Juzgue usted si estamos locos: Los día a día de tía Waverly y algo más
Por B. B. Cooper
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La columna «Día a Día» nació el 15 de octubre de 1907 en El Mercurio. Transcurridos más de cien años, continúa vivamente activa. Semana a semana, en discreto anonimato, connotados personeros del quehacer nacional entregan regular u ocasionalmente su visión de lo que nos sucede. Desde 2008, B. B. Cooper es uno de ellos.
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Juzgue usted si estamos locos - B. B. Cooper
© 2017, Braulio Fernández Biggs
© De esta edición:
2017, Empresa El Mercurio S.A.P.
Avda. Santa María 5542, Vitacura,
Santiago de Chile.
ISBN Edición Impresa: 978-956-7402-97-7
ISBN Edición Digital: 978-956-7402-98-4
Inscripción Nº A280183
Primera edición: julio 2017
Edición general: Consuelo Montoya
Diseño y producción: Paula Montero
Todos los derechos reservados.
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de Empresa El Mercurio S.A.P.
Índice
¡Pobre B. B. Cooper!, por Kahr Donn
COLUMNAS DE LA TÍA
Ficciones en la prensa
Transferencias
La edad del amor
Sin nana
Acción católica
Renovar el «carnese»
Bibliotecas
Besos
El Dieciocho
Vidas desechables
Bikini
Cartas con estampillas
Calores agobiantes
En la playa
Juzgue usted si estoy loco
Permiso de circulación
Cuarenta años
Ayuno a la chilena
Oda al huevo duro
Argentina
Nochebuena
Pañales desechables
Maldito cambio de hora
Nido de golondrinas
El cura de mi parroquia
El otoño y la muerte
Sexo
Oda a la mostaza
¡Odio a los gatos!
El miedo
Se me muere la tía
Cosas de familia
El pecado de fumar
Barbas
La medida de la arena
Cabros de catorce
Maratón de Santiago
Películas
El perro de la tía
Odio los viajes
Poquita cosa
El recuerdo de las hojas
Estar solo
Sarcófago
Sobrinos
Falsas alarmas
La balada de la cárcel de Reading
Caracoles
El miedo (II)
¡Viva la sopa!
Locos por la tía
En el parque
El coro
Vocal de mesa
Baños diversos
Flor de matrimonio
La mecedora de la tía
Gaitas
¿Dulces o condones?
Pobre Dante
Escúpeme
Res derelictae
El doctor Throckmorton
Vacaciones
Los partes y la justicia
La princesa y el whippet
La edad del pavo
Medios y fines
Santiago basural
Tontilandia
Lluvia
Los amores de la tía
Como va este mundo
Robinsones
Mirar el fuego
¡Las patenas!
Uruguay
El cumpleaños de la tía
Volar
Ronquidos
Aguas
Poder
Vivir en la comisaría
El barro
La cazuela de la tía
Fiebre en las alturas
Lluvia de prima
¿Viejo amor?
Pasto mojado
A vuelo de pájaro
Para mi tía
¿Nos vamos de Chile?
Raro
Ominoso
Colores
Coro de misa
Agosto
Devaneos primaverales
Calores incivilizados
Fotos, lágrimas y el lechero
Tía Waverly iluminada
Pregúntale al mar
De la finitud de la vida
OTRAS COLUMNAS
Parásitos
El gato de Cheshire
La muerte de Esquilo
Misa dominical
Estar vivo hoy
Elogio de la ira
Enero
Lecturas de verano
Mariscos
Utopía de la bicicleta
Los mejores profesores
El ciego de la flauta
Gomina Brancato
La tristeza
Basureros
Soledad
¿Smog o polvo?
Hipócritas
Pantalones
Herejes
¿«Limpio» o «limpiado»?
El ocaso del sofista
Test de Cooper
Árboles
El problema de Dios
La patria
Día de la raza
El desdén
¿Un año más, o menos?
Postales
Agresivos
Oda a la cerveza
La nueva moral
¡Cuchuflí barquillo!
Oda al pescado frito
Las chalas
El abuso
Perturbaciones
Mea culpa
Credo
Apego a los libros
El humor chileno
Nuestros problemas
Vigencia del cura Gatica
Oda al costillar
Fábula de otoño
Para una niña con capacidades especiales
Academia
Malas decisiones
¿Qué se ficieron?
El dolor
Aseo
Privilegios
Problemas gratis
Catolicosas
Sujeto de crédito
Oda a una puerta
Laberintos internos
Otoño literario
Ventas curiosas
Leseras
Plagio
Huevos
Chacota
Nombrar
Los grandes no lloran
Amistad
Sueños
Volcán de arena
Mina
Ritmos y máquinas
Hoja en blanco
Protocolo
Viajar
Sol de invierno
Ficciones
El gato
Elogio de las nubes
«Pasar diciembre»
Pasar
¡Pobre B. B. Cooper!
No sabemos por qué razón llegó B. B. Cooper a ser invitado a publicar semanalmente sus reflexiones —llamémoslas así— en la sección «Día a día» del principal diario nacional, El Mercurio. Por muchas décadas rincón privilegiado para el comentario agudo y breve, a veces pista de esgrima punzante, nicho para la alusión a temas mayores bajo apariencias menores. Y, cual en carnaval, bajo la máscara del seudónimo, propicio para que importantes personalidades dejen asomar facetas que no siempre desean entremezclar con la seriedad de sus vidas.
B. B. Cooper, sin embargo, no es una figura importante. Modesto profesor de lógica en alguna universidad, vive sin holguras ni estrecheces en un departamento en Ñuñoa. Solitario, solterón sin hijos, amigos ni grandes ilusiones, la lectura es su placer y refugio contra un desarraigo existencial: no es chileno, pues nació en Inglaterra y, huérfano, llegó a Chile a los catorce años, con una tía también inglesa, llamada Waverly, que entretanto ya es nonagenaria. Ambos cultivan recuerdos de sus lejanos tiempos británicos y suelen cotejarlos con sus vivencias entre nosotros, pero no son de allá ni de acá. Son inmigrantes aclimatados, pero no auténticos locales. Quizá a esa mirada un poco «desde fuera» quiso el diario darle una oportunidad de manifestarse.
Como fuere, para asombro de los pocos que lo conocen, de pronto B. B. Cooper comenzó a ver periódicamente publicadas sus meditaciones. Honorables, justo es admitirlo, y que no desdicen con la gran página editorial.
La sorpresa sobrevino cuando, a poco andar, tal vez por la escasez de afectos y contactos en la nada excitante vida de B. B. Cooper, y por su personalidad apagada y entendiblemente melancólica, sus escritos empezaron a dejar traslucir, sin advertirlo él mismo, el influjo arrollador de su tía Waverly. Renuente a concesiones, transigencias o convenciones, templada en los retos de pertenecer en su tiempo a la minoría católica inglesa, de su inconsolable viudez de un coronel británico, de otros amores contrariados, de dejar atrás la tierra natal y empezar de nuevo en suelo ajeno. No tiene saber libresco —eso queda para su deslavado sobrino—, sino sabiduría de vida. ¡Y cuánta vida! Una vitalidad llameante que, indiferente a sus noventa y tantos años, no trepida ante deportes, viajes, amores, excentricidades, novedades de toda suerte. Y, siempre inglesa, se ha construido a su modo una muy personal chilenidad.
No le interesa a tía Waverly injerirse en los escritos de su académico sobrino —«¡Qué tonteras escribes!», dice—, pero la irradiación de su energía es tanta, que se ha erigido en su inspiradora e incluso protagonista, sin buscarlo ni reparar en ello. La tía sabe bien que está al cabo de su camino, pero no se amedrenta por su partida, sino que, con toque ligero, prepara a su sobrino para el trayecto tras los adioses. Ciertamente merece ser conocida, mientras aún esté entre nosotros.
Por eso, el suscrito, ocasional partícipe del juego de espejos que es la sección «Día a día» —lo serio no lo parece, y lo no serio parece tal—, consultado al respecto respaldó con simpatía la idea de que tía Waverly perdure en la forma de libro. ¡Pobre B. B. Cooper! Le ocurrió lo contrario de la apócrifa frase endilgada a Flaubert. Si este dijo «Madame Bovary soy yo», la anciana podría decirle al autor «¡B. B. Cooper soy yo!».
En defensa de su yo, Cooper publica en este mismo volumen una selección de sus otros escritos en que la tía no aparece explícitamente. Vano intento: como se verá, el espíritu de Waverly se mueve también sobre la faz de esas aguas.
Kahr Donn
COLUMNAS DE LA TÍA
Ficciones en la prensa
Me desvelé la otra noche —y, de paso, desperté a tía Waverly— pensando que el único espacio para la ficción en la prensa chilena es esta sección, felizmente llamada «Día a día». ¿Me equivoco? Pues fue precisamente esa la razón de mis desvelos: confirmar a ciencia cierta esta impresión.
Parece que así es. Naturalmente, no todos los «diadistas» hacen ficción, ni es la naturaleza de la sección; pero a veces se dan, ocurren y se publican. Entonces, es cosa de felicitar a El Mercurio, ciertamente, pero es de lamentar para el conjunto de nuestro medio. Pienso en la larga tradición de insignes diarios europeos, que incluso durante el siglo XIX publicaban novelas por entregas. Pienso también en la magnífica tradición estadounidense, donde grandes plumas deambularon y aún deambulan por sus folios. Pienso en Poe, Scott Fitzgerald, Hemingway, Cheever y un largo etcétera.
¿Será una cuestión de cultura, desinterés, reflejo de nuestra endémica falta de mundo? Quién sabe. Tal vez todo eso junto y mucho más.
Como sea, me ofrezco aquí y ahora a escribir cuentos para la prensa local. A ver quién se atreve. Ofrezco hacerlo incluso por un mínimo estipendio (digamos, por ejemplo, que me alcance para pagar los cigarrillos del mes).
Eso sí, tendría que escribir con otro nombre. Sí, con otro nombre...
Espero ese email entonces...
Transferencias
A veces pienso que nuestra sociedad funciona sobre la base de transferencias. Que no solo no somos francos ni directos, sino que en todo lo que hacemos y decimos proyectamos en otro u otros situaciones o personas anteriores.
Por ejemplo, tía Waverly en verdad no está enojada conmigo; más bien transfiere las frustraciones de su viudez al pobre y desdichado sobrino que la cuida. El señor aquel que reacciona como un energúmeno en una determinada situación de tránsito, en realidad está proyectando en el insultado sus propios problemas personales: en el trabajo, con su señora, con los kilos de más.
La farándula local es pura y violenta transferencia: todos proyectan y quisieran ser lo que demuelen a punta de inhumanidades. Y hasta ciertos columnistas de la prensa escrita nacional, que transfieren sobre sus enemigos imaginarios las desgracias y opacidades que ellos mismos sufrieron alguna vez; o todavía sufren, quién sabe.
En el psicoanálisis clásico, la transferencia se suele dar de paciente a analista; entre nosotros, y lamentablemente, fluye sin fronteras ni limitaciones.
Así transfiere el candidato derrotado, la dueña de casa agobiada, el empleado de oficina sin expectativas, la amante despechada, el alumno ignorante, la solterona que perdió el tren, el futbolista con sequía de gol, en fin, la insegura que no se soporta ni a sí misma. Todos transfieren, pues no son capaces de sanar ni de sanarse. Alarmante síntoma este...
La edad del amor
Aunque no soy ducho en estos temas —soltero, y a mi edad, con escasa experiencia y por lo tanto pobre currículum que exhibir—, a veces reflexiono sin embargo al respecto. De todas formas, se trata de una reacción fenomenológica, en el sentido de que me motivan situaciones y circunstancias bien concretas y no especulaciones teóricas.
Así, por ejemplo, el caso de tía Waverly, quien hace unos días conoció a un educado, simpático y bien engominado varón de su edad, mientras recogía piedrecillas a orillas de la playa. Se enfrascaron en una conversación tan intensa que duró casi una hora, aunque lo más grave y preocupante vino después.
Quiero decir que, al llegar a casa, tía Waverly no quiso tomar el té. Se sentó en la terraza de nuestra arrendada casita de veraneo a contemplar el mar y se quedó allí, muda, hasta la puesta de sol. Luego, tampoco quiso cenar. Se le veía ida y dubitativa, como con la cabeza —¿y el corazón?— en otra parte. En fin, esa noche la oí pasearse hasta altas horas de la madrugada, y hoy salió temprano de compras muy perfumada y con el moño arregladito.
¿Se habrá enamorado del galán aquel? ¿A su edad? Y si fuese cierto, ¿por qué no? ¿Hay, acaso, edad para el amor?
El educado y simpático varón, de la misma edad de tía Waverly, ha llegado esta tarde a casa con media docena de berlines... Ahora están los dos en la salita charlando de lo más bien. Parece que hasta aquí no más llegaron mis vacaciones.
Sin nana
Tía Waverly ha decidido prescindir del servicio doméstico. Después de muchos años de practicar esta centenaria costumbre nacional, ha optado por oír y seguir los signos de los tiempos, uniéndose a las fuerzas libertarias y liberadoras.
En un comienzo proyecté, con estupor, lo que esto significaría en casa; especialmente para mí, el pobre sobrino que la cuida. Sin embargo, y aunque los primeros meses fueron difíciles, he podido constatar la sabiduría y verdad de aquel adagio que reza: «El hombre es un animal de costumbres».
Tía Waverly compró lavadora de platos, un refrigerador más grande, cambió el microondas, y remplazó colchas y cubrecamas por mullidos plumones importados. Así, todas las mañanas hacemos juntos las camas y nos dividimos las habitaciones para pasar la aspiradora. Ella hace el baño y yo ordeno la cocina. Los sábados limpio los vidrios y encero, aparte de pasar el plumero por la biblioteca. Una señora va dos veces por semana a planchar y a cocinar suculentos guisos que se guardan en el nuevo refrigerador para ser consumidos según corresponda (y calentados en el microondas, por cierto).
¡Nos ha ido de lo más bien! El departamento funciona normalmente y nada se echa en falta. Hay que disponer de un poco más de tiempo que antes, claro, pero estamos felices. Y es que, aparte del ahorro en dinero, hemos vuelto a vivir en familia: mi adorada tía y yo, los dos solos, sin nadie más.
Acción católica
Mi familia, aunque oriunda de Worcestershire, siempre fue papista. Y así, doblegada por la supremacía anglicana, se acostumbró —como otras familias— a proponer lo suyo antes que a reaccionar.
En países histórica y culturalmente católicos, últimamente ocurre que muchos fieles argumentan por vía de reacción. Y, claro, como siempre fueron mayoría y el mundo bailó a su compás, parece lógico y hasta manifestación de su inconsciente colectivo esa tendencia a la posición reactiva: al «no» antes que al «sí».
En cambio nosotros, los papistas de Worcestershire, sumidos en la protesta y sus avatares, nos habituamos a dar cuenta de nuestra fe de un modo más parecido a como se hizo en los orígenes: proponiendo, invitando, anunciando la «buena nueva».
Hoy, en que todo parece ir por los pelos, quizá no sea mala táctica dar un paso atrás para avanzar dos adelante... Así, no siendo tan malo reconocer que las cosas cambiaron y que