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El Altar Dorado
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Libro electrónico321 páginas4 horas

El Altar Dorado

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En enero de 1671 el pirata Henry Morgan captur y saque la Ciudad de Panam. En un sorprendente hecho de armas cruz el Istmo de Panam y atac la ciudad desde el este, algo que los estrategas militares en la actualidad consideran imposible. Morgan tom un botn importante de Panam pero le falt el fabuloso Altar Dorado, un artefacto invalorable que los curas haban pintado con creosota para evitar que lo descubrieran.
Esta obra cuenta en detalle la invasin de Morgan y su ira al descubrir lo que l y su banda de bucaneros haban dejado escapar. Prosigue relatando cmo un descendiente, el Mayor Henry Morgan, un oficial de la Armada Britnica que haba pasado por Panam en su regreso de las guerra de las islas Falkland, vuelve en 1985 para robarse el altar. Los sorprendentes detalles de sus preparativos para el robo, la fundicin del oro y su posterior venta se explican minuciosamente en este libro.
Las descripciones del ataque de Morgan en 1671 y de la Ciudad de Panam en 1985 son precisas. Sin embargo, el inmaculado altar dorado permanece hoy en la iglesia de San Jos en la parte antigua de la ciudad.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento1 feb 2012
ISBN9781463319236
El Altar Dorado
Autor

Michael Merry

Michael J. Merry was educated at the Royal Liberty School in Essex, England. He moved to Panama in 1959. When the Panama National Guard staged their coup in 1968, he drove the escape vehicle with the President and several Ministers through the military blockade to safety in the Canal Zone. He became Division Vice President of a major U.S. news operation in Latin America, traveling widely in the process. He was in Argentina when the Army revolted in 1987 and in Venezuela during the attempted coup by Lt. Colonel (now President) Hugo Chávez in 1992. He eventually moved to Miami to script two nationally televised financial programs and became Managing Editor of a widely read financial report. Mr. Merry and his wife in Miami Shores, Florida.

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    El Altar Dorado - Michael Merry

    Capítulo 1

    Llovía. No era esa lluvia fría y mísera a la que estaban acostumbrados los europeos de la comitiva, ni la helada cellisca conocida por los escandinavos. Los que se habían criado en la costa del Mediterráneo ya habían experimentado antes alguna cálida precipitación pluvial; sin embargo, ninguno de ellos había sentido gotas tan pesadas, la contundente solidez del diluvio, ni la implacable intensidad de las lluvias estacionales de la selva centroamericana.

    Unos ciento cincuenta hombres se apiñaban en pequeños grupos debajo de los árboles de caoba. Algunos se refugiaban debajo de precarios techos de lienzo aceitado; otros, antes mojados que soportando la humedad de los refugios, se repantigaban bajo los tallos de bananos o plátanos, cuyas grandes hojas ofrecían cierta protección de las inmensas gotas. Pese a la incomodidad física evidente en los rostros del grupo, no había signos visibles de descontento entre ellos. En realidad, se advertían sonrisas en los rostros de algunos, y se podía percibir cierta expectativa en otros. Había como una sorda sensación de ansiedad en el aire, quizá con sobrada razón, porque, aproximadamente cuatrocientas yardas al este y apenas visible en las primeras luces del alba y la copiosa lluvia, se erguían las murallas de la más rica ciudad del Hemisferio Occidental, la ciudad fundada por Pedrarias Dávila en 1519 para servir como eje a la exploración hispana a lo largo del continente americano, la ciudad construida para depósito de todas las riquezas saqueadas por los conquistadores, la ciudad desde la cual partían los convoyes por tierra hasta Portobelo, sobre la costa Atlántica, y de allí por mar rumbo a la madre patria, España, a financiar futuras exploraciones y conquistas. La Ciudad de Panamá.

    Se produjo un movimiento entre los hombres de los grupos más alejados. Algunos se pusieron de pie rápidamente, indiferentes ya al aguacero. Su atención estaba fija en el movimiento que se podía observar en el sotobosque, entre la banda y la ciudad. Alguien o algo se desplazaba en dirección a ellos; su avance se podía detectar por el meneo de los helechos y matorrales que encontraba a su paso.

    Un hombre apareció poco después, un hombre negro, bajo y enjuto, con horribles cicatrices en sus muñecas y tobillos. Vestía calzones hasta las rodillas y camisola de lienzo. Miró la ronda de hombres que lo cercaron y sonrió. Sus dientes, muy cariados por masticar caña de azúcar, contrastaban con la blancura de sus negros labios. Uno de los hombres que formaban el círculo le hizo señas al moreno indicándole que era el próximo, y se volvió caminando entre los grupos de hombres ya sentados, hasta llegar adonde estaba una figura humana solitaria sentada bajo un cobijo, aparentemente abstraída de lo que sucedía a su alrededor.

    El individuo, a pesar de la humedad, estaba vestido con una chaqueta de velarte de fino corte, cuyo color original había sido azul, pero, al que la humedad había tornado ahora en negro. Tenía ribetes dorados en las solapas y en los puños y en el hombro izquierdo un galón estropeado, que revelaba que el usuario había sido capitán de la Marina Real Británica. Una camisa que fue blanca, abierta en la nuca y unos pantalones de lienzo encajados en las botas marineras completaban el catálogo de su indumentaria. De un peto de cuero colgaba un sable naval en su vaina, y podían verse las empuñaduras de madera de dos pistolas en la faja que rodeaba su cintura.

    Por encima del cuello de su camisa, la densa barba partía de un largo mentón y se extendía hacia atrás, rodeando las orejas, una de las cuales tenía colgado un arete del tamaño de un soberano. Esto no era, de por sí, del todo inusual; los oficiales de la Marina de su Majestad solían recibir los ascensos y conservar el arete.

    Pero, no era la apariencia física del hombre, ni su indumentaria o adornos, lo que contradecía la proclama de la charretera. Era en parte el aura de siniestra intimidación, de violencia y crueldad que parecía irradiar, junto con los vahos que el calor de su cuerpo hacía despedir de su chaqueta ennegrecida, y en parte la inherente perversidad que su apariencia evocaba en la mente de quien lo conocía por primera vez. Algo que recordaba a un actor con el vestuario equivocado, un ángel disfrazado con cuernos y cola tridente, eso mismo con lo que los padres amenazan a los hijos desobedientes y los sacerdotes a los pecadores impenitentes. Era como si el propio diablo hubiera aparecido en forma humana, ataviado como honorable servidor.

    Los ojos sobre la oscura barba no habían dejado de observar el acercamiento entre los dos hombres. El hecho de que no diera señales de percibir su presencia solo era el modo en que fingía desinterés por los acontecimientos a su alrededor. Los que lo conocían bien, sin embargo, no se dejaban engañar por su aparente actitud benigna, porque, como algunos de ellos habían experimentado para su desconsuelo, casi nada escapaba a esos ojos verde-claro, encajados en profundas cuencas oscurecidas por el sol tropical.

    El hombre se puso de pie repentinamente, era de altura mediana y complexión robusta. Despidió al hombre blanco con un leve movimiento de cabeza y su mirada se detuvo en el negro. Una ceja ligeramente arqueada, junto con una elevación de la cabeza, hizo que la harapienta figura frente a él se humedeciera los labios con la lengua y luego los secara presurosamente, succionando primero el superior y luego el inferior, los mellados cantos de sus dientes realzando la aprensión visible en sus ojos.

    Inclinó su cabeza respetuosamente y señaló en dirección al lugar de donde había venido. Juntó las manos sobre el pecho, parodiando un rezo, parpadeó y se enjugó unas lágrimas imaginarias. Se golpeó el pecho, arqueó los hombros en actitud de estar soportando un gran peso, mientras avanzaba arrastrando los pies. Concluida su pantomima, se irguió y miró al hombre blanco, buscando su aprobación. Sonrió al ver el brillo en los ojos del otro hombre, y supo que había llevado a cabo su cometido a satisfacción del amo.

    El hombre se volvió y sus ojos verdes recorrieron el grupo frente a él. Esperó a que toda la atención estuviera enfocada en su persona. Entonces, en un gesto envolvente, sacó una de las pistolas de caño largo de su faja y la revoleó por encima de su cabeza, señalando con ella hacia el este, donde los primeros rayos del sol matinal se reflejaban en los empapados muros de la ciudad. Los hombres se incorporaron, abandonando sus rústicos refugios. Los degolladores de Henry Morgan estaban listos para iniciar su ataque a la ciudad de Panamá.

    Capítulo 2

    Su travesía hasta este lugar al oeste de la ciudad había comenzado seis días antes. Habían dejado sus navíos anclados en la bahía de Portobelo, a cargo de una mínima tripulación. Muchos conocían bien la costa; apenas dos años antes habían saqueado y mantenido ese poblado en su poder durante una semana. En ese entonces, Morgan comandaba ocho navíos y más de seiscientos piratas, toda una hazaña organizativa, considerando que estaban implicados seis capitanes menores. Habían saqueado el poblado a gusto, después de matar a la mayoría de la guarnición. Luego extorsionaron a las autoridades españolas en Panamá con incendiarla y despojarla si no les pagaban una recompensa. Durante más de una semana registraron el pueblo y torturaron a sus habitantes para que revelaran los escondites de sus pertenencias. Se habían tomado hasta la última gota de las bebidas espirituosas que existían en el pueblo y se habían aprovechado de las mujeres. Cuando finalmente cobraron el rescate, se fueron, sus vicios satisfechos y contentos con la idea de que su regreso a Jamaica con sus dineros mal habidos los convertiría en héroes en los bares del puerto. En esta ocasión, sin embargo, después de dos años, la comitiva contaba con menos de doscientos hombres, algunos de los cuales habían cuestionado al principio si esta fuerza sería suficiente para tomar la ciudad.

    Morgan les había explicado que solo había dos maneras de atacar Panamá. Una era desde el océano Pacífico y requeriría de un largo viaje alrededor del extremo sur de América, sin garantías de supervivencia a este peligroso viaje. La otra era atacar la ciudad por tierra cruzando el istmo de Panamá, un hecho de armas considerado imposible por los estrategas militares de la época. Después de hablar con un esclavo fugitivo, que había cruzado el istmo por diversos senderos y ríos cercanos al sendero principal de Las Cruces, camino solo conocido por los indios chocoes, Morgan consideró que si alguien podía escapar de la ciudad y llegar al Pacífico por estos caminos secretos, también podría hacerse a la inversa. Había reunido a sus tripulaciones y ahora se proponía poner su teoría a prueba.

    Desde hacía mucho tiempo la Ciudad de Panamá era objeto de la codicia de piratas que merodeaban en el Caribe. De vez en cuando, habían lanzado ataques contra ella, que nunca tuvieron éxito. La isla de Taboga, a unas pocas millas de la costa en la bahía de Panamá, había sido víctima de incursiones e incendiada en varias ocasiones, pero las defensas naturales de Panamá la tornaban difícil objetivo para las pequeñas bandas de bucaneros que operaban en el Pacífico en ese entonces. Sus murallas daban al mar y eran gruesas, bien provistas de cañones. Sin embargo, su principal defensa por mar no era la capacidad de estas armas de disparar contra una embarcación atacante, sino el hecho de que la naturaleza había decidido que esta costa tuviera mareas de entre doce y veintiún pies.

    En bajamar, y por cierto durante tres cuartos completos de cada marea, ninguna embarcación podía acercarse a más de tres o cuatro millas. Las traicioneras planicies de lodo en la bahía eran navegables por un canal estrecho custodiado en su boca por una isleta sobre la cual había una poderosa batería de doce cañones, preparados para arrojar bala contra cualquier atacante que fuera lo suficientemente insensato como para tratar de pasar a la fuerza por la boca del canal. Además de alojar a las armas, la isleta servía de asiento a una guarnición de cincuenta soldados, quienes contaban con los recursos para calentar las municiones de bola y cadena a máxima temperatura, convirtiendo cualquier ataque en una operación muy riesgosa para embarcaciones de madera, las cuales temían al fuego más que a cualquier otro desastre en el mar. Por su constante temor a los ataques, tanto por tierra como por mar, las autoridades gubernamentales se la pasaban experimentando nuevos métodos de defensa. Por tierra, las murallas rodeaban la ciudad y estaban custodiadas por guardias que patrullaban día y noche. Los dos accesos a la ciudad estaba protegidos por pequeños ríos que solo podían cruzarse por los puentes, y estos defendidos por fortificaciones con numerosas dotaciones. El camino de Las Cruces, que atravesaba el istmo, estaba patrullado por milicianos y defendido por pequeñas guarniciones en toda su extensión. El sendero terminaba en la entrada norte de la ciudad, donde pasaba por el Puente del Rey, en el que una alerta guarnición inspeccionaba a los viajeros y sus pertenencias. El acceso occidental, desde el interior del país, moría en otro puente, que estaba dominado por el llamado Fuerte de la Natividad. En el exterior de este punto terminal de Las Cruces, el gobernador había mandado erigir grandes corrales de ganado. Dentro de estos corrales había juntado varios cientos de novillos semisalvajes. Los animales debían ser soltados en caso de amenaza de ataque desde el sendero. Al este de la ciudad, el terreno bajo había sido parcialmente anegado por las represas de varias corrientes, por lo que la consecuente suavidad del suelo hacía imposible transitar esa zona viniendo desde las sendas costeñas en ese lado de la ciudad. Las bien pensadas precauciones permitían a la guarnición y a la población dormir tranquilamente por la noche. Sin embargo, Su Excelencia y sus comandantes militares no habían tomado en cuenta dos aparentemente insignificantes factores cuando planificaron las defensas: El primero era la huida de un esclavo negro unos seis meses antes; la segunda era la obstinación de la iglesia católica, que, pese a los muchos ruegos de autoridades actuales y anteriores, insistía en sepultar a los muertos en el camposanto situado afuera de la puerta occidental de la ciudad en el tradicional horario de las cinco de la mañana.

    Capítulo 3

    Los hombres se formaron presurosamente en cuatro grupos de unos cincuenta integrantes. Hubo poca conversación; habían recibido instrucciones la noche anterior, y su disciplina era evidente esta mañana cuando avanzaron rápidamente a la señal del comandante. Avanzaron a través de pastizales y arbustos ralos, al tiempo que desenvainaban sus armas. La baja pared externa del camposanto no ofreció obstáculo a los entrenados bandoleros, y fue sorteada velozmente. Directamente delante de ellos podían ver el amplio bohío con techo de paja que fungía de última morada para los llegados a tempranas horas del alba. Se diseminaron a lo largo de la pared interior y se acurrucaron para evitar ser vistos. Desde su posición, apenas adentro de la puerta del camposanto, Morgan podía ver las imponentes murallas de la ciudad a no más de veinte yardas de donde se había hincado. Observaba la pequeña portezuela construida como parte de los pesados portones de madera que impedían el ingreso a la ciudad. Esta portezuela, se le había dicho, se abriría a las cinco de la mañana para dar paso a la procesión fúnebre. Los portones mayores permanecerían cerrados hasta las siete, momento en que el guardia abriría para dar paso a los viajeros, campesinos y artesanos que solicitaran acceso.

    Lentamente la portezuela se fue abriendo y se pudo escuchar el sonido de la salmodia procedente del interior. Empujando la puerta, dos guardias la mantenían abierta, mientras pasaba por ella un joven con sobrepelliz blanco, abanicando una urna de la que salía humo de incienso. Detrás del muchacho apareció otra figura que llevaba una cruz, y detrás de él, un sacerdote. A continuación pasó un grupo de seis monjes, salmodiando en latín, y detrás de ellos, cuatro figuras vestidas de blanco jalaban de una cureña que cargaba un sencillo ataúd a través de la puerta. Una fila de dolientes seguía a la carroza, y fue la vista de estos que puso a Morgan en acción. Saltó de su escondite y lanzando un grito que helaba la sangre blandió indiscriminadamente su espada contra los sorprendidos clérigos y deudos. Un grupo de sus hombres acuchilló a los que empujaban la cureña haciéndolos caer hacia atrás para atascar la portezuela. Otros atacaron a los guardias que habían abierto la portezuela.

    Los que les hicieron frente fueron muertos sin misericordia, los que huyeron no fueron perseguidos. La cruz de oro fue arrancada de su pértiga y el anillo del sacerdote fue confiscado mediante el sencillo método de cortar el dedo que lo sostenía. Dos hombres del grupo se pusieron los yelmos distintivos de los guardias asesinados y se apoderaron de sus largas lanzas. La cureña fue sacada de la puerta y los piratas disfrazados entraron al fuerte y avanzaron hacia la fortificación. El Fuerte de la Natividad estaba ubicado a la derecha de la entrada, a unos treinta metros del puente. Los dos bucaneros caminaron hacia el fuerte a paso lento, para no levantar las sospechas del guardia de la entrada. Al llegar a la altura de la puerta, uno de ellos bajó la lanza de su hombro, como para librarse de su peso. Al bajar el brazo, se dobló hacia el costado y hundió la lanza con tanta fuerza en el pecho del centinela que el hombre quedó colgando, al clavarse la punta en la pesada puerta de madera.

    Viendo que el camino estaba despejado, el resto de piratas avanzó velozmente para infiltrarse en la fortificación. En el lapso de pocos minutos los cincuenta hombres de la guarnición fueron masacrados en sus camas y los seis cañones de las murallas fueron desplazados fácilmente hasta la calle por los experimentados marineros. Clareaba cada vez más, y los atacantes se apresuraron a avanzar, a fin de sacar la mayor ventaja posible de su ataque por sorpresa. Los guardias apostados en la muralla que daba al mar, percatándose de la inusual actividad en el fuerte, escrutaban los movimientos para determinar qué estaba sucediendo. Cuando el cañón apareció en la calle, se dio la primera alarma. Se dispararon tiros de mosquete y frenéticamente se envió noticias de que la ciudad estaba siendo invadida. Los pocos guardias sobre las murallas que daban al mar fueron empujados hacia atrás con la avanzada de los piratas.

    La noticia de la invasión ya se estaba difundiendo y la población despertaba velozmente. En esos primeros momentos de ataque, se perdió impulso al llegar al Convento de la Merced. Aquí se les presentó a los bandidos la primera oportunidad de saquear, y la demora que esto causó podría haber dado el tiempo que los defensores necesitaban para consolidarse si hubieran estado mejor preparados para un ataque desde el oeste. Dada la situación, fue el propio Morgan quien frotó el acero con pedernal y prendió fuego los reclinatorios que estaban rellenos de paja. El humo hizo que sus hombres volvieran a la calle y continuaran su avanzada. Luego, les hizo jalar uno de los cañones sacados del fuerte y disparar a quemarropa contra la barricada improvisada al otro lado de la plaza mayor, donde las tropas del presidio se preparaban para repeler a los invasores.

    Mientras tanto, otro grupo de hombres marchaba al norte por las calles secundarias del poblado. Circunvalando las cocinas y el mercado de carne que bordeaban la plaza, eludieron las barricadas donde se estaba formando una línea de resistencia. Doblaron a la izquierda en el hospital San Juan de Dios y luego a la derecha en la iglesia de La Concepción. Al avanzar prendían fuego algunos de los edificios de madera, con el objeto de confundir a los residentes y eliminar cualquier bolsón de resistencia. Al norte de la plaza mayor se encontraron con el convento de Santo Domingo y la catedral, por lo que supieron —según la descripción que el esclavo negro había hecho de estos edificios— que habían tenido éxito en flanquear la línea de defensa que se había erigido.

    Juntaron a los rezagados y se formaron en dos grupos. El primero atacó las llamadas «casas reales», construidas sobre el suelo rocoso detrás de la catedral. Allí estaba la bodega de aprovisionamiento y el polvorín, como también la cancillería y el edificio de la corte. Entretanto, el segundo grupo avanzó sobre la plaza mayor desde el indefenso extremo norte. Cayendo sobre los defensores, provocaron confusión y pánico al sorprender por la retaguardia a la tropa que resistía al ataque procedente del Convento de la Merced, ahora despejado. El ataque por sorpresa tuvo éxito y la totalidad de la guarnición sobreviviente del presidio fue pasada por la espada. A esta altura, había incendios incontrolables en por lo menos cuatro zonas de la ciudad. La resistencia era esporádica y solo los defensores de los altos, tropas de élite que defendían las casas reales, ofrecían alguna resistencia de consideración.

    Capítulo 4

    Tan pronto como Morgan evaluó que los atacantes tenían dominada la situación, mandó órdenes a los comandantes de los grupos para que dejaran ir a los hombres que habían sido designados especialmente como saqueadores. Estos tenían el encargo de quitar de las iglesias y conventos todo objeto de valor, y catear las residencias en busca de dinero escondido, joyas y artefactos de los lugareños. El resto de los atacantes debía continuar con su asalto a las casas reales. Ordenó que se apagara el incendio en el convento de La Merced y lo designó como lugar de acopio donde las carretas debían dejar el botín. El ataque amainó a medida que colapsaba la resistencia y el placer cobró prioridad sobre la premura y la codicia. Las consecuencias de este cambio de humor no se notaron sino hasta principios del año siguiente, cuando fueron alumbradas una sorprendente cantidad de criaturas con ojos azules y verdes, de los vientres de las desafortunadas víctimas del placer de los invasores.

    Con casi la totalidad de la ciudad bajo su dominio, Morgan caminó hasta más allá del despojado Edificio de Aduanas y por un instante observó el inicio de la carga del botín en el convento. Entonces llamó a sus guardaespaldas personales y caminó de regreso con ellos a lo largo de la calle principal, sin prestar atención a los gritos y las risotadas etílicas que emanaban en las casas saqueadas, al costado del camino.

    En la escalinata de una pequeña iglesia, a unas cincuenta yardas del acceso a la ciudad, se encontró con un grupo de sacerdotes que oraban arrodillados bajo la atenta mirada de dos guardias. Morgan subió los peldaños y entró en la iglesia. Estatuas rotas, cirios y reclinatorios estaban tirados por el suelo. Avanzó por el pasillo y se paró delante del altar. Había un fuerte olor a pintura en el aire y en el piso observó manchas de creosota. El altar y su dosel parecían estar hechos de caoba maciza pobremente tallada, recientemente recubierta con un preservante maloliente, lo que explicaba las manchas de creosota en el piso. El labrado ya no era agudo y nítido, sino romo, debido a la edad y por estar recubierto con lo que parecía ser toda una vida de capas de pintura. Parecía que todo elemento de valor había sido retirado. No había candelabros ni vasijas, e inclusive había desaparecido el presbiterio. Morgan había oído rumores en Jamaica sobre un fabuloso tesoro que poseía la iglesia católica en Panamá. No había recibido aún noticia alguna sobre un artículo digno de tanta alabanza, y se preguntaba si la historia no sería un invento y si de veras existiría semejante objeto.

    Estaba cavilando sobre eso mientras salía de la iglesia, deteniéndose al tope de los peldaños y observando a los sacerdotes más abajo. Comenzó a descender haciendo caer su sombra sobre las tonsuradas cabezas de los clérigos de rodillas. De reojo observó que uno de ellos hizo un gesto muy poco clerical, un gesto que Morgan había observado en puertos donde las mujeres no eran de las más limpias y los piojos eran un peligro para la profesión marinera. Ese movimiento, viniendo de un hombre de Dios, despertó la suspicacia de Morgan. Sacó su sable del cinto, y sus guardaespaldas se pusieron en guardia, sospechando que había algún problema. Morgan les hizo gestos con la mano, dándoles a entender que se quedaran quietos. Dando un paso al frente, observó al hombre que se rascaba. Sus manos estaban manchadas de creosota y algunas gotas habían salpicado su sotana. A Morgan se le ocurrió que en una ciudad tan rica como Panamá, la iglesia podría pagar los jornaleros que hicieran falta para pintar un altar. Y con todo, caviló, tal vez esta era una de las extrañas penitencias que estos alocados monjes se imponían. El sacerdote se rascó otra vez y Morgan entrecerró los ojos.

    Extendió su sable hasta que la punta tocara el cordel que rodeaba la sotana en la cintura del hombre. La tonsurada cabeza se inclinó sumisa, al tiempo que Morgan metía la hoja entre la cuerda y la sotana y torcía su muñeca. La cuerda cayó al suelo. Se detuvieron los rezos y todos los ojos se clavaron en la espada de Morgan. Colocó la punta bajo el faldón que llegaba al suelo y otra vez se movió la muñeca, haciendo que la filosa hoja cortara la prenda hasta la cintura. Le hizo señas al sacerdote para que se pusiera de pie, y cuando el hombre lo hizo, visiblemente asustado, se adelantó y arrancó la sotana de su cuerpo. Debajo tenía otra prenda de lienzo que cedió obediente al furioso tirón de Morgan.

    El suspenso de la muchedumbre se tornó en risa, e incluso Morgan sonrió, porque ahí, sostenida por las huesudas piernas del sacerdote, había un cáliz de comunión forjado en oro, con incrustaciones de piedras preciosas que reflejaban los rayos del sol que iluminaban su escondite. La hermosamente tallada copa que había contenido el cuerpo y la sangre de Cristo era ahora receptáculo del órgano y los testículos de un horrorizado monje agustino.

    El cáliz fue recuperado de su precario escondite y Morgan se maravilló de su exquisita manufactura y del modo en que los rubíes y esmeraldas estaban incrustados en el oro. Pensó que esta era la pieza más valiosa que se podía encontrar en el poblado, y se congratuló por su mente suspicaz que lo había guiado al descubrimiento.

    Capítulo 5

    En las dos semanas siguientes, los piratas se condujeron, sin excepciones, del modo más cruel imaginable. Los lugareños fueron torturados hasta que revelaron los escondites de sus objetos valiosos, las mujeres, violadas y la resistencia significaba la muerte. Partidas de piratas comandaron pequeños botes persiguiendo a quienes escapaban con valores a las islas de Taboga, Perico y Flamenco, en donde despojaron a los refugiados de los valores que habían tratado de salvar y asesinaron a todos aquellos que se negaron a revelar la ubicación de sus pertenencias.

    Morgan, astutamente, se guardó de intentar que sus hombres abandonaran estas terribles prácticas. Sabía que cuando se cansaran del

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