Ciudad Jenga
Por Efraín Villacís
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Ciudad Estado distópica donde todo es gratis menos el sueño, y los gobernantes padecen de insomnio ante la ingratitud generalizada.
Pesadilla de la cual el lector no saldrá indemne.
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Ciudad Jenga - Efraín Villacís
UNO
Tres cosas no han variado en el mundo: el hambre, el apareamiento y la muerte.
Sonó como un susurro, detrás de la oreja, junto al oído. Presentí el mismo dolor provocado por el agua cuando entró al sumergirme en el hidromasaje y no metí el dedo índice para evitar que me inundara (tengo roto el tímpano) por estar tocándola. Fue como un desarmador estrella abriendo de golpe un orificio en el cartón que serviría de máscara para jugar a los bandidos niños; Manuela se hizo bandida hace no mucho, en Chile, ya nació veintitantos años atrás con esos agujeros negros con los que me traga desde hace varios días, sinvergüenza, a pesar de la mierda que sucede en esta región de vendimia. Todos se fueron a la uva negra de su mosto, yo continúo en la percha de gavia gracias a la acidia de mí espíritu.
Fugaz le atravesó la bala al muchacho, como disparada por McAvoy en Wanted, y la Jolie, deliciosa todavía, antes de morirse
sin tetas: fauno zombi de la cenicienta, como maestra y amante soñada; el balazo debió pasar de largo, venido del cenit, rayo caído de la tormenta que arreciaba con el cielo azul tiznándose por el humo de las llantas quemadas en las calles alrededor del campus de la Casa de la Cultura; cayó entre nosotros y el escudo que improvisó con el contenedor de una refrigeradora lo cobijó hasta el cuello. Parecía un borracho tendido a media mañana, durmiendo la mona. Manuela gritó y se lanzó sobre él para ayudarlo, hice lo mismo por reacción no porque me importara el herido ni nadie vivo, menos los muertos. La expresión del rostro, detenida, y los ojos abiertos aún buscaban entre la muchedumbre que observaba desde su parapeto; segundos antes, un espasmo de luz apagó la sorpresa del tiro en las pupilas y la sangre encontró camino para salir al sol empapando la gorra de lana que cubría su cabeza y recogía la melena. Manuela llevaba el cabello suelto, largo, hasta la cintura, fino y liso, brillante, la primera vez que vino hasta mí, y me dejó besarla, más distraída que seducida. El planeta tiene la misma edad que yo ante la de ella, algunas décadas nos separan y parecen milenios.
Dos, tres, cinco descorches contra el muro, precedidos de siseos breves, nos obligaron a tirarnos al piso a medio camino, en el descanso, del callejón Vacas, entre el Congreso y la explanada del parque; los levantados gritaban adoloridos, puteaban a las armaduras negras que protegían con escudos a los tiradores. Manuela se pegó a la pared, moví el cadáver, y a otro que parecía sentado mirando el porvenir para que recibiera más balas, mientras nos arrastrábamos de regreso a mi apartamento (salimos para conseguir whisky y la diabla necesitaba un chafo. Se habría ido sola, pero su mirada retadora venció mi abulia y la acompañé, quince metros hasta el gentío impenetrable). Los armados de fuego detuvieron sus ráfagas breves y se retiraron lentamente recibiendo piedras, palos y todo tipo de proyectiles que los manifestantes lanzaban eufóricos, creían que hacían una avanzada; coparon el callejón hacia la parte alta, pisoteaban sin misericordia, grabando los sucesos con los celulares. Cronistas lloriqueaban tan alto para que se registrasen sus lamentos y moqueos entre la baraúnda; probaban fotografía y sonido y enviaban al mundo sus testimonios con imágenes obscenas de sangre y muerte. Exaltaban el heroísmo de los estudiantes, insomnes, muertos de hambre, y algunos capitalinos, gritaban la culpa del peirnaloquismo y su policía mortífera. Empujábamos en el tumulto para llegar hasta la reja que nos permitiría ingresar a mi edificio. Derribé algunos manifestantes para avanzar y soporté un par de garrotazos en la espalda a pesar de que creí que me veían de su bando. Tuvimos nuestra bronca propia, instantánea, hasta que una heroína exaltada nos separó. Somos el pueblo, vociferaba, allá está el enemigo. Tosió y ahogándose cayó al suelo sin dejar de señalar hacia abajo a otro pelotón de armaduras que cerraba el callejón del otro lado, parte de la ola antimotines que rompió la muchedumbre hacinada antes. Manuela la aguantó y trató de darle respiración. Se saló en la sangre regurgitada. Un enmascarado la levantó del piso y se la llevó sobre su espalda, entre la masa. La horda se detuvo de pronto sin saber si avanzar o retroceder. La trampa había funcionado. Los que venían del parque lanzaron varias bombas lacrimógenas que apenas pudimos evitar. Una cabeza y un pecho reventaron sobre las gradas mientras otros ahogaban con agua el gas irrespirable. Turbantes y embozos de dos caídos nos sirvieron de mascarillas. Continuamos gateando entre las piernas de quienes se revolvían sobre las piedras encajadas, negras, lustrosas, sin poder decidir con quién bailar.
No se podía avanzar. El último pedazo de graderío nos detuvo. Estaba absorto viendo cómo se organizaban y dividían enmascarados multicolores: los que sostenían y empujaban a los de arriba, y los diez o doce que se volvieron para enfrentar a los de abajo. Las negras armaduras arrastraban personas de cualquier edad y género, los sacaban del callejón, golpeaban a los aturdidos ya por anteriores golpes, por el miedo que los paralizó en sus sitios rogando que algo los desapareciera. Más allá, sobre el campus verde aceitunado sin gente, solo se reflejaba el sol que brillaba alegremente ajeno a esta orgía. En la avenida había varios carros policiales donde cargaban los bultos inconscientes, muertos. Voluntarios
treparon a esconderse dentro de los camiones: agiles y divertidos saltimbanquis aplazando la paliza; armaduras, huelguistas y paisanos heridos mezclaron su sangre, orina y excremento en los vagones de los transportes, no discriminaron hasta poder salir de la zona y separar el grano de la paja. La gran ola de armaduras negras y tanquetas dispersó a la muchedumbre, rompió contra la barriada. La marea de gente volvía necia como una tonada andina, rodeándolos. Manuela aferró mi mano y me obligó a mirarla, señaló a un lado la puerta de metal: un grafiti sobre el muro, la puerta parecía dibujada y nadie se percataba de su existencia. Se produjo un silencio maloliente, traté de destrabar la aldaba. Fue una nota de piano, y otra, sin ligar, campanillazos para el grito de la turba:
Corre, Rueda.
¡Que muera Piernas Locas!
Si me tocas.
Corre, Rueda.
¡Que muera Piernas Locas!
Si me tocas.
La decena o más de ciudadanos, las cabezas cubiertas con camisas, trapos, fulares y gorras eran el diseño medieval de un ejército de pacotilla, armado con palos del tercer milenio, y rabia. Cuatro, seis, ocho niños se hallaban agazapados, abajo, a los lados, al final del callejón que se había vaciado, silenciosos, con los ojos abiertos, la mirada atónita sobre las armaduras negras que se acercaban a recogerlos. No hubo miedo, solo una inusitada resignación (imposible, tanto genio no supo medir la presión acumulada en la mente, en los sentidos, en las venas de los renegados insomnes). Manuela se incorporó para cubrirme, mientras yo empujaba la puerta para que se abriera. Estaba atascada como la furia reprimida por los dientes apretados en las sonrisas inconformes (las medidas de ajuste a la vivienda fueron el detonador: seres humanos de cualquier género y edad explotaron como globos multicolores por todo el territorio, en cada barrio, en cada gueto de los hacinados de condominio). Los adocenados descubrieron sus rostros y acompasaron el paso en el escalón con el golpe de vara sobre la palma. Recitaron graves, sin detenerse:
Cabo, teniente
que jodes a la gente,
soy insurgente
contra el presidente.