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Ulises en San Juan
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Ulises en San Juan
Libro electrónico210 páginas3 horas

Ulises en San Juan

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Ulises en San Juan relata la relación entre Wolf, un judío sobreviviente de un campo de concentración, que llegó a Puerto Rico para tratar de reconstruir su vida otra vez, y Carmen, una drogadicta. La novela se sitúa en 1980, y lleva al lector por un viaje al bajo mundo de San Juan, y a otras partes de la isla para conocer a los deshonestos, a los honestos y a los personajes profundamente humanos. El tema de la supervivencia se extiende a Stevie Díaz, un joven neorrican, que acaba de volver a la isla y busca, a través de su escritura, encontrar en dónde está verdaderamente, y a Doris Jackson, que se mudó a la isla para escapar de un esposo agresivo.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento13 jul 2020
ISBN9781071552667
Ulises en San Juan

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    Ulises en San Juan - Robert Friedman

    ULYSSES IN SAN JUAN

    BY ROBERT FRIEDMAN

    -

    Una noche que volví a mi casa después de una caminata, no dormía muy bien, alguien esperaba junto al bloque de departamentos donde vivía. El tipo no estaba ahí para saludarme.

    Me saltó con una navaja resplandeciente en sus manos y una mirada desenfocada. Me apuntó el filo de la navaja en la garganta y me ordenó que le diera todo mi dinero. Creo que tenía cincuenta centavos en monedas. Mi cartera estaba arriba.  Estaba a punto de darle mi reloj cuando lo reconocí.

    —¿Billy Greene?

    Era el muchachito que solía trabajar para mí como mensajero durante unos seis meses hasta que un día no apareció más. Alto, delgado, un chico guapo con un peinado afro que le sumaba unos veinte centímetros a su metro ochenta. Cuando empezó a trabajar en tienda, estaba bastante cruel con todos, incluso conmigo, pero luego se fue aflojando con la mayoría de los que trabajábamos ahí. La tienda tenía un taller grande en el fondo, donde arreglábamos e incluso fabricábamos joyas. Después de un tiempo, me contó que tomaba clases de piano y que esperaba ingresar a Escuela Julliard. Solíamos hablar de música.  Una vez lo invité a mi departamento, a un par de cuadras de la tienda, Miriam preparó la cena y nosotros escuchamos discos y le presté un LP de Rubenstein.

    Cuando dije el nombre, movió la cabeza bruscamente hacia un costado y giró para mirar hacia atrás antes de darse cuenta de quién lo estaba llamando. Se puso nervioso y comenzó a temblar. Parecía que iba a disculpar, pero todavía tenía la navaja en mi cuello. Contuve la respiración.

    Finalmente, alejó el cuchillo y lo dejó caer con su mano.

    —No sabía que eras tú —, dijo y sacudió la cabeza como si estuviera diciendo a sí mismo que no podía hacer nada bien.

    —¿Cómo van las clases de piano? —Pregunté.

    —Soy un drogadicto ahora —, contestó como si tenía que explicar por qué iba a robarme.

    Le pregunté si quería subir a mi departamento a tomar un café, pero se negó. Estaba a punto de irse cuando dijo:

    —¿Puedes prestarme algo de dinero? Ahora que sé donde vives, te lo devolveré.

    Le contesté que solo tenía unas monedas y lo volví a invitar a subir, diciendo que daría el dinero ahí. Quería sentarme y conversar con él para ver si, quizá, había algo para ayudarlo.

    —Esperaré aquí —, dijo—. ¿Puedes prestarme veinte?

    Subí y busqué el dinero. Cuando bajé, se había ido. Di una vuelta a la manzana, pero solo vi rostros fríos y solitarios de neoyorquinos que deambulan a las dos de la mañana; ninguno de ellos era el joven que aspiraba a ser pianista de conciertos.

    Un mes después, harto de todo el delito —mi tienda había sido asaltada por tercera vez— dejé la ciudad para irme a Puerto Rico. Miriam y yo habíamos estado un par de veces a fines de 1950 y 1960. En aquellos días, era un paraíso —para los turistas al menos. Decidí que me iba a mudar a Puerto Rico para empezar de cero, otra vez.

    El día que me marché a Puerto Rico, nevaba. Los copos de nieve caían como grandes retazos de encaje. Era hermoso ver nevar. Pero no podía evitarlo, pensaba en cenizas. Pensaba en cenizas y en las personas que quiero y que pierdo.

    UNO

    Sábado temprano por la mañana y estaba sentado en el balcón de mi departamento sobre Plaza Colón, tomando una taza de café negro. Tres cruceros iban a amarrar y quería abrir antes que otras tiendas para acaparar primero turistas. En la plaza, los colectivos estaban poniendo en marcha y ahogaban el gorgoreo de los pájaros en los árboles. Un par de personas estaban sentadas en los bancos leyendo el diario mientras esperaban que los conductores de los colectivos abrieran sus puertas. El dueño de la pequeña cafetería de abajo barría la calle frente a su local.

    Afuera, el sol se hacía sentir en mi cuello. Ninguna de las tiendas para turistas en la calle San Francisco estaba abierta todavía y había solo un par de autos dando vueltas. Pasé por la iglesia San Francisco. Las amplias puertas de madera estaban abiertas. Adentro había unas cinco o seis personas arrodilladas y pidiendo en susurros la ayuda de Dios, como si Él participa de lo que pasa acá abajo.

    El hombre con la pierna de elefante dormía sobre los escalones de la iglesia. Su cabecita redonda y afeitada descansaba contra un poste de cemento. Tenía los ojos cerrados con fuerza, como si duele dormir. La boca abierta le colgaba arrastrada por el labio inferior. Se podía ver una oscuridad de tono rosado y tres cositas verdosas partidas que solían ser dientes. Su pecho fuerte y grueso temblaba como si un pájaro atrapado ahí adentro estuviese tratando de salir.

    La pierna estaba sobre el escalón de abajo, los pantalones rotos en pedazos en un costado hasta el muslo. Parecía el tronco de un árbol infectado por un terrible hongo. Es cinco veces el tamaño normal y tiene grandes llagas que se extienden hasta los hinchados dedos del pie. La copa de su sombrero reposaba junto a la pierna. He visto turistas toparse con el hombre elefante, les extiende el sombrero, les inclina la cabeza y les gruñe algo que hace que los turistas se apresuren a dejarlo atrás. Algunos lucen ofendidos por tener que ver esa clase de imagen junto con los grandes y hermosos fuertes, y el brillante océano azul y las calles arboladas y las coloridas fachadas de estilo español en sus vacaciones.

    Crucé la calle que lleva al muelle de los turistas. Uno de los cruceros estaba llegando. A medida que se acercaba, el gigante frente blanco parecía que iba a rebanar el muelle y adentrarse por la calle, agrietando el pavimento y derribando los edificios. Por supuesto que eso nunca sucedió.

    Iba a llevar tiempo hasta que los turistas desembarcaran, así que me detuve en La Bombonera. El fuerte café puertorriqueño burbujeaba en la brillosa cafetera cubana plateada emanando vapor detrás del mostrador y ayudando con su aroma a despertarme un poco más. Me senté en una mesa cerrada y pedí jugo de naranja exprimido, un huevo pasado por agua, una tostada y otra taza de café, esta vez cortado con leche caliente.

    Después de un par de minutos llegó Slatsky. Vestía una guayabera blanca almidonada de mangas largas. La parte sin pelo de su cabeza ya brillaba de sudor y los rulos pelirrojos a los costados estaban mojados. Nos saludamos.

    —¿Vienes mañana? —Me preguntó.

    Slatsky me invita un par de domingos al mes a comer comida casera. Luego jugamos gin rummy, Slatsky y yo contra el hermano de Olga y su esposa, que viven al lado. El hermano es el socio de Slatsky en la joyería. Le dije que iba a ir. Empezamos a conversar sobre lo mismo de siempre: negocios y política y problemas cotidianos, sobre todo de últimos delitos y violencia, que empeora día día. Slatsky dijo que estaba harto de toda la inseguridad y la mentalidad latina, el próximo año iba a mudar a su familia a Israel. No lo tomé en serio, pero le dije buena suerte. Dijo que yo también debería irme para allí. Y yo contesté que estaba bien aquí.

    —No te aceptan del todo aquí, sabes ¿no? —Dijo Slatsky.

    Resoplé. Como si me aceptó en todos los otros lugares.

    —En Israel te aceptarán —, dijo Slatsky.

    —No molestarme. ¿A quién le importa? —Contesté.

    —Cuando los independentistas empiecen una revolución, te va a importar —, dijo Slatsky.

    —Nadie está empezando ninguna revolución —, dije —. No cuando hay vales de comida.

    —Sí, bueno, nunca se sabe —, dijo Slastky —. Con todas las huelgas y bombardeos que tuvieron aquí, cualquier cosa puede pasar. Tengo que pensar en mis hijos.

    —Seguramente ellos estén del lado de los revolucionarios —, le dije.

    Mis hijos no.

    —Lo mismo dijo el padre de Castro.

    Slatsky resopló. Luego llegaron algunos otros comerciantes, entre ellos Fernández, el cuñado de Slatsky. Fernández medía más de un metro ochenta y cuando se sentaba siempre cruzaba las manos sobre su enorme panza. Tenía los ojos cubiertos con grandes gafas de sol. Usaba mucho oro —brazalete de identificación, reloj, anillos y cadenas y medallas alrededor del cuello. Tenía un bigote finito y una cabeza muy grande con cabello negro ondulado.

    —¿Está listo, compadre, para perder todo su dinero jugando contra mí mañana a la noche? —Me preguntó.

    Hablaba de nuestro juego de gin rummy dominical; jugamos por monedas.

    —Si cree que puede, adelante —le contesté —. Pero no ande llorando si su esposa hace estupideces como la última vez.

    Inclinó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada estruendosa. Pasamos unos minutos más chicaneándonos y luego me fui para abrir la tienda.

    Cuando llegué, abrí la caja de seguridad y extraje las joyas de oro y las coloqué detrás del mostrador; fijé la máquina registradora con el dinero de las ventas del día anterior. Estaba quitando el polvo y acomodando las piezas del ajedrez cuando Stevie llegó.

    —Buenos días, Sr. Wolf. Ya casi termino con Nostromo, se la devolveré el lunes. Colonialismo en América Latina. Nunca podría pasar en Puerto Rico con Estados Unidos como nuestro gran hermano, ¿no? —Dijo con una gran sonrisa.

    —¿Qué tal si abres lo que llegó ayer y traes algunas de esas cosas? Como las estatuas de Haití, necesitamos un par más —, gruñí.

    —Sí, claro, chévere.

    Stevie subió las escaleras al depósito. Él es uno de mis cuatro ayudantes fijos. También tengo uno media jornada los sábados. Es un buen empleado y casi nunca falta o llega tarde. Es lo que llaman neorrican, significa que sus padres son de Puerto Rico pero él es nacido y criado en Nueva York. Habla una mezcla de español e inglés. Hace solo un año que está en Puerto Rico y trabaja para mí hace seis meses. Stevie tiene unos veinte años y se educó en las calles de Nueva York. Toma clases nocturnas en la universidad y le presto algunos de mis libros favoritos para que lea. Tiene eso bueno que tienen los neorricanos. Un espíritu fuerte pero no egoísta. Viene de adoptar las mejores cosas de Nueva York sin perder las mejores cualidades de ser puertorriqueño y de tratar todo el tiempo de mantenerse entero mentalmente. Esa es otra forma de sobrevivir cuando las cosas se vuelven en tu contra.

    Bernice entró cojeando.

    —¿Cómo está usted esta mañana? —Preguntó como todas las mañanas con esa sonrisa forzada que tienen tantos estadounidenses, la esbozan sin importar cómo se sienten, como si demostrar cualquier otra emoción que no sea felicidad es un pecado. Hasta usa una de esas insignias con una sonrisa y les desea a todos que tengan un buen día.

    Bernice cojea porque tiene un yeso en la pierna. Hace dos semanas que lo tiene. Y lo tiene porque su esposo la empujó por la escalera cuando la encontró con otro puertorriqueño. Tiene frases, dibujos y firmas garabateadas por el todo yeso. Un día, un chino que bajó de un barco vino al negocio y entonces hasta tiene inscripciones chinas a un costado del yeso.

    Bernice es una mujer grandota, de unos treinta años, con pecas y pelo que parece un alambre de cobre. No es poco atractiva excepto por los dientes, que son largos y torcidos y amarillentos. Siempre se separa del marido, ahora está viviendo con un tipo que es dueño de una despensa y que tiene esposa y seis hijos en otra casa. Para mí está bien siempre y cuando no traiga sus problemas a la tienda. Lo cual no es el caso porque siempre viene alguien a verla, ya sea su marido enojado o alguno de sus novios que se enojaron y alguien empieza a gritar y yo me enojo y los echo a todos, pero ella siempre regresa con esa sonrisa inestable, deshaciéndose en disculpas y aunque acabo de echarla, la vuelvo a tomar, no me preguntes por qué, porque la próxima vez no voy a hacerlo; se lo dije y sabe que no estoy bromeando.

    Bernice trabaja detrás del mostrador de bisuterías. Yo suelo trabajar el mostrador con oro y Doris Jackson el mostrador con plata. Stevie se encarga del depósito y atiende. Don Alfonso también atiende al igual que Carlos, el ayudante de media jornada, él también trabaja dando clase en la universidad. El Pájaro de Oro es una tienda de buen tamaño que además de vender joyería tiene regalos y suvenires, desde cosas típicas para turistas hasta artículos de primera clase. Ya hace siete años que tengo la tienda, desde que me vine en 1973.

    Justo cuando abrí las puertas para los clientes, llegó Don Alfonso. Detrás de él, Carlos. Con lo cual solo faltaba Doris Jackson, que solo ha llegado a horario un par de veces en todos los años en los que ha trabajado para mí.

    Don Alfonso, que tiene gota, se movía más lento de lo habitual esa mañana, arrastrándose con su almidonada guayabera blanca como si estuviera puliendo el piso con paño bajo sus zapatos. Su pecho redondeado, como el pecho de una paloma, y su gran cabeza en forma de huevo se veían demasiado pesados para sus piernas delgadas y chuecas. Quería indicarle que se sentara en la banqueta en el fondo hasta que llegaran clientes, pero es muy susceptible y solo se sienta cuando quiere. Don Alfonso es un par de años mayor que yo. Aunque no tiene mucho pelo, tiene una barba de candado y el poco pelo que le queda en la cabeza es negro, mientras que el mío es grueso y canoso y mi barba es cortita y gris.

    —¿Y... cómo estuvo anoche? —Le pregunté.

    —Como siempre —, contestó—. Gané o perdí un par de dólares, ya casi no recuerdo.

    Estábamos hablando de los casinos, que Don Alfonso visita prácticamente todas las noches. Cada vez que voy, que es una o dos veces por semana, lo veo en la ruleta.

    —Desde luego —, dijo —, cuando estaba en La Habana, las apuestas eran un poco más altas. Ganaba o perdía miles de dólares en un par de horas en las mesas. Ahora, claro, solo puedo jugar por monedas. Pero como usted es un hombre de mundo, compadre, estoy seguro que entiende mi dilema, es mucho más fácil perder una fortuna que una costumbre.

    Resoplé. Detrás de mí, Carlos soltó una risotada fuerte.

    —Otra vez la misma historia de cuan maravilloso era todo y de cuan ricos eran todos en La Habana antes de la revolución —, dijo Carlos—. Es una verdadera pena que haya tenido que entregar su fortuna a Fidel antes de abandonar Cuba para que él pueda gastarla estúpidamente en hospitales y escuelas para los pobres.

    Don Alfonso lo fulminó con la mirada. A Carlos se le tensó la piel de la cara. Se podía ver que la amplia sonrisa, que mostraba la mayoría de sus dientes, no era un sonrisa sincera. Luego agregó:

    —Este es un chiste que escuché ayer. Dos chuchos andrajosos se encuentran en la avenida Ashford. Los dueños de ambos son exiliados cubanos. El primer chucho dice, hombre, cuando vivía en Cuba, tenía un patio grande con mi propia cucha y me daban de comer carne todos los días, tú sabes. Me perfumaban y me ataban el pelo con cintas. Me bañaban tres veces al día, me daban huesos grandes y tenía un collar con diamantes. La otra criatura de cuatro patas, flaco y sarnoso contestó, eso no es nada, amigo. Cuando yo estaba en Cuba, ¡solía ser un pastor alemán!

    Don Alfonso sonrió disimuladamente. Le sonrió a Carlos y

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