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Libro electrónico245 páginas3 horas

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En el verano de 1971 la provincia de Cautín ardía en sus cuatro puntos cardinales. La lucha por la tierra, con una historia de cuatro siglos, prometía saldar todas las cuentas pendientes. La vida se transformó en un laberinto. En su interior, los caminos eran escorzos del tiempo y del espacio donde la única luz para avanzar fue la fuerza de voluntad. Los campesinos ocuparon los latifundios y obligaron a los dueños a replegarse a las ciudades; pasaron por encima de la ley y crearon sus propias organizaciones.
Fue tal la envergadura del enfrentamiento que Salvador Allende se vio obligado a cambiar la sede del gobierno. Temuco, durante un par de meses, se transformó en la capital de Chile. Una de las zonas más violentas fue la costa de la provincia y uno de los personajes más duros fue el regidor socialista conocido como Comandante Piojo de Las Coles.
Este libro es esa historia.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
ISBN9789560002921
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    Volver al laberinto - Jaime Casas

    Jaime Casas

    Volver al laberinto

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2012

    ISBN: 978-956-00-0292-1

    ISBN Digital: 978-956-00-0674-5

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Primera Parte

    Capítulo 1

    …los dedos aún tensos sobre el teclado, el cursor palpitando en la pantalla y los ojos frente al vacío que sigue a la última palabra. Entra a la sala mi hija Victoria. Su mirada compone la escena. Sabe que prefiero el diálogo a la escritura, pero no quiere hablar. Después de un año sin escribir ni un solo cuento, me descubre persiguiendo fantasmas otra vez. Conozco esas pupilas cuando buscan ver más allá de la apariencia. Por encima de todas las imágenes, ama la del padre soñando con los ojos abiertos. Le sonrío y sale cerrando la puerta como si fuera de cristal.

    Vuelven mis ojos al vacío y la memoria me dicta una estrofa del poema de Juan de Dios Peza, Reír llorando: Si se muere la fe, si huye la calma/ si solo abrojos nuestra planta pisa/ lanza a la faz la tempestad del alma/ un relámpago triste: la sonrisa.

    Comenzaré contándote, Victoria, por qué tu padre escribe cuentos y novelas. Después hablaremos de la tempestad.

    Hace veinticinco años, por razones muy ajenas a la literatura, me encontraba en Santiago a la cabeza de una organización revolucionaria clandestina. ¿Por qué? O bien, como me lo preguntó en prisión el suboficial Redlich en 1973: ¿quién te mandó a meterte en tonteras si no tenías ninguna necesidad? Estuvo claro en aquel entonces y sigue estando claro hoy: por necesidad no.

    No queríamos que gobernara la dictadura y menos aún en paz. Queríamos ver uniformes de combate en las calles, fusiles con balas de guerra; queríamos al lobo siendo obligado a mostrar los colmillos. Queríamos muchas cosas más, pero no viene a cuento hablar de eso ahora.

    Todavía hay personas que me llaman por el nombre que usaba entonces: Matías.

    Mucho antes, cuando no habías nacido y no se me pasaba por la cabeza ver una novela mía en alguna librería, cuando era aquel dirigente clandestino y vivía en un barrio de San Luis de Macul, concebí la idea de hacerme pasar por escritor. Mis vecinos eran personas comunes y corrientes, con ingresos bajos y casas de cuarenta o cincuenta metros cuadrados.

    Un barrio como muchos con un habitante de muchedumbres.

    Quise ser responsable y crear una buena cobertura que no despertara sospechas. Había leído de Leopold Trepper, en su obra El Gran Juego, que una falsa identidad debía ser como un par de zapatos para caminar cómodamente todo el día. En otros domicilios expliqué las ausencias con un disfraz de vendedor ambulante. A un corredor de propiedades le conté que recibía dineros de rentas en la Patagonia. En el departamento de un cuarto piso de la Villa O’Higgins fuimos fabricantes y vendedores de joyas artificiales hechas con material tipográfico. Las habitaciones estaban repletas de aros y prendedores con tarjetitas en francés: Bijoux dorés fait à Paris. La máquina de escribir Underwood paría documentos por las noches amortiguando el tableteo con un colchón de frazadas de lana. Durante el día, justificaba su presencia imprimiendo listas de precios de las mercaderías y controles de existencia.

    En San Luis, ya con dos hijos en edad de asistir a la escuela, quise ser en extremo transparente y las puertas de mi casa estuvieron siempre abiertas para demostrar que nada había oculto. Vivíamos de nuestro trabajo. Hacíamos humitas en el verano, pan, empanadas, flores artificiales y lo vendíamos todo en la calle o donde atrapáramos a los clientes. Por ese lado las cosas iban bien. El problema era la Underwood, siempre con mis dedos encima del teclado sacándole informes, declaraciones, cuartillas o análisis de coyuntura. Necesitaba también una doble identidad. En cualquier momento podrían llegar los agentes de la Central Nacional de Inteligencia, CNI, y no tendríamos cómo explicarles la existencia de una máquina de carro ancho tan activa. Cada día aumentaba el temor de un soplo denunciando a un extremista enquistado en el vecindario.

    Leopold Trepper, convertido en monsieur Gilbert, ejecutivo de la empresa Simex de Bruselas, les fabricaba abrigos impermeables a los soldados alemanes. Se ocultaba entre los colmillos porque, según su experiencia, los lobos nunca se lavan los dientes. Bueno, como se dice en mis pagos: a la medida del muerto son las puñaladas. Disfrazado de escritor, supuse, andaría por la vida con un calzado tan cómodo como una segunda piel. Instalé algunas estanterías con libros, un escritorio y la máquina sin silenciador. Los amigos de mis hijos se encargarían de contarles a sus padres que tenían un vecino narrador. Sin embargo, faltaba escribir algo para los lectores de la CNI y así sacarlos de cualquier duda sobre mi nueva profesión. Entonces empezó todo.

    En aquellos días estaba leyendo a Arthur Koestler. Cualquier lector de Los Gladiadores verá en Espartaco la copia de un revolucionario bolchevique y en sus problemas una exposición de las preocupaciones personales del autor. Mucho tiempo después, el Koestler existencialista daría una explicación: por desgracia, no podemos saber exactamente lo que ocurrió en el pasado, por eso debemos interpretar; entonces, en la novela histórica los protagonistas serán demasiado similares al autor y solo los personajes secundarios se parecerán a los de su época. Koestler prometió no volver a escribir novelas históricas. Pensó también que la naturaleza había cometido un error al darles a los seres humanos la capacidad de imaginar un pasado y un futuro, pero no de vivirlos en plenitud.

    Pensé en darles a los agentes de la CNI un texto insólito que les provocara dolor de cabeza y, al mismo tiempo, los convenciera de la verdad de mi oficio. Me los imaginaba leyendo con las frentes arrugadas una historia incomprensible surgida de una acuciosa investigación. Si no lograba persuadirlos, por lo menos ganaría tiempo mientras los mantuviera con los ojos puestos en los escritos. No supuse lo más probable: que no leyeran ni una página. No me convenía pensar así.

    Había junto a la Underwood más de una docena de mapas de la antigua Italia. Las campañas de Julio César, las conquistas de Pompeyo, las rutas comerciales de Marco Licinio Craso, la expansión del imperio sobre las provincias sojuzgadas. Estaban, en una esquina, las obras de Koestler y un ejemplar del Espartaco de Howard Fast. Y, en un completo desorden creativo, se hallaban mis páginas con la trasgresión del pasado. En ellas, Espartaco, antiguo miembro de las tropas auxiliares de Roma en Tracia, no era un libertador de esclavos, sino el fundador de un gran Frente de liberación de las nacionalidades oprimidas por Roma. El apoyo del pueblo de las provincias de Italia no fue a su lucha antiesclavista, sino a la gesta antiimperialista.

    Tal vez mi Ángel de la Guarda les impidió a los agentes leer la versión del gladiador que les tenía servida en mi escritorio. Quizás sea el mismo que me abandonó más tarde.

    Un tiempo después, en 1987, cuando tenías apenas unos meses de vida, nuestra casa fue allanada y por fin llegaron los agentes. Entonces, yo iba en viaje a Colombia. Revisaron cada habitación buscando no sé qué. Robaron dos pasaportes, muchas fotografías, música, algunos archivadores y en ellos la documentación sobre Espartaco.

    Perdimos la virginidad en el barrio y salimos de allí apenas fue posible. Me llevé a Matías a otra comuna y, después de hacerlo pelear con Dios en una novela, lo abandoné para siempre.

    Perdí también la Underwood.

    Me duele haberla vendido. Se la llevaron en brazos un día maldito y nunca pude sacarme del pecho la sensación de haberla traicionado.

    Ahora la tempestad arrecia y estoy otra vez con las manos sobre las teclas porque tengo una cita con el pasado.

    En el verano de 1971 la provincia de Cautín ardía por los cuatro puntos cardinales. La lucha por la tierra, con una historia de cuatro siglos, prometía saldar todas las cuentas pendientes. La vida se transformó en un laberinto. En su interior, los caminos eran escorzos del tiempo y del espacio donde la única luz para avanzar fue la fuerza de voluntad. Los campesinos ocuparon los latifundios y obligaron a los dueños a replegarse a las ciudades; pasaron por encima de la ley y crearon sus propias organizaciones. Fue tal la envergadura del enfrentamiento que Salvador Allende se vio obligado a cambiar la sede del gobierno. Temuco, durante un par de meses, se transformó en la capital de Chile. Una de las zonas más violentas fue la costa de la provincia y uno de los personajes más duros fue el regidor socialista conocido como Comandante Piojo de Las Coles.

    Te escribo su historia a ti, Victoria, y a los hijos que, espero, tendrás algún día.

    Capítulo 2

    Junio de 1972.

    El revólver de Juvenal es un Lemat fabricado en 1856 y pudo haber pertenecido a un general de apellido Beauregard. Tiene un tambor de nueve proyectiles calibre 44 y bajo el cañón principal viene empotrado uno accesorio, sin estrías, para munición de escopeta, de calibre 20. Todo el metal está empavonado y las cachas son de nogal. Tan hermoso como difícil de usar: se debe dar vuelta la nariz del martillo antes de disparar los perdigones. Después de capturarlo de una estantería en la toma del fundo de Westermeyer, lo lleva oculto en el cinto siempre junto al cuchillo. Por suerte solo tiene dos de las nueve balas y una carga en el cañón inferior. Con el poder de fuego a plenitud, el historial de víctimas del arma hubiera aumentado en tres muertos.

    Ya no sé si fue buena o mala suerte lo que pasó, dice Juvenal.

    Los terratenientes mandaron matones a liquidarme. Siempre han querido hacerlo. Han llegado hasta la puerta de mi casa amenazando con que van a matarme.

    Estaba con el chofer del vehículo municipal de Puerto Saavedra en la estación de gasolina de Carahue llenando el estanque con bencina y se me vinieron encima sin perder el tiempo. Todo esto ocurrió frente a la plaza del pueblo a vista y paciencia de cualquiera. Eran tres tipos grandotes. El más decidido se puso por delante y me miró como tomándome las medidas para el ataúd. Le advertí con palabras muy fuertes que me dejara tranquilo. Yo sé a lo que vienes, le dije, así que mejor ándate o si no la vas a sacar muy cara. Pero se enojó y me agarró por el cuello de la manta para botarme al suelo. El chofer subió a la camioneta y encendió el motor. Los empleados de la estación de servicio se metieron a las oficinas. En un trance así hay que proceder con rapidez. Saqué el Lemat, le di un tirón a la manta, me tropecé y caí de costado. No lo pensé dos veces y disparé al bulto. El estallido de la 44 me dejó campanitas en los oídos, pero nadie saltó por los aires, aparte del chofer que huyó sacándole humo a los neumáticos. Traté de girar la cabeza del martillo para no errar con los perdigones y entonces el revólver me pegó la desconocida. Como queriendo volver donde su antiguo patrón, se trabó y se negó a disparar. En ese momento venía yo a comprobar que nunca se deben usar armas que no se avengan con uno. Y ahí mismo todo sucedió de un viaje. Se me lanzó el más grande, envalentonado al ver que el revólver no quería trabajar. Sin exagerar, y teniendo en cuenta mi estatura de un metro sesenta, diría que el tipo me pasaba casi en una cuarta y media. Agarré mi cuchillo, di un salto y lo ataqué con todas mis fuerzas. La hoja encontró la cara y la atravesó de lado a lado con lengua y todo. Aproveché la ganancia y encaré al segundo tirando cortes al voleo y gritando como un endemoniado. Creo que el alarido y la sangre saltando a chorros estuvieron a mi favor, porque el ataque se detuvo en seco. Vi al dueño de la bomba de bencina llamando a carabineros por teléfono y entonces emprendí la carrera. Partí disparado, buscando el camino a Temuco, pero después cambié de dirección y me fui por la línea del tren hasta un pajonal desde donde se podía ver el puente grande. Mi única salvación era la costa.

    Tan rápido como pude corrí hacia el puente. El chofer del vehículo municipal había decidido regresar a Puerto. Lo hice parar y me fui con él en busca de mi mujer y mis hijos.

    Mientras tanto, la noticia salía por las radioemisoras y se comentaba que al regidor socialista de la comuna de Puerto Saavedra ya no le bastaba con tomarse fundos y cortar caminos; ahora había comenzado a asaltar estaciones de servicio.

    Hardy M., un dirigente del movimiento fascista Patria y Libertad, dijo que había pretendido cargar bencina sin pagar. Ante tamaño abuso, personas decentes habían acudido en defensa del empleado y en el forcejeo el regidor delincuente había echado mano a sus armas preferidas, disparando y acuchillando a mansalva.

    Cruzamos en sombras el río Imperial en una lancha y antes de caer la noche de ese mismo día, ya estaba con mis compañeros en Lobería, junto a mi familia. Ahí no me encontrarían jamás, aunque me buscaran con microscopio.

    Pero mi destino tenía otros senderos preparados. El Partido Socialista, mi partido, tomó una decisión. Los dirigentes sintieron que su deber era aclarar los sucesos y evitar el escándalo de tener entre sus filas a un militante como yo. ¿Dónde se había visto a un regidor armado de revólver y cuchillo? Si el gobierno exigía obediencia al poder legalmente constituido, debía ser el primero en respetar las leyes. Algunos dijeron, incluso, que con mi actitud le hacía el juego a la derecha entregándole argumentos para una sublevación.

    Antes de ponerse dos veces el sol, llegó hasta mi escondite el director del Hospital de Carahue, don Ernesto Barría, en un jeep con instrucciones de llevarme a Temuco. Estuve tres días oculto en la Central de Capacitación Trianon del INDAP (Instituto de Desarrollo Agropecuario). Al otro día me acompañó el abogado Armando J. hasta el juzgado de Carahue a prestar declaración. Ahí mismo fui detenido por carabineros y llevado a un calabozo en la comisaría. Según mis camaradas, el trámite sería sencillo. Vendría un careo, se abriría un proceso y saldría libre bajo fianza, pudiendo seguir así el curso del juicio hasta el final. Todo habría sido un lamentable malentendido. Tal vez me obligarían a firmar por un tiempo en el patronato de reos para mantenerme vigilado, pero podría continuar con mis actividades normales siempre que estuvieran dentro de la ley y de acuerdo con las buenas costumbres.

    En la cárcel de Imperial, me encerraron incomunicado en la celda de castigo hasta que terminaran los careos. Dicho calabozo era una pieza de no más de un metro y veinte por lado y quizás uno y ochenta de alto. Sus paredes y el piso eran de cemento sin pulir y en la parte más alta había un ventanuco de unos veinte por veinte centímetros, con barrotes, por donde entraba un tímido chorro de luz en el día. En la noche podía ver a lo lejos el brillo de una ampolleta encendida. Quizás lo más tenebroso de la celda era su piso siempre mojado, de tal modo que uno terminaba tiritando y con los zapatos húmedos. El invierno ya había entrado en Cautín y el frío calaba los huesos. Estábamos en junio.

    Mi primera noche fue interminable. Me quitaron el cinturón y los cordones de los zapatos. Después abrió la puerta un gendarme y, sin dar ninguna explicación, arrojó al interior de la celda una pallasa para que durmiera en ella. Creo que la intención era otra muy distinta, porque la paja de este remedo de colchón hervía de piojos y estaba tan hedionda que cortaba la respiración. Reclamé y grité hasta quedar ronco, pero nadie respondió. De no haber sido por la rabia que me mantenía el cuerpo caliente, es seguro que hubiera pescado una pulmonía. Pasé aquellas horas sobándome la piel y haciendo flexiones para desentumecerme, tratando de espantar las interrogantes que se me colgaban del cerebro como bandadas de murciélagos. También del corazón se me prendían sentimientos y la sangre se volvía loca. Me parecía escuchar las voces de mis hijos llamándome mientras su madre los consolaba. ¿De dónde surgen esos gemidos lastimeros en las horas más difíciles? ¿Por qué aparecen justo cuando a uno le tiemblan las piernas? Yo nací pobre, más que pobre, hijo de padres harapientos, y no me ha costado gran esfuerzo encontrar mi verdadero sitio en esta vida. Hasta los diez años de edad anduve por el monte con las patas envueltas en tamangos. A mí no me vengan con patrones ni curas piadosos. No tengo que decir por qué ando armado. Que lo digan los dueños de fundos. Yo estoy con el Poder Popular, con los Consejos Campesinos.

    Esperé de pie la llegada del nuevo día.

    Los sollozos se fueron apagando junto con la luz amarillenta hasta desaparecer.

    Capítulo 3

    Los Consejos Campesinos están propuestos en el programa de gobierno y son creados por el decreto 481 del Ministerio de Agricultura. Comunales, provinciales y uno nacional. Dos dirigentes por cada organización eligen una directiva y el consejo comienza a existir. Pero dos tercios de los campesinos pobres de Chile no tienen ningún tipo de organización. La mitad de los funcionarios del agro trabaja en la capital. La mitad de la otra mitad lo hace en las capitales de provincia.

    Los campesinos reclaman: se impone la ley de gravedad, las decisiones caen desde el cielo por su propio peso, pero cuesta mucho hacerlas volar hasta los pisos superiores de los edificios públicos. Las autoridades quieren Consejos consultivos, jamás resolutivos.

    Pero Juvenal piensa que los funcionarios son empleados de los campesinos, que la tierra, el aire y el agua no deben tener dueños. Las instituciones debieran ser las consultivas mientras existan, dice, hay que dar vuelta al mundo que está patas arriba y reemplazar las oficinas del Estado por el Poder Popular.

    Los campesinos dividen la comuna en sectores y eligen dirigentes en asambleas abiertas. No hay urnas, tampoco papel y lápiz. La mano alzada

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