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El mar que nos define
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Libro electrónico243 páginas3 horas

El mar que nos define

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El mar que nos define es una novela que sigue las aventuras de Richie Pérez, un estudiante universitario de 20 años que vive en Puerto Rico. La novia de Richie fue asesinada por la policía durante una protesta contra la Marina en el campus de la universidad por las décadas que llevaban realizando ejercicios de bombardeo en las cosas de la isla de Vieques en Puerto Rico. Para recaudar fondos para un beca que lleve su nombre, Richie se vuelve una mula entre la isla y Estados Unidos, aprendiendo verdades dolorosas sobre la vida, el amor y las pérdidas en la camino de la vida.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento11 nov 2020
ISBN9781071574652
El mar que nos define

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    El mar que nos define - Robert Friedman

    el

    mar que nos

    define

    LIBRO NO. 2 DE LA TRILOGÍA DE PUERTO RICO

    ROBERT FRIEDMAN

    PRIMERA PARTE

    UNO

    Lo que empezó como algo político se volvió mortalmente personal.

    Comenzó de forma disciplinada, llena de energía, incluso inspiradora, hasta que estalló todo.

    Estábamos protestando para que pararan los bombardeos de la Marina en Vieques, la pequeña isla que pertenece a Puerto Rico. Las maniobras habían matado a un residente y estaban contaminando el agua, la tierra y el aire. Los pescadores no podían pescar. Los pobladores padecían enfermedades respiratorias y cardíacas. Los niños estaban enfermándose de cáncer.

    Los estudiantes pro-independencia habían comenzado a concentrarse en la puerta oeste, con los típicos discursos contra el imperialismo de Estados Unidos. Luego marchamos por la senda principal escoltada por las majestuosas palmeras hasta la torre del reloj de la universidad, que se alzaba sobre el gran campus, que se extendía por el suburbio de San Juan llamado Río Piedras. Subimos los escalones hasta la torre, atravesamos el pórtico y comenzamos a cantar en el corredor, Navy, go home, como si hubiese un grupo de almirantes en las oficinas de los dos primeros pisos de la torre en lugar de funcionarios de la universidad. Salimos por el lado izquierdo del pórtico y avanzamos por el campus, sumando más protestantes en el camino.

    Liderando la marcha y flameando una enorme bandera puertorriqueña estaba Pito Gómez, líder de la organización de estudiantes pro-independencia de la universidad. Mientras gritaba por la libertad de la isla, la vena en la frente bajo su boina negra se marcaba con fuerza. También pude divisar a algunos estudiantes pro-emancipación entre los manifestantes. Éramos más de cien marchando a través del patio hacia el teatro de la universidad, alzando puños, cantando Estados Unidos, fuera de Vieques, soplando silbatos, tocando güiros, aplaudiendo y transpirando un poco también. El sol emanaba un calor agradable desde el despejado cielo azul.

    En cierto modo, era una fiesta.

    Abandoné a los manifestantes para buscar a Laura luego de su clase de literatura latinoamericana, el auge (García Márquez, Donoso, Cabrera Infante, Cortázar, etc.). Estaba parada junto a la cartelera en el patio de afuera del edificio de Humanidades, tan bonita con una blusa amarilla dentro de unos jeans oscuros, su suave cabello castaño atado con una cinta verde. Un poco bajita, un poco delgada, excepto en aquellos lugares donde no debía serlo. Sostenía un par de novelas en el brazo. Me abrazó fuerte. Le comenté que la manifestación estaba volviéndose grande. No solo estaban los extremistas de izquierda, todos estaban uniéndose. 

    La verdad era que a Laura no la entusiasmaban las manifestaciones. Esas personas siempre hacen mal las cosas por buenas razones, decía.

    La manifestación de la semana anterior había terminado con la invasión de clases y el abucheo a los profesores. No podía disentir. Pero le dije que era una buena causa. Los medios no eran tan lindos, pero en este caso, el fin estaba más que justificado. Teníamos que mostrar solidaridad. 

    Ella asintió con seriedad. Esos grandes ojos verdegrisáceos en esa pequeña y enternecedora cara me miraron, como sopesando no solo lo que yo había dicho recién, sino todo mi ser. Luego, esbozó una dulce sonrisa.

    —Solidaridad —, dijo. 

    Sabía como tocar y conquistar mi corazón.

    Cuando nos encontramos con el resto, la buena vibra se estaba disipando rápidamente. El aire festivo se estaba tornando tóxico. Los guardias de la universidad rodeaban el patio, tratando de acorralarnos para que no pudíeramos ocupar otras áreas del campus. Un guardia corpulento le golpeó con su garrote las piernas a una estudiante que cantaba porque consideró que se le estaba acercando. Ella se agarró el tobillo y comenzó a dar saltos hasta colapsar en el centro del patio. Se le llenaron las mejillas de lágrimas. Una serie de insultos se pronunciaron contra el guardia —¡cabrón! "¡hijo de la gran puta!"— mientras que el resto de los guardias miraban atónitos detrás de sus grandes gafas de sol y daban golpecitos con sus garrotes en las palmas y los muslos. Laura sujetó mi mano con más fuerza.

    Luego los guardias recibieron órdenes a través de sus walkie talkies y comenzaron a retirarse. Se subieron a sus vehículos que estaban en el camino de atrás del teatro y se marcharon. Nosotros festejamos, pero nos preguntábamos a qué se debía la retirada. Pronto lo supimos.

    Unos pocos minutos después, la brigada antidisturbios invadió el campus. Circularon en camionetas y autos blindados por el camino de atrás del teatro hasta que se detuvieron. Vestían oscuros cascos con visera y protectores faciales de plástico. Sus camisas azules de mangas cortas estaban cubiertas por chalecos antibalas. Llevaban garrotes, escopetas y grandes escudos transparentes para cubrirse el cuerpo.

    Los miedosos de la administración habían llamado a los soldados imperiales de Darth Vader, una exageración, por decir lo menos. Cuando una piedra golpeó el parabrisas de una camioneta estacionada en las afueras del patio, ovacioné como el resto de los protestantes.

    Laura no festejaba. Esbozaba una sonrisa trémula. Yo creo que era una sonrisa de decepción; decepción por cómo yo podía perder con tanta facilidad mi típica tranquilidad y convertirme en parte de la multitud que festejaba y se burlaba.  Me sentí un poco culpable.

    Pero la policía no se preocupaba por los sentimientos. Mientras que piedras y botellas les golpeaban los escudos y los cascos, nos franqueaban, balanceando sus garrotes, y golpeando las rodillas de los estudiantes por delante y detrás haciéndolos caer, con las cabezas ensangrentadas. Un muchacho alto y flaco que tenía sus anteojos colgando de una oreja llena de sangre, tropezó en el patio y cayó sobre los bustos de tres poetas en un pedestal. Abofeteaba el aire como si quisiera deshacerse de un enjambre de mosquitos. Un policía agarró el brazo que estaba moviendo y se lo retorció en la espalda hasta que algo se rompió. Otro policía tenía los brazos sobre el pecho de una chica y la traía hacia él. Cuando se tropezó a sus pies, la agarró del pelo y la arrastró por el pasto. 

    Luego vinieron los estallidos de las latas de gas lacrimógeno. Laura y yo entramos en pánico como el resto, y tomados de las manos, intentamos escapar del patio. Nuestras caras se humedecieron con lágrimas y mocos. Tosíamos y nos ahogábamos. Un garrote de un policía me golpeó entre los hombros y le solté la mano a Laura; tropecé hacia adelante y tambaleé intentando mantenerme en pie.

    Me caí de rodillas. Cuando giré para ver a Laura, vi a un gordo cabrón que le ponía el garrote en el cuello y la tiraba hacia atrás. Tenía las manos levantadas, como indicando rendición. El hijo de puta del policía era tres veces su tamaño. Los ojos de Laura parecían que estaban por explotarle de la cara.

    Me quedé sin aliento, luego lo recuperé y me enderecé —por dos segundos. Un policía con una máscara de plástico se inclinó sobre mí y comenzó a golpearme con el garrote. Intenté cubrirme la cara con los brazos, pero empezó a golpearme en la cabeza. Alzó otra vez el garrote, pero una mano lo detuvo y escuché que alguien decía:

    —¡Ya es suficiente!

    No tenía idea de cómo el profesor Camacho había llegado hasta allí, pero ahí estaba, luchando con el policía. El policía liberó el garrote y lo levantó otra vez para golpear al profesor, pero algo lo hizo dudar y se dio vuelta para perseguir a otro estudiante, golpeándolo por la espalda.

    El profesor me ayudó a pararme y me llevó hasta el pórtico del edificio de Economía frente al de Humanidades. Observé a los estudiantes caminar por el patio aturdidos y gimiendo de dolor. No alcanzaba a ver a Laura por ningún lado.

    Una bomba Molotov cayó sobre una camioneta de la policía, incendiándola de inmediato.

    Luego un disparo; luego otro y otro.

    No estoy seguro de dónde provino el primer disparo, pero los policías comenzaron a dispararle a un edificio del patio. Otra bomba Molotov explotó en una de las camionetas de la brigada antidisturbios. Los policías empezaron a disparar a la multitud. Volví cojeando al patio para buscar a Laura, busqué entre las personas que estaban boca abajo o sentadas, algunas con la cabeza entre las manos, otras con la cabeza colgando hacia atrás. Parecía un campo de batalla con heridos por todos lados. La gente le gritaba a los que aún estaban en el patio que se protegieran de los disparos. Algunos gateaban hasta los pórticos de los edificios.

    Permanecí en el patio corriendo en cuclillas de lado a lado.

    No podía encontrar a Laura.

    Fui rengueando de edificio en edificio, buscando en los pórticos abarrotados. No podía encontrarla. El corazón me golpeaba con fuerza el pecho. ¿A dónde diablos se había metido?

    Estaba en el camino de cemento entre el edificio de Humanidades y el Teatro de la universidad. Con un brazo retorcido detrás del cuerpo y una pierna semidoblada tocando la otra. Parecía una muñeca de tamaño real, rota. Sangre y algo más le cubrían la mejilla izquierda y el hombro de la blusa y se extendía por su suave brazo. Pensé, estúpidamente, que si la besaba podría revivirla. Incliné la cabeza sobre sus labios. Aún estaban tibios y húmedos. Aún podría estar ... Miré a mi alrededor, grité, me incliné otra vez, la besé y grité con toda la fuerza de mis pulmones.

    Una alumna recibió accidentalmente un disparo que le ocasionó la muerte y un policía resultó herido por metrallas de la explosión de un vehículo luego de que la brigada antidisturbios llegara al campus para sofocar una manifestación que se había tornado violenta, amenazando a la vida de las personas y las instalaciones de la universidad.

    Ese fue el maldito comunicado de prensa de la universidad.

    Con la muerte de Laura, mi mundo se contrajo increíblemente. En un principio, no sentía tanto dolor sino un gran atontamiento. Cada vez que despertaba por la mañana, estaba seguro de que no había sucedido. Sin embargo, no quería que el día continuase porque sabía que, obviamente, me iba a dar cuenta de que si había pasado y comenzaría de nuevo a penetrar y a clavarse dentro de mí y me llevaría al borde de ese vacío, tan doloroso porque abarcaba todo, pero al mismo tiempo era puro vacío.

    Mi culpa. Mi maldita culpa.

    Ya pasó un año. Todavía sigo esforzándome para asegurarme de que toda la gente recuerde lo que ocurrió aquel 22 de mayo de 1999. Para que recuerden a la mártir, a la querida Laura Rosario.

    Me aseguraría de que la recordasen.

    DOS

    A minutos de comenzar su clase, Ralph Camacho estacionó su Corolla de quince años  en un espacio para profesores cerca de La Torre de la universidad. Una agradable brisa  agitaba las hojas de las palmeras. Las cigarras cantaban y las ranas croaban en el suave aire de la noche, mientras caminaba rápidamente hacia el edificio de Humanidades.

    Ni siquiera se tomó el trabajo de pasar lista. Dos de los quince alumnos que tomaban el curso estaban ausentes. Richie Pérez llevaba con esta, cuatro clases ausente. Extraño, considerando que Richie no había faltado ni a una sola clase de Ralph en los últimos dos semestres. Incluso había asistido luego del aquel terrible día.

    Estaban siguiendo a la diáspora puertorriqueña a través de grandes relatos marítimos, explorando la búsqueda de los deseos primitivos y universales —¿y por qué no?—  los de sus propias vidas. Actualmente estaban navegando por las páginas de La Argonáutica, acompañando a Jasón en la búsqueda del vellocino de oro. 

    Cuando sonó el timbre, los alumnos se marcharon y Ralph juntó los papeles en su escritorio. Cuando alzó la mirada, vio en el fondo del salón a una mujer que vestía pantalones negros, una blusa rojo brillante y zapatos rojos. Era una mujer grande, alta y corpulenta, tal vez de unos cuarenta y tantos, el cabello castaño estaba todo apretado en la coronilla.  Se la veía ligeramente familiar.

    —¿Puedo ayudarla con algo?

    La mujer caminó hasta el escritorio.

    —¿Puedo hablar con usted?

    —Por supuesto.

    Parecía nerviosa.

    —Nos conocimos hace un año —, dijo—. En el funeral de la muchacha, la que...

    ¡La madre de Richie!

    —Usted es la Señora Pérez.

    La mujer asintió.

    —Mi hijo habla muy bien de usted. Tanto como profesor y, como él dice, como humano.

    Ralph se encogió de hombros, como si su condición de humano no le requiriese mucho esfuerzo. Luego, sintiendo que estaba minimizando el sincero sentimiento de Richie, sonrió ampliamente.

    —Es muy amable —, dijo.

    —Él lo respeta mucho.

    Los labios de la mujer estaban pintados casi del mismo rojo que su blusa y sus grandes ojos marrones oscuros estaban cargados de máscara para pestañas. Las mejillas parecían estar bien empolvadas. Ralph se sintió un poco apenado de que ella pensara que tenía usar tanto maquillaje para la reunión.

    —¿Richie está bien?

    —Por eso mismo es que he venido a verlo—, dijo la madre—. No he podido comunicarme con él desde hace varios días.

    —Últimamente no ha venido a clase.

    —¿Sabe algo de él? —Preguntó esperanzada—. ¿Sabe a dónde puede haber ido?

    —No. No me ha contactado.

    La señora Pérez respiró profundo.

    —Sabe, Richie comparte un apartamento con un amigo cerca del campus. Yo vivo en Arecibo, donde trabajo en el ayuntamiento como recepcionista. Hablamos todos los días. Pero durante toda esta semana no ha contestado su celular. Hoy me tomé el día en el trabajo. Su amigo me dijo que, ¡Richie no ha ido al apartamento en dos semanas! Dijo que Richie le comentó que se iba de viaje, pero que volvería pronto y no le dijo a dónde iba. Pero hace dos semanas hablamos todos los días y Richie no mencionó nada sobre un viaje. Me llamó el sábado pasado. No dijo nada inusual. Incluso dijo que intentaría venir a verme alguno de los fines de semana siguientes. No ha vuelto a llamar desde ese día. Y siempre me da el correo de voz en su celular. Estoy muy preocupada. No sé qué hacer. ¿Debería ir a la policía? ¡No sé!

    Lágrimas comenzaron caer de sus ojos. Sus mejillas se mancharon con la oscura máscara de pestañas.

    —Nunca antes había hecho una cosa así. No sé qué hacer.

    Ralph miró por la ventana. El cielo violáceo se había vuelto negro. Las primeras estrellas ya estaban brillando.

    —No sé si la policía podrá hacer algo —, dijo.

    —Entonces, ¿qué hago? ¿Usted puede ayudarme? —Detrás de la mirada suplicante de la mujer, había una mirada tenaz, casi demandante—. ¿Me ayudará a encontrar a mi hijo?

    —Voy a intentar.

    ¿Qué otra cosa podría haber dicho?

    TRES

    El vuelo transcurría con tranquilidad. La turbulencia estaba en mi estómago. La acidez del estógamo podría desintegrar el látex, las cápsulas podrían filtrarse, explotar —y eso sería el fin.

    Me estaba quemando por dentro, la bilis me flotaba por el pecho y se deslizaba por la garganta, la boca me sabía a huevos podridos y metal. Podía sentir las pesadas cápsulas moviéndose dentro de mí y quería vomitarlas.

    Caminé tropezando hasta el fondo del avión, donde estaba el baño. Intenté vomitar en el inodoro. No salió nada. Sólo un hilo de baba. Intenté otra vez. El ardor me raspaba el pecho y la garganta, pero sólo escupía saliva. El corazón me latía con fuerza. Apreté la cabeza contra el grifo del pequeño lavabo. Me sequé la cara y el cuello con toallas de papel, y regresé tambaleando a mi asiento.

    Intenté convencerme de que solo eran los nervios. ¡Cálmate!

    Habitualmente las transportaba en el equipaje —despachas la maleta en el mostrador de la aerolínea en San Juan como cualquier otro pasajero y los encargados del equipaje, que reciben coimas, se encargan de subirla al avión. Luego, como los demás pasajeros, recoges la maleta en Nueva York en la cinta de equipaje. Cuando arribas a Estados Unidos desde Puerto Rico no hay que pasar por aduana. Solo tomas tu maleta y sales por la salida más próxima, sonriendo a los demás pasajeros y guardias en la puerta; otro puertorriqueño feliz de regresar a El Barrio de visita. Luego haces la entrega en el lugar previsto. Para mí, era el mismo hotel en el Upper West Side. 

    En un par de ocasiones fue más complicado. Como esta última vez, que tuve que viajar primero a República Dominicana por un contratiempo en Puerto Rico —la policía  detuvo a varias yolas cargadas con cocaína en el Canal de la Mona. Por lo que tragué la droga en Santo Domingo y de ahí tomé el avión a Nueva York.

    Tragar droga no es fácil. Pero como todo, se aprende. La droga se envuelve en condones y se atan bien con hilo dental. Remojas las píldoras en aceite vegetal y si lo haces con tranquilidad, puedes tragarlas sin hacer demasiadas arcadas. La primera vez fue un infierno; me llevó horas. Esta vez, me rociaron la garganta para adormecer el esófago y me acostumbré a sentir el peso.

    Antes de subirme al avión tomé Lomotil, así evitaba largarlas antes de llegar a Nueva York. Como siempre, no comí en el vuelo, solo bebí agua y me puse los auriculares. Pero esta vez estaba muy nervioso, probablemente porque iba a ser mi último viaje. Con este viaje tendría más de $20 000. Con esa suma, listo. ¡Decididamente! Saldría de esto limpio y sin problemas.

    Pero el ácido estomacal puede arruinarte. ¡Probablemente podría morir antes de que el maldito avión aterrizara!

    Por lo tanto, respiré profundo para convencerme de que era mi mente y no lo que tenía en el interior de mi estómago. Incluso, antes del vuelo había tomado medicación

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