Ahedo de las Pueblas. 2 de agosto de 1937.
No hubo tiempo para reaccionar. Cuando Acacia, la anciana vecina de Anselmo y Matilda, golpeó su puerta, ya era demasiado tarde. Aquella docena de hombres armados sorteó con rapidez los escasos metros que les separaban, apartando sin miramientos a la encorvada viejecilla, que maldijo entre lamentos la lentitud de sus ya cansadas piernas. El más grueso de ellos, un hombre no demasiado alto, de barba poblada y conocido como sargento Bezana, exigió con firmeza al asustado anciano que bloqueaba la puerta la presencia inmediata de su único hijo varón.
Un mareo sacudió a Matilda, que cayó de rodillas, temblando y suplicando entre lágrimas que se fueran a otra casa. Una seca patada dejó a la mujer tendida en el suelo; después, la ronca voz del sargento insistió en su mandato. Anselmo, apretando los dientes, se agachó para ayudar a su esposa, que lloraba rota, no tanto por el dolor físico como por el emocional. Otro joven armado, tal vez sintiendo algo de compasión, se acercó para levantarla susurrando: “También nosotros tenemos madre”.
En ese instante, , el joven de la familia, de diecisiete años recién cumplidos, apareció en la puerta. “Coge tu escopeta de caza y toda la munición. Mete en un morral la ropa que puedas y, si tienes, otro calzado. Las noches son frías en estas montañas. Date prisa”, exigió el sargento Bezana con frialdad. Sin tiempo para abrazos o despedidas, aquel “ejército” de trece hombres se