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Funeral en rieles
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Libro electrónico209 páginas3 horas

Funeral en rieles

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Michael Rivera Marín plantea a través de lo imaginario una semejanza con la realidad del momento actual. Nos conduce por Ciudad Babel al mundo de un grupo de jóvenes amigos, que se ven enfrentados a buscar la verdad en medio de la ceguera, sordera y abulia de quienes los rodean. Todo es raro en Ciudad Babel, pero a nadie parece afectarle. Solo ellos han descubierto que hay una verdad escondida.

La trama se desarrolla con lucidez en un texto lleno de simbologías y signos que empujan a descubrir lo vedado.

En la primera página nos encontramos con una cita de Las Rubaiatas de Omar Khayyam: En el pasado jugábamos despreocupadamente en las candilejas de la vida. Hoy seremos llevados, unos tras otros en el féretro de la nada. Es el camino por donde Michael Rivera Marín nos conducirá.



Editorial Forja
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2015
ISBN9789563380880
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    Funeral en rieles - Michael Rivera

    Live

    Episodio 1:

    Muerte

    El pitazo del tren sonaba en mitad de los campos de maíz. Inútilmente, pues ahí no existían asentamientos. Quizás buscaba espantar a los Merodeadores o a las gaviotas que se habían olvidado de su playa.

    En esos años, mi conocimiento sobre el mundo era casi tan limitado como ahora: se reducía a saber que vivía en Ciudad Babel, la famosa ciudad rodeada de maizales. La que tenía un divertido y característico mall donde vitrineábamos los fines de semana, y un sistema de transporte público agobiante pero eficaz... Sin duda, lo más característico eran los verdes campos de maíz.

    A estos maizales se refieren las leyendas existentes, pues la inmensidad de su extensión los hacía parecer interminables. Además nadie los cosechaba, porque se decía que estaban protegidos por los Merodeadores, unos animales monstruosos que solo, tras horrendas pesadillas, algunos artistas visuales habían sido capaces de retratarlos. No se basaron en la experiencia de los intrépidos hombres que se internaron en la cosecha para verlos y confirmar su existencia, porque quienes lo intentaron murieron. Tras un par de semanas, los cadáveres aparecieron flotando en el canal que alimentaba los campos y los registros de su experiencia se perdieron, solo quedaron imágenes distorsionadas o simples panorámicas del maizal. A pesar de esa falta de información, todos aquellos que dijeron haberlos visto, ya fuese en sueños o moviéndose entre las espigas, coincidieron en sus rasgos grotescos.

    Nos acompañaba también la carretera que rodeaba la ciudad, el medio más rápido para viajar en auto desde un sector a otro, evitando los molestos atochamientos. Era lo más utilizado, aunque se debía pagar un excesivo impuesto por usarla, pero el tiempo ganado siempre era valioso. Podríamos considerarla como una barrera natural para la expansión de los campos de maíz, pues la carretera oficiaba de cortafuego ante un posible incendio. Además era un modo seguro para acercarnos a los pastizales y jugar a tratar de ver los Merodeadores al acecho.

    Se cree que cuando uno ve desde el aire todo el recorrido de la carretera, puede reconocer el símbolo de la vestimenta de nuestro dios Orestes, quien enloqueció y busca entablar una guerra contra las demás divinidades para recuperar a su amada. Él te lleva a formar parte de su ejército tras regalarte una muerte dolorosa.

    Cuando nos mudamos aquí, debimos acostumbrarnos a dormir con el sonido constante de los vehículos que transitaban por la carretera. Nunca se detenían. Pero no era solo eso, sino también debíamos soportar el estruendoso tren que cruzaba toda Ciudad Babel, internándose hasta en los campos de maíz.

    En el colegio, los profesores nos enseñaban que el tren llevaba alimentos y materias primas para abastecer a las industrias y negocios de las distintas zonas, por eso sus numerosos carros y las diferentes formas de los vagones, determinadas según las necesidades del lugar.

    Sin embargo, los niños de la villa creíamos que tenía un objetivo totalmente distinto: transportar las almas de personas malas para servir de alimento a los Merodeadores, pagando así por sus actos. Inclusive lo explicábamos por las extrañas formas de los vagones, en los que el fierro y la madera armaban diseños realmente escalofriantes. Para nosotros era como si en ellos se reflejara el alma de quien iba adentro, sufriendo sus últimos tormentos.

    ◊◊◊◊

    Desde que oíamos el anuncio del tren en los campos de maíz, contábamos con alrededor de diez minutos para que este pasara sobre el puente Santa Marta. Y desde donde fuese que mis amigos y yo estuviéramos, debíamos correr con todas nuestras fuerzas para ser de los primeros en llegar al puente y alcanzar la mejor ubicación bajo la línea para esperar que el gigante pasara rugiendo sobre nuestras cabezas.

    El puente Santa Marta no tenía nada especial, se limitaba a ser la conexión entre los dos extremos del canal, tanto para el tren como para la carretera. Ni siquiera contaba con una vía peatonal, porque no superaba los cuatro metros de ancho. Sin embargo, nosotros lo hacíamos inmenso llenándolo con nuestras aventuras.

    Mencionar el temblor que nos remecía no es trivial, porque con nuestros cuerpos deformados por los ataques de la pubertad éramos bastante torpes y el espacio para que todo mi grupo de amigos se instalara, era escaso. El problema era que, de no ubicarnos ahí, solo nos quedaba colgarnos desde los durmientes, aunque para eso se necesitaba mucha fuerza en los brazos y algunos grados de alcohol que, por supuesto, a esa edad no estábamos dispuestos a beber. La otra opción para vivir esta maravillosa experiencia dependía del torrente del canal, porque si era escaso, uno podía ubicarse sobre el hediondo lodo de la orilla. Sin embargo, nadie lo hacía, pues el aroma a putrefacción demoraba semanas en salir de las zapatillas, sin mencionar que cuando el barro estaba blando, te hundías hasta los tobillos.

    De aquella noche recuerdo todo muy claramente. Quizás por eso puedo decir con franqueza que entonces terminó mi niñez. Fue increíble darme cuenta en ese instante que me había anclado a la villa, estableciendo una relación de absoluta dependencia hasta con los rincones más oscuros.

    Aún siento la placentera sensación del aroma del pasto, que mi padre acababa de cortar en el jardín, mientras yo lo recogía y disimuladamente lanzaba miradas a la hermana del Shama, quien estaba junto a la ventana de su pieza mirando hacia abajo con mucha atención.

    Sofía era tres años mayor que yo, dieciséis debía tener en aquel entonces. Si en ese continuo devorarme su cuerpo tras los claros que dejaban las plantas de su jardín, se me hubiese pasado por la cabeza lo que nos depararía el destino, jamás hubiese dudado en acercarme con firmeza y decirle cuánto quería conocerla.

    Yo sabía muchas cosas de ella, lo suficiente como para entablar una larga conversación, porque yo era el mejor amigo del Shama, pero además de preguntarle si estaba en casa su hermano y un tímido hola cuando coincidíamos en el almacén, comprando las cosas para el desayuno o el almuerzo, no hablábamos más. A veces con la excusa de quitarle unas palabras, le preguntaba cómo estaba él, pero ella simplemente respondía que bien, en la casa, viendo tele. En una ocasión, por casualidad, estuvimos solos compartiendo un jugo dentro de un restaurante, y tal vez eso terminó por hacerme perder la cabeza por ella.

    ◊◊◊◊

    De esa noche también recuerdo el grito estridente del Shama al salir de su casa para que yo dejara de acumular el pasto y me lanzara en pos de la línea del tren. Simuló el grito de una película que vimos con Kike, nuestro amigo más culto –sabía mil cosas que nosotros ignorábamos y estábamos lejos de conocer–, todo gracias a que tenía un hermano mayor: Claudio.

    Uno a uno fueron llegando nuestros amigos para ganarnos la carrera y tomar una buena ubicación. Tres casas más allá de la mía salió el Coky, quien en su delgadez producto del excesivo deporte, una mala alimentación y la genética, era muy ágil y se filtró rápidamente para tomar la punta.

    Su padre lo llevó al menos ocho veces a presentarse en clubes importantes de la ciudad, pero jamás fue seleccionado, así es que se limitaba a maravillarnos con sus lujitos en las multicanchas y nosotros vibrábamos de placer por tenerlo aún defendiendo al equipo del pasaje.

    Para nosotros, era como tener a una superestrella del fútbol que en cualquier instante tendría su momento de gloria y sería una supernova, admirada por todos en los diarios y la televisión.

    Américo surgió desde el almacén en cuanto salimos del pasaje. Se encontraba comprando una bebida y no le importó agitarla en su carrera; a fin de cuentas era para que su padre amenizara la velada con sus amigos, frente al televisor, bebiendo unos combinados. Y cuando se pierde el sabor de la bebida con unos hielos y el pisco, no se necesita la efervescencia de la gaseosa. Además, si demoraba cinco o diez minutos más, recibiría el mismo castigo. Por supuesto, su madre no sería capaz de impedir la reprimenda ante los amigos de su padre; ella prefería optar por encerrarse en la pieza hasta que la velada terminara y en ese momento podía volver a salir para ordenar el caos, provocado por las visitas y el anfitrión.

    Cuando alcanzamos el parque Amanecer, con el pasto formando lindas figuras geométricas delimitadas por caminitos de maicillo, con sus jóvenes árboles esperando que dieran sombra en breves años y sus estructuras metálicas a modo de juegos infantiles, vimos al Kike sentado en el columpio, orando con su amuleto que construyó para Zorrito, ese perro que los estudiantes sacrificaron y transformaron en una divinidad tras una demencial revuelta en la Universidad de Ciudad Babel. Ese quehacer no le generó ningún impedimento para lanzarse hacia la línea del tren en cuanto nos vio.

    A fin de cuentas, nosotros éramos su único refugio. Eso nos explicaron nuestros padres, ya que su madre perdió la batalla contra un fulminante cáncer al hígado. De viejo ya entiendes que eso se reduce a ver a tu madre retorcida apretándose el vientre. Y demasiado llanto. De ella fue el primer velatorio al que recuerdo haber ido en la villa. Fue una locura para mí ver tanta gente apostada a la salida del pasaje, esperando ver irse el féretro para regalarle una sentida letanía, sin entender lo suficiente como para hacer algo que le quitara la tristeza del corazón a mi amigo.

    ◊◊◊◊

    Nuestra carrera se volvía más apasionante gracias a que el viento traía consigo el acompasado bamboleo del tren, aumentando nuestra adrenalina, que de por sí ya era alta, porque en las noches la experiencia de colarse bajo la línea guardaba un misticismo extremo, pues al concluir el parque Amanecer, la avenida Las Rosas se tragaba la luz y dejaba a la oscuridad tomarse la amplia extensión de tierra abandonada que acompañaba la vía férrea.

    Nunca tuvimos miedo de cruzar a toda velocidad esa avenida. Confiábamos en la bienaventuranza divina para lograr nuestro objetivo con éxito. Más aún aquella vez, porque todos no alcanzábamos a ubicarnos en el espacio dispuesto: dos debían quedar relegados a mirarlo desde fuera o hundirse en el lodo. Sin embargo, ninguno entregaba un centímetro en la carrera. Era como si nos jugáramos el honor de nuestra madre.

    Al llegar a la línea del tren, me sorprendió ver que en la carretera ubicada a unos seis metros más allá– los vehículos estaban detenidos, como si la velocidad habitual en ellos se nos hubiese traspasado a nosotros con algún mágico acto interestelar que nunca comprenderíamos.

    Mi atención puesta en los vehículos fue mayor cuando la mirada de los pasajeros se fijaba en nosotros y parecían esbozar sonrisas de placer. Era como si ellos supiesen en qué terminaría nuestro juego y esperaran confirmar una teoría sangrienta, porque los mirones solo gozan con la sangre o el sexo, y nosotros no podíamos ofrecerles sexo a esas familias cobijadas en sus autos.

    Tuve que bajar la vista al suelo para concentrarme y evitar tropezar con los durmientes de madera roída. Solo me regalé unos segundos para mirar la hermosura irradiada por el foco del monstruo metálico que venía directo a nosotros…, o mejor dicho, nosotros íbamos directo a él.

    El torrente del canal estaba en un nivel medio; no implicaba ningún riesgo según pude comprobar de soslayo al pasar sobre el puente. El graffiti garabateado en el costado del muro que nos servía de parapeto no quedaba cubierto en su parte inferior. Cuan tapadas estuvieran las calaveras, dependía del nivel de profundidad del agua y nuestras posibilidades de sobrevivir en el juego, así es que siempre nos debíamos fijar en ellas.

    El Shama y yo fuimos los primeros en llegar a la villa y salir a inspeccionar los territorios, y en esos años ya estaba pintado el graffiti. El diseño representaba un apocalíptico tren montado sobre unas vías férreas, construidas con restos humanos. Dentro de los vagones del tren se mostraba un sorprendente infierno, donde se permitía ver manos suplicantes, apoyadas en las paredes metálicas. Ese detalle no se podía distinguir a simple vista, ni siquiera a cualquier hora del día, sino en el atardecer y mirando desde la carretera. El foco del tren era el ojo divino del maquinista que observaba a quienes presenciábamos el dibujo y si nos concentrábamos algunos minutos en mirar la luz, el paisaje que estaba recorriendo el tren parecía moverse y atraparte en su interior, por lo cual nadie lo veía con detenimiento. De una forma perversa, lo mejor era que quedaban cientos de enigmas sin resolver en el graffiti.

    Con el paso de los años, este nunca había perdido el color, ni tampoco sabíamos quién lo había pintado. Solo podíamos interpretar la jerigonza de firma realizada por el autor o los autores, como ryelexialvamhe, o sea nada claro, y lo más suave que pensábamos era que lo había realizado un homicida o un desquiciado. O ambos.

    ◊◊◊◊

    El Coky fue el primero que se sumergió y tomó una posición segura. Américo pasó junto a mí y se coló dificultosamente porque la bebida golpeó un durmiente y estuvo a punto de caer al agua. Yo fui el tercero en ubicarme, quedando entre mis dos amigos, con las piernas colgando hacia el cauce. No dejé más opciones, pero el juego podía seguir porque el Kike era mayor que nosotros y sus brazos eran fuertes para resistir colgando. De seguro su musculatura se debía a los trabajos en el Liceo Industrial y a las peleas con su hermano, aunque nosotros decíamos que esta se debía a cargar siempre su amuleto para cumplir con su religiosidad enfermiza, aunque justificada tras la muerte de su mamá.

    El grito del Kike avisando que ya estaba a salvo apenas se escuchó, porque el tren ya estaba cerca y reforzaba el sonido de alerta para los transeúntes que pudieran aparecer en el cruce de nuestra villa con la carretera. Solo vimos las piernas de nuestro amigo moverse bajo el entramado de fierros a unos dos metros de nosotros. Esperamos inútilmente oír al Shama, quien extrañamente se había relegado a la última posición en la carrera.

    Cuando el tren estuvo a unos metros de nosotros, empezamos la tradicional descompresión de los oídos vociferándonos groserías unos a otros. Ningún miembro de la familia se salvaba de los insultos y como la adrenalina producto del cansancio era enorme, nunca nos enfadaban las cosas que decíamos.

    Obviamente ninguno decía cosas sobre Sofía, porque al Kike le gustaba y se preocupaba de restregárnoslo en la cara cada vez que podía; además, era la hermana del Shama y esos dos aspectos se respetaban, eran parte del código masculino que se aprendía a nuestra edad, era una marca más de la adolescencia.

    Cuando el foco del tren iluminaba la mitad del puente empezamos a sentir cómo rechinaban las ruedas intentando frenar. Ni siquiera nuestras manos cubriéndonos los oídos lograban disminuir el dolor causado por el ruido. Nos desesperamos. El miedo me golpeó en el pecho y quise subir, pero era demasiado tarde, la chispas de fuego por la fricción estaban cayendo sobre nosotros y el tren cubrió completamente el puente, sin dejarnos vía de escape.

    En el momento en que se detuvo, el ruido disminuyó y descubrí

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