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Éste es la autobiografía del jalisciense Guillermo Fernández, quien —por medio de una prosa franca e impecable— revive los momentos cruciales y más pintorescos de su infancia y juventud que lo llevaron a formarse como uno de los grandes escritores de la segunda mitad del xx. En esta gran travesía narrativa a través de la memoria y los recuerdos se encuentran diversas anécdotas acerca de la orfandad, la familia, la educación y la sociedad mexicana de los años 30, sus viajes por el mundo, el encuentro con el otro, con la escritura, la poesía y la traducción.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2017
ISBN9786071650894
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    Éste - Guillermo Fernández

    PAVESE

    I

    Desde los años de mis primeras lecturas literarias, el género de la biografía, sobre todo el de la autobiografía, no ha dejado de atraerme con una fuerza que, en vez de menguar, ha ido aumentando con el pasar del tiempo. He releído una y otra vez varias de las célebres biografías escritas por Stefan Zweig y Emil Ludwig. ¿Cómo olvidar Jeremías, Goethe, Rembrandt, Kleist, Miguel Ángel, Leonardo y otras, que nos mostraron —sin la acartonada frialdad de la mayor parte de los historiadores académicos— la grandeza del genio humano, sin soslayar las así llamadas debilidades o bajezas propias de la condición humana? ¿Cómo no volver a De mi vida de Goethe?, auténtica obra maestra en su género por el asombroso cúmulo de conocimientos en tantas ramas del saber, que hallamos a cada paso, siempre mezclado en esa prosa tan tersa y elegante, tan lírica y directa, en la que, sin embargo, ese último renacentista nos deja oír el rumor de las aguas profundas. Mi preferencia indeclinable por tal obra en tantos años transcurridos, me permiten decir que allí encontré por vez primera los valores y la guía para recorrer el pedregoso camino de la adolescencia.

    Hace algunos años, Jorge Esquinca, que a la sazón dirigía Nostromo, un espléndido suplemento literario de un diario tapatío, me pidió que escribiera mi autobiografía, la cual podía aparecer por entregas semanarias en dicho suplemento. Después del ataque de risa que tal consejo me provocó, y de ver que su propuesta iba en serio, le respondí que eso había que dejárselo a las personas en verdad importantes, con un lugar indiscutible en la cartelera. En esa ocasión, hablaba yo de lo que había sido la ciudad de Guadalajara en mi niñez; de sus calles todavía empedradas con piedra de Castilla, las cuales, tras las lluvias torrenciales, se convertían en verdaderos arroyos que iban a desembocar en la Calzada Independencia, arrastrando consigo miles de barquitos de papel que los niños arrojábamos en las aguas de la corriente; de los vendedores de leche de burra, quienes, desde las seis de la mañana, recorrían las calles con su manada de seis o siete burras, que ordeñaban a la puerta de las casas, y de tantas otras costumbres ahora impensables y desaparecidas; de los tendajones arrabaleros, en los que era posible comprar pan, cafiaspirinas, brillantina líquida y sólida, caramelos, maíz y otros granos, bolas de naftalina, carbón, telas de varias clases, clavos y cal viva, aguarrás, jabón y lejía, creolina, petróleo y otras cosas tan fragantes como éstas últimas, de modo que todos los productos comestibles tenían un sabor misceláneo y saturnino.

    La gentil insistencia de Esquinca y el gusanillo de mi ego, alegre también él a causa de unos cuantos tequilas, medio me convencieron de entregarle no una autobiografía, sino páginas con recuerdos de viajes, encuentros con personas o libros que me han ayudado a vivir, a ver el mundo humano con ojos menos empañados, a aceptarlo y aceptarme, como dijera Montale, con el mínimo posible de cobardía.

    Desde las primeras páginas escritas para Nostromo me topé de inmediato con algunos obstáculos que, vistos en conjunto, me parecieron insuperables. El primero de ellos consistía en el hecho de tener que hablar en primera persona, faltando a los más elementales imperativos del pudor (el uso de la segunda y la tercera quedaban descartados, por artificiales y mañosos); el segundo obstáculo era el de la elección del género dominante, y al dudar entre inclinarme hacia el narrativo o el meramente cronístico —géneros que nunca he abordado, por añadidura— me resigné a escribir dichas páginas en el mismo tono que empleo cuando hablo con los amigos. El tercero es y seguirá siendo el más arduo: la memoria, que unas veces, cuando así lo desea, nos regala postalitas del paraíso o puñaladas del averno, pero nunca nos consiente recorrerla desde o hasta sus momentos primordiales. Desde un principio sé que me es imposible recordarlos o identificarlos con la sola intervención de la voluntad, de que no puedo prescindir de otros, ajenos en apariencia, pero de alguna manera consciente de que éstos son resonancias débiles o desleídas imágenes de los primeros. Doy por hecho que aquéllos existen, que me determinan inexorablemente, como amigos o enemigos sin rostro, ante los cuales nada puedo hacer.

    Recordar es viajar por la memoria, y la palabra viaje una especie de cuerda cuyas dos notas son suficientes para componer una melodía que resuena en lo más hondo de uno mismo, con su estribillo de esperanza que, aun sin realizarse, origina de antemano una nostalgia de tantas cosas que, aun sin conocerlas, nos dejaron triste la mirada. No conozco Katmandú, ni Petra ni Estambul, ciudades que aparecen de continuo en la vigilia y en mis sueños; sin embargo, amo y recuerdo mucho más esos lugares que tantos otros, donde el corazón ha amado.

    El viaje puede comenzar con sólo dirigir nuestra mirada hacia otra parte, con acudir al silencioso llamamiento de alguien o algo. El simple hecho de musitar un nombre, con los ojos entrecerrados, nos puede llevar a otras horas y a otros sitios que nos parecían olvidados o perdidos para siempre. Ciertas texturas, ciertos olores o matices de algún color poseen idéntico poder evocativo y son capaces de llevarnos otra vez a los infiernos y a los paraísos de nuestras mitologías personales. Hay aromas, lozanos o marchitos, que nos hacen llorar; hay fragancias llenas de sol y de dicha, que nos devuelven, aunque sea por un momento, la alegría de vivir, como la albahaca, que huele a mañanita de abril; hay olores sombríos como joyas de la carne.

    Viajamos en las vías del tacto; el oído nos embarca en la música y nos lleva a parajes de los cuales no querríamos regresar nunca; los túneles del olfato nos conducen por laberintos profundos; la alfombra volante de la mirada nos permite tocar el horizonte, y en la bóveda del paladar resucitan viejos resplandores.

    Dormidos o despiertos, nunca dejamos de viajar.

    En el viaje emprendido a mi pasado no cuento con ningún itinerario confiable, y soy incapaz de proporcionar fechas precisas, de ver un paisaje familiar bien delineado, en el cual verme incluido de manera continua y armónica. Cada vez que recuerdo o quiero recordar lo que fue mi infancia, me miro recorriendo un túnel tan oscuro y escabroso, que, a menudo, tras considerar la débil claridad de su salida, prefiero volver sobre mis pasos, en vista de que las pocas veces que me he empeñado en recorrerlo hasta el final, sólo he podido ver allí borrosas figuras humanas, escombros de caras y bultos semovientes que no puedo identificar. Algunas veces puedo ver, fugazmente, con los ojos de la memoria, el rostro de mi abuela materna o el de ciertos parientes cercanos. De entre todas esas imágenes de mis primeros cinco años de vida, son pocas las que han sobrevivido imborrables, lozanas, y pertenecen —hasta ahora me doy cuenta— más al reino de la sensualidad que al de la afectividad.

    Una de ellas, la más importante en la historia de mi conciencia, representa una casa más bien chica pero construida en un enorme terreno rectangular —en esos años apenas empezaba la gran especulación inmobiliaria en Guadalajara, y aún era posible que las familias pobres alquilaran caserones—. Dicha casa tenía fachada de adobe desnudo, cerca de una encrucijada del barrio de Santa Teresita, que llamaban La Curva, donde daban vuelta los tranvías para proseguir su circuito. En ese barrio terminaba la parte noroeste de Guadalajara. Dicha casa sólo contaba con dos grandes cuartos, de abobe sin enjabelgar, siempre oscuros, con techos de teja, de los que caían, a menudo, ciempiés y alacranes. Las puertas de aquellos dos cuartos daban a lo que llamábamos el comedor, que no era sino un espacio protegido por un tejabán, con piso de tierra, como los cuartos. En seguida estaba un enorme corral formado por tres paredes muy altas, también de adobe desnudo, y fue precisamente allí que tuve por vez primera la noción de lo que fue mi paraíso terrenal. Entre el comedor y el corral no había pared alguna, y se accedía a éste con sólo trasponer el espacio protegido por el tejabán, sobre el cual caían las ramas de un fresno. Más adelante estaban los guayabos, los guayacanes, los naranjos agrios y los dulces, los mezquites, los mangos, los arrayanes —por éstos últimos parecía no pasar el tiempo, debido a sus troncos elegantes y cimbreños—. Adosados a las paredes abundaban las aceitillas, con sus enormes hojas dentadas, brillantes y oleosas que, sólo con olerlas, llevaban al paladar un dejo a bragadura; los jazmines y las plantas trepadoras del verano, de entre las cuales destacaban los colomos, de hojas tan grandes, que una sola de ellas bastaba para protegerme del sol y de la lluvia; y, desde luego, no podían faltar las chayoteras y las hiedras que llamábamos maravillas.

    Dado que mi madre y mis hermanas mayores estaban ausentes la mayor parte del día —mi hermana menor se la pasaba casi siempre en la cuna—, era yo el único y verdadero habitante de aquel edén, sin más ocupación que la de recorrerlo a solas y conversar con todo aquello que encontraba a mi paso. A todos aquellos árboles les había dado un nombre de pila, y en cuanto salían de casa mis familiares, me dirigía de inmediato al corral y los saludaba: Buenos días, Juan, o Ya volví, Pedro. A partir de esos momentos, el enorme corral empezaba a poblarse de seres cercanos, familiares en verdad, con los cuales podía mantener largas conversaciones amistosas, recorrer aquel universo propio, tocar todo lo que había en él, paladearlo, sí, paladearlo de verdad, puesto que no me bastaba con mirar las raíces, las hojas, las flores y los frutos de las plantas, sino que debía conocer también su sabor particular, y todo ello sin darle importancia alguna a las prohibiciones y castigos de mis mayores.

    Mi madre solía decirme: Dios castiga sin palo ni cuarta. Y el mayor castigo que sufrí entonces, por la inveterada costumbre de andar probando el sabor de las plantas, me lo provocó una hoja de colomo. La primera vez que la probé, me produjo un leve hormigueo en la lengua, extraño pero agradable. En las ocasiones sucesivas fui aumentando tanto la dosis, que aquel hormigueo se difundía por todo mi cuerpo, hundiéndome en un estado de beatitud efervescente, mezclada con el temor. La última vez que comí hoja de colomo, perdí el conocimiento, y me hallaron tendido en la tierra, inmóvil, con el color quebrado y babeando. Mi madre me contó, años después, que tuvo que ir por mí una ambulancia de la Cruz Roja, donde los médicos no quisieron responsabilizarse de mi curación y le recomendaron llevarme a otro hospital, para que me atendieran médicos especializados. Después de una semana de lavados intestinales y varios litros de suero, regresé a casa, otra vez sano y con el propósito de no comer nunca más ni una pizca de colomo.

    En aquel huerto, agreste por la incuria prolongada, descubrí que la mayor parte de los seres vivientes medraban en lugares insospechados, casi invisibles, en minúsculos orificios a ras de tierra, debajo de cualquier guijarro o en las grietas de los adobes. Me pasaba horas y más horas viendo el interminable desfile de asquiles, de las temibles cháncharras, que marchaban con armas de caballeros medievales, llevando a cuestas prodigiosos miligramos. Cerca de mí, al alcance de la mano, los colibríes libaban en esas campánulas de un azul glorioso, primo del plúmbago, que en mi tierra llamamos maravillas. Me parecía inconcebible —aún me lo parece— que esos pajaritos pudieran mantenerse suspendidos e inmóviles durante la libación, mientras sus alas se agitaban con tanta rapidez. Toda vez que quiero convencerme de la eternidad del instante, pienso en el colibrí. Otro de mis animales favoritos, antípoda del colibrí, era el caracol de tierra, al que veía avanzar, milímetro a milímetro, sin abandonar su casa, con la paciencia de quien se piensa eterno. Fascinado por la belleza de sus caparazones, con mucho cuidado palpaba las líneas de sus espirales, mientras ellos retraían, cautos, sus antenas. También había allí otros pájaros, que se movían de continuo, nerviosos y asustadizos, llamados calandrias. La particularidad más notoria de dichos pájaros era poder caminar sobre las paredes, en todas las direcciones, incluso reculando. Luego me di cuenta de que picoteaban aquí y allá, para alimentarse de pequeños insectos que hallaban en las rugosidades de los adobes.

    Todo ello sucedía bajo un cielo deslumbrante, de un azul que mis paisanos consideraban entonces como el más intenso y puro de todo el país, y lo decían una y otra vez a propios y extraños, en un tono presuntuoso, como si fuera obra de ellos. Y la luz del sol, al caer cenitalmente sobre las bardas de adobe, dibujaba en los repliegues de éstas incontables figuras que se movían y transformaban de continuo: un rostro humano podía convertirse en el de una culebra; el cuerpo de un tigre se convertía en el de un pájaro, y éste mismo, poco después, podía alzar el vuelo o esfumarse en el ocre de la barda. Yo sentía que la desaparición de aquellas figuras dejaba, en el espacio mismo que ocuparan, una vibración casi visible, único testimonio del instante de vida que les había tocado. De seguro, algunas de tales figuras, hijas de la imaginación, sobrevivieron entonces en mi memoria, con una fuerza mayor que la de las reales. Aquellas tres bardas fueron el escenario de todos los prodigios, sobre todo cuando empezaba a llover y los goterones trazaban, poco a poco, los personajes de un drama o de una comedia que se transformaba sin cesar, en vista de que éstos no sólo cambiaban de cara y de traje una y otra vez, sino que poco después resultaban irreconocibles. La lluvia montaba aquellas obras en un acto, y en un solo minuto de duración, aparecían, se transformaban y desaparecían en escena una inmensa multitud de personajes —ángeles, demonios, animales, paisajes, cosas, seres humanos o quimeras—, todos ellos proteicos, sin más cometido que el de actuar un gesto fugaz, condenado a consumirse casi en el mismo instante de su nacimiento. Aún antes de terminar la lluvia, caía el telón casi negro, y en los adobes mojados de aquellas tres bardas sólo persistían, aquí y allá, pocos destellos indolentes, telarañas rotas, caracoles en busca de lugares secos; y yo, aún fascinado con aquel intenso y fugaz espectáculo, me quedaba con la sensación de cansancio que nos deja todo acto realizado con la intervención de todos los sentidos y de la conciencia vigilante.

    Ése fue el escenario donde transcurrió mi primera infancia. Los espíritus de la tierra me fueron enseñando allí, con sencillez franciscana, que yo también era una dócil fibra del universo, y, al mismo tiempo, fue acendrando en mí el amor a la soledad y a la insustituible sensación de sentirme libre. Mi constante apego a la soledad y a la libertad me infundió, en consecuencia, la insubordinación ante todas las formas que asumía el despótico mundo familiar. Treinta, treinta y cinco años después, mi madre me contó que, aun antes de que yo pudiera hablar, me negaba a obedecer cualquier orden que me desagradara, y que, en cuanto pude hablar, me negaba a obedecer si antes no me daban una razón suficiente para hacerlo.

    Mientras más tiempo pasaba, más extraño y apartado resultaba para mi familia, de la cual me alejaba con cualquier pretexto. Condenado a vivir en una familia formada por la madre y cuatro hermanas. Mi madre era voluntariosa y ordenancista en todo momento, tal vez por haberse visto constreñida a sostener por sí misma a toda la familia mediante la hechura y la venta de modestos productos caseros, en la cual participaban ellas, incluso yo, en lo que podía a esa edad; además de ser poco dada a los mimos y arrumacos, disponía de poco tiempo y humor para brindar su cariño de loba. Mis tres hermanas mayores, en cambio, me sobreprotegían y manipulaban de manera obscena: eran empalagosas hasta la náusea, virtudes que no perdieron durante toda su vida.

    Mi primer viaje que recuerdo lo hice a noche avanzada, de un cuarto a otro, en una casa de techos muy altos y escaso mobiliario. Tengo tres o cuatro años de edad; me despierta el apresurado ir y venir de mi madre y de mis hermanas mayores y un cuchicheo mezclado con el tufo de no sé qué medicinas; dejo la cama y, descalzo, recorro un pasillo iluminado apenas por un quinqué con la bombilla muy ahumada. Están entreabiertas las hojas de la puerta del cuarto del fondo; me dirijo hacia allá, intrigado y soñoliento; traspongo ese umbral y me cierra el paso un biombo que jamás había visto; intento rodearlo y, de pronto, veo delante de mí la figura de mi madre, que de inmediato me prohíbe pasar, me toma en brazos y me devuelve a la cama. Desde mi cuarto a oscuras sigo escuchando pasos que vienen y van por el pasillo y, poco después, los quejidos de una de mis hermanas mayores. También se despierta Alicia, mi hermana menor, la más pequeña y dulce de toda la familia, y se pone a llorar. Sé que debo tranquilizarla y, como Dios me da a entender, le digo quién sabe qué cosas. Se calma poco después y me quedo sentado sobre la cama, a oscuras, sin decir palabra, escuchando lamentos, frases perentorias, entrecortadas carreras a lo largo del pasillo. Algo terrible está ocurriendo en esa recámara y me está vedado saberlo. La poca luz que se cuela por debajo de la puerta me permite ver el bulto del viejo armario y la cuna de Alicia, que se ha vuelto a dormir. Tengo frente a mí la luna del armario; abro desesperadamente los ojos, pero no consigo verme reflejado en ella. Los quejidos de mi hermana se convierten ahora en gritos de dolor, y, luego de un breve silencio, escucho el llanto de un bebé. Ahora puedo distinguir con claridad la voz de mi madre y las de mis hermanas mayores, y me doy cuenta de que en el tono de esas voces no sólo no hay nada de preocupante, sino que, además, me parece plenamente festivo. Me pregunto entonces de quién puede ser ese llanto de bebé, dado que mi hermanita sigue dormida en mis brazos y es la única que podría llorar de ese modo; tampoco puedo explicarme cómo es que ellas hablan ahora con tanta alegría, mientras ese bebé llora con un llanto inconsolable. Poco después termina ese llanto y la serie de preguntas que me hago. Entrecierro los ojos y me veo a campo abierto, bañado por esa luz que sólo podemos ver en nuestros sueños.

    A la mañana siguiente me condujeron de la mano a ese mismo cuarto, animándome a caminar de prisa, como si me llevaran a una fiesta infantil o a una feria, y diciéndome cosas que tenían que ver con París y con cigüeñas. Mi hermana mayor estaba acostada en su cama, y a su lado estaba un bebé dormido, envuelto tan apretadamente en unos lienzos blancos, que parecía un tamal. Bajo los ridículos olanes de un gorrito azul celeste, vi la cara de un anciano, reducida, arrugada, abotagada, rojiza, con una especie de escamas sobre las sienes. Es tu primer sobrino. Ya eres tío, Guillermo, dijo mi hermana mayor, madre de aquel bebé, mientras yo prefería ver un extraño utensilio de peltre blanco con cenefa azul marino, que asomaba por debajo de la cama, parecido a una bacinilla, pero con un tubo largo y extraño. ¡Es un cómodo!, dijo una de mis hermanas, echándose a reír.

    Pese a todo, ni el niño recién nacido ni la fascinante presencia del cómodo pudieron devolverle a ese cuarto el prestigioso misterio de la noche anterior.

    La segunda casa que puedo recordar de ese periodo de mi vida estaba en el barrio de San Francisco, a unas cuantas cuadras de una encrucijada que aún lleva el nombre de Las Nueve Esquinas. Dicha casa —que demolieron junto con tantas otras para abrir una avenida muy ancha y moderna— estaba en la calle de Montenegro, la cual terminaba abruptamente en un muro de tabiques rojos, carcomidos por el amoniaco de las micciones. Detrás de éste se hallaba el patio y la Casa Redonda de la estación ferroviaria de San Francisco, la que algunos años después trasladaron más allá del parque llamado Agua Azul.

    Dicho muro era una especie de providencial excusado público, alivio de tantos transeúntes de uno y otro sexo, que entraban al corto callejón con ganas de liberar cuerpo y alma y utilizaban como biombos algunos montones de escombros, en donde medraban, aquí y allá, chicalotes y matojos casi siempre amarillentos.

    La casa en cuestión tenía dos balcones, que daban hacia el bendito excusado público, y, desde el balcón más cercano al muro, me ponía a espiar, tras los visillos, todo movimiento de quienes iban a hacer allí sus necesidades. Los movimientos de los hombres que sólo entraban a orinar eran apresurados y mecánicos; los de las mujeres —que también orinaban de pie, abriendo sólo las piernas—, eran más mesurados, y todo aquel que las mirara allí podía pensar que las abstraía un asunto de mucha gravedad. Los movimientos y gestos más espectaculares eran los de las personas que defecaban de aguilita, porque sus expresiones faciales a menudo pasaban de la más negra angustia existencial a los resplandores de la bienaventuranza. Casi todos lo hacían con la mayor prontitud posible, viendo hacia todas partes, cautelosos; otros se desfajaban despaciosos, sin ninguna traza de pudor, y hacían del vientre mientras leían el periódico. Y era justamente en esos casos que corría el riesgo de que me sorprendieran in fraganti mi madre o mis hermanas, arrobado como estaba con aquella beatitud.

    La casa de Montenegro contaba con dos anchos corredores de ladrillos rojos, de teja, muchos de ellos estrellados pero brillantes como espejos. Uno de ellos tenía un barandal de hierro forjado, y daba al patio de una gran bodega de cereales que ocupaba la planta baja, donde los cargadores, con la cabeza cubierta con costales de yute, iban y venían como hormigas a ciertas horas del día o de la noche, llevando y trayendo sobre sus espaldas costales llenos de maíz, frijol, trigo y otros muchos granos.

    No pasó mucho tiempo sin que descubriera que podría entrar a la bodega si me colaba por alguno de ciertos tragaluces distribuidos en la azotea, donde las mujeres de la casa ponían a secar la ropa en los tendederos. Tras considerar una y otra vez cuál era el busilis, me deslicé por uno de ellos y fui a parar sobre los costales más cercanos al techo. Acto seguido, mientras sentía cómo mi corazón quería salírseme del pecho, me quedé un buen rato inmóvil, aguzando el oído, para cerciorarme de que no había nadie en la bodega. El calor era tremendo, sudaba a más no poder, pero por dentro parecía estar lleno de temor y de hielo. Cuando hube recobrado la calma, quise saber qué contenían aquellos costales. Intenté abrir uno de ellos, pero el nudo terminal estaba muy apretado. Y dado que la curiosidad era cada vez mayor, trepé por el tragaluz y me dirigí a la casa, para coger un cuchillo de cocina. De regreso ya con éste, corté la costura y, al punto, aparecieron los granos de trigo.

    Nunca olvidaré el pasmo que me produjo la visión de ese grano venturoso, que me incitaba a hundir las manos en él, y lo hice, pero no sin antes vencer cierto escrúpulo —escrúpulo que pude entender sólo después de transcurridos muchos años—. Hundí las manos en aquella materia semejante a un agua dorada, que se deslizaba por entre los dedos con morosa y tersa frescura. El calor allí era intenso, por la proximidad al techo de la bodega, expuesto a los rayos del sol. Me desvestí por completo para cubrir mi desnudez con aquel trigo, como si fuese arena, y por primera vez tuve la sensación de sentirme acariciado por una piel morena, lene y lampiña, que suscitaba en la mía estremecimientos de oscuras delicias.

    No podría decir cuánto duró aquella bienaventuranza... lo cierto es que, en el momento menos esperado, vi aparecer, al fondo de los últimos costales estibados, a uno de los bodegueros que, avanzando a gatas, se me acercaba profiriendo terribles maldiciones. De un solo salto alcancé el borde del tragaluz y, con la velocidad de un gamo, puse pies en polvorosa, en cueros, pues no tuve tiempo de recoger la ropa. De inmediato bajé de la azotea y corrí hacia mi recámara.

    Mientras me ponía otro pantalón, oí voces procedentes de la escalera de la casa, voces que pronto se convirtieron en insultos. Mi madre entró en la recámara y, tomándome con violencia de la mano, me llevó casi a rastras delante del bodeguero, el cual, en el cancel, no sólo me acusaba de ratero, sino que dábale a entender a mi madre que, en vista de mi corta edad, de seguro alguien de la casa me había hecho pasar por el tragaluz para robar trigo. Para fortuna de mi madre, la cosa no pasó a mayores, pero yo no pude librarme de recibir una buena tanda de varazos inconmutables, los cuales mi madre acostumbraba darme con una vara de membrillo. Nunca más volví a poner un pie en dicha azotea.

    El otro pasillo, mucho más largo y ancho, tenía tres o cuatro arcos muy grandes y un barandal, también de hierro forjado. Era una especie de veranda que miraba hacia uno de los lugares más seductores que podía haber para un niño de aquellos tiempos: el patio de máquinas de una estación ferroviaria. Aferrado a los barrotes de hierro y apoyando mi cara entre ellos, me pasaba horas y horas viendo cómo las locomotoras de patio iban y venían, como potrancas briosas y piafantes, para formar los convoyes. Mediante la observación de aquellas operaciones me di cuenta de cuáles eran los trenes de carga, los mixtos y los de pasajeros, éstos últimos formados por dos o tres carrozas más bonitas, las de primera clase. Al final de los convoyes iba siempre un vagón más chico, de madera, anaranjado, con una torreta parecida a las de las cabañas que había visto en las revistas ilustradas: el cabús, del cual pensé que era la casa de los maquinistas y los garroteros.

    Los únicos trenes que no llevaban al final esa casita estaban formados por vagones metálicos, de un oscuro verde olivo, en aquel entonces muy limpios y resplandecientes, parecidos a los ataúdes expuestos en las casas funerarias. Eran los Pullman. En ellos sólo viajan los ricos, me dijeron. Y lo creí, porque pocos eran los pasajeros de esos trenes que respondían a los vehementes saludos que les hacía con un pañuelo en la mano, tanto a los que partían como a los que llegaban. Quienes sí respondían eran los maquinistas, y algunos de ellos hasta me sonreían. En esas ocasiones, con mi pecho a punto de reventar de gozo, iba en busca de mi madre o de mis hermanas, gritando: ¡Me saludó el maquinista, me saludó el maquinista! Desde aquel pasillo le di la bienvenida y despedía miles de personas, a quienes consideraba dichosas por el simple hecho de viajar.

    Con el correr de los meses, mi obsesiva observación de locomotoras y convoyes se debilitó en la misma medida que aumentaba el interés de viajar en tren, y se lo pedí a mi madre. Al ver que el tiempo transcurría y se agotaba la esperanza de hacer tal viaje, concebí un plan para viajar de mosca en alguno de los trenes de carga, que, hasta la fecha, me parecen los más incitantes. Tanto creció tal interés, que no había tren carguero que partiera sin verme a mí mismo viajando en él de mosca.

    Un buen día, de repente, sin preparar nada para el viaje, salí a hurtadillas de casa y me encaminé a la entrada de la estación de ferrocarriles, que ya conocía. Atravesé el vestíbulo, donde los viajeros, en filas, compraban los boletos en las ventanillas. También vi que, cuando ya los tenían, los entregaban a un empleado uniformado, que les permitía pasar a las salas de espera o directamente a los andenes. Poco después los altoparlantes anunciaron la salida de un tren, y, al ver a un matrimonio con varios niños que se dirigían a los andenes, me sumé al grupo y pasé como Juan por su casa.

    Empecé a caminar por aquellos lugares que había visto tantas veces desde el gran balcón con arcos de mi casa, el cual, visto desde abajo, me pareció pequeño y distante. Al aproximarme a la Casa Redonda, el inmenso taller donde reparaban

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