Detective que oye boleros
Por Pancho Madrigal
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Así como su vida dio un vuelco para vivir situaciones intensas pero buscadas, al incipiente detective lo veremos unas veces aporreado, hambriento y desconcertado, otras feliz atisbando a Irasema, la muchacha a quien ama secretamente, o devorando con actitud canina los manjares que las calles le ofrecen, siempre bajo los requintos de guitarras y las voces melódicas de la música de bolero, que sin duda atempera su cómica existencia.
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Detective que oye boleros - Pancho Madrigal
MATO
Pepián y tacos tuxpeños
De niño fantaseaba yo mucho con la idea de algún día convertirme en investigador privado. Detective, se estilaba llamarles entonces. En mis aventuras imaginarias, aunque me llamo Juan Sánchez, me autonombraba Sherlock Bond (Sherlock, por el célebre personaje de las novelas de Conan Doyle, y Bond, por el popular 007 de las novelas de Fleming). Esa ilusión era seguramente alimentada por ciertas películas y algunos cómics de temas policíacos, y más tarde, en mi adolescencia, por las novelas negras que acostumbraba leer, de autores como Ellery Queen, Carter Brown, Mickey Spillane…
Cuando pasaron los años y se llegó el momento de buscarme una dedicación formal, remunerada, la severa y mezquina dama doña Fortuna me refregó en la cara que para lo único que alcanzaban mi anémico intelecto y mi interrumpida formación académica en la facultad de Letras era para ocuparme como redactor e impresor oficial de segunda en una pequeña imprenta de barrio que me contrató, temporalmente, con un sueldo casi humillante.
Mi talante indómito jamás se conformó con tal destino. Mientras laboraba ahí, seguía intentando otras posibilidades, para lo cual era frecuente que tuviese que realizar numerosas llamadas telefónicas desde casetas públicas. No las hacía desde mi teléfono celular porque resultarían mucho más costosas.
Una tarde de poco trabajo en la imprenta, por simple ociosidad —y tal vez como eco reminiscencial de aquella ilusión juvenil— me puse a imprimir en una prensita de mano algunas tarjetas de presentación con la leyenda: Sherlock Bond, investigador privado, y agregué el número de mi teléfono móvil. Jamás pensé utilizarlas. Las imprimí, repito, por pura ociosidad. A veces usaba el reverso de esas tarjetas para anotar los números telefónicos que copiaba de la sección de ofertas de empleo de los diarios. Varias ocasiones, por descuido, después de usarlas las dejaba abandonadas en las cabinas telefónicas. A eso atribuyo el que tal vez anduviese rodando alguna que otra por ahí.
Mi sorpresa fue enorme cuando una tarde recibí una llamada telefónica en la que se solicitaban mis servicios —mejor dicho, los de Sherlock Bond— como investigador. Por alguna razón que no sé explicar, en ese momento no pude desengañar a mi solicitante —voz masculina, de hombre maduro, educado—. La llamada no era de esta ciudad, Guadalajara; era de Ciudad Guzmán, otra ciudad no muy lejana. Le pedí al caballero —a quien llamaré Señor Equis— contactarme de nuevo al día siguiente, ya que «debería consultar mi ocupada agenda detenidamente».
En cuanto colgué el teléfono sentí que tendría que reflexionar a profundidad sobre la extraordinaria situación que se me presentaba; tal vez doña Fortuna, que no había sido muy compasiva conmigo, estaba reconsiderando su despiadada indiferencia hacia mi persona.
Cuando quiero pensar con algún detenimiento, necesito aislarme lo más posible. Eso, en mi minúsculo departamento en el barrio de Santa Teresita, no puede ser, pues día y noche se escuchan escandalosos sonidos de todos los departamentos contiguos: el de arriba, el de abajo, los de los lados y hasta el de espaldas del mío. A todas horas suenan en los aparatos de radio, a elevado volumen, músicas populacheras, partidos de futbol; risas, llantos y gritos de niños, peleas y discusiones de adultos, arrastrar de muebles, fregar de trastes, y hasta ronquidos y flatulencias. Así que opté por salir a caminar sin rumbo por las calles del barrio hasta altas horas de la noche.
Después de mucho analizar, decidí que tenía frente a mí la gran oportunidad de realizar mi viejo sueño de la infancia. ¿Por qué no? Siendo todavía relativamente joven (recién cumplidos los cuarenta), sin grandes obligaciones y sin nadie que dependiese de mí, sentí la libertad de poder elegir un oficio a mi gusto; algo diferente, que contribuyera a forjarme una nueva personalidad (tal vez así pudiera intentar tener una relación seria, una pareja que… tal vez…).
Nunca había leído en novelas ni visto en filmes cinematográficos que los investigadores más sagaces se basaran en ortodoxas y complejas técnicas investigativas aprendidas en academias especializadas para resolver los más profundos misterios. Ellos todo lo solucionaban apoyándose siempre en intuiciones, presentimientos y espontáneas deducciones, o ayudados por espectaculares rubias que les proporcionaban las informaciones necesarias para llevar a cabo sus empresas sin mayor problema que alguna que otra trompada o porrazo en la nuca. Yo también creía poder hacer caso a mis instintos y consideraba tener muy desarrollado el sentido de la intuición. ¿Qué podía perder? Tampoco había visto, en ningún medio, que alguno de esos héroes hubiese tenido que pagar terribles consecuencias por fracasar en alguna de las diligencias que les fueran encomendadas. Esta última tranquilizadora consideración me pareció muy convincente y determinante para mi decisión.
Al día siguiente, con puntualidad, a la hora convenida recibí la llamada del caballero solicitando mi respuesta. Le informé que estaba dispuesto a abrir un resquicio en mi «muy complicado calendario de actividades» para atender su caso. Acordamos tratar el asunto personalmente, para lo que yo me trasladaría hasta Ciudad Guzmán, en donde él tenía su residencia.
Preparé una pequeña maleta con algo de ropa, busqué una gabardina vieja y desteñida que me heredara un tío abuelo (algo grande para mí, lo reconozco, alcanzaba a arrastrar un poco de la parte trasera, pero ya se sabe que el investigador que se respete debe usar gabardina). Después avisé a la imprenta que, por un asunto familiar, estaría ausente unos días —cosa que mucho le alegró al patrón, pues no tendría que pagar mi sueldo de esos días—. Más tarde me dirigí a la terminal de autobuses foráneos para abordar uno que me llevara a esa ciudad.
Tengo cuatro grandes aficiones y cuatro pequeños lujos: mis aficiones son la lectura de novelas (de todo género, pero sobre todo, policíacas), las películas mexicanas de los años cuarenta y cincuenta, y los boleros. Y la cuarta (algunos la califican de «obsesión», pero yo me sostengo en «afición»)… ésa creo que a lo largo de mi narración se hará muy evidente. Mis lujos son un televisor con pantalla de 42 pulgadas y un aparato de video, con una buena colección de películas mexicanas; un modesto pero bien surtido librero; un aparato para escuchar los varios cientos de compactos con boleros interpretados por tríos, duetos, conjuntos y cantantes solistas masculinos y femeninos. Y para cuando no estoy en el departamento, tengo un pequeño aparato digital con audífonos, con más de mil boleros, que siempre traigo conmigo para disfrutar mi música en todo momento, con temas interpretados por los cantantes más representativos del bolero mexicano y cubano (solo los auténticos, nada de modernos). Cada día, antes de salir del departamento, programo la música que escucharé durante la jornada. Así que disfruté mucho cruzar por las lagunas de Zacoalco y de Sayula escuchando a los Hermanos Martínez Gil: El mar y el cielo se ven igual de azules, y en la distancia parece que se unen…, y resolviendo crucigramas, que más que ser ésta una afición, es una simple manía.
No tuve dificultad para encontrar el domicilio. Era una casa grande, aunque de apariencia discreta. Como yo le había avisado a qué hora llegaría, salió a recibirme el Señor Equis, que ya me esperaba. El caballero (un… ¿Domingo Soler…?, algo así), en cuanto me vio entrar con mi gabardina levantó mucho las cejas y se rascó una patilla. Sin duda mi aspecto profesional lo había sorprendido positivamente.
Ya dentro de la casa, por el elegante mobiliario deduje (ya empezaba yo a deducir, función indispensable en todo buen investigador) que esta gente estaba en mejores posibilidades económicas de lo que estaban interesados en aparentar.
Instalados en el estudio y con sendas tazas de café enfrente (el Señor Equis me ofreció cerveza, pero como no me ofreció whisky, yo preferí café, pues ya se sabe que los investigadores acusamos una marcadísima predilección por el whisky y el café) él me habló del asunto. El caso era simple: su único hijo, un adolescente excéntrico y reservado llamado Luis X (como llamo al padre), no había vuelto a casa en varios días, y había que encontrarlo. Se temía que hubiese sido secuestrado, aunque aún no se recibía ningún mensaje de sus captores —en caso de que los hubiera—. La familia se resistía a recurrir a las autoridades locales por temor a que los «polizontes» (como llamamos nosotros los detectives a los policías…) pueblerinos no supieran manejar el asunto y lo echaran todo a perder, poniendo incluso en riesgo la integridad de la víctima. Así que, confiaban en mi pericia para localizar y rescatar al muchacho o, en su caso, para negociar con los posibles secuestradores.
Todo esto fue expresado por el caballero en pocas y muy precisas palabras, con el léxico de quien ha recibido una buena formación universitaria (otra de mis ya