Daisy Miller
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La historia comienza con el encuentro de dos norteamericanos en un hotel de la rígida y puritana Ginebra: un diletante que parece no decidirse por nada, expatriado en Europa, y una espontánea, coqueta y rústica heredera en viaje «cultural» con su familia. Ambos se sienten atraídos pero el joven Winterbourne reprime su interés ante el prejuicio de sus parientes y amistades por pertenecer Daisy a «la clase de norteamericanos que tenemos el deber de no aceptar». Se da la voz de alarma entre el arribista círculo social de norteamericanos establecidos en Europa y, por su indecisión, Winterbourne es también arrastrado a la implacable respuesta de esta moral colectiva que rechaza a Daisy Miller.
Ya en la distendida Roma, suceden nuevos acontecimientos y reacciones, y el lector se ve involucrado en desentrañar cómo Daisy encaja los distintos golpes que recibe, y cómo Winterbourne se debate entre la pusilanimidad, la culpa, el remordimiento y las ansias de entregarse a ella. Con maestría, James los retrata a ambos en una serie de toques finos, delicados y ambiguos, y traza figuras inolvidables. Daisy Miller —«una mínima mancha de color en movimiento», según afortunada expresión de Sergio Pitol— es una de las mejores figuras femeninas que narró James y penetra en su vida interior, en la profundidad de su decepción. Y Winterbourne encarna una de las características centrales de los personajes de James: la renuncia a sus impulsos vitales por no quebrantar las pesadas reglas sociales que los asfixian.
Los norteamericanos de su época pensaban que James mostraba su preferencia por Europa, pero posteriormente se le reconoció que más bien predominaba en sus novelas una visión negativa de esta, y que su cultura y refinamiento no estaban por encima de los valores humanos. Prueba cierta de esta sensibilidad de James es Daisy Miller.
«Desde luego en su obra, toda bajo el signo de la elusividad, de lo no dicho, de la esquivez, Daisy Miller se nos aparece como uno de los relatos más claros, con el personaje de una muchacha llena de vida, que explícitamente aspira a simbolizar el desprejuicio y la inocencia de la joven Norteamérica. Y sin embargo es un relato no menos misterioso que los demás de este introvertido autor, siempre entre la luz y la sombra».
Italo Calvino
Henry James
Henry James (1843–1916) was an American writer, highly regarded as one of the key proponents of literary realism, as well as for his contributions to literary criticism. His writing centres on the clash and overlap between Europe and America, and The Portrait of a Lady is regarded as his most notable work.
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Daisy Miller - Henry James
Daisy Miller
COLECCIÓN
GABINETE DE ILUSTRADOS
HENRY JAMES
Daisy Miller
Ilustraciones de
Harry W. McVickar y
Gustave Nebel
Traducción de Óscar Luis Molina
Las ilustraciones en blanco y negro incluidas en este libro fueron realizadas por el artista Harry W. McVickar para una edición de 1902.
Las nueve ilustraciones en color, además de la ilustración de portada,
son de Gustave Nebel para una edición de 1969.
En caso de haber derechos vigentes de las ilustraciones, los derechohabientes pueden dirigirse a la editorial para recibir las regalías que correspondan.
Daisy Miller
© Henry James, 1878
© De la traducción: Óscar Luis Molina, 2021
© Tres Puntos Ediciones, 2021
(Escrituras Verticales SL)
Calle Felipe IV 3, 3ª izquierda. 28014 Madrid
Derechos exclusivos para todos los
territorios de lengua castellana
www.trespuntosediciones.es
hola@trespuntosediciones.es
ISBN E-pub: 978-84-17348-38-0
Diseño y maquetación: Pablo Barraza B.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio,
ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin
autorización previa del editor.
PRIMERA PARTE
En la pequeña ciudad de Vevey, en Suiza, hay un hotel especialmente confortable. En realidad, hay muchos hoteles: entretener a los turistas es el negocio de un lugar que está situado junto a un lago notablemente azul, un lago que todo turista debiera visitar. En la zona costera hay una serie de establecimientos de esta clase, de todas las categorías, desde el «gran hotel» a la última moda, con fachada de blanco impecable, cien balcones y una docena de banderas flameando en la techumbre, hasta la pequeña y antigua pensión suiza con su nombre inscrito con letras de aspecto alemán sobre una pared amarilla o rosa y una curiosa glorieta en un ángulo del jardín. Sin embargo, uno de los hoteles de Vevey es más famoso, clásico incluso, y se distingue por su atmósfera de lujo y por la enjundia de muchos de sus vecinos recientes y quizás advenedizos.
Los viajeros estadounidenses son extremadamente numerosos durante el mes de junio en esta región. Se podría decir, en la práctica, que Vevey asume en este lapso algunas características de un balneario norteamericano. Hay vistas y sonidos que evocan una imagen, un eco, de Newport y Saratoga. Hay un revoloteo aquí y allá de «estilizadas» jovencitas, un susurro de volantes de muselina, un resonar sin pausa de música bailable al despuntar el día y en todo momento el estruendo de agudo vocerío. Recibes estas impresiones en la excelente posada, casi hotel, Les Trois Couronnes, que te traslada con la imaginación a la Ocean House o al Congress Hall. Pero se debe agregar que en Les Trois Couronnes hay otros rasgos que la diferencian notoriamente de lo sugerido: impecables camareros alemanes, que parecen secretarios de embajada; princesas rusas sentadas en el jardín; niñitos polacos caminando por ahí, sujetos de la mano, con sus cuidadoras; la visión de la soleada cresta del Dent du Midi y de las pintorescas torres del Château de Chillon.
Desconozco, por supuesto, si aquellas analogías o estas diferencias afectaban la mente de un joven estadounidense que hace dos o tres años, sentado en el jardín de Les Trois Couronnes, contemplaba en su entorno, más bien distraído, algunos de los simpáticos objetos que he mencionado. Era una hermosa mañana de verano y, fuera como fuera la manera del joven de mirar las cosas, estas le debieron de parecer encantadoras. El día anterior había llegado en barco desde Ginebra, durante mucho tiempo su lugar de residencia, a visitar a su tía, que se alojaba en la posada digamos que definitivamente hotel. Pero a su tía le dolía la cabeza —casi siempre le dolía la cabeza— y entonces permanecía encerrada en su habitación, oliendo alcanfor; así que él disfrutaba de la libertad de pasear sin prisa.
Tenía unos veintisiete años. Cuando sus amigos hablaban de él, solían decir que estaba «estudiando» en Ginebra; cuando lo hacían sus enemigos, decían... Pero en realidad no tenía enemigos; era un personaje excepcionalmente amistoso, estimado por todo el mundo. Lo que debiera decirse sencillamente es que cuando ciertas personas hablaban de él afirmaban que la razón por la que pasaba tanto tiempo en Ginebra era su extremosa devoción por una dama que allí vivía —una dama extranjera—, una persona mayor que él.
Muy pocos norteamericanos —en realidad creo que ninguno— habían visto a la dama, sobre la que corrían algunas singulares historias. Pero la pequeña metrópolis del calvinismo hacía mucho que atraía a Winterbourne. Allí le habían puesto en el colegio y más tarde allí había asistido a la universidad, circunstancias que le llevaron a establecer allí gran cantidad de amistades de juventud. Y mantenía muchas, lo que le satisfacía en gran medida.
Después de golpear a la puerta de su tía y enterarse de que estaba indispuesta, paseó un tiempo por la ciudad y enseguida regresó a tomar su desayuno. Ya había terminado, pero estaba bebiendo una tacita de café que le había servido uno de los camareros que parecía un attaché en una pequeña mesa del jardín. Cuando terminó el café encendió un cigarrillo. En ese momento se le acercó un niño, un golfillo de nueve o diez años, diminuto para su edad, pero con una fisonomía que mostraba extraña madurez en una pálida constitución de minúsculos rasgos afilados. Vestía pantalones cortos y medias rojas que permitían entrever sus delgadas piernas; llevaba una brillante corbata, también roja, atada al cuello y en la mano un largo bastón de montaña cuya aguzada punta clavaba en todo lo que iba teniendo a su alcance —en los parterres, los bancos del jardín, las colas de los trajes de las señoras—. Hizo una pausa enfrente de Winterbourne y lo contempló con un par de ojillos penetrantes.
—¿Me convidas a un poco de azúcar? —preguntó en un tono duro y con una vocecilla penetrante, inmadura pero de algún modo nada joven.
Winterbourne miró de reojo la mesita que tenía cerca y su servicio de café, y vio que había allí varios terrones de azúcar.
—Sí, puedes tomar uno —respondió—, pero no creo que el azúcar sea buena para los niños pequeños.
Este niño pequeño se adelantó y seleccionó cuidadosamente tres fragmentos de la codiciada golosina, dos de los cuales sepultó en un bolsillo de sus pantalones cortos; el tercero desapareció pronto donde más le apetecía. Instaló el bastón de montaña, a modo de una lanza, en el banco de Winterbourne, e intentó romper con los dientes el terrón de