de comunicación que pudiera ser objeto de escucha o espionaje por el común enemigo norteamericano o la oposición política interna en el país, que observaba cada vez con mayor recelo el creciente protagonismo asiático. No obstante, la intensificación de las relaciones entre ambos países hizo que el volumen de información que había que transmitir aumentase exponencialmente, lo que generó un inusitado número de visitas del citado diplomático a palacio, con los consiguientes inconvenientes logísticos, despertando innumerables suspicacias y rumores malintencionados. Se imponía, por tanto, encontrar de manera urgente una alternativa eficaz y segura al sistema utilizado hasta la fecha.

    Pekín, República Popular China

    La solución a dicho problema se reveló, cual aparición mariana, a un becario del Ministerio de Relaciones Exteriores del Gobierno chino, durante una reunión a la que fueron convocados por el subsecretario de Política para Ecuador, a instancias del jefe de sección de Asuntos Sudamericanos, a requerimiento, a su vez, del responsable de Política Exterior de Países Desarrollados, como consecuencia de una petición del mismísimo ministro de Relaciones Exteriores, cursada, en último extremo, por su homónimo ecuatoriano. Una vez concebida la solución, fue trasladada en sentido inverso a través de múltiples niveles, subcomisiones, comisiones, secretarías y departamentos, con sus respectivos vistos buenos, hasta la aprobación última del presidente chino, quien suscribió la correspondiente orden sin llegar siquiera a leerla, para alivio del ministro, que veía peligrar su privilegiada posición en el partido y su dorada jubilación por culpa de la disparatada idea.

    Como decíamos, el feliz alumbramiento tuvo lugar durante una sesión de brainstorming convocada por el titular del área de política ecuatoriana, quien había cursado su correspondiente máster en Relaciones Internacionales en una prestigiosa universidad de Massachusetts, regresando a su país absolutamente cautivado por la cultura norteamericana y, por qué no decirlo, un tanto idiotizado. El proceso de modernización de las rígidas costumbres laborales, que pretendía importar e implantar a toda costa, incluía, en primer lugar, la renovación del gris espacio físico que ocupaban en la planta sótano de la sede ministerial. Dicho programa reformatorio, que comprendería varias etapas, comenzó con la «sala de máquinas», como le gustaba llamarla, la cual empapeló con espectaculares paisajes y mensajes motivadores, sustituyendo, con cargo a su propio peculio, la vetusta mesa de reuniones y las sillas por enormes pufs, cojines de diversos tamaños y varias capas de alfombras superpuestas, todo ello en estridentes colores, para disgusto de los empleados más longevos, quienes debían realizar esfuerzos titánicos a fin de escapar de las trampas mortales que, a su edad, representaban los referidos pufs. Asimismo, en un rincón de la estancia, mandó colocar un gran cubo de plástico amarillo rebosante de cilindros de espuma de todos los colores, de los que acostumbran a usar los niños y mayores para flotar en las piscinas, los cuales se utilizaban, en este caso, con el propósito de descargar tensiones y resolver posibles conflictos a través de inofensivas y divertidas peleas que, en ocasiones, fruto de la excitación del momento y del afloramiento de antiguas rencillas, tornaban en verdaderas batallas campales dignas de El señor de los anillos, sobre todo, entre compañeros de distintas edades. Estas muestras de confraternización intergeneracional eran las que más emocionaban al sentimental líder, asistiendo a las mismas en una especie de éxtasis religioso, del cual solo salía para evitar linchamientos por manifiesta superioridad numérica o cuando el material era utilizado de forma torticera, normalmente en maniobras de estrangulamiento.

    Pese a los avances realizados, en el efervescente cerebro del jefe de sección burbujeaba una segunda fase aún más ambiciosa, que incluía la compra e instalación de un futbolín, una mesa de ping-pong y una máquina recreativa, la cual había tenido que aplazarse sine die por la amenaza de divorcio de su esposa al conocer la malversación de ahorros familiares para fines lúdico-laborales. El caso es que dichos fondos, que tanto esfuerzo le había costado deslindar y segregar mensualmente de la nómina de su desconsiderado cónyuge, estaban destinados a la entrada de una vivienda unifamiliar adosada en Tres Cantos, Madrid, cuya adquisición proporcionaría a sus afortunados propietarios, además de un techo en el citado municipio, un permiso de residencia graciosamente concedido por las autoridades españolas, que mediante este incentivo pretendían fomentar el consumo extracomunitario de bienes raíces y dar salida al enorme stock de viviendas acumulado durante la locura del boom inmobiliario. De esta forma, aprovechando el citado nicho de mercado, se produjeron diversas asociaciones de carácter lucrativo entre inversores de ambos países, que los mismos gustaban en llamar joint ventures, en terminología pedante angloempresarial, fomentando un nuevo tipo de turismo: el inmobiliario. El modus operandi consistía en captar en territorio asiático potenciales clientes con el reclamo de bajos precios y, sobre todo, de permisos de residencia altamente codiciados para, una vez embaucados, clasificarlos y empaquetarlos en vuelos chárter a nuestro país, donde el socio español los recibía al objeto de agasajarlos con una estresante semana de turismo, generalmente en Madrid, incluida la correspondiente agenda «lúdico-cañí». Así, el programa vacacional debía incorporar obligatoriamente la mayor cantidad de tópicos ibéricos posibles, como una película de Mariano Ozores, siendo imprescindibles las siguientes actividades: capea, espectáculo flamenco, degustación de paella mixta rebosante de mejillones y regada con hectolitros de sangría prefabricada con el fin de alegrar los corazones y los bolsillos, tarde de compras compulsivas en el centro, visita al Museo del Prado, para los turistas más cultivados, o al Santiago Bernabéu, para los menos, y, por supuesto, recorridos diarios por las promociones inmobiliarias previamente seleccionadas, todo ello en un cómodo circuito planificado y ejecutado con precisión milimétrica por solícitos guías a comisión. Como cebo comercial, se ofrecía al incauto turista que no tendría que asumir los costes del viaje en caso de adquirir una propiedad, con lo cual habría disfrutado de unas maravillosas vacaciones gratuitas en nuestro país. Sin embargo, la letra pequeña, que, como el algodón, no engaña, establecía claramente que todos los gastos del viaje y las modestas comisiones de posibles intermediarios, incluidos los referidos guías, se sumarían al precio final del inmueble, por lo que las ansiadas vacaciones, lejos de resultar gratis, salían más caras que un crucero alrededor del mundo.

    Como iba diciendo, el matrimonio Chen o, para ser más exactos, la señora Chen, a través de su marido, llevaba largo tiempo ahorrando, cual hormiguita de fábula, con el objetivo de materializar su sueño europeo, viéndose trágicamente truncado por el plan de modernización laboral del cabeza de familia, quien prefería egoístamente invertir en el progreso de su propio país a costa de su patrimonio personal que engordar los bolsillos de honrados empresarios inmobiliarios españoles. No obstante, la perseverante esposa no pensaba cejar en su empeño de conseguir la ansiada residencia comunitaria con sus correspondientes vacaciones anuales en un desolado páramo madrileño, y ello aunque ni siquiera dispusieran de una vivienda en propiedad en su ciudad natal. Por otra parte, una de sus más queridas amigas le había comentado que una conocida de una cuñada de su prima había oído hablar de ciertas agencias que, por una pequeña comisión, se encargaban de «alquilar» el permiso de residencia obtenido por la compra inmobiliaria a compatriotas menos afortunados que tenían el propósito de comenzar en España una nueva vida o que, una vez en el país, en situación irregular, necesitaban realizar algún trámite administrativo. Por lo que le habían contado, este arrendamiento documental proporcionaba pingües beneficios, los cuales podían destinarse a amortizar, en gran parte, la hipoteca del inmueble en cuestión, aunque la señora Chen no podía estar segura de si dicha información era real o se trataba de una más de las leyendas urbanas que circulan impunemente por el mundo, como los caimanes en el sistema de alcantarillado de Nueva York, la niña de la curva o el increíble caso del parado de larga duración que encontró trabajo por mediación del Servicio Público de Empleo Estatal, más conocido como INEM.

    —Buenos días, queridos compañeros. Como os decía en el e-mail que envié anoche, el friendly breakfast de hoy… —Así le gustaba llamar a las reuniones matutinas, ya que la palabra «reunión» se le atragantaba como un hueso de aceituna en la epiglotis—… Tiene el objetivo de intentar buscar una solución creativa para un grave problema logístico que se ha planteado en nuestra provincia ecuatoriana, como le gusta denominarla a nuestro gran líder. —Seguido de una molesta risa floja por medio minuto—. Para ello, os propongo un divertido brainstorming y os ruego encarecidamente que penséis out of the box.

    Desperdigado por la mullida sala de reuniones, parcialmente fagocitado por enormes pufs o sepultado entre toneladas de cojines, se encontraba un nutrido grupo de funcionarios de mediana y avanzada edad, la mayoría de los cuales no comprendía la mitad de los anglicismos que su entusiasta superior se afanaba en introducir en su discurso a intervalos regulares. Una vez traducido el críptico mensaje por los compañeros más jóvenes, tras cinco minutos de evaporación y condensación, comenzó a descargar con timidez la solicitada lluvia de ideas.

    —Señor, si me permite, creo que el Ministerio de Defensa ha empezado a implementar un nuevo sistema de comunicaciones codificadas altamente eficaz.

    —Querido Wei, no podemos arriesgarnos a que nuestras comunicaciones sean interceptadas y desencriptadas, por muy seguro que sea el sistema. Quiero ideas más originales. ¡Out of the box, compañeros! —maulló con voz cantarina.

    —Una tubería desde la embajada hasta el despacho del presidente que transporte los mensajes en cápsulas por succión, como en las películas. —Se oyó a lo lejos.

    —¿Palomas mensajeras? —sugirió otro de los presentes con la boca pequeña.

    —¡Muy interesante! —exclamó nuestro americanizado jefe mientras sonreía y tomaba nota mental del nombre de los audaces empleados a fin de someterlos a un programa de reeducación intensivo—. Ese es el tipo de ideas que quiero. Seguid, por favor.

    A lo que siguió un incómodo silencio de quince minutos que los presentes aprovecharon para dar buena cuenta de las rosquillas glaseadas y las bombas de cafeína líquida XL, cortesía del patrón, que a los empleados más longevos provocaban taquicardias y alarmantes subidas de azúcar en sangre. Una vez terminado el ágape, la escena se volvió aún más desoladora. Algunos miraban al techo en busca de inspiración, encontrando, en cambio, manchas de humedad, las cuales, a falta de ideas, comenzaban a catalogar de acuerdo con sus sugerentes formas, olvidándose de la tarea principal. Otros tantos, con la mirada extraviada, balbuceaban sonidos ininteligibles. Uno de ellos, sin nada más que llevarse a la boca, mordisqueaba nerviosamente cuantos bolígrafos caían en sus manos, mientras un tercero, acurrucado en un rincón, parecía haber entrado en estado cataléptico. Por su parte, el asistente personal del jefe, quien había cerrado los ojos para concentrarse mejor, acabó en brazos de Morfeo, sucumbiendo finalmente al cansancio y las horas de insomnio ocasionadas por la tensión que precedía a cada uno de los friendly breakfast que se empeñaba en seguir celebrando su entusiasta superior.

    —Podríamos transmitir la información a través de un trabajador de Huvalei actuando de incógnito —propuso un eco lejano rebotado por las cordilleras de cojines.

    Quien rompió el incómodo silencio, para alivio de todos los presentes, fue un becario de aspecto adolescente que, desde un rincón de la habitación, contemplaba con profundo hastío, y cuarto y mitad de displicencia, el panorama. La idea había eclosionado en su mente mientras mandaba frenéticamente wasaps al grupo de amigos de la universidad con su teléfono Huvalei. Ironías de la vida, nuestro materialista aprendiz siempre había anhelado poseer un smartphone de fabricación nacional y de marca extranjera, pero su maltrecha economía estudiantil era incompatible con los elevados precios de dichos artículos. Para dar sustento a su arriesgada propuesta, había comprobado, previa y diligentemente, en internet, que la citada multinacional contaba con una sede corporativa en Quito.

    De esta forma fue como un simple becario, al igual que ocurre en no pocas ocasiones, salvó los ilustres traseros de numerosos responsables, directores, delegados, subsecretarios y, sobre todo, de su jefe directo, quien, profundamente agradecido, una vez aprobada la propuesta por las más altas instancias, le ascendió en el escalafón, otorgándole un modesto sueldo. Esta mejora en sus condiciones existenciales le permitió acceder por fin al Olimpo de la telefonía móvil, para envidia malsana de sus compañeros de universidad, que, rencorosos, lo ignoraban en la mencionada aplicación de mensajería instantánea. En verdad, el aislamiento online no le importunó demasiado, ya que se había convertido en un miembro productivo de la sociedad y orgulloso propietario de una joya telefónica. «Además —pensó, confiado—, seguro que estos panolis de la oficina tienen un grupo de WhatsApp». Nada más lejos de la realidad. De hecho, la mayoría aún se resistía a utilizar dicha aplicación, y los pocos que lo hacían solo recibían mensajes de sus esposas, hijos y familiares más cercanos, recelosos de integrarse en grupos numerosos. Por otro parte, no habían desarrollado la increíble habilidad que poseen hoy en día los adolescentes de escribir a dos pulgares con la velocidad de una taquígrafa de tribunal estadounidense. De esta forma, para redactar mensajes, únicamente utilizaban el dedo índice de su mano dominante, lo cual ralentizaba enormemente la labor, limitando el uso de los pulgares a tareas prensiles, de sujeción o manipulación de objetos, y, los más osados, para levantarlos en señal de aprobación.

    II

    ¿Estamos locos o qué?

    Me perdonarán que antes de continuar con el relato, y para facilitar la mejor comprensión del mismo, haga mención, en este momento, a dos factores de vital importancia en mi vida; el primero, el concepto de zona de confort, del cual se deriva mi pasión por viajar y, sobre todo, por vivir en otras ciudades, a ser posible, de distintos países; y el segundo, una relación maternofilial sui generis, con sus altibajos, como toda relación humana, pero siempre desde el cariño y el respeto. Tanto es así que, en cierto momento, comencé a tratarla de «madre». Dado que el cambio al tratamiento formal se produjo durante la adolescencia, pensó, confiada, que se trataría de alguna moda pasajera. No obstante, nada más lejos de la realidad. De hecho, mi querido hermano, amante también de chanzas y pamplinas varias, adoptó gustoso dicha denominación, que conservamos hoy en día, constituyendo el tratamiento de «usted», con su correspondiente conjugación verbal, la norma en nuestras interacciones.

    En cuanto a la zona de confort, puede definirse, en general, como un espacio metafórico o estado mental en el cual un individuo se encuentra en un entorno que domina, donde todo le resulta familiar y cómodo, desarrollando una rutina sin sobresaltos ni riesgos, rodeado de cosas y gente que conoce y a las que está acostumbrado, sean estas agradables o no, pero sin mayores incentivos. Podríamos decir, por tanto, que es el lugar más «transitado», el de más densidad, como la cafetería en el Congreso de los Diputados. Alrededor de la zona de confort se puede distinguir la de aprendizaje, a la que se accede para adquirir nuevos conocimientos con los cuales ampliar nuestra visión del mundo; más allá se encuentra la de pánico, esta última la más peligrosa para el ser humano, por los temores y miedos personales que hay que afrontar a fin de adentrarse en ella, pero, en cambio, la que mayores satisfacciones y experiencias maravillosas nos puede proporcionar. En este sentido, considero especialmente clarificadora la frase del Lama Ole Nydahl, controvertido para algunos, quien afirma que «el verdadero desarrollo sucede fuera de tu zona de confort». Es cierto que no son muchos los que se arriesgan a aventurarse en territorio desconocido, básicamente por el miedo a perder su propia identidad y, sobre todo, sus posesiones. De hecho, la mayoría de las personas de nuestro entorno intentarán convencernos para no hacerlo. Sin embargo, es en dicha zona donde seguramente el individuo podrá alcanzar sus verdaderos sueños, los que se esconden en lo más profundo de su interior, proporcionándole las mayores satisfacciones y la energía necesaria para aceptar los nuevos desafíos que encontrará en el camino. Dicho territorio inexplorado recibe otras denominaciones positivas, como zona mágica, de éxitos o viva, siendo esta última mi preferida, ya que, personalmente, considero que es donde se «vive» realmente la vida, valga la redundancia. Por dicho motivo, procuro frecuentarla con cierta periodicidad, como a la tía abuela solterona que nos sigue dando la paga, aunque estemos casados y con hijos.

    Recuerdo que, en una ocasión, comentaba con uno de mis mejores amigos los beneficios que me había proporcionado esta práctica cuando este, a sabiendas de mis peripecias por el mundo, interrumpió mi brillante exposición para cuestionarme, con bastante razón, y no menos mala leche, si no me había parado a pensar que quizás mi zona de confort, con el tiempo, se había convertido precisamente en salir regularmente de ella, mutando un servidor, de esta forma, sin saberlo, en una paradoja andante. Debo admitir que este planteamiento, aunque retorcido, no carecía de cierto sentido, viéndome entonces obligado a realizar un profundo ejercicio de introspección, sin mayores resultados, y a retirarle la palabra durante un tiempo a aquel individuo que se hacía llamar mi amigo.

    Por otra parte, con el paso de los años, he aprendido a ser más prudente a la hora de exponer este tipo de planteamientos en público, al margen del presente alegato, si no han sido expresamente solicitados, y menos aún intento convencer a nadie de lo que debe o no hacer con su vida, limitándome, en todo caso, a comentar lo que me ha funcionado a nivel personal. A mayor abundamiento, el hecho de persuadir a otro ser humano de cualquier argumento o modo de proceder, en especial si se aparta de lo convencional, resulta una tarea demasiado agotadora, que consume enormes cantidades de energía, las cuales prefiero destinar a fines particulares más provechosos.

    Como iba diciendo, en mi caso, salir de esta área de confort tiene un significado no solo metafórico, sino material, ya que va acompañado normalmente de un desplazamiento físico, desarrollándose con el tiempo, en mi interior, una pasión viajera sin antecedentes familiares conocidos, al menos los más recientes, aunque no descarto que siglos atrás existieran antepasados dedicados al comercio de ultramar o la exploración y conquista de nuevos territorios. Por otra parte, desde pequeño, he experimentado una especial predilección por los paisajes verdes, los acantilados y el mar bravío, herencia posiblemente de un antepasado gallego, el tatarabuelo Arístides, que emigró a tierras andaluzas acompañado de la que sería, a la postre, mi tatarabuela, con el propósito de vivir sin tapujos su amor, a salvo de las habladurías, la envidia, la cerrazón de sus vecinos y del garrote con clavos de su futuro suegro, quien desaprobaba con vehemencia la relación debido a la considerable diferencia de edad entre los tórtolos. En este orden de cosas, debo destacar igualmente que poseo una inusual afición por la música celta, especialmente llamativa teniendo en cuenta mi origen sevillano, de manera que, cuando escucho una flauta travesera o una gaita, se apodera de mi alma el espíritu de William Wallace.

    Esta desmedida afición aventurera se desarrolló de forma tardía. Han sido, sobre todo, los últimos ocho años de mi vida, con continuos viajes y cambios de residencia, los que me han proporcionado la mayoría de conocimientos vitales y experiencias más enriquecedoras. En realidad, podría decirse que salí hace ocho años del territorio confortable y nunca regresé, como el que fue al estanco por tabaco. Adicionalmente, estas nuevas vivencias me han servido para revisar acontecimientos y, sobre todo, aprender a valorar en su justa medida lugares de residencia previos pasado cierto tiempo. Por desgracia, la odiosa incapacidad humana de disfrutar del presente de forma plena y consciente nos impide apreciar como es debido las circunstancias y el entorno que nos rodean en un determinado momento, que solo valoramos, e incluso añoramos, con el paso de los años, precisamente cuando ya no están presentes en nuestras vidas. Así me ha ocurrido en más de una ocasión con alguna ciudad en la cual no me he sentido especialmente a gusto, ya sea por determinadas características que no me agradaban del propio lugar o por motivos personales o profesionales que han empañado la experiencia global. No obstante, una vez abandonada la metrópoli en cuestión y tras un tiempo de reflexión, siempre encontraba elementos positivos que en su momento pasé por alto o menosprecié. Ojo, nunca sin caer en la típica actitud, muy extendida en nuestro país, de «como en casa en ningún sitio» o «¿dónde se va a vivir mejor que aquí?», expresiones que utilizan, en muchas ocasiones de forma temeraria, personas que nunca han vivido en otras ciudades y que, por tanto, carecen de la habilidad comparativa, ignorando la definición misma del concepto, que precisa de dos o más objetos para establecer sus diferencias o semejanzas. Es cierto que en España disponemos de muchas condiciones favorables, aunque el baremo, atendiendo a nuestra naturaleza mediterráneo-bullanguera, puntúa en exceso factores relacionados con el ocio y el clima. Sin embargo, dichos parámetros del buen vivir no coinciden con los utilizados y reconocidos a nivel internacional, más objetivos y cuantificables, los cuales se usan para la confección de las clasificaciones anuales de ciudades con mayor calidad de vida. En este tipo de comparativas tendenciosas, la española, representada en el exterior por el «relaxing cup of café con leche in plaza Mayor» y el celebérrimo «como en España no se vive en ningún sitio», sale malparada de forma injusta, debiéndose bajar hasta el puesto treinta y nueve para encontrar a la representante ibérica mejor clasificada —nota del autor posterior a la redacción y anterior a la publicación del presente: recientemente, Madrid se ha colado entre las veinticinco primeras solo por llevar la contraria al que suscribe—. En cambio, si el citado ranking fuese realizado de acuerdo a nuestros criterios, la mayoría de las urbes que integran en la actualidad el top ten deberían contentarse con disputar una plaza a partir del número cincuenta.

    Por los motivos antes expresados, me he propuesto en adelante, como reto personal, valorar y disfrutar lo máximo posible las circunstancias y el entorno que me rodeen en cada momento, sin tener que recurrir, a toro pasado, a la ayuda del tiempo, que resulta de gran utilidad en numerosas ocasiones, pero excesivamente caro teniendo en cuenta la cotización actual del metal precioso.

    Una vez hecho propósito de enmienda en esta y otras muchas materias, y a pesar de ciertos momentos de confusión e incluso obcecación, creo que, por fin, a los cuarenta años de vida, me he enterado, en general, de qué va la película. Si bien puede estimarse una edad considerable, tampoco está mal del todo, teniendo en cuenta que muchos se van al otro barrio sin coscarse, o la mayoría lo hace al final, como en El sexto sentido o en Los otros. Realmente, es una faena, por no decir una putada, que esta revelación vital no se produzca con anterioridad, que no podamos contar en nuestra juventud, cuando más necesarios son, con los múltiples y útiles conocimientos que acumulamos una vez comienza la cuesta abajo hasta el final del recorrido, debiendo contentarnos, en el ocaso, con transmitirlos a algún nieto, hijo, amigo, cliente de bar, peatón o ser humano desprevenido, para su consiguiente hastío. En este sentido, resulta preocupante en grado sumo, y me atrevería a decir que constituye, de hecho, uno de los motivos de la decadencia moral y espiritual de Occidente, el progresivo proceso de desvalorización y apartamiento al que se somete a las personas de la tercera edad, arrumbadas como muebles viejos en guetos creados

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