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Juzgue usted si estamos locos: Los día a día de tía Waverly y algo más
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Libro electrónico201 páginas2 horas

Juzgue usted si estamos locos: Los día a día de tía Waverly y algo más

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Información de este libro electrónico

Bajo seudónimo, el autor, que parece ser un tímido solterón bueno para poco, presenta con pluma ligera una selección de más de ciento cincuenta someros vistazos sobre nuestra chilenidad que resaltan a su ojo originariamente extranjero. Sus textos «cultivan recuerdos de sus lejanos tiempos británicos», cotejados con sus vivencias en nuestro país. B. B. Cooper y su formidable tía Waverly —cuya arrolladora personalidad domina el libro y la vida de su autor— no son de allá ni de acá. Son inmigrantes aclimatados, pero no plenamente locales.
La columna «Día a Día» nació el 15 de octubre de 1907 en El Mercurio. Transcurridos más de cien años, continúa vivamente activa. Semana a semana, en discreto anonimato, connotados personeros del quehacer nacional entregan regular u ocasionalmente su visión de lo que nos sucede. Desde 2008, B. B. Cooper es uno de ellos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2017
ISBN9789567402984
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    Vista previa del libro

    Juzgue usted si estamos locos - B. B. Cooper

    © 2017, Braulio Fernández Biggs

    © De esta edición:

    2017, Empresa El Mercurio S.A.P.

    Avda. Santa María 5542, Vitacura,

    Santiago de Chile.

    ISBN Edición Impresa: 978-956-7402-97-7

    ISBN Edición Digital: 978-956-7402-98-4

    Inscripción Nº A280183

    Primera edición: julio 2017

    Edición general: Consuelo Montoya

    Diseño y producción: Paula Montero

    Todos los derechos reservados.

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de Empresa El Mercurio S.A.P.

    Índice

    ¡Pobre B. B. Cooper!, por Kahr Donn

    COLUMNAS DE LA TÍA

    Ficciones en la prensa

    Transferencias

    La edad del amor

    Sin nana

    Acción católica

    Renovar el «carnese»

    Bibliotecas

    Besos

    El Dieciocho

    Vidas desechables

    Bikini

    Cartas con estampillas

    Calores agobiantes

    En la playa

    Juzgue usted si estoy loco

    Permiso de circulación

    Cuarenta años

    Ayuno a la chilena

    Oda al huevo duro

    Argentina

    Nochebuena

    Pañales desechables

    Maldito cambio de hora

    Nido de golondrinas

    El cura de mi parroquia

    El otoño y la muerte

    Sexo

    Oda a la mostaza

    ¡Odio a los gatos!

    El miedo

    Se me muere la tía

    Cosas de familia

    El pecado de fumar

    Barbas

    La medida de la arena

    Cabros de catorce

    Maratón de Santiago

    Películas

    El perro de la tía

    Odio los viajes

    Poquita cosa

    El recuerdo de las hojas

    Estar solo

    Sarcófago

    Sobrinos

    Falsas alarmas

    La balada de la cárcel de Reading

    Caracoles

    El miedo (II)

    ¡Viva la sopa!

    Locos por la tía

    En el parque

    El coro

    Vocal de mesa

    Baños diversos

    Flor de matrimonio

    La mecedora de la tía

    Gaitas

    ¿Dulces o condones?

    Pobre Dante

    Escúpeme

    Res derelictae

    El doctor Throckmorton

    Vacaciones

    Los partes y la justicia

    La princesa y el whippet

    La edad del pavo

    Medios y fines

    Santiago basural

    Tontilandia

    Lluvia

    Los amores de la tía

    Como va este mundo

    Robinsones

    Mirar el fuego

    ¡Las patenas!

    Uruguay

    El cumpleaños de la tía

    Volar

    Ronquidos

    Aguas

    Poder

    Vivir en la comisaría

    El barro

    La cazuela de la tía

    Fiebre en las alturas

    Lluvia de prima

    ¿Viejo amor?

    Pasto mojado

    A vuelo de pájaro

    Para mi tía

    ¿Nos vamos de Chile?

    Raro

    Ominoso

    Colores

    Coro de misa

    Agosto

    Devaneos primaverales

    Calores incivilizados

    Fotos, lágrimas y el lechero

    Tía Waverly iluminada

    Pregúntale al mar

    De la finitud de la vida

    OTRAS COLUMNAS

    Parásitos

    El gato de Cheshire

    La muerte de Esquilo

    Misa dominical

    Estar vivo hoy

    Elogio de la ira

    Enero

    Lecturas de verano

    Mariscos

    Utopía de la bicicleta

    Los mejores profesores

    El ciego de la flauta

    Gomina Brancato

    La tristeza

    Basureros

    Soledad

    ¿Smog o polvo?

    Hipócritas

    Pantalones

    Herejes

    ¿«Limpio» o «limpiado»?

    El ocaso del sofista

    Test de Cooper

    Árboles

    El problema de Dios

    La patria

    Día de la raza

    El desdén

    ¿Un año más, o menos?

    Postales

    Agresivos

    Oda a la cerveza

    La nueva moral

    ¡Cuchuflí barquillo!

    Oda al pescado frito

    Las chalas

    El abuso

    Perturbaciones

    Mea culpa

    Credo

    Apego a los libros

    El humor chileno

    Nuestros problemas

    Vigencia del cura Gatica

    Oda al costillar

    Fábula de otoño

    Para una niña con capacidades especiales

    Academia

    Malas decisiones

    ¿Qué se ficieron?

    El dolor

    Aseo

    Privilegios

    Problemas gratis

    Catolicosas

    Sujeto de crédito

    Oda a una puerta

    Laberintos internos

    Otoño literario

    Ventas curiosas

    Leseras

    Plagio

    Huevos

    Chacota

    Nombrar

    Los grandes no lloran

    Amistad

    Sueños

    Volcán de arena

    Mina

    Ritmos y máquinas

    Hoja en blanco

    Protocolo

    Viajar

    Sol de invierno

    Ficciones

    El gato

    Elogio de las nubes

    «Pasar diciembre»

    Pasar

    ¡Pobre B. B. Cooper!

    No sabemos por qué razón llegó B. B. Cooper a ser invitado a publicar semanalmente sus reflexiones —llamémoslas así— en la sección «Día a día» del principal diario nacional, El Mercurio. Por muchas décadas rincón privilegiado para el comentario agudo y breve, a veces pista de esgrima punzante, nicho para la alusión a temas mayores bajo apariencias menores. Y, cual en carnaval, bajo la máscara del seudónimo, propicio para que importantes personalidades dejen asomar facetas que no siempre desean entremezclar con la seriedad de sus vidas.

    B. B. Cooper, sin embargo, no es una figura importante. Modesto profesor de lógica en alguna universidad, vive sin holguras ni estrecheces en un departamento en Ñuñoa. Solitario, solterón sin hijos, amigos ni grandes ilusiones, la lectura es su placer y refugio contra un desarraigo existencial: no es chileno, pues nació en Inglaterra y, huérfano, llegó a Chile a los catorce años, con una tía también inglesa, llamada Waverly, que entretanto ya es nonagenaria. Ambos cultivan recuerdos de sus lejanos tiempos británicos y suelen cotejarlos con sus vivencias entre nosotros, pero no son de allá ni de acá. Son inmigrantes aclimatados, pero no auténticos locales. Quizá a esa mirada un poco «desde fuera» quiso el diario darle una oportunidad de manifestarse.

    Como fuere, para asombro de los pocos que lo conocen, de pronto B. B. Cooper comenzó a ver periódicamente publicadas sus meditaciones. Honorables, justo es admitirlo, y que no desdicen con la gran página editorial.

    La sorpresa sobrevino cuando, a poco andar, tal vez por la escasez de afectos y contactos en la nada excitante vida de B. B. Cooper, y por su personalidad apagada y entendiblemente melancólica, sus escritos empezaron a dejar traslucir, sin advertirlo él mismo, el influjo arrollador de su tía Waverly. Renuente a concesiones, transigencias o convenciones, templada en los retos de pertenecer en su tiempo a la minoría católica inglesa, de su inconsolable viudez de un coronel británico, de otros amores contrariados, de dejar atrás la tierra natal y empezar de nuevo en suelo ajeno. No tiene saber libresco —eso queda para su deslavado sobrino—, sino sabiduría de vida. ¡Y cuánta vida! Una vitalidad llameante que, indiferente a sus noventa y tantos años, no trepida ante deportes, viajes, amores, excentricidades, novedades de toda suerte. Y, siempre inglesa, se ha construido a su modo una muy personal chilenidad.

    No le interesa a tía Waverly injerirse en los escritos de su académico sobrino —«¡Qué tonteras escribes!», dice—, pero la irradiación de su energía es tanta, que se ha erigido en su inspiradora e incluso protagonista, sin buscarlo ni reparar en ello. La tía sabe bien que está al cabo de su camino, pero no se amedrenta por su partida, sino que, con toque ligero, prepara a su sobrino para el trayecto tras los adioses. Ciertamente merece ser conocida, mientras aún esté entre nosotros.

    Por eso, el suscrito, ocasional partícipe del juego de espejos que es la sección «Día a día» —lo serio no lo parece, y lo no serio parece tal—, consultado al respecto respaldó con simpatía la idea de que tía Waverly perdure en la forma de libro. ¡Pobre B. B. Cooper! Le ocurrió lo contrario de la apócrifa frase endilgada a Flaubert. Si este dijo «Madame Bovary soy yo», la anciana podría decirle al autor «¡B. B. Cooper soy yo!».

    En defensa de su yo, Cooper publica en este mismo volumen una selección de sus otros escritos en que la tía no aparece explícitamente. Vano intento: como se verá, el espíritu de Waverly se mueve también sobre la faz de esas aguas.

    Kahr Donn

    COLUMNAS DE LA TÍA

    Ficciones en la prensa

    Me desvelé la otra noche —y, de paso, desperté a tía Waverly— pensando que el único espacio para la ficción en la prensa chilena es esta sección, felizmente llamada «Día a día». ¿Me equivoco? Pues fue precisamente esa la razón de mis desvelos: confirmar a ciencia cierta esta impresión.

    Parece que así es. Naturalmente, no todos los «diadistas» hacen ficción, ni es la naturaleza de la sección; pero a veces se dan, ocurren y se publican. Entonces, es cosa de felicitar a El Mercurio, ciertamente, pero es de lamentar para el conjunto de nuestro medio. Pienso en la larga tradición de insignes diarios europeos, que incluso durante el siglo XIX publicaban novelas por entregas. Pienso también en la magnífica tradición estadounidense, donde grandes plumas deambularon y aún deambulan por sus folios. Pienso en Poe, Scott Fitzgerald, Hemingway, Cheever y un largo etcétera.

    ¿Será una cuestión de cultura, desinterés, reflejo de nuestra endémica falta de mundo? Quién sabe. Tal vez todo eso junto y mucho más.

    Como sea, me ofrezco aquí y ahora a escribir cuentos para la prensa local. A ver quién se atreve. Ofrezco hacerlo incluso por un mínimo estipendio (digamos, por ejemplo, que me alcance para pagar los cigarrillos del mes).

    Eso sí, tendría que escribir con otro nombre. Sí, con otro nombre...

    Espero ese email entonces...

    Transferencias

    A veces pienso que nuestra sociedad funciona sobre la base de transferencias. Que no solo no somos francos ni directos, sino que en todo lo que hacemos y decimos proyectamos en otro u otros situaciones o personas anteriores.

    Por ejemplo, tía Waverly en verdad no está enojada conmigo; más bien transfiere las frustraciones de su viudez al pobre y desdichado sobrino que la cuida. El señor aquel que reacciona como un energúmeno en una determinada situación de tránsito, en realidad está proyectando en el insultado sus propios problemas personales: en el trabajo, con su señora, con los kilos de más.

    La farándula local es pura y violenta transferencia: todos proyectan y quisieran ser lo que demuelen a punta de inhumanidades. Y hasta ciertos columnistas de la prensa escrita nacional, que transfieren sobre sus enemigos imaginarios las desgracias y opacidades que ellos mismos sufrieron alguna vez; o todavía sufren, quién sabe.

    En el psicoanálisis clásico, la transferencia se suele dar de paciente a analista; entre nosotros, y lamentablemente, fluye sin fronteras ni limitaciones.

    Así transfiere el candidato derrotado, la dueña de casa agobiada, el empleado de oficina sin expectativas, la amante despechada, el alumno ignorante, la solterona que perdió el tren, el futbolista con sequía de gol, en fin, la insegura que no se soporta ni a sí misma. Todos transfieren, pues no son capaces de sanar ni de sanarse. Alarmante síntoma este...

    La edad del amor

    Aunque no soy ducho en estos temas —soltero, y a mi edad, con escasa experiencia y por lo tanto pobre currículum que exhibir—, a veces reflexiono sin embargo al respecto. De todas formas, se trata de una reacción fenomenológica, en el sentido de que me motivan situaciones y circunstancias bien concretas y no especulaciones teóricas.

    Así, por ejemplo, el caso de tía Waverly, quien hace unos días conoció a un educado, simpático y bien engominado varón de su edad, mientras recogía piedrecillas a orillas de la playa. Se enfrascaron en una conversación tan intensa que duró casi una hora, aunque lo más grave y preocupante vino después.

    Quiero decir que, al llegar a casa, tía Waverly no quiso tomar el té. Se sentó en la terraza de nuestra arrendada casita de veraneo a contemplar el mar y se quedó allí, muda, hasta la puesta de sol. Luego, tampoco quiso cenar. Se le veía ida y dubitativa, como con la cabeza —¿y el corazón?— en otra parte. En fin, esa noche la oí pasearse hasta altas horas de la madrugada, y hoy salió temprano de compras muy perfumada y con el moño arregladito.

    ¿Se habrá enamorado del galán aquel? ¿A su edad? Y si fuese cierto, ¿por qué no? ¿Hay, acaso, edad para el amor?

    El educado y simpático varón, de la misma edad de tía Waverly, ha llegado esta tarde a casa con media docena de berlines... Ahora están los dos en la salita charlando de lo más bien. Parece que hasta aquí no más llegaron mis vacaciones.

    Sin nana

    Tía Waverly ha decidido prescindir del servicio doméstico. Después de muchos años de practicar esta centenaria costumbre nacional, ha optado por oír y seguir los signos de los tiempos, uniéndose a las fuerzas libertarias y liberadoras.

    En un comienzo proyecté, con estupor, lo que esto significaría en casa; especialmente para mí, el pobre sobrino que la cuida. Sin embargo, y aunque los primeros meses fueron difíciles, he podido constatar la sabiduría y verdad de aquel adagio que reza: «El hombre es un animal de costumbres».

    Tía Waverly compró lavadora de platos, un refrigerador más grande, cambió el microondas, y remplazó colchas y cubrecamas por mullidos plumones importados. Así, todas las mañanas hacemos juntos las camas y nos dividimos las habitaciones para pasar la aspiradora. Ella hace el baño y yo ordeno la cocina. Los sábados limpio los vidrios y encero, aparte de pasar el plumero por la biblioteca. Una señora va dos veces por semana a planchar y a cocinar suculentos guisos que se guardan en el nuevo refrigerador para ser consumidos según corresponda (y calentados en el microondas, por cierto).

    ¡Nos ha ido de lo más bien! El departamento funciona normalmente y nada se echa en falta. Hay que disponer de un poco más de tiempo que antes, claro, pero estamos felices. Y es que, aparte del ahorro en dinero, hemos vuelto a vivir en familia: mi adorada tía y yo, los dos solos, sin nadie más.

    Acción católica

    Mi familia, aunque oriunda de Worcestershire, siempre fue papista. Y así, doblegada por la supremacía anglicana, se acostumbró —como otras familias— a proponer lo suyo antes que a reaccionar.

    En países histórica y culturalmente católicos, últimamente ocurre que muchos fieles argumentan por vía de reacción. Y, claro, como siempre fueron mayoría y el mundo bailó a su compás, parece lógico y hasta manifestación de su inconsciente colectivo esa tendencia a la posición reactiva: al «no» antes que al «sí».

    En cambio nosotros, los papistas de Worcestershire, sumidos en la protesta y sus avatares, nos habituamos a dar cuenta de nuestra fe de un modo más parecido a como se hizo en los orígenes: proponiendo, invitando, anunciando la «buena nueva».

    Hoy, en que todo parece ir por los pelos, quizá no sea mala táctica dar un paso atrás para avanzar dos adelante... Así, no siendo tan malo reconocer que las cosas cambiaron y que

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