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El maquillador de cadáveres
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Libro electrónico184 páginas2 horas

El maquillador de cadáveres

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El maquillador de cadáveres es una novela chilena diferente. La magia del sur se instala en una narración envolvente, de relato nocturno alrededor de una fogata, en el juego curioso de seducir los miedos y los misterios. El protagonista es un artista que busca cambiarle el rostro a la muerte. Trabaja con el más noble de los materiales, la carne humana, y con la más insondable de todas sus formas: el rostro.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
El maquillador de cadáveres

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    El maquillador de cadáveres - Jaime Casas

    libro.

    1

    El sol había picado fuerte toda la mañana y el pampero no bajó de las mesetas hasta las orillas del lago. Buen tiempo para remar quinientos metros sin olas hasta las islas de enfrente, recostarse en una roca bajo el cielo azul intenso y contemplar cómo se baña el último día del año en ese mar de agua dulce tendido de este a oeste entre la pampa y la cordillera. De norte a sur, una línea de mentiras lo parte en dos y le da doble identidad: General Carrera por Chile y Buenos Aires por Argentina.

    Era la última tarde de 1961 cuando el Lla-Llan apareció por Puerto Manolo con la cubierta llena de pasajeros y entró cortando aguas hasta el muelle de Chile Chico. Dos horas antes habían abordado en Puerto Ibáñez y venían con los ojos clavados en el futuro a esperar el año nuevo en este rincón escondido del mundo. El barquito pertenecía a un paisano libanés tartamudo que no pudo controlar sus nervios cuando lo bautizó. Quiso llamarlo Llanquihue, pero nunca pasó de repetir una y otra vez la primera sílaba.

    Los festejos de fin de año serían en grande.

    La Plaza deArmas estaba adornada con luces de colores y el piso del gimnasio municipal encerado con tanto esmero que las parejas tendrían la impresión de estar bailando sobre un espejo cuando se miraran los pies. La celebración había provocado una especie de cabildo abierto en el pueblo, pues se presentaron los bomberos, los miembros de la Cámara de Comercio, empleados fiscales, regidores, dirigentes de juntas de vecinos, todos los socios del Rotary Club y hasta una delegación de carabineros para organizar la fiesta. Fueron enviadas invitaciones oficiales a personas prominentes de Los Antiguos, al otro lado del fronterizo río Geinimeni, y se esperaba la asistencia de unos veinte argentinos, por lo menos.

    Chile Chico nunca tuvo más de dos mil o dos mil quinientos habitantes. Es un pueblito acurrucado a orillas del lago más grande de Chile donde la cordillera de Los Andes levanta sus últimos cerritos de doscientos metros a pocos kilómetros de la República Argentina. El pequeño valle no sobrepasa las dos mil hectáreas, incluidos el pueblo y las chacras.

    Más cerca del Pacífico, arrogante y con la cresta blanca, el cerro San Valentín corta los vientos del oeste con sus cuatro mil metros de altura y desvía las nubes enviándolas hacia el noreste cargadas de lluvia y frío. Chile Chico se queda con todo el sol de la zona atrapado en su valle y forma con él un microclima con calores que sólo existen después de mil kilómetros hacia el norte.

    La tierra de las parcelas puede producir todo tipo de verduras, cualquier flor, cereal o pasto, con la sola excepción de los cítricos, que necesitan más sol. Y los habitantes podrían disfrutar de todo aquello si la Patagonia no les hubiera calado los huesos con su viento de soledad y sosiego sentándolos frente a un mate amargo con los oídos abiertos a los cuentos, las manos sobando una baraja y el ánimo más cerca de las cópulas ovinas que de los huertos. Lo que no pudo el pampero lo pudieron la ginebra, la grapa y el vino. Quien te puso Patagonia no te supo poner nombre, mejor te hubiera llamado la perdición de los hombres. Así rimaba el lamento de una vieja dolorida viendo a esa tierra adormecer a dos de sus hijos que se fueron buscando fortuna y le dejaron la casa llena de nietos.

    Pero llegaron también libaneses y sirios escapando de los turcos, belgas y franceses empujados por la guerra, españoles huyendo unos de otros y algunos compatriotas fugados de la ley. Allí encontraron la paz y levantaron sus herencias dándole al poblado ese aire de mundo diminuto que le ha sido tan característico.

    Chile Chico es barrido siempre por un viento tan fuerte que obliga a los transeúntes a caminar inclinados, correteando unos metros, esperando por momentos a que pasen las ráfagas para seguir el camino, moviéndose por las calles como veleros de tierra firme. Los pocos huertos que hay están rodeados por álamos de tronco grueso y follaje escaso, y las puertas, como así también las ventanas de las casas, están siempre cerradas, aunque a menudo se ve más de una nariz asomándose a los visillos.

    Pero el 31 de diciembre de 1961 no hubo viento a ninguna hora.

    Casi la mitad de los parroquianos caminaron sin prisa hasta el muelle para ver el atraque del Lla–Llan y constatar si la orquesta contratada en Coyhaique cumpliría con el contrato para animar la celebración.

    Los músicos, blandiendo sus instrumentos como armas triunfales, fueron los primeros en saltar por la borda y poner los pies en este resumen del mundo. Los recibió el alcalde, quien los condujo de inmediato al Hotel Plaza para que durmieran un poco hasta antes de la medianoche. Los lugareños no se retiraron hasta ver el último bulto desembarcado por el falucho.

    En medio de tanto extraño hubo una pareja que acaparó miradas y comentarios por la diferencia de edad: él, de cincuenta años, y ella, con no más de veintidós.

    Se veían entusiasmados y sonrientes. El hombre se acercó a la primera persona adulta que encontró y, en un español muy raro, le preguntó por un hospedaje. Los comentarios se multiplicaron cuando tomó a la joven de la cintura con un ademán demasiado atrevido y comenzó a caminar con ella como no lo haría un padre con su hija en estas latitudes.

    Durante la primera cuadra fueron amantes. Seguro que el viejo estaba buscando un rinconcito lejano donde pasar unos días oculto en medio de las fiestas. Media cuadra más allá se transformó en un ricachón cornudo en viaje de revancha. Luego, a unos metros más de camino, los corrillos calculaban la fortunita que estaría cobrando la buenamoza por este paseo de fin de año y la cara que pondría don Clemente Leiva cuando le pidieran una habitación para desatar sus bajas pasiones convertidas ya en una insolencia para la comunidad. Al subir las escaleras del hotel registrados como los legítimos esposos, don Pancho Karamanos y doña Isabel de Karamanos, habían conquistado en dos peldaños la simpatía de los presentes y todos coincidieron en que la diferencia de edad mejoraba la unión conyugal.

    Pancho Karamanos e Isabel Namuncura se casaron en Puerto Montt treinta días antes de cruzar el lago General Carrera en busca de un buen lugar para terminar la luna de miel. Habían navegado por los canales de Chiloé desembarcando en cuanta isla pudieron y en cada una sintieron ganas de quedarse, pero el griego buscaba cielos parecidos a los de su patria en el Egeo, abiertos por completo y con un sol más benevolente.

    Karamanos era hijo de un pescador solitario de la isla de Santorini. Su padre, don Nikos Karamanos, estaba desilusionado de los héroes y dioses del Olimpo. Los acusaba de haberse dejado tergiversar por los romanos terminando como personajes mitológicos en las lecciones de historia antigua de casi todos los colegios del planeta. La Grecia en que nació su hijo, en el 1911, no era, según su criterio, digna de su pasado y por eso desechó la idea de llamarlo Aquiles, Ulises, Peleas o Prometeo. Quería para su descendiente una historia nueva, con más esperanza, de donde sacar un nombre que le diera significado a su vida recién iniciada. Fue entonces cuando se enteró de la existencia de México, de su heroica revolución y del derrocamiento de Porfirio Díaz. La noticia de un pueblo hambriento, analfabeto, inculto como él, asumiendo su destino a fuerza de coraje, le tocó el alma, y por eso no dudó un instante en bautizar a su hijo con el mismo nombre de Pancho Villa.

    No heredó Pancho Karamanos la historia de Grecia ni los fundamentos de la Revolución Mexicana, pero tuvo que oír durante todos los años que estuvo junto a don Nikos las razones de su nombre insigne y creció con el deseo de vivir algún día como en el Egeo hace muchos siglos, cuando los dioses aún estaban frescos y los hombres eran capaces de entenderlos.

    Nikos Karamanos murió en 1945 rogándole a su hijo que anduviera por el mundo desconocido, que no ahogara su vida pobremente en ese mare monstruo y pensara en viajar hacia América, la tierra de todos. Y la verdad es que Pancho no se demoró ni un año en partir, porque la última amarra que lo unía a su país ya se había cortado.

    América. ¿De dónde hasta dónde llegaba eso?

    Miles de griegos ya habían partido, pero muy pocos sabían que ese continente era más grande que los Estados Unidos y tan largo como un meridiano. ¿A qué parte de América ir?

    Alexis Nicolis, primo en segundo grado de su madre y también pescador en la isla de Naxos, le contó de sus planes para viajar a un archipiélago en el sur de Chile y le dijo que lo aceptaría como integrante de la familia si vendía sus escasos bienes, pagaba el costo de su traslado y se llevaba bien con sus dos hijos. Allá con barco propio harían fortuna, pues le habían dicho que las costas estaban saturadas de mariscos y las aguas llenas con peces de las más variadas formas y tamaños, que los escasos habitantes del archipiélago eran generosos, que más al sur el mundo aún no se poblaba por completo, habiendo islas y costas de nadie donde poder establecerse si les venía en gana.

    No hubo forma de sacar a su madre de Grecia. Se quedó en Naxos con sus parientes y Pancho Karamanos partió con Alexis Nicolis a enfrentar el destino sobre las aguas chilotas.

    Llegaron a Puerto Montt dos años después, en 1947, y allí mismo terminaron de construir el lanchón de sus sueños, gastando en él hasta la última dracma de sus ahorros. Pero Alexis sabía lo que hacía y sus argumentos fueron tan simples como contundentes: una casa era un ancla enterrada en la costa y un elemento de dispersión para la familia.Juntos todos eran un capital, separados un derroche. No se disgregarían hasta ver el sueño navegante que los trajo convertido en realidad y, mientras tanto, seguirían unidos en la embarcación transformándola en herramienta de trabajo, medio de transporte y domicilio.

    Empezaron pescando cerca de la Isla Grande y vendiendo en Puerto Montt. Añadieron el rubro de flete marítimo a su negocio, cruzaron el golfo de Corcovado y llegaron hasta Puerto Chacabuco. Transportaron gente, vehículos, animales, mercaderías y la mar les entregó congrios, sierras, merluzas, meros, corvinas, róbalos, jureles y una variedad de mariscos jamás vista en ningún otro punto del planeta. Se hicieron amigos de la costa y los canales, se volvieron chilotes de corazón y después de unos años la lluvia no los resfrió más y el viento dejó de cuartearles la cara. Llamaron Don Alexis a su barquito y se aprendieron el mapa estelar precedido por Venus. Cuando cruzaron el Golfo de Corcovado y dejaron atrás sus primeras huellas espumosas en el Canal de Moraleda, descubrieron que la parte más amada de su pasado se había adelantado a esperarlos. A babor y estribor, jugueteando entre las olas de un mar que no reconoce fronteras, surcaron el agua ocho delfines veloces como el viento, siguiendo el rumbo del barquito aventurero. Entonces botaron sus primeros lagrimones por la borda y, escoltados por las toninas, sintieron que nunca en sus vidas volverían a ser extranjeros en ningún lugar.

    Ganaron buen dinero los griegos en Chiloé. En 1955 ya tenían dos barcos y los Nicolis habían traído de Grecia a su familia. Los hijos de Alexis se casaron y sus mujeres tuvieron tantos descendientes como quisieron.

    Pancho Karamanos pudo transformarse en un ricachón con su parte de la sociedad, pero deseaba hacer otras cosas con su vida y aún sentía los lamentos de su padre orillando las Cícladas como un pescador intrascendente, amenazado por dioses ajenos y gobernado por tiranos.

    No tuvo mujer hasta 1960. Conoció en Quellón a una profesora normalista de educación primaria nacida  en Dalcahue. Un día de ésos en que el golfo rezonga enojado y los deja a todos en tierra, la encontró en el restaurante del portezuelo. Karamanos, sentado junto a otros parroquianos alrededor de una estufa a leña, tomaba vino hervido con canela, azúcar y tajadas de naranja, mientras contaba historias de su país. Afuera, el viento de la bahía azotaba la lluvia sin piedad contra los ventanucos. La profesora no se perdió palabra de los relatos y el griego comenzó muy pronto a narrar tan sólo para ella. A las pocas horas doña Isabel Namuncura estaba sentada junto al grupo contando para Karamanos las aventuras de sus islas.

    Perseo y la Pincoya, Circe y el Trauko, Kronos y Kai Kai Filu, el Argos y el Caleuche, como Isabel y Pancho, estuvieron juntos toda la noche. Parecía que el mar se había enrabiado tan sólo para unirlos.

    Al otro día se fue Karamanos en el Don Alexis, pero volvió todas las semanas a encontrarse con la profesora y a soñar cómo sería la vida en un lugar donde pudieran resucitar a los dioses vencidos y las noticias del mundo enloquecido tardasen mucho en llegar.

    La joven Namuncura era hermosa. No hubiera

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