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Los escritores invisibles
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Libro electrónico110 páginas1 hora

Los escritores invisibles

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Los que nunca han publicado, son los que se han salvado del gran limbo de los estantes de librería. Todos los demás son elementos sacrificables que alimentan los flujos de dinero de las grandes editoriales. Jaime Puente es un escritor joven que aún aspira al reconocimiento a través de la publicación de alguno de sus libros. De repente se ve envuelto en una intriga de altos vuelos que lo lleva a descubrir que el verdadero talento las más de las veces es derrochado, guardado como un valioso recuerdo o acallado; lección que aprende demasiado tarde: su libro es publicado, es decir, se vuelve parte del "mundillo literario y editorial". Aquí, una novela novedosa y atractiva, que no deja escapar al lector desde sus primeras páginas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2010
ISBN9786071604972
Los escritores invisibles
Autor

Bernardo Esquinca

Nació en Guadalajara, Jalisco, en 1972. Es narrador y periodista, y estudió Ciencias de la Comunicación en el ITESO. Fue productor y locutor de radio en la Universidad de Guadalajara. Ha publicado en Crónica, Día Siete, El Financiero, La Jornada Semanal, Letras Libres, Milenio, Nexos, Reforma y Tierra Adentro. Es miembro del SNCA y recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez 1994. Participó en la antología Grandes hits volumen 1. Nueva generación de narradores mexicanos, editada por Almadía. Belleza roja fue reconocida por el diario Reforma como la Mejor Primera Novela de 2005.

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    Los escritores invisibles - Bernardo Esquinca

    Fink

    UN HOMBRE COMÚN

    Y CORRIENTE

    Mi apellido es Puente pero debería ser Pozo, como el de David, el amigo con quien comparto este minúsculo departamento. Y es que a un pozo oscuro, húmedo, han ido a parar mis sueños y esfuerzos por publicar mi primer libro. Todavía me queda algo de necedad y energía para seguir intentándolo. Han pasado ya tres años desde que una prestigiada editorial le dio el sí a mi novela, ilusionándome con la firma de un contrato que no especificaba la fecha de publicación del libro. Pero en ese lapso he escrito otra, y ahora mis callosos nudillos han vuelto a ejercitarse en el agotador deporte de tocar puertas. David, que ha sido testigo de este penoso proceso, me dice ya mejor pon un puesto de jícamas, con el mismo tono irónico que utilizaba en la Facultad de Letras, cuando quería borrar la continua expresión sombría de mi rostro. Expresión que, por cierto, yo confundía con pose de intelectual.

    Juro que si esta vez tampoco lo consigo, me dedicaré a recorrer las calles con un carrito; venderé frutas y verduras, rodeado por una nube de nerviosas abejas, recordatorio de todas las palabras que se agolpan en mi cabeza y que no logran ver la luz.

    Lo cierto es que jamás he publicado, ni siquiera en los periódicos. Una vez estuve a punto, pero el editor de la sección de cultura —un tipo joven recién egresado de la carrera de Comunicación, que prácticamente tenía la misma edad que yo— me llamó por teléfono para anunciarme que le haría algunos cambios a la redacción y nos enfrascamos en un pleito tras el cual acabó mandándome al carajo. Eso sucedió hace tiempo, pero no he vuelto a ofrecer mis artículos a los diarios. Supongo que con las humillaciones de las editoriales tengo suficiente. Ahora que estoy cerca de cumplir treinta años, mi orgullo se ha vuelto, valga la expresión, más orgulloso.

    Fuera de estas desdichas, mi vida transcurre sin demasiadas complicaciones. David es muy generoso conmigo y su sueldo como profesor de literatura en una escuela secundaria ajusta para pagar la renta y mantener el refrigerador con comida y ginebra. Yo me dedico a lo mío: escribir y leer, sólo que hasta el momento no he logrado que se me remunere por eso. Donde sí me pagan, aunque el cheque sale cada que se les da la gana, es en la estación de radio de la Universidad Estatal, donde David y yo tenemos un programa sobre literatura y música. Además de tardado, el pago es realmente una mierda. David me dice vamos por la propina y amablemente me la cede toda a mí, pues sabe que a veces se me atraviesa alguna chica en el camino y necesito el dinero para invitarla a un café o a la videosala. Al cine, tan caro como está ahora, únicamente puedo ir yo solo o cuando David me invita. Pero la vida da revanchas. No me cabe la menor duda de que un día asistiré —acompañado de una hermosa y elegante mujer— al estreno de la adaptación cinematográfica de alguna de mis obras. Ahora que lo pienso, quizá debería escribir para el cine y así evitarme lidiar con editores imbéciles. Pero antes, aunque sólo sea una vez, voy a saber lo que es publicar un libro.

    Tengo una teoría que recientemente ha estado dando vueltas en mi cabeza. Mi malograda carrera literaria tiene que ver con mi historia personal. Mis padres fueron personas comunes y corrientes (excelentes padres, eso sí). Él trabajaba en un banco, ella vendía seguros. Mi infancia y adolescencia transcurrieron sin alarmas ni sorpresas. Nunca me faltó ni me sobró nada. Soy, por lo tanto, un hombre común y corriente, como ellos lo fueron. Por el contrario, los escritores que más admiro tuvieron experiencias familiares definitivas durante esas etapas de la vida. Comienzo a lamentar no haber corrido con su misma suerte. No al grado de desear que mi madre hubiera sido estrangulada como la de James Ellroy, pero en mi frustración sí he maldecido a mi padre por no haber tenido una actividad gansteril como el de Barry Gifford. Sin embargo, no dejaré que estos pensamientos me hundan más. De hecho, tengo un plan: exorcizaré esos demonios escribiendo sobre las vidas y los hechos que marcaron a mis admirados autores. Asimilaré cada gota del tuétano al que ellos tuvieron un privilegiado acceso. A través de ellos —y de lo que luego yo transforme en escritura— dejaré de ser un hombre común y corriente. La otra alternativa sería coger una mochila y recorrer el mundo en busca de experiencias. Pero ya es demasiado tarde para eso. Si hay una certeza en mi pasado, es la de haber sido educado como una persona comodina. Las únicas dos cosas por las que mis manos sienten deseos de moverse son el teclado de la computadora y el cuerpo de las mujeres. Además, o busco la vida o escribo sobre ella. No se pueden hacer las dos cosas. Hemingway se volvió loco por eso. Si tu infancia y adolescencia no te dieron el bagaje suficiente para darle sustancia a la tinta, estás jodido. Pero yo romperé ese hechizo. Seré el primer escritor común y corriente que le robe a la vida su corazón más secreto y henchido de sangre.

    Como de costumbre, el departamento se ha quedado sin agua. Es un problema añejo, y por más que le reclamamos a la señora Fierros, nuestra casera, no hay manera de que se solucione. La señora Fierros es bajita, utiliza unos enormes anteojos de fondo de botella y tiene voz infantil. Siempre nos dice con un tono chillón que no está en sus manos arreglarlo, que el Ayuntamiento raciona el agua en esta zona del centro de la ciudad y que debemos ser pacientes. Hace poco nos sorprendió con una nueva excusa. Un sobrino suyo que trabaja en la policía le informó que los drenajes están llenos de cadáveres, pues es el sitio favorito de los criminales para deshacerse de ellos. Por eso no fluye el agua. Yo no supe si interpretar eso como delirio senil o como una amenaza velada. La verdad es que la mujer me da escalofríos y prefiero evitarla. Parece una niña atrapada en el cuerpo de una anciana. A David eso no le importa y se pone histérico cuando no puede bañarse o tiene que ir a cagar al café de enfrente. Hoy no pudo más. Le habló a la señora Fierros por teléfono y le dijo con un tono agresivo: Voy a ir a bañarme a su casa. Yo prefiero parecer indigente antes que hacer eso. Y ahora que lo pienso, quizá muy pronto termine siéndolo: no dudo que la vieja nos eche a la calle después del numerito que le hizo David. Parece que las circunstancias quieren orillarme a mi destino de vendedor de jícamas.

    Por la tarde voy a visitar a Hugo, un amigo de la secundaria. Vive con sus padres, pero su habitación está aislada del resto de la casa. Se llega a ella mediante una escalera situada a un costado de la cochera, como si fuera un departamento independiente. Cuando entro —nunca tiene la llave puesta— lo encuentro sumido en la penumbra, mirando una película de guerra en la televisión, sin sonido. Su nariz puntiaguda y sus cabellos largos y despeinados adquieren un tono caricaturesco con el resplandor de la pantalla. Una bomba explota causando muerte y dolor en completo silencio.

    —¿Qué haces? —pregunto para sacarlo de su ensimismamiento.

    —Veo la televisión —responde, sin quitar los ojos del monitor.

    —¿Y por qué le quitaste el sonido?

    —Porque nada más la estoy viendo.

    Media hora después bebemos de la botella de anís que siempre tiene a la mano. Me enseña los poemas que recientemente ha transcrito en su voluminoso cuaderno negro y como de costumbre quedo asombrado. Su poesía está más viva que la de muchos escritores que conozco y que viven del resplandor de los reflectores y de la infinita misericordia de las becas. Lo malo es que a Hugo no le interesa publicar un libro. Todo el tiempo se la

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