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Al paso de la Novena Luna
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Libro electrónico248 páginas3 horas

Al paso de la Novena Luna

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David Langelier regresa a Quebec tras cinco años de exilio. Dado de baja con honores de las Fuerzas Armadas canadienses, se convierte en minero en Abitibi, su tierra natal. En el fondo de una mina de oro, mantiene su corazón en la superficie, con Nicole, de la que está locamente enamorado. Los matones se interponen en su relación, y un nativo, Pijeense, un ojibway del lago Nipissing, acude en su ayuda. Pero la desgracia vuelve a golpear: el cáncer amenaza a la joven madre. Aunque David es un antiguo militar, la noticia le asusta, pero pronto decide enfrentarse a la enfermedad con Nicole y su hija, la pequeña Jessica. Queda por ver cómo superará el trío el calvario...

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento30 abr 2021
ISBN9798201837549
Al paso de la Novena Luna

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    Al paso de la Novena Luna - Yves Patrick Beaulieu

    Au passage de la neuvième lune

    ABITIBI

    ISBN 978-1-312-97064-9

    ––––––––

    À ma douce Nicole

    PRÓLOGO

    ––––––––

    Aquella noche, una lluvia torrencial se desplomaba sobre el empedrado de la base militar de Downsview. El hombre encargado de su equipaje, caminaba pesadamente a través de las ráfagas de viento. Era alto, delgado y parecía un muerto viviente en esta noche oscura que envolvía la mayor parte del suburbio norte de Toronto. El hombre paró un instante, tiempo de desdoblar el cuello de su impermeable. Volviéndose, arrojó una última mirada a la base, suspiró y volvió a caminar hacia la salida Dos horas antes, el Hércules- avión de transporte que remontaba a los años sesenta- sin rebotar, había aterrizado sobre la pista. Había dejado al militar sobre la plaza desierta y vuelto a partir en dirección de Trenton, su puerto de origen. Un auto no identificado había aparecido, los faros apenas visibles, y lo había conducido inmediatamente a la recepción de la base. El oficial de guardia le había entregado un sobre sellado y la había hecho firmar varios documentos. "¡Buena suerte! le había dicho, luego del saludo obligatorio y sin mediar otra palabra volvió a su televisor que se encontraba en la esquina derecha de una habitación espartana.

    El soldado David Langelier estaba acostumbrado a este tipo de recibimiento. En cinco años de vida militar, yendo y viniendo de una base a otra, desde el Atlántico hasta el Pacífico, nunca había encontrado la cálida bienvenida a la cual podríamos tener derecho en la vida civil.

    El profesionalismo de los burócratas militares era más a menudo que nunca, exasperante, dada la rigidez de la estructura de la armada.

    Así que, entre la carrera en el seno de las fuerzas canadienses y la vida civil, pensó el hombre, la elección había sido fácil. Cansado de los riesgos y de los viajes inherentes, deseaba ahora encontrarse en los bosques de Abitibi; la tranquilidad de su rincón del país le sería saludable y beneficiosa.

    Una lluvia helada, más fuerte que la anterior, vino y le golpeó la cara.

    Su región natal de desvaneció y se convirtió en no más que un recuerdo en el corazón de la tormenta que había afrontado hasta ahora sin darse cuenta.

    Las calles Keele y Sheppard aparecieron al fin ante los ojos del viajero. Se dirigió apresuradamente a la parada del autobús y se dirigió al fondo de una cabina vidriada con el fin de esperar el autobús. Era viernes y el tráfico denso pero aun así, rápido, invadía las calles de la ciudad.

    Al cabo de diez minutos, un autobús lleno de gente se puso frente a él. Rápidamente tomó su equipaje y se precipitó adentro. Veinte minutos después bajó frente a una boca de estación de metro y siguió al grupo de pasajeros por los recovecos subterráneos de la estación Sheppard.

    Media hora transcurrió bajo tierra.

    Volvió a aparecer en la esquina de la calle Dundas-en el centro de la ciudad de Toronto-, en la intersección de la calle Yonge y se dirigió hacia el barrio chino, donde sabía encontrar la terminal de autobuses.  Mientras caminaba, de repente, se dio cuenta que durante mucho tiempo había extrañado su hogar. Por tanto, en algunas horas estaría en medio de un mundo casi olvidado; volvería a oír el francés dondequiera que fuera. Este pensamiento lo hizo sonreír.

    *    *

    El chofer del autobús Greyhound había tomado la salida norte de la autopista 401y se escabullía  mal que bien hacia la vía rápida. Sentado en la parte trasera del vehículo, el ex soldado observaba desde hacía un rato ya, las caricias que intercambiaba una joven pareja sentada a dos asientos de distancia. A los veintidós años el joven no había conocido realmente un amor verdadero. Por eso envidiaba los apasionados gestos de ternura que animaban el silencio del Greyhound. Era por temperamento un solitario.

    El alma cerrada sobre sí misma, había dejado a este ser sumergido en la oscuridad una buena parte de su vida. Abandonó a la pareja para volver la mirada hacia paisaje nocturno y no pudo reprimir la ansiedad que lentamente se apoderó de él desde su llegada a Downsview. Había estado allí, al acecho estas últimas semanas, ahora mientras se acercaba al Abitibi- Temiscamingue se extendía por toda la superficie de su conciencia. A lo largo de los kilómetros, esta omnipresencia se transformó en una tensión casi invencible. Nervioso, no pudo dormir. Permaneció despierto hasta que llegó el amanecer para recordarle que estaba ya, a medio camino de su objetivo. Afuera, un resplandor de rocío inundaba la tierra haciendo resaltar las formas de las casas a lo largo de la cinta negra del asfalto.

    La ciudad de North Bay se asomaba en el horizonte, bañada por los débiles rayos de un sol de fin de octubre. Aquí se llevaría a cabo la transferencia. En tan sólo cuatro horas, Rouyn- Noranda, la ciudad más grande del noroeste de Quebec estaría bajo sus pies.

    *  *  *

    CAPÍTULO

    PRIMERO

    La había estado siguiendo con la mirada durante diez minutos incapaz de entablar una conversación porque  le quitaba el aliento. De una belleza singular, pequeña y bien proporcionada, tenía una tez bronceada que hacía resaltar sus enormes y hermosos ojos pero cuyo brillo indicaba melancolía, que se deseaba comprender y luego retirarla.

    Estaban solos en la sala trasera del club.

    Él, sentado en el mostrador circular, en uno de los tres taburetes que se encontraban a la izquierda de la caja en el fondo del bar. Ella estaba de pie, del otro lado, a la derecha de la caja limpiando silenciosamente los vasos. Después de un rato ella giró la cabeza hacia él, sorprendiendo su mirada y le dio una ligera sonrisa. David Langelier, en un esfuerzo supremo, respiró profundamente y esbozó una sonrisa que esperaba fuera bastante clara.

    ¿Hace mucho que trabaja aquí? murmuró, con la impresión de tropezarse con las palabras.

    La camarera apoyó un último vaso sobre la bandeja que estaba pegada a la caja registradora y satisfecha, vino a pararse frente a él. Relajada ella respondió: « Me puedes decir  si quieres. No me gusta decir usted Y, agregó: No, comencé hace dos años. Y tú, ¿es la primera vez que vienes aquí?

    - A decir verdad, la primera vez fue hace tres años cuando estaba de permiso.-

    - ¿Eres militar?- preguntó intrigada.

    Había notado su cabello corto y bien tallado.

    Ya no. Terminé mi parte del contrato hace una semana. Estoy buscando trabajo.- Terminó su respuesta con una ligera sonrisa, mucho más dispuesto a mantener la conversación y retomó con ansias: -Todos los días desde que llegué a Rouyn, me presento en la oficina de la mina y cada vez la secretaria me recibe diciendo:

    -No hay contratación esta mañana. Pero vuelva mañana, nunca se sabe.-

    Había dicho esto imitando perfectamente la voz chillona del empleado de la oficina. La joven mujer estalló en una risa contagiosa revelando de golpe una serenidad que hasta ahora nunca antes había creído presente. David Langelier sintió de repente la necesidad de decirle lo hermosa que le parecía pero se retuvo, so pena de parecerle ridículo.

    Era tan simple, tan natural.

    Entonces se hizo el silencio. En este intervalo ella lo miró fijamente, notando la profundidad de sus ojos de jade. Esos ojos que parecían desnudarle el alma. Se agitó ligeramente, incómoda bajo esta mirada penetrante. Sintió su consternación y giró la mirada hacia la hilera de botellas emplazadas detrás de ella, sobre un estante de vidrio colocado sobre las puertas de un pesado refrigerador nuevo.

    -¿Me puedes dar otra cerveza, por favor? -preguntó, cortés, con el fin de romper el silencio incómodo que parecía instalarse.

    - Ss...sí - dijo, contrariada por la mirada clara del joven. Se dio vuelta para abrir el refrigerador.

    Una mujer en el cuerpo de una joven adolescente...

    Tuvo la idea de pedirle el título de su canción preferida. De espalda, contestó: -La canción de la Inocencia. Sabes, ¡la que Gérard Lenormand canta tan bien! - Sin saber de qué canción podría tratarse, contestó de todas maneras, en un tono jovial: - ¡pues bien! ¡Vamos por la canción de la Inocencia! -se dirigió hacia la escalera que llevaba a la sala grande del Club. Echó un vistazo al lugar. Sólo una rocola, una mesa de billar y algunas mesas dispersas ocupaban el suelo. De repente, oyó detrás de él: -¡Prueba el número: uno-dos-siete! ¡Creo que es eso! -

    Así pasaron el resto de la tarde conversando y escuchando música, en una atmósfera mucho más ligera. Con el correr de las horas, descubrieron el uno en el otro, afinidades particulares. Las canciones se sucedieron en medio de los silencios causados por sus voces, a veces mudas, a veces vibrantes. Pero demasiado pronto, los asiduos del lugar comenzaron a llegar, llenando los espacios con sus presencias invasivas. David se quedó sentado en el mostrador y en un mutismo reservado, observó discretamente a los pocos clientes que charlaban con su nueva amiga.

    La mayoría d los trabajadores eran obviamente mineros que terminaban su turno y que, de las mil y una cosa que conformaban su vida cotidiana, elegían hablar de su jornada que acababan de realizar bajo tierra.

    A veces, mientras nadie acaparaba a la joven, ella miraba en dirección del antiguo militar, sonreía, y luego volvía a sus quehaceres. El sonido de la rocola había sido remplazado  por un bullicio constante de discusiones mezclado con el ruido de los vasos chocándose.

    Como la atmósfera ya no era la misma de antes, David se levantó, eludió la caja registradora a su derecha se paró silencioso delante de la joven mujer, que inclinada, estudiaba con atención un recibo cualquiera. Eres tan hermosa- pensó. Contempló una última vez los labios femeninos, sensuales y plenos, la punta de la nariz, derecha y un poco respingada. Impregnándose de cada uno de sus rasgos, cada curva ofrecida a su mirada, así superó su espera.

    Al cabo de un instante,  volvió a levantar la cabeza.

    - ¿Te vas?

    - Sí.

    - ¿Volverás?

    - Seguramente no, dijo, mitad en serio, mitad bromeando.

    - ¿Ah non? ¡Entonces, adiós! Y sobre todo, cuídate.

    - De acuerdo, Nicole. Eso haré. ¡Hasta la próxima!

    Un cliente se acercó al mostrador. Nicole se alejó, visiblemente molesta por esta intrusión súbita.  David aprovechó esta interrupción, le sonrió por última vez y se dirigió a la salida del Club.

    Ella no le quitó los ojos de encima hasta que cruzó el umbral de la puerta vidriada. Algo en lo más profundo de su ser le dijo que lo volvería a ver a menudo. Un perfecto desconocido, unas horas antes, había invadido su universo sin esfuerzo, con una facilidad desconcertante. « ¿Pero quién eres tú para trastornarme así? » pensó, nerviosa. La trastienda estaba llena de gente: Ella sentía un vacío inexplicable...

    Sin embargo, otro cliente, un señor muy mayor esta vez, se había acercado al mostrador sin hacer ruido. Suavemente tendió la mano y tocó el brazo inmóvil de la joven. Se sobresaltó pero, al verlo se calmó al instante. Le hizo un gesto para que acercase su cara, lo cual hizo sin dudarlo.

    Le murmuró al oído: -Tú, mi pequeña Nicole, estás soñadora. ¿Verdadero o falso? 

    - ¿Soñadora, yo? ¡Por supuesto que no! -se ofuscó, con un tono que mostraba conmoción.

    - Sí, sí: O estás soñadora o algo o alguien te hizo bien,- respondió, dejando de lado el descontento de la joven.

    - ¡Señor Descary! ¡Usted no tiene derecho a leer mis pensamientos!

    Se notaba que no admitiría ninguna réplica.

    - Pero no leo tus pensamientos, Nicole. Está escrito en tu linda frente. Y lo que leo, me muestra solamente que has tenido una bella tarde. ¡Créeme, no hay nada de malo en eso! Llevó su mano al rostro de Nicole y, con la punta del dedo índice, rozó su sedosa mejilla. Une leve sonrisa se dibujó en los labios de la joven.

    - ¿Me puedes dar otra « ginebra », por favor? 

    Asintió con la cabeza y al mismo tiempo se dio cuenta que el anciano necesariamente se había dado cuenta de la presencia del joven. Era su costumbre llegar temprano; era tan tranquilo que a menudo, olvidaba su cercanía.

    - ¿Cree usted que le gusté? dijo, buscando la verdad bajo las cejas blancas del anciano.

    - ¿A quién se lo dices? ¡Sigo esperando mi trago!- gritó, con un aire falsamente acusador.

    Nicole, que hasta el momento había quedado prendida a los labios del hombre, le hizo una mueca exagerada y le sopló un beso que envió con la palma de su mano. Él dio un paso atrás, abrió los ojos y se frotó la mejilla para mostrar que había recibido el regalo invisible.

    - ¡Y no olvides agregarle miel a mi ginebra! - dijo, recuperando su seriedad habitual.

    *

    En ese otoño de 1989, Abitibi se encontraba lista para recibir al invierno nórdico.

    Situada en las fronteras de la provincia de Ontario, y ocupando buena

    parte del noroeste de Quebec, la región se veía particularmente mimada por la estación muerta. El manto blanco del invierno podía cubrir la región por más de seis meses al año y la gente de aquí ya estaba acostumbrada.

    Un ser, sin embargo, había perdido el hábito de este clima y tenía dificultades para reconocerse. La frialdad del viento golpeaba su rostro y le recordaba ahora todo el rigor de los días venideros. Aquella noche, en el borde del parque Trémoy, sentado en uno de los numerosos bancos que bordean el lago Osisko en pleno centro de la ciudad de Rouyn- Noranda, David Langelier recordaba el invierno d’Abitibi. Llevaba una chaqueta de cuero de aspecto costoso pero elegante sobre un suéter de lana beige que subía hasta el mentón.  Un escalofrío recorrió su cuerpo. Levantó el cuello de su chaqueta y deslizó sus manos en los bolsillos de sus vaqueros descoloridos, más consciente que nunca del cambio de temperatura. En este parque que lo había protegido de las miradas durante sus primeros encuentros amorosos, revivía los momentos de su pasado con un pellizco en el corazón. Más temprano, había vagado por el parque. Había permanecido contemplativo toda la tarde frente a la ciudad que rodeaba con sus brazos de hormigón casi la mitad del lago, allí donde las orquestas actuaban en los días de verano.

    Luego se había detenido en el mirador situado en el extremo y había observado cómo los últimos coches se escabullían en una densa niebla. Había llegado la noche y había vestido con su velo misterioso, la ciudad dormida. Había vuelto a su banco y sumergido en su reflexión, había olvidado el paso del tiempo. Ahora, cuando otro día se perfilaba bajo las tinieblas, soñaba con  el futuro. Éste se mostraba cargado de incertidumbres. Habían transcurrido cinco años desde su partida al extranjero. En ese rudo capullo que había sido la vida militar, no había tenido tiempo de pensar en el día en que volvería a ser un simple civil. Ahora tenía que redescubrir la existencia que había sido suya. ¿Pero quién querría un artillero? ¿De qué le serviría esta profesión en un mundo donde reinaba la paz? Era cierto, él sabía luchar, ¿ero de qué le serviría a esta hora? A lo sumo, para defender las puertas de un hotel. Había previsto trabajar en una empresa de seguridad como la « Brinks », una agencia que se ocupa únicamente del transporte de dinero de instituciones bancarias, el salario que le habían ofrecido, era menos de lo esperado. Arriesgar su vida por algunas monedas: ¡mejor unirse a la Legión Extranjera y vivir una vida de acción! Pero estaba cansado de la violencia.

    Las minas de la región seguían siendo la única salida conveniente. Sin profesión, era una manera de llegar a vivir decentemente. Los salarios eran elevados y las minas, numerosas. Antes, había probado suerte en la División Horne de la compañía Minerales Noranda, pero sin éxito. Sin embargo, había que seguir ese camino. Continuaría explorando esta ruta ya que era más o menos, la única manera de entrar en el mercado laboral cuando no se poseía ni oficio, ni profesión. Por supuesto, la opción era fácil cuando no se conocía  lo que se ofrecía en términos de empleo en una región que ya no reconocía. Levantó los ojos cansados hacia el horizonte. Vio el sol salir majestuosamente por encima de la península para hacer brillar sus pálidos rayos sobre el espejo líquido que se extendía frente a él. Subyugado por la belleza del amanecer, presenció el paso del rocío, notando los tonos pastel superponiéndose a la estructura de los edificios. El parque ahora, se mostraba real, ahogado por la luz astral filtrando los árboles desnudos. La verdad, es que este espectáculo le aportó fuerzas y esperanzas renovadas.

    Los rasgos de su rostro se relajaron un poco, como si hubiera sido reconfortado por una presencia indistinguible. Una pequeña voz se elevó en su mente: « Lo lograrás, lo lograrás... » Levantó su mano derecha e hizo pasar sus largos dedos en una cabellera espesa y negra. Somnoliento, se puso de pié, duro de frío y con un andar poco seguro, se dirigió lentamente hacia el centro de la ciudad de Rouyn-Noranda.

    *  *

    Al pie de las colinas de Kékéko, a menos de diez kilómetros al oeste de Rouyn-Noranda, el apacible lago de Beauchastel estaba cubierto de niebla.

    Fue en esta naturaleza semisalvaje donde Bertrand Langelier había elegido unos años antes construir su casa y vivir su jubilación. Estaba sentado en los escalones de su casa de campo y contemplaba la extensión líquida con una mirada distraída. Vestido con una camisa de cuadros rojos y negros y pantalones de lona marrones, se parecía a los leñadores de la época colonial; sólo faltaban los zapatos de buey de la época. Era un anciano apuesto. El rostro con la barbilla cuadrada estaba casi libre de arrugas, dando la impresión de un pasado desprovisto de problemas. Tenía una frente alta y clara que descansaba sobre unas cejas gruesas y tupidas. Bajo ellos, unos ojos negros y brillantes miraban a un petirrojo que se esforzaba por arrancar un gusano que se había acercado demasiado a la superficie de la tierra.

    El hombre sacó del bolsillo de su camisa una pipa casi tan vieja como él, la acarició durante mucho tiempo con los ojos y finalmente se decidió a encenderla. Un momento después,

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