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Los mejores cuentos de Crímenes Imperfectos: Selección de cuentos
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Libro electrónico165 páginas3 horas

Los mejores cuentos de Crímenes Imperfectos: Selección de cuentos

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Descubra las mejores historias de Crímenes Imperfectos.

El asesinato en la literatura es tan antiguo como el nacimiento de la narración oral o escrita, ya en los clásicos grecolatinos o en la Biblia encontramos innumerables ejemplos de ello. Además, desde siempre ha habido crímenes resueltos y sin resolver, con culpables o sin ellos, perfectos o imperfectos...
Muchos son los libros y películas que se han encargado de retratar la perfección en los homicidios, de buscar la excelencia a la hora de idear un plan milimétrico para conseguir el maquiavélico fin y salir indemne. Sin embargo, lo cierto es que la mayoría de los crímenes son imperfectos, invariablemente hay cosas que fallan, aunque sea el mismo hecho de que el protagonista ni siquiera quería matar a nadie y lo hace, o que algún imprevisto provoca una serie de circunstancias que lo delatan y que hay que resolver a contrarreloj para sortear felizmente la acción de la justicia.

Sumérjase en estos libros clásicos y déjese llevar por la historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 abr 2021
ISBN9788418765971
Los mejores cuentos de Crímenes Imperfectos: Selección de cuentos

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    Los mejores cuentos de Crímenes Imperfectos - Colectivo

    INTRODUCCIÓN

    El asesinato en la literatura es tan antiguo como el nacimiento de la narración oral o escrita, ya en los clásicos grecolatinos o en la Biblia encontramos innumerables ejemplos de ello. Además, desde siempre ha habido crímenes resueltos y sin resolver, con culpables o sin ellos, perfectos o imperfectos…

    Muchos son los libros y películas que se han encargado de retratar la perfección en los homicidios, de buscar la excelencia a la hora de idear un plan milimétrico para conseguir el maquiavélico fin y salir indemne. Sin embargo, lo cierto es que la mayoría de los crímenes son imperfectos, invariablemente hay cosas que fallan, aunque sea el mismo hecho de que el protagonista ni siquiera quería matar a nadie y lo hace, o que algún imprevisto provoca una serie de circunstancias que lo delatan o que hay que resolver a contrarreloj para sortear felizmente la acción de la justicia.

    El quid de cuestión no es en sí la imperfección, sino el desasosiego que crea algo que no se ha hecho correctamente (empezando por el mismo crimen), dado que los errores generan más errores y el tiempo pasa y corre siempre en contra de un asesino que debe medir muy bien sus pasos para no acabar muerto, en la cárcel o siendo objeto de una investigación.

    En esta recopilación hemos querido reunir grandes historias con toda clase de perfiles y tramas criminalísticas, algunas más imperfectas que otras, pero todas ellas con minúsculos detalles que se tendrían que haber desarrollado mejor para conseguir una mayor precisión de ejecución.

    ¿Qué encontrará usted, querido lector, en estas páginas? Misterio, suspense, rompecabezas intelectuales que a veces le provocarán terror, miedo, angustia, aunque también liberación una vez que se solucionan. En ocasiones vivirá el argumento en primera persona, otras desde una narración omnisciente, incluso es posible que viaje por la historia a través de la visión de algunos testigos de la misma; eso no es lo importante, lo que resultará fundamental es el hecho de que escenificará mentalmente cada uno de estos asesinatos desde dentro, desde una perspectiva que lo convertirá en uno más de la trama. De la manera que usted «experimente» lo que acontece, cambiará su percepción del cuento en sí. Es por ello que le recomendamos que se relaje y disfrute de la lectura y que intente resolver de primera mano el delito que tiene delante o que descubra los pequeños detalles que lo hubiesen convertido en el «crimen perfecto».

    Cuentos contenidos en esta selección por orden de aparición:

    Juicio por asesinato, de Charles Dickens, Historia de un marido asesinado, de Charles Nodier, El asesino de cisnes, de Auguste Villiers de L’Isle-Adam, El asesino, de Guy de Maupassant, La marquesa de la Pivardière, de E.T.A. Hoffmann, El amor asesinado, de Emilia Pardo Bazán, El crimen del otro, de Horacio Quiroga, La calavera que gritaba, de Francis Marion Crawford y Mi asesinato favorito, de Ambrose Bierce.

    Esperamos que disfrute de estas historias intrigantes, al tiempo que descubra las claves del asesinato mucho antes de su final, como si usted fuese un investigador privado ingenioso, brillante, observador y con una curiosidad infinita que le otorga la capacidad de ver las soluciones que solo un avispado Sherlock Holmes sería capaz percibir.

    El editor

    JUICIO POR ASESINATO

    Charles Dickens

    JUICIO POR ASESINATO

    Charles Dickens

    Siempre he observado el predominio de una falta de valentía, incluso entre las personas con un nivel cultural y de e inteligencia superior, para hablar de las propias experiencias psicológicas cuando han sido extrañas. Casi todos los hombres temen que las historias de esta índole que puedan narrar no encuentren paralelismo o respuesta en la vida interior de su audiencia y, por lo tanto, recelen o se mofen de ellos. Un viajero sincero que haya divisado un animal extraordinario semejante a una serpiente marina no tendría ningún miedo de decirlo; pero si ese mismo viajero hubiese tenido una especial corazonada, un impulso, un pensamiento alocado, una supuesta visión, un sueño o cualquier otra impresión mental destacable, se lo pensaría dos veces antes de mencionarlo.

    Esa renuencia la achaco yo en gran medida a la oscuridad en la que están implicados estos temas. No es habitual que comuniquemos nuestra experiencia sobre estos asuntos subjetivos, contrariamente a lo que sucede con nuestras experiencias de la creación objetiva. Así pues, la experiencia general a este respecto parece excepcional y realmente lo es en tanto que es lamentablemente imperfecta.

    No es mi intención plantear, refutar o apoyar ninguna teoría en lo que voy a narrar. Conozco la historia del librero de Berlín. He estudiado el caso de la esposa de un miembro ya fallecido de la Sociedad Astronómica Real, según lo relata Sir David Brewster, y he seguido meticulosamente los detalles de un caso mucho más destacable de ilusión espectral que tuvo lugar en mi círculo de amigos íntimos. Por lo que respecta a esto último tal vez sea preciso indicar que la dama que lo experimentó no estaba de ningún modo relacionada conmigo.

    Una suposición errónea al respecto podría sugerir una explicación parcial de mi propio caso, pero únicamente parcial, que carecería totalmente de base. No cabe la posibilidad de hacer referencia a que yo haya heredado alguna peculiaridad desarrollada, ni anteriormente he tenido una experiencia similar, como tampoco la he tenido desde entonces.

    Hace muchos años, o muy pocos, pues eso ahora no importa en absoluto, se perpetró en Inglaterra un asesinato que fue muy llamativo. Tenemos conocimiento de más asesinatos de los necesarios a medida que se van sucediendo y aumenta su atrocidad y, si hubiese podido, habría enterrado el recuerdo de aquella bestia en concreto al tiempo que su cuerpo era enterrado en la prisión de Newgate. Me abstengo a propósito de facilitar ninguna pista directa respecto al delincuente en cuestión.

    Cuando se descubrió el asesinato no recayeron sospechas sobre el hombre que más tarde sería enjuiciado o —tal vez debería decir para acercarme lo más posible a la precisión en mi narración— más bien en ninguna parte se sugirió públicamente que se albergase semejante sospecha. Como en aquel momento no se le mencionó en los periódicos obviamente era imposible que fuese incluida en ellos la descripción del asesino. Es fundamental tener en cuenta este punto.

    Cuando abrí el periódico de la mañana mientras desayunaba, este incluía el relato de aquel primer descubrimiento y me pareció muy interesante por lo que lo leí con la máxima atención. Lo leí dos veces, tres. El descubrimiento había tenido lugar en un dormitorio, y cuando dejé el periódico tuve una ocurrencia, un impulso, en realidad no sé de qué manera llamarlo, pues no encuentro palabra alguna para describirlo satisfactoriamente, en el que creí ver que ese dormitorio atravesaba mi habitación, como si un cuadro hubiese sido pintado sobre la corriente de un río, por imposible que esto pueda parecer. Aunque cruzó mi habitación casi instantáneamente, resultaba de una claridad meridiana. Era tan claro que observé sin atisbo de duda y con una sensación de alivio que el cadáver no estaba en la cama.

    Esta curiosa sensación no la tuve en un lugar romántico, sino en mis habitaciones de Piccadilly,¹ muy cerca de la esquina de St. James Street. Para mí fue algo del todo novedoso. En aquel momento me hallaba sentado en mi sillón y la sensación vino acompañada de un especial estremecimiento que cambió el mueble de sitio —aunque se debe tener en cuenta que el sillón podía moverse fácilmente gracias a unas ruedecitas—. Me dirigí a una de las ventanas —la estancia, situada en el segundo piso, tenía dos— para descansar la vista contemplando el movimiento de Piccadilly. Era una hermosa mañana otoñal y la calle estaba alegre y resplandeciente. Se había levantado viento. Al mirar fuera, observé que el viento arrastraba desde el parque una gran cantidad de hojas caídas que una ráfaga elevó para formar con ellas una columna espiral. Cuando la columna se desmoronó y las hojas se desperdigaron, vi a dos hombres al otro lado del camino, que iban desde el oeste hacia el este. Uno iba detrás del otro. El primero se giraba con frecuencia para mirar por encima del hombro. El segundo lo seguía guardando una distancia de treinta pasos aproximadamente, con la mano derecha levantada en actitud amenazadora.

    Lo primero que llamó mi atención fue la singularidad y la fijeza del gesto amenazador en un lugar tan público; a continuación vino la circunstancia notable de que nadie le prestase atención. Ambos hombres seguían su camino entre los transeúntes con una suavidad que era incoherente con el acto de caminar por una acera y, por lo que yo podía ver, nadie les cedía el paso, los tocaba o los miraba. Al pasar ante mi ventana, ambos levantaron la mirada hacia mí. Contemplé los dos rostros con mucha claridad y supe que sería capaz de reconocerlos en cualquier parte. No es que viese de manera consciente algo que fuese muy destacable en alguna de sus caras, salvo que el hombre que iba delante tenía una apariencia inusualmente humilde, y que el rostro del hombre que lo seguía tenía el color de la cera sucia.

    Soy soltero y mi ayuda de cámara y su esposa son todo mi servicio. Trabajo en una sucursal bancaria y quisiera que mis deberes como jefe de departamento fuesen tan escasos como todo el mundo cree. Ese otoño me vi forzado a permanecer en la ciudad, cuando lo que yo necesitaba era un cambio. No estaba enfermo, pero tampoco es que me encontrase muy bien. Al lector le corresponde extraer las consecuencias que crea razonables del hecho de que me sentía cansado, de que la vida monótona me producía una sensación de depresión y de que tenía una «ligera dispepsia». Mi médico, un hombre célebre, me aseguró que mi estado de salud por aquel entonces no justificaba una descripción más rotunda, y cito lo que él mismo me indicó por escrito cuando se lo pedí.

    A medida que las circunstancias del asesinato fueron haciéndose poco a poco públicas y atrayendo cada vez más poderosamente la atención, las aparté de mi mente para enterarme de ellas lo menos posible en medio de la excitación general. Sabía que se había dictado una sentencia provisional por homicidio voluntario contra el supuesto asesino, y que había sido conducido a Newgate hasta el juicio definitivo. Sabía también que el juicio se había aplazado hasta una de las sesiones del Tribunal Penal Central, basándose en prejuicios generales y en la falta de tiempo para la preparación de la defensa. También me enteré, aunque esto lo dudo, en qué momento se celebrarían las sesiones del juicio aplazado.

    Mi salón, el dormitorio y el vestidor están todos en la misma planta. Al vestidor solo se llega a través del dormitorio. Lo cierto es que hay una puerta en este que hace años comunicaba con la escalera, pero desde hacía mucho tiempo parte de las tuberías de mi baño pasaban por allí. En aquel mismo período, y como parte del mismo arreglo, la puerta había sido claveteada y forrada con tela. Una noche me hallaba de pie en mi dormitorio, ya tarde, dando unas instrucciones a mi criado antes de que se fuese a dormir. Estaba de frente a la única puerta de comunicación existente con el vestidor, que se encontraba cerrada y mi criado le daba la espalda. Mientras estaba hablándole vi que la puerta se abría, que un hombre miraba hacia el interior y entonces me hacía señas nerviosas con una enigmática actitud.

    Era el hombre que iba en segundo lugar por Piccadilly, el del rostro color de cera sucia. Tras hacerme las señas, retrocedió y cerró la puerta. Sin más dilación que la precisa para cruzar el dormitorio, abrí la puerta del vestidor y miré en su interior. Portaba una vela encendida en la mano. No albergaba ninguna esperanza en mi fuero interno de que fuese a ver a esa persona en el vestidor, y de hecho no la vi. Al percatarme de que mi criado parecía sorprendido, me giré hacia él y le espeté:

    —Derrick, ¿creerá usted que conservo el juicio si le digo que me ha parecido ver un…?

    Mientras estaba allí, posé una mano sobre su pecho y con un inesperado sobresalto él comenzó temblar violentamente y dijo:

    —¡Oh, señor, por supuesto que sí, señor! ¡Un cadáver haciéndole señas!

    Estoy convencido de que John Derrick, mi fiel criado durante más de veinte años, no tuvo impresión alguna de haber visto el espectro hasta que lo toqué. Al hacerlo, el cambio que se obró en él fue tan espectacular que realmente creo que sí tuvo su visión, de alguna forma oculta, por medio de mí y en ese instante. Le ordené a John Derrick que trajese un poco

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