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Los mejores cuentos para no dormir: Selección de cuentos
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Los mejores cuentos para no dormir: Selección de cuentos
Libro electrónico172 páginas2 horas

Los mejores cuentos para no dormir: Selección de cuentos

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Descubra los mejores cuentos para no dormir.

Siempre habrá un buen cuento capaz de complicar el sueño de cualquiera. Relatos de terror, misterios sin resolver, apariciones fantasmales, espectros del otro mundo, entes paranormales, crímenes apasionados, situaciones violentas y escenas sangrientas, actuaciones espeluznantes, perversos espíritus del mal… Muchas son las situaciones de las que un buen escritor se puede valer para dificultarnos el descanso nocturno.
¿Por qué como lectores nos atrae tanto la idea de pasar miedo? ¿Por qué estamos dispuestos a que un escalofrío nos recorra todo el cuerpo al recrearnos en las imágenes más escabrosas? ¿Por qué pasar por esos estados de inquietud y desasosiego? ¿Por qué leer una historia que nos puede quitar el sueño?… Las respuestas a todas estas preguntas y muchas más se pueden obtener fácilmente a través de la lectura de las extraordinarias historias que hemos seleccionado para usted, creadas por la pluma de autores de la talla de Guy de Maupassant, Edgar Allan Poe, Leadbeater, Antón Chéjov, Arthur Conan Doyle, Le Fanu, Horacio Quiroga, Robert Louis Stevenson, M.R.James, Bram Stoker, Leopoldo Lugones y Valle-Inclán.

Sumérjase en estos cuentos clásicos y déjese llevar por la historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 may 2021
ISBN9788418765780
Los mejores cuentos para no dormir: Selección de cuentos

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    Los mejores cuentos para no dormir - Colectivo

    INTRODUCCIÓN

    Bienvenido a mi morada.

    Entre libremente por su propia voluntad,

    y deje parte de la felicidad que trae.

    Drácula, de Bram Stoker

    Siempre habrá un buen cuento capaz de complicar el sueño de cualquiera. Relatos de terror, misterios sin resolver, apariciones fantasmales, espectros del otro mundo, entes paranormales, crímenes apasionados, situaciones violentas y escenas sangrientas, actuaciones espeluznantes, perversos espíritus del mal… Muchas son las situaciones de las que un buen escritor se puede valer para dificultarnos el descanso nocturno.

    ¿Por qué como lectores nos atrae tanto la idea de pasar miedo? ¿Por qué estamos dispuestos a que un escalofrío nos recorra todo el cuerpo al recrearnos en las imágenes más escabrosas? ¿Por qué pasar por esos estados de inquietud y desasosiego? ¿Por qué leer una historia que nos puede quitar el sueño?… Las respuestas a todas estas preguntas y muchas más se pueden obtener fácilmente a través de la lectura de las extraordinarias historias que hemos seleccionado para usted, creadas por la pluma de autores de la talla de Guy de Maupassant, Edgar Allan Poe, Leadbeater, Antón Chéjov, Arthur Conan Doyle, Le Fanu, Horacio Quiroga, Robert Louis Stevenson, M.R. James, Bram Stoker, Leopoldo Lugones y Valle-Inclán.

    Tengo miedo de cerrar los ojos.

    Tengo miedo de abrirlos.

    The Blair Witch Project

    ¿Has sentido alguna vez esas cosas punzantes en la nuca? Son ellos.

    El Sexto Sentido

    El mejor amigo de un chico es su madre.

    Norman Bates, en Psicosis

    Cuando no haya más espacio en el infierno, los muertos caminarán sobre la tierra.

    El amanecer de los muertos vivientes, de George A. Romero

    El editor

    EL POZO DE LAS LAMENTACIONES

    M. R. James

    En el año 19… un grupo de scouts de un afamado colegio tenía entre sus integrantes a dos chicos que se llamaban Arthur Wilcox y Stanley Judkins. Tenían la misma edad, vivían en la misma casa, estaban en la misma sección y, como es natural, formaban parte de una misma patrulla. Eran tan parecidos físicamente que provocaban desasosiego, decepción y hasta irritación en los profesores que los educaban. Pero ¡qué diferente era el hombre o el niño que ambos llevaban en su interior!

    A Arthur Wilcox fue a quien le dijo el director, alzando sus ojos con una sonrisa en su despacho: «¡Caray, Wilcox, como continúes así mucho tiempo vas a quebrar el fondo para premios! Toma, aquí tienes esta espléndida edición de la Vida y obras del obispo Ken y, junto a ella, mi más sincera enhorabuena a ti y a tus estupendos padres». A Wilcox fue también a quien el secretario pudo ver cruzar el campo de deportes y, deteniéndose un momento en su paseo, le comentó a su vicesecretario: «¡Este chico tiene una cabeza prodigiosa!». «Desde luego —contestó el vicesecretario—. Lo cual denota genialidad o bien hidrocefalia».

    Como scout, Wilcox ganaba siempre todas las medallas y conmemoraciones por las que competía: el Lazo de Cocina, el Lazo de Trazado de Mapas, el Lazo de Salvamento, el Lazo por recopilar noticias de periódicos, el Lazo por no dar portazos al salir de la clase… y otros muchos más. En lo que respecta al Lazo de Salvamento, posiblemente diré unas palabras cuando hable de Stanley Judkins.

    No les debe sorprender que el señor Hope Jones añadiese un verso especial a cada una de sus canciones en halago a Arthur Wilcox, ni que se le saltasen las lágrimas al jefe de estudios cuando le entregó la medalla de Buena Conducta en un elegante estuche de color burdeos, una medalla que le habían concedido tras la unánime decisión de la Clase de Tercero. ¿Unánime? No es cierto. Hubo un disconforme, el Judkins más joven, que explicó que poseía fundadas razones para hacer lo que hacía. Parece ser que compartía habitación con el mayor. Tampoco debería sorprenderles que años después Arthur Wilcox fuese el primero —y el último hasta ahora— en ser nombrado capitán de los internos y de los externos, ni de que esa tensión de atender a sus obligaciones en ambos frentes, unida al trabajo diario de clase, fuese tan agotador que su médico de cabecera le prescribiese la absoluta necesidad de un completo descanso durante seis meses, seguidos de un viaje alrededor del mundo.

    Sería interesante poder seguir los pasos por los que logró llegar a las alturas extraordinarias que hoy ocupa; pero de momento vamos a dejar a Arthur Wilcox. El tiempo aprieta y debemos abordar un tema muy diferente: la carrera de Stanley Judkins, el Judkins mayor.

    Stanley Judkins, al igual que Arthur Wilcox, llamaba la atención de las autoridades académicas, pero de una manera muy distinta. A él fue a quien el jefe de estudios le dijo con una sonrisa que no era nada alentadora: «Qué, Judkins, ¿otra vez? Estira más la cuerda y tendrás buenos motivos para lamentar tu entrada en este centro. ¡Toma, toma y toma! ¡Y juzga una suerte no haberte ganado esto y aquello!».

    Fue en Judkins en quien el secretario tuvo motivos para fijarse también mientras estaba cruzando el campo de deportes, cuando le dio en el tobillo una pelota de críquet con bastante potencia mientras una voz le gritaba a cierta distancia: «¡Gracias por pararla!». «¡Creo que ese chico —dijo el secretario, deteniéndose y frotándose el tobillo— debería tomarse la molestia de venir en persona a recoger esa pelota!». «Por supuesto —dijo el vicesecretario— y si se pone a mi alcance, haré que se lleve alguna cosa más».

    Como scout, Stanley Judkins no logró más lazos que los que les pudo robar a los miembros de otras patrullas. Durante el concurso de cocina se lo encontraron intentando meter petardos en el horno de sus competidores más cercanos. En el de costura, cosió firmemente a dos chicos, con los consiguientes catastróficos resultados cuando estos intentaron levantarse. Para el lazo de aseo lo descalificaron porque en la clase del 24 de junio, un día muy caluroso, no pudieron disuadirlo de tener metidos los dedos dentro de un tintero para refrescarse. Por cada papel que recogía tiraba media docena de pieles de plátano o de naranja. Cuando las ancianitas veían que se acercaba, le pedían con lágrimas en los ojos que por favor no se empeñase en querer cruzarles el cubo de agua al otro lado de la calle; conocían muy bien su inevitable consecuencia. Pero fue en el concurso de salvamento donde su conducta se reveló como más reprobable, teniendo con ello serias consecuencias. Como ustedes saben, el ejercicio consistía en arrojar a un chico de la conveniente estatura y de un curso inferior, vestido y atado de pies y manos, en el lugar más hondo de la presa de Cuco, para así poder cronometrar el tiempo en que cada uno de los scouts tardaba en rescatarlo.

    Siempre que Stanley Judkins había participado en aquella competición había sufrido algún calambre en el momento decisivo que le hizo caer rodando al suelo y comenzar a dar gritos de una forma alarmante. Ello, como es normal, apartaba la atención de todos los presentes del niño que se encontraba en el agua, y de no haberse encontrado allí Arthur Wilcox el número de fallecimientos en la prueba habría sido realmente numeroso. Ante esta situación, el jefe de estudios cortó por lo sano y anuló la competición. El señor Beasley Robinson alegó en vano que durante cinco competiciones tan solo se habían ahogado cuatro de los chicos arrojados al agua; el jefe de estudios aseguró que era el último en pretender entrometerse poco o mucho en las actividades de los scouts, pero que tres de esos ahogados eran importantes miembros de su coro y que tanto él como el doctor Ley consideraban que las dificultades que estas pérdidas habían ocasionado pesaban aún más que los beneficios de la competición. Además, la correspondencia con los padres de aquellos chicos se volvió algo embarazosa, hasta penosa; ya no les bastaba la notificación impresa que les solían remitir, pues más de uno se había presentado en Eton y había acaparado una gran cantidad de su preciado tiempo oyendo sus quejas. Así pues, la prueba de salvamento ha pasado a la historia. En resumen, Stanley Judkins no suponía ningún orgullo para los scouts, y en más de una ocasión se pensó en comunicarle que sus servicios ya no les eran necesarios, una medida que el señor Lambart defendió acaloradamente. Sin embargo, al final se impusieron los criterios más livianos y tomaron la decisión de brindarle una oportunidad más.

    • • •

    Y de esa manera nos lo encontramos al comienzo de las vacaciones del verano de 19… en el campamento que poseen los scouts en la hermosa comarca de W (o de X) del condado de Y (o de Z).

    Era una radiante mañana y Stanley Judkins y un par de amigos —pues aún los tenía— tomaban el sol en lo más alto de una colina. Stanley se encontraba bocabajo, con la barbilla apoyada en las manos y mirando a la lejanía.

    —Me pregunto qué lugar es aquel —exclamó.

    —¿Cuál? —dijo algún otro.

    —Aquella especie de arboleda que se encuentra allá en medio del campo.

    —¿Eh? ¡Ah! ¡Cualquiera sabe!

    —¿Para qué pretendes saberlo? —dijo otro.

    —No lo sé; me atrae. ¿Cómo se llama? ¿Tenéis algún mapa? —dijo Stanley—. ¿Y vosotros os consideráis scouts?

    —Aquí hay uno —dijo Wilfred Pipsqueak, siempre tan previsor—, y está señalado. Pero no podemos ir…, tiene un círculo rojo alrededor.

    —¿A quién le importa un círculo rojo? —dijo Stanley—. Pero este mapa no indica cómo se llama.

    —Bueno, puedes preguntárselo a ese vejestorio si tanto deseas saberlo.

    El «vejestorio» era un pastor que acababa de subir y se encontraba de pie justo detrás de ellos.

    —Buenos días, señoritos —dijo—; un tiempo estupendo para disfrutar tumbado ahí al sol, ¿eh?

    —Sí, muchas gracias —dijo Algernon de Montmorency con inherente cortesía—. ¿Puede decirnos el nombre de aquella arboleda de allí? Y ¿qué es lo que se ve en medio?

    —Pues claro que sí —contestó el pastor—. Aquello es el Pozo de las Lamentaciones. Pero no deben asustarse.

    —¿Entonces es un pozo? —dijo Algernon— ¿Lo utiliza alguien?

    El pastor se echó a reír.

    —¡Dios nos salve! —dijo—; no existe un pastor ni una oveja en todos los alrededores que use el Pozo de las Lamentaciones; ni lo han usado desde que yo vivo en este mundo.

    —Bueno, pues hoy se romperá ese récord —dijo Stanley Judkins—, porque en este mismo momento voy a ir allí a traer un poco de agua para el té.

    —¡Por Dios, señorito! —dijo asustado el pastor—, no hable de esa manera. ¿Es que los maestros no les han advertido que no deben ir allí? Pues es lo primero que debieron hacer.

    —Sí, ya nos han advertido —dijo Wilfred Pipsqueak.

    —¡Calla, burro! —dijo Stanley Judkins—. ¿Qué diablos le ocurre al pozo? ¿El agua no es buena? En tal caso se hierve y arreglado.

    —No sé si le pasa algo al agua o no —contestó el pastor—. Lo que sí sé es que mi perro no cruzaría nunca ese campo y yo tampoco, desde luego; ni nadie con algo de cordura.

    —Allá ellos —dijo Stanley Judkins groseramente—. ¿Alguien ha sufrido algún daño al ir allí? —añadió.

    —Tres mujeres y un hombre —dijo con gravedad el pastor—. Háganme caso; yo conozco bien ese campo y ustedes no. Y algo sí les puedo asegurar y es que ni una sola oveja ha entrado allí a pastar en los últimos diez años, ni se ha sacado de él una sola cosecha… a pesar de que la tierra es buena. Desde aquí se puede ver muy bien cómo está invadido de zarzas y maleza de todas clases. Veo que usted tiene prismáticos —dijo a Wilfred—; con ellos lo podrá ver.

    —Sí —dijo Wilfred—; pero veo unos senderos. Alguien debe atravesarlo de vez en cuando.

    —¿Senderos? —exclamó el pastor—. ¡Claro! De tres mujeres y un hombre.

    —¿Qué quiere decir con eso de tres mujeres y un hombre? —Stanley se volvió a mirar por primera vez al pastor, pues era tan maleducado que hasta entonces había hablado de espaldas a él.

    —¿Que qué significa? Pues justo lo que he dicho: que son de tres mujeres y un hombre.

    —¿Quiénes son ellos? —preguntó Algernon—. ¿Por qué van allí?

    —A lo mejor aún queda alguien que pueda decirle quiénes eran —dijo el pastor—; pero murieron antes de que yo naciese. Y por qué continúan yendo allí es algo que nadie de carne y hueso les podría decir. Lo único que he oído contar es que no eran muy buena gente.

    —¡Por San Jorge, qué historia tan extraña! —murmuraron Algernon y Wilfred.

    Pero el comentario de Stanley fue impertinente y sarcástico:

    —¡Vaya, no irá a decirme que son fiambres! ¡Qué estupidez! Deben ser ustedes una pandilla de bobos para creerse eso. ¿Los ha visto alguien si se puede saber?

    —Yo sí los he visto, señorito —dijo el pastor—. Los he llegado a ver de cerca desde aquella loma; y si mi perro hablara, podría asegurarles que los

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