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Como una sombra a la deriva (parte1: Una sonrisa subliminal) (Segunda edición)
Como una sombra a la deriva (parte1: Una sonrisa subliminal) (Segunda edición)
Como una sombra a la deriva (parte1: Una sonrisa subliminal) (Segunda edición)
Libro electrónico635 páginas12 horas

Como una sombra a la deriva (parte1: Una sonrisa subliminal) (Segunda edición)

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En la vida de Thomas W. Becket, nada es lo que parece; cuando el sr. Richmond, el director del departamento de Servicios Técnicos, le ofrece un traslado a una sección llamada «los Hombres de la Lotería», descubrirá algo sumamente inquietante: su predecesor en el cargo ha desaparecido en extrañas circunstancias. Intriga, suspense, drama y un toque de acción en una novela que nos conducirá desde los albores del nazismo, a las más intrincadas tramas de espionaje durante la Guerra Fría. Fantasía distópica que sin embargo refleja una cruda realidad social universal, independientemente del lugar donde se desarrolle, a través de la diferencia de clases, los abusos del Poder y una doble moral que siempre perdura a través de los años, de generación en generación. De estilo ameno, sin excesivas descripciones, permite al lector dar forma personal a una historia cargada de guiños al pasado, al cine y a la música de siempre, y sobre todo de gran cantidad de giros de tuerca que convierten la historia en un vertiginoso tobogán de final incierto. No os dejará indiferentes; palabra de autor. Atreveos a descubrir los secretos de “Como una sombra a la deriva”, una novela donde NADA ES LO QUE PARECE. ¿Estáis preparados para la «Revolución» que se avecina?

IdiomaEspañol
EditorialA. Pereira
Fecha de lanzamiento5 jun 2016
ISBN9781310699184
Como una sombra a la deriva (parte1: Una sonrisa subliminal) (Segunda edición)
Autor

A. Pereira

A. Pereira Gallardo, nació, una buena tarde a eso de las 17 y pico, en Sevilla un 5 de septiembre de 1,973. Vive en la actualidad en una casa de campo, a las afueras de San José de La Rinco¬nada, un pequeño pueblo en las cercanías de la capital hispalense, fundado, según cuentan las malas lenguas, por un rey castellano cuando se disponía a conquistar la ciudad. Dibujante en princi¬pio, busca un modelo de expresión más acorde con las inquietudes actuales, por lo que está dando pequeños pasos en el mundo de la Literatura, presentán¬dose a certámenes, concursos o escribiendo otro tipo de relatos, con la esperanza de aprender y poder algún día cumplir su sueño: publicar algo decente y poder tomar café en el bar de la esquina, sin miedo a la venganza de algún lector disgustado. Finalista en el Certamen Primavera Cultural Arbo 2013, en Doyrensmic I de relatos infantiles, Certamen Letras con Arte, La fragua del Trovador, Sttorybox, entre otros. Continúa su labor de relatar historias y no aburrir.

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    Como una sombra a la deriva (parte1 - A. Pereira

    A modo de entrada

    Un pequeño foco de luz era todo cuanto podía verse en el rincón de aquella oscura habitación. Allí, una joven reflexionaba ensimismada frente a un azulado flexo, mientras a través de unos cascos podían percibirse los estridentes acordes de un grupo de Rock: Helloween; «pidiendo con insistencia salir».

    A su alrededor, las paredes estaban repletas de posters de cantantes, fotografías antiguas de todo tipo y algún que otro cartel de una conocida película; a su lado, un par de estanterías se encontraban abarrotadas de libros, revistas, recortes de prensa, etc.

    Sobre un pequeño portátil, Karen escribía…

    —«Querido diario ¿qué es la Felicidad?, ¿en qué consiste realmente?

    Hoy, mientras me dirigía hacia la Facultad presencié un hecho atroz. Un tipo joven, treinta y tantos, de aspecto enfermizo…»

    Joseph Edwards, 28 años. Clase media alta. Soltero. Padre conservador y carácter violento. Madre extremadamente obsecuente y religiosa. Comenzó a tantear con el mundo de las drogas, nada más entrar en el Instituto. Pasó varias temporadas en la cárcel donde contrajo el VIH.

    —«…, se aproximó a una señora de edad avanzada, sesenta o setenta y tantos; vestía un atuendo de color blanco, algo macilento».

    Catherine Carter, 68 años. Clase media baja. Viuda desde hace tres años. Empleada del hogar, a tiempo parcial; hacía horas extra trabajando de cocinera en un asilo para indigentes. A pesar de su edad, le resultaba imposible subsistir dignamente con lo que le había quedado de pensión.

    — « En aquel momento, se encontraba en la parada del bus mirando con detenimiento en el interior de un pequeño pastillero de color aguamarina.

    Sin esperarlo, el individuo le dio un violento tirón del bolso, pero ella se resistió, agarrándolo con fuerza. Ante su tesón, éste sacó un deteriorado cuchillo de cocina y le hizo un corte transversal en el cuello. Ella cayó al suelo, ante la indiferencia y la impotencia de los que allí se encontraban.

    Él cogió el bolso y se marchó del lugar, sacando tranquilamente todo cuanto había en su interior.

    Al llegar a la esquina apareció un hombre joven, veintitantos años; vestía de un modo informal: vaqueros y camiseta. Extrajo una pistola al tiempo que le mostró una placa. Era policía; estaba bastante nervioso. Instó al atracador para que se detuviera y soltase el cuchillo.

    Éste, enfrascado en su búsqueda, desoyó cualquier clase de llamamiento. Lo fue tirando todo por ahí, hasta que encontró una cartera de la que extrajo un par de billetes de 5.

    En un gesto incomprensible, el tipo le lanzó el bolso al agente que, sorprendido, le disparó dos veces en el pecho, matándolo en el acto».

    Ben Sloan, 25 años. Clase media. Casado. Dos hijos. Agente de policía de River´s Bend desde hacía dos meses. Se divorció después de un año y medio. Se suicidó un mes más tarde.

    —« Tres vidas, un instante ¿en qué nos estamos equivocando?»

    La joven se detuvo a mirar por encima, lo que había escrito en la pantalla de la computadora.

    — «Otro día más...» —pensó desperezándose sobre la silla, tras lo cual miró el reloj en la pantalla—«. ¡Las 3 de la mañana!» —se dijo a sí misma sorprendida.

    Guardó el documento en el disco duro del ordenador. Se quitó los auriculares; acto seguido dio un pequeño salto sobre la cama.

    Se quedó tumbada boca arriba durante un rato.

    Miró a un lado; hacia la mesita de noche. Sobre ella observó un pequeño retrato el que una niña pequeña posaba junto a una mujer, la cual vestía un traje de chaqueta con un semblante bastante serio y formal. La miró durante un instante. Después se giró; dándole la espalda a la fotografía.

    Suspiró con resignación, mientras que con los ojos cerrados dejó su mente volar, lejos de aquella habitación en la que se encontraba.

    Preludio

    El lugar se encontraba en el más absoluto de los silencios.

    —« Straße des hass¹» —podía leerse en una azulada placa a cierta altura, insertada en una de sus esquinas de la calle. Las blanquecinas paredes de los edificios deslumbraban con un fulgurante candor; muros construidos a base de grandes bloques de caliza y enormes ventanas de espejadas cristaleras.

    El Capitán Wirths, ataviado con un oscuro y pulcro uniforme de la SS, permanecía en el centro de la calzada con gesto hierático. Miró a un lado y a otro, con unos movimientos algo mecánicos. En una de sus manos portaba su arma reglamentaria: una Luger, al tiempo que con la otra sujetaba la empuñadura de una brillante bayoneta, la cual colgaba de su cinto.

    De repente sonó un estridente pitido, semejante al de un altavoz que se acopla. Wirths miró sobre su cabeza. Se quitó el sombrero militar sujetándolo de la visera y lo arrojó al suelo.

    Acto seguido comenzó a sonar una melodía, a través de los numerosos megáfonos que había dispersos sobre los tejados, a lo largo de la vía.

    — «Frente al cuartel, delante del portón, había una farola, y aún se encuentra allí…» —sonó la cálida voz de una mujer.

    Wirths, tras agachar la cabeza a modo de reverencial saludo, caminó hacia uno de los extremos de la calle. A un lado y al otro de la acera se concentraban multitud de soldados ataviados con oscuros uniformes y brillantes cascos, en cuyo frontal destacan plateadas calaveras. Tras ellos ondeaban unas enormes banderas con un símbolo, en el que una esquemática figura levantaba una mano en la que sostenía una cabeza, la cual parecía resplandecer.

    — «…, nuestras sombras parecían una sola…» —prosiguió.

    El Capitán llegó hasta una plaza en cuyo centro destacaba una grisácea fuente, completamente destrozada y llena de orificios de bala. Aún podía verse un pequeño letrero en su cúspide en el que pudo leer:

    —« Wahnsinn- Stadtplatz²».

    — «…, me habría encantado ir contigo…».

    Miró hacia las esquinas de las calles adyacentes; observó unos pintorescos carteles.

    — « Straße das dread³» —uno—. « Straße der bewusstlosigkeit⁴» —otro.

    Al otro lado de la fontana, encontró un edificio en un estado ruinoso, de paredes muy blancas y unos adornos de vivos colores, al que se accedía a través de un embaldosado sendero. Al inicio del mismo había una placa.

    — « Haus der Schmerzen⁵» —leyó en la misma.

    Caminó unos metros.

    — «…, ella conocía tus pasos, tu elegante andar, todas las tardes ardía, aunque ya, me había olvidado, y sí me pasara algo…».

    Unos niños jugaban ensimismados alrededor de la construcción; correteando de un lado a otro. En sus mangas había pequeños brazaletes amarillos en los que destacaba una estrella de David, cosida a las mismas.

    Wirths apuntó con su arma a la cabeza de uno de ellos y, sin mediar palabra, le disparó a quemarropa.

    Los demás no parecieron reparar en aquello. Prosiguieron con lo que estaban haciendo, como si nada.

    Conforme los fue alcanzando, los ejecutó del mismo modo; sin inmutarse. De su rostro comenzaron a resbalar diminutas gotas de sangre. Uno tras otro, fue acabando con cada uno de los niños que allí se encontraban. Sin hacer ningún gesto; como un robot.

    — «…, me mantienen como en un sueño tus adorables labios…».

    De pronto se notó caer; tropezó con algo.

    Miró hacia el suelo y advirtió que sus pies habían quedado atrapados en mitad de un amasijo de cadáveres, cubiertos por una blanquecina sustancia. Muchos tenían el aspecto de esqueletos, cadavéricos; osamentas con piel. Se encontraba en mitad de una fosa común atestada de cuerpos.

    — «Cuando la niebla nocturna se arremoline, ya estaré en la farola, como antes…» —oyó finalmente, tras lo cual cesó la música.

    Una densa neblina comenzó a avanzar en torno suyo, reptando hacia el interior del agujero.

    Wirths pareció salir de una especie de trance. Con gesto de sorpresa miró hacia el borde de la sima; pudo ver que alguien lo observaba desde allí. Sintió un frío glacial, el cual empezó a cubrir todo cuanto le rodeaba, bajo un espeso manto de hielo.

    —Tú… —comenzó a decir al tiempo que unas lágrimas brotaron de sus ojos—. Jamás nos rendiremos…, el futuro será nuestro… —dijo con un tono desafiante—. « ¡Heil Hitler!» —gritó, tras lo cual colocó el cañón del arma en su sien, mientras la oscuridad y el frío lo envolvieron por completo, haciéndolo desaparecer en mitad de una espesa bruma.

    ****

    28 de enero de 1,945. En algún lugar de Cracovia (Polonia).

    La mortecina luz del amanecer comenzó a hacer acto de presencia a lo lejos; asomándose por una delgada abertura, entre el cielo y el suelo. Una gélida brisa recorrió unos asolados campos, desprovistos de todo rastro de vegetación, empujando tímidamente unos pocos copos de nieve sobre las tropas del «Ejército Rojo», las cuales avanzaban con parsimonia en dirección a la siguiente posición tomada: «Oświęcim»; según rezaba en un oxidado cartel de metal. Los soldados caminaban por una estrecha carretera cubierta por el barro, mientras a lo lejos resonaban los ecos de los cañones; el enemigo aún resistía en la lejanía. La neblina les impedía ver lo que había unos pocos metros más allá de donde se encontraban. De cuando en cuando, un vehículo ligero pasaba de un lado a otro, haciendo sonar de forma constante su claxon pues, en mitad de aquella espesa bruma, resultaba más eficaz que el uso de los faros.

    Desde cierta distancia, varios soldados fumaban al tiempo que charlaban de forma animada, bromeando entre sí. Se les acercó un tipo con unos documentos en las manos que se guardó bajo el abrigo, tras lo cual todos arrojaron las colillas al suelo.

    Fueron hasta un pequeño sendero que se internaba en la sombría espesura de un bosque. Con las armas a punto, caminaron en formación de combate.

    — ¿Qué buscamos exactamente, Seriozha? —le preguntó uno de ellos.

    —Uno de los «pájaros» divisó un asentamiento a pocas millas del camino principal —respondió éste.

    — ¿Un poblado? —preguntó otro.

    —Tal vez, granjas, caseríos, a saber, abrid los ojos, no quiero sorpresas —dijo Seriozha con gesto serio.

    —Sí, señor —respondió uno de ellos de un modo sarcástico.

    Anduvieron un buen rato a través de la foresta cuando llegaron hasta un cerco reforzado con alambre de espino; una retorcida concertina de púas que impedía a los soldados avanzar.

    Seriozha levantó el puño dando el alto a los demás. En él podía verse un pequeño tatuaje; una mano con una pequeña cruz inscrita, la cual portaba una ardiente antorcha. Todos se agacharon en silencio con el arma a punto.

    —«Nazis»… —susurró Seriozha señalando con un gesto de la cabeza, en dirección a un cartel en el que podía leerse un extraño mensaje.

    — «Achtung⁶» —leyeron, seguido de unas palabras que la mayoría no entendió.

    — ¡Eh, Andrey!, ¿qué es lo que ahí dice? —lo apremió Seriozha.

    El joven se acercó y las estudió con detenimiento.

    —Alto, zona restringida, peligro… —titubeó—. Algo así.

    — ¿Crees que quedarán alemanes ahí dentro? —preguntó uno de los soldados.

    Seriozha lo miró.

    —Ni idea, Sasha —dijo pensativo.

    —Deberíamos dar cuenta de esto ¿y si nos encontramos con una plaza fuertemente armada? —preguntó Andrey con preocupación.

    —Echaremos un vistazo, de todos modos no estamos tan lejos de la carretera —respondió Seriozha.

    Éste fue hasta uno de los soldados que permanecían a la zaga. Trasteó en su mochila, tras lo cual extrajo unas cizallas bastantes gruesas.

    — Hay que ver qué es lo que hay aquí dentro, no quiero que «los cabezas cuadradas» nos sorprendan por la retaguardia —explicó el militar.

    Tras comprobar que no se encontraba electrificada, abrieron una brecha en la alambrada, tras lo cual pasaron al interior.

    Conforme fueron avanzando el suelo se fue volviendo más y más gélido. Estaba cubierto por una capa de hielo muy gruesa, la cual expelía un verdoso halo.

    — ¿Habéis visto? —señaló uno de ellos, colocando su mano por encima del vapor que desprendía la nieve—. Esto no es… —comenzó a decir.

    —Este frío no es normal —lo interrumpió Andrey.

              —Solo es nieve —sentenció Seriozha, quitándole hierro al asunto.

    Anduvieron un poco más hasta que llegaron al término del bosque. Todos se miraron con un semblante mezcla de asombro y cierto temor.

    Ante ellos se abrió una extensa explanada cuyo suelo estaba sembrado de cadáveres, los cuales estaban atrapados en el hielo. Parecían emerger de la blanquecina capa, como si los hubiesen sorprendido intentando salir desde el fondo de un río. Aún alzaban sus manos en su último afán de evitar el quedar allí atrapados. Salvo las lejanas explosiones, allí solo podía oírse el gélido viento invernal, formando pequeños remolinos sobre la superficie nevada. Todo el lugar parecía muerto; suspendido en aquel instante.

    —Esto no me gusta nada, aquí está pasando algo raro —comentó Andrey, inquieto.

    Todos se miraron con perplejidad. Seriozha continuó caminando, por lo que tras una breve pausa decidieron seguirlo.

    —Parece que no hay nadie, al menos vivo —dijo Sasha mirando los cuerpos.

    Seriozha asintió.

    A cierta distancia descubrieron los restos calcinados de lo que en su momento debieron ser barracones o edificios. Se encontraban completamente destruidos.

    — ¿Habrán sido los nuestros o tal vez los yanquis? —preguntó uno de los soldados.

    Algo llamó la atención del joven soldado.

    Justo en mitad del recinto, en medio de un amplio patio, observaron algo que emergía del suelo. Seriozha se aproximó lentamente; con reservas.

    — ¿Qué es eso? —preguntó Andrey—. Es como si el frío viniese de allí. —dijo señalando con un ademán hacia un extraño conjunto.

    Se trataba de una jaula, hecha a base de láminas de metal que cubrían toda su superficie; de un color gris oscuro. Daba la sensación de estar revestido por férreas placas de hielo.

    Seriozha se aproximó hasta la misma. Se agachó y recogió del suelo unos surtidores con una forma muy peculiar.

    —Son lanzallamas —dijo Sasha.

    — ¿Lanzallamas?, ¿lanzallamas para qué? —preguntó con cierta inquietud Andrey.

    —Sea lo que sea, lo estaban empleando contra ese armazón —dijo un soldado, el cual se aproximó desde detrás—. Tal vez intentaban sacar lo que había dentro.

    Seriozha asintió con la cabeza.

    —Eso parece, Nikolai, eso parece —dijo sin quitar ojo de aquella jaula.

    Seriozha la rodeó estudiándola con detenimiento. La miró un par de veces más.

    —Una cosa es segura —dijo ensimismado—, no tiene puertas, desde luego. —señaló casi sin parpadear.

    —Tal vez, por eso empleaban los sopletes contra esa especie de sarcófago —elucubró Sasha.

    — ¿Creéis que habrá ahí dentro algo que merezca la pena? —dijo Andrey con un tono irónico.

    —No creo que una bailarina del Bolshói, de eso estoy seguro —bromeó con sarcasmo.

    Todos rieron ante semejante ocurrencia.

    —Sigamos, daremos cuenta de esto cuando lleguemos al campamento…, que se encarguen los de logística, en Moscú sabrán si vale algo o no —sentenció Seriozha, tras lo cual se dispuso a seguir caminando.

    Todos asintieron y fusil en mano se dispusieron a proseguir la marcha.

    Habían andado unos metros cuando Andrey se giró para mirar por última vez aquel férreo armario; de improviso se detuvo. Algo pareció llamarle la atención de forma poderosa. Al instante dejó de caminar junto a sus compañeros y se aproximó a la jaula.

    Los demás siguieron caminando, sin darse cuenta de la ausencia del soldado, hasta que Seriozha se volvió, percatándose de que éste se había alejado del resto.

    Se detuvo.

    — Andrey ¿por qué te has parado? —preguntó desde la distancia.

    El joven pareció no oírle; todos se volvieron repentinamente.

    — ¡Andrey! ¡Tenemos que continuar! —le increpó de nuevo.

    El soldado parecía embelesado con aquello.

    De repente, frente a él pareció abrirse una puerta en uno de los laterales. El soldado se acercó con la mirada perdida. De su interior emergió una gélida nube; una corriente helada, la cual blanqueó sus cabellos.

    Seriozha se sintió algo inquieto.

    — ¡Vamos, Andrey, apártate de esa cosa! ¡Vamos! —exclamó.

    — ¡Sí, vamos! —dijo otro.

    Andrey no prestó la más mínima atención. Se acercó hasta la abertura, de la cual manaba una tupida neblina; recogió algo pequeño de su interior. Parecía un recortable extraído de algún periódico en el que podían verse varias bailarinas sentadas en el borde de un escenario. Sus rostros se hallaban excesivamente maquillados y las tonalidades de sus ropas eran rojas y azuladas. Aquello pareció inquietar al joven. Miró hacia donde se encontraban los demás, tras lo cual les sonrió.

    Seriozha negó con la cabeza, haciendo un ademán de « ¿qué vamos a hacer contigo?»; éste también le sonrió. Le hizo un gesto con la mano para que volviese junto a ellos.

    Andrey, instintivamente, miró hacia el interior de la caja. En sus pupilas algo pareció brillar con fuerza que solo sus ojos pudieron captar.

    De improviso, a cierta distancia, pudieron oír el llanto de un niño. Todos se quedaron quietos; expectantes.

    Seriozha hizo un gesto hacia un pequeño barracón, el cual aún mantenía algunas de sus paredes en pie.

    Todos fueron en silencio.

    Conforme se aproximaron, el sonido del lloro fue haciéndose cada vez más audible.

    Seriozha se acercó hasta el umbral de la puerta. De su cinturón cogió una linterna de gran tamaño, pues el interior estaba bastante oscuro.

    Andrey pareció volver en sí y regresó junto a los demás, sin dejar de mirar hacia el arcón de hierro.

    —Vosotros, venid conmigo —señaló a sus compañeros—, los demás, inspeccionad el resto de las instalaciones, no quiero sorpresas. —le dijo a varios que con diligencia se marcharon de allí, en dirección opuesta a donde ellos se encontraban.

    Acto seguido el soldado entró. Al hacerlo pisó unos cristales los cuales crujieron, fragmentándose a su paso. En el lugar había varios cuerpos, sentados sobre unas sillas, en el suelo; por todas partes. A todos pareció sorprenderlos la muerte de forma repentina, quedando todo como una gélida fotografía.

    Seriozha siguió andando, seguido muy de cerca por los otros, con sus respectivos fusiles en posición. La luz de la lámpara no era excesivamente potente, por lo que el escenario resultaba de lo más tétrico y fúnebre. Llegó hasta una puerta, la cual parecía haber sido abierta a base de golpes, pues la madera se encontraba rota, con grandes agujeros. Miró dentro y descubrió unas escaleras que bajaban. El llanto provenía de abajo, por lo que pudieron oír.

    Descendió los escalones con suma cautela. Un cuerpo había quedado sentado en el descansillo de modo que pareció mirarlo al pasar junto a él. Seriozha sin quitarle ojo, continuó hasta llegar abajo del todo.

    Andrey lo tocó con el cañón de su arma, pues sus ropas parecían estar hechas de piedra; todos lo observaron con inquietud.

    Seriozha abrió una enmohecida puerta de metal que chirrió con fuerza. El sótano parecía ser algún tipo de laboratorio o estancia médica; notó algo extraño en el suelo. Acercó la linterna y percibió que estaba cubierto por una rojiza capa de hielo. Dio unos golpecitos.

    Los jóvenes soldados observaron como el vaho se hizo más visible en aquel lugar.

    —Hace más frío, aquí dentro, que fuera —susurró Sasha.

    Seriozha asintió conforme cuando oyó que algo se movió en una estancia cercana. Percibió un sonido, como de algo que correteaba.

    Sin pensarlo dos veces fue hasta la puerta; un estremecimiento pareció sacudirlo con fuerza en ese momento. Miró a sus compañeros que se colocaron en torno a él, fusil en mano, con gesto expectante. Levantó la lámpara, tras lo cual decidió entrar.

    La habitación estaba llena de estanterías, sobre las que había unos voluminosos envases de cristal. Su contenido permanecía oculto, pues el vidrio se encontraba totalmente empañado.

    —Menudo sitio —se quejó Andrey—. Estos tipos hacían unas cosas muy raras. —dijo haciendo un gesto de repugnancia.

    —Dicen que en uno de los campos de prisioneros, muy cerca de aquí, han encontrado enormes fosas llenas de cadáveres…, hasta arriba —dijo Sasha con un gesto de náuseas.

    Seriozha lo miró muy serio.

    —No sé a qué se habrán estado dedicando estos «cabezas cuadradas», no tengo ni la más remota idea —negó con la cabeza.

    Andrey toqueteó alguno de los recipientes, intentando ver lo que había dentro.

    —No juguéis con estas cosas —le dijo Seriozha—. No sabemos que pueden encerrar, puede tratarse de algo peligroso.

    De improviso notaron una gélida brisa que les acarició el rostro. Se detuvieron inquietos, durante un momento. Prosiguieron inspeccionando el lugar hasta que llegaron a uno de los extremos del sótano. En una de las paredes pudieron observar una portezuela de metal; se encontraba entreabierta.

    Muy cerca de allí, Sasha observó gran cantidad de recipientes rotos desperdigados por el suelo.

    — « ¿Qué serán?» —bisbiseó para sí mismo en voz alta.

    Cogió uno que parecía estar más o menos intacto.

    —Ten cuidado, Sasha —rio Andrey—, no vayas a envenenarte con algo.

    Sasha lo miró con seriedad. Giró el bote mostrándoselo a los demás, revelando que en su interior había algo oscuro; una diminuta esfera de color rojo muy intenso.

    — Qué raro es todo esto —dijo extrañado, sin embargo no pudo evitar que el recipiente cayese al suelo, extendiéndose sobre el mismo.

    — Torpe… —dijo Andrey con jocosidad.

    Ante la atónita mirada de todos, la oscura mancha pareció reanimarse. Como si de un ser con vida propia se tratase, se arrastró por el suelo hasta ocultarse tras unas gruesas planchas de metal, que había sobre una de las paredes.

    — ¿Lo habéis visto? —exclamó Sasha.

    — ¡Dejadlo todo en su sitio! —se quejó Seriozha—. Estos tipos hacían unos experimentos muy peligrosos.

    Sasha fue hasta las chapas y miró tras ellas.

    —Olvídalo ya, Sasha —Seriozha sintió cierta inquietud.

    —Es que…, hay algo aquí —dijo mirando bajo las mismas.

    — ¡Te va a morder una rata nazi! —exclamó Andrey con sarcasmo.

    Sasha introdujo su mano bajo las placas. Con cierto esfuerzo extrajo un bulto, el cual estaba protegido por un envoltorio transparente.

    —Mira, Seriozha, seguro que es importante —le dijo, dándole el fardo.

    —Deben ser documentos secretos, no les dio tiempo de quemarlos o tal vez no quisieron hacerlo, buen trabajo, Sasha, informaré de ello al Partido —dijo dándole una suave palmada en el hombro.

    Andrey fue hasta la compuerta y miró a través de la misma. Observó que en el suelo habían unas pequeñas huellas; muy recientes, pensó tocándolas por encima.

    —Creo que hay alguien por aquí —dijo mirando hacia el exterior.

    —Ve con él, Sasha, yo voy a mirar estos papeles con más detenimiento.

    —Sí, camarada —dijo con tranquilidad.

    Ambos se colaron por la abertura y salieron al exterior. Una pequeña rampa les condujo hasta el nivel de la planta baja de las instalaciones. Siguieron las huellas hasta que una vez allí arriba parecieron perderse, difuminadas en el blanco de la nieve.

    —Son demasiado pequeñas, debe de tratarse de algún niño —dijo Sasha señalándolas.

    — ¿Y qué «pinta» un niño en mitad de esta desolación? —dijo Andrey, molesto.

    —Tal vez de alguna de las granjas cercanas, vete tú a saber —dijo, quitándole hierro al asunto al tiempo que de improviso echó hacia atrás el cerrojo de su arma, para sorpresa de su compañero. Se giró bruscamente.

    Tras de sí descubrió a una niña de pocos años con un aspecto de lo más sucio y desvalido; sus cabellos eran rubios, los cuales ocultaba bajo un grueso manto. Parecía temblar de frío; llevaba algo en sus brazos.

    —Hola, pequeña ¿qué haces aquí sola? —dijo Sasha—. ¿Dónde están tus padres?

    Ella lo miró con extrañeza. Pareció no entender aquellas palabras.

    —« Sprechen sie deutsch?⁷ » —le dijo.

    Andrey se sintió algo incómodo.

    —Deberíamos avisar a Seriozha, esto no me gusta nada —dijo mirando a todas partes—. Aquí hay más gente, lo noto, nos están observando ¡vámonos de aquí! —por momentos pareció bastante asustado.

    Sasha observó que algo se movió bajo el manto de la niña.

    — ¿Qué llevas ahí? —dijo al tiempo que ella le mostró un bebé, el cual estaba completamente desnudo.

    Seriozha, en el sótano, extrajo los papeles. Los miró con detenimiento. Los documentos estaban llenos de unos caracteres rojizos de lo más extraños; desconocidos para él. Comenzó a pasar una página tras otra. Se sorprendió bastante al toparse con una hoja en la que pudo leer algo:

    — «Los dos jóvenes soldados descubrieron a la pequeña que intentaba huir con un bebé oculto entre sus brazos, sin embargo la niña, haciendo caso omiso a las palabras de los dos jóvenes, se marchó dejándolos allí en mitad de aquel silencio, confusos, sin saber qué hacer o decir…» —leyó Seriozha pensativo.

    En la penumbra, pudo ver sobre una pequeña mesa de madera, algo semejante a un cuenco de metal; cobrizo. En su interior parecía reverberar algo, con un sonido grave y profundo.

    De repente, algo resplandeció en su interior, inundando toda la estancia con una verdosa luminiscencia. El joven se frotó los ojos, pues, durante un instante, se sintió algo aturdido. Tras unos segundos decidió salir de allí, por el mismo hueco por el que momentos antes lo habían hecho sus dos compañeros. Al subir los encontró en silencio, mirando hacia algún lugar en la distancia.

    —No te vas a creer lo que nos hemos encontrado —dijo Andrey sin dejar de mirar hacia delante.

    Seriozha pareció no oír aquellas palabras, se quitó el casco y arrojó su arma al suelo.

    Los otros lo miraron muy extrañados.

    — ¿Qué haces?, ¿por qué has tirado tu arma? —dijo Sasha con desconfianza.

    Sin embargo Seriozha siguió caminando; alejándose de allí, se quitó el cinturón dejando caer sus armas y la munición.

    —Está desertando —le dijo Andrey—. En serio ¡se larga!

    Sasha lo miró con preocupación.

    — ¡Vamos, Seriozha! ¡Recoge tus armas! —exclamó Sasha—. ¡Hazlo! —le gritó.

    Seriozha ni siquiera se giró.

    El joven soldado cargó su fusil y le apuntó desde la distancia.

    — ¡No me obligues a dispararte! ¡Ya sabes que soy el comisario político! —dijo con un tono amenazante—. ¡No puedo permitir que nadie se largue, así como así!

    Seriozha se quitó el grueso abrigo que vestía y lo arrojó al nevado suelo, mientras caminaba en dirección a algún ignoto lugar.

    —Deja que se vaya —dijo Sasha—. No… —comenzó a decir, a pesar de lo cual Andrey disparó su arma.

    —No puedo hacer tal cosa —fue todo cuanto dijo el soldado.

    Seriozha cayó sobre la nieve, sangrando de forma abundante. Se movió, mostrando que el disparo había sido de lo más certero.

    —Vayámonos, está muerto, hay que informar de esto al mando, tú has sido testigo de todo —dijo con un tono dogmático.

    —Sí, camarada —respondió circunspecto.

    Se acercó, recogió el arma y algunas de las pertenencias del joven soldado. Fue hasta Seriozha que había quedado con los ojos cerrados; tumbado sobre la nieve. Negó para sí, moviendo la cabeza.

    — Maldito loco… —le dijo.

    Miró a un lado y a otro; extrañamente no había ni rastro de sangre. Observó que el joven aún abrazaba aquellos documentos con fuerza.

    — ¡Vamos, Sasha! ¡Tenemos que seguir! —dijo Andrey desde lo lejos.

    Seriozha abrió los ojos, de repente, ante la atónita mirada del soldado. Pareció emerger de un estado de «shock». Lo miró desde el suelo sin pestañear siquiera.

    —Ni se te ocurra moverte, nos marcharemos en seguida —le dijo.

    Aunque Seriozha no hizo ningún gesto en particular, supo que lo había entendido.

    Sasha se marchó con el fusil y la pequeña mochila de su compañero; casualmente «olvido» la pistola y las municiones.

    Tras unos minutos, Seriozha se levantó y se miró en el pecho. En las ropas había un enorme agujero de bala. Lo siguió a través de las capas de su uniforme hasta que llegó a la piel; justo en el corazón. Allí no había ni rastro de herida o quemadura; nada. Como si jamás le hubiesen disparado. Se levantó y siguió caminando en dirección opuesta; mientras tanto, fue quitándose las vestiduras hasta quedar completamente desnudo, en mitad de aquel gélido invierno de Polonia.

    Capítulo 100/1

    Un estruendoso ruido, un martilleo metálico, era todo cuanto resonaba a lo largo de Garland Street; vacía y desolada. El asfalto se encontraba cubierto por gran cantidad de hojas de periódico, harapos y coches abandonados. No se oía nada, excepto el aire y el ruido del coche aproximándose. Un monovolumen, cuya rueda delantera presentaba una ovalada «redondez», casi incompatible con la conducción; frenó haciendo un estridente chirrido.

    Tom, en su interior, conducía con dificultad. El volante estaba hecho una ruina, al igual que su aspecto; de lo más desaliñado. Parecía como si hubiese estado durmiendo un mes con la misma ropa que llevaba puesta. Su rostro estaba parcialmente manchado de algo parecido a la sangre; reseca. Con fuerza apretó el freno, el cual resonó de forma estridente, al tiempo que una de las ruedas salió rodando fuera de su eje, calle abajo. El coche cimbreó ligeramente y se desplomó sobre un lateral.

    Tom salió del vehículo; miró a un lado y al otro de la vía. Todo estaba desierto. Pulsó el botón del cierre centralizado y los intermitentes fluctuaron con un breve sonido.

    Fue hasta la verja de madera que había a la entrada de la casa. Al empujar la puerta, ésta cayó al suelo. Con indiferencia, pasó por encima. El jardín se encontraba lleno de basura, gran cantidad de papeles y bolsas de plástico, al igual que el resto de la calle.

    Se dirigió al porche de la vivienda, cuando de improviso el coche comenzó a pitar de un modo ruidoso. Las luces parpadearon con rapidez una y otra vez. Tom volvió a pulsar el botón en un pequeño llavero, sin embargo, el automóvil, tras hacer un extraño ruido eléctrico, comenzó a arder lentamente. Arrojó el mando al suelo y entró en la casa.

    Dentro todo parecía estar bien. Con paso cansado fue hasta el salón; se dirigió a una estantería y cogió uno de los libros que allí había: «Sagrada Biblia»; podía verse en su raída cubierta de color ocre. Parecía estar hecha con alguna clase de piel que le otorgaba una desagradable apariencia. Con el volumen en sus manos, fue hasta un sillón. Se desparramó sobre él, tras lo cual abrió el libro por el principio.

    — «Dentro encontrarás la salvación» —leyó en la primera página.

    Cogió algo del bolsillo trasero de su pantalón; extrajo un celular. Pulsó una tecla en su pantalla y un gran televisor de plasma emergió de una de las paredes. Un fondo azulado, con un mensaje repetitivo, resonó insistentemente:

    — «Este es un comunicado de Alerta Nacional, se ha declarado el Estado de Emergencia y Excepción en los Estados de Lambert, Nevada y Arizona, repito, se ha declarado el Estado de Emergencia y Excepción en los Estados de Lambert…» —repitió de forma continua.

    Tom pulsó otro canal, pero el aviso era el mismo. Pulsó varios de ellos con idéntico resultado. En una esquina de la pantalla apareció un pequeño sobre. Con el dispositivo táctil colocó el cursor sobre el mismo; seguidamente éste se abrió.

    Comenzó a reproducirse un video. Se trataba de algo grabado con una cámara web, en el que una mujer miraba directamente al objetivo.

    —«Hola Johanna, me marcho, me voy, lamento tener que decírtelo de este modo, pero no he encontrado otro mejor…, aún recuerdo aquellos días en los que nos conocimos, en los que ocultábamos nuestros sentimientos al mundo, en los que todo era divertido y nada ni nadie podía hacernos daño, pensé que debía de estar loca al aceptar esa forma de vida que me proponías, pero yo no puedo vivir así, Johanna, no puedo…, no quiero,…, con respecto a ella, siempre tuviste razón, esa es otra de las razones por las que me voy, quiero que desaparezca de mi vida, para siempre, yo no soy como tú, mi venganza será vivir, lejos de ella…, ya hace varios día que no sé nada de ti, nadie sabe dónde estás, si ves esto es que has vuelto y estás bien»—dijo en un tono de tristeza contenida—. «Te dejé la alianza dentro del libro, es de tu familia y ahí debe seguir, lo siento.» —sonrió con benevolencia—. «Solo te pediré una cosa…, no me busques, será lo mejor, te quiero aunque ahora no lo creas, eres una de las pocas personas a las que realmente le he importado, lo sé, por eso te quiero…, no hagas ninguna tontería, cuídate.» —dijo haciendo un amago de querer romper a llorar, tras lo cual se cortó la imagen.

    Tom sonrió con sarcasmo. Se colocó el libro sobre el pecho y algo cayó sobre él. Se trataba de un pequeño anillo de oro.

    Con gesto cansado, puso una de sus manos sobre la frente; tapándose los ojos. Por un instante, pareció que hasta la luz le hacía daño en la vista. Abrió el volumen por la mitad. Dentro encontró una pequeña llave con un número impreso: «I-XIV ».

    —«Rita…» —pensó con un tono entristecido.

    Del interior de su chaqueta extrajo una pistola; la colocó bajo su barbilla; acto seguido amartilló el percutor.

    —«En fin, mañana será otro día» —se dijo a sí mismo con resignación.

    Capítulo 1

    Motel Four Corners, Rose City, Condado de Jefferson.

    El señor Johan Bigelow leía tranquilamente su periódico en la recepción del motel, cuando resonaron los primeros ecos de una tormenta que se avecinaba; aún lejana. A través de una de las ventanas, podía divisarse una amplia avenida, en cuyo límite se terminaba el pequeño pueblo, a pocos metros de allí. En el horizonte aparecieron los primeros relámpagos, ocultos por oscuros nubarrones. Tras un fugaz vistazo al espectáculo que la naturaleza ofrecía en la lejanía, regresó a la lectura de su diario.

    — « ¿Yuri, un mito de la Guerra Fría, en Virginia?» —leyó en un gran titular bajo el que podía verse la imagen de un individuo, el cual vestía un uniforme militar. Tenía el aspecto de haber sido tiroteado, pues había bastantes manchas de sangre por todas partes—. «Se sospecha que el coronel Fawler podría estar implicado en alguna trama relacionada con la revelación de secretos oficiales, según nos han informado fuentes cercanas a la investigación del caso.» —prosiguió con la lectura—. «En estos momentos se busca a un individuo de unos 30-40 años, pelo rubio y 1,85 cm de estatura, se le considera un hombre muy peligroso. Los científicos de la policía está analizando el escenario del crimen, por lo que no se descarta de que se produzcan detenciones en breve…». —detuvo su lectura, pues sonaron unas campanillas que pendían sobre el dintel de la puerta, la cual daba acceso a la calle.

    Miró, descubriendo a un hombre con una oscura gabardina y un sombrero del mismo color. Pasó al interior sacudiéndose ligeramente el abrigo; portaba un maletín.

    — ¡Buenas tardes! O noches… —lo saludó el recién llegado, con cierto aire de autosuficiencia.

    —Buenas tardes —le respondió el recepcionista, con ciertas reservas—. ¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó en cuanto aquel hombre se colocó frente a él.

    —Busco habitación, con agua caliente y, a ser posible, también con televisión —respondió.

    —Lo siento amigo, si quiere ver la tele tendrá que bajar al comedor, es la única que tenemos, ha habido un fallo en el «router», estoy esperando a que vengan a reparar la avería.

    —Entiendo —le dijo con resignación.

    —Son 22 con 50, por adelantado —aclaró con firmeza.

    —Por supuesto —le dijo introduciendo su mano en el interior de la chaqueta.

    En ese momento, el señor Bigelow sintió cierta inquietud.

    El tipo extrajo una billetera de la que cogió un billete de 50 dólares. Lo puso sobre el mostrador junto a su tarjeta de identificación.

    — ¿Se encuentra bien? Le noto algo nervioso  —le dijo con una sonrisa al recepcionista.

    —Son las tormentas, me ponen bastante tenso —respondió con sarcasmo, al tiempo que observó que en el interior de la cartera brilló una placa de metal; una insignia gubernamental, con unas formas de lo más peculiar—. ¿Es usted policía? —preguntó con suspicacia.

    —No, trabajo para el gobierno, departamento de Servicios Técnicos —respondió guardando el billetero mientras el señor Bigelow anotó los datos en el libro de registro.

    — ¿Se dirige a esa planta de residuos en Tallahassee?

    —No, solo estoy de paso, inspecciones de rutina…, nada del otro mundo —dijo mirando a su alrededor.

    —Muy bien —respondió con indiferencia—. Aquí tiene la llave, la cocina cierra a las ocho, dígamelo ahora, si no tendrá que conformarse con algo frío —el huésped pareció perplejo—. Usted es, de momento, nuestro único cliente. —le aclaró, ante lo que el individuo prosiguió—. Ha de abandonar la habitación antes de las doce de mañana ¿entendido?

    —Descuide, saldré de la ciudad muy temprano —dijo, al tiempo que recogió el cambio; se lo guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta.

    —Es por ahí —le señaló el recepcionista—. Suba las escaleras y al fondo del pasillo, no tiene pérdida. —señaló hacia una puerta con unos cristales biselados en los que podía leerse el nombre del establecimiento: «Four Corners Mortuary Since 1,830⁸ ».

    El hombre se giró y miró al señor Bigelow, con extrañeza, al ver aquello. Negó con la cabeza, tras lo cual se marchó en dirección a las habitaciones, perdiéndose tras la puerta.

    El recepcionista miró nuevamente el libro de registros.

    — «Martin Bowes» —leyó con aire pensativo, tras lo cual levantó el auricular de un oscuro teléfono que había a su lado. Marcó un número y esperó un momento—. Sí, señor, está aquí. —dijo; acto seguido colgó.

    El señor Bowes entró en la habitación; tiró el maletín sobre la cama. Se quitó la gabardina y la chaqueta, bajo la que ocultaban una bandolera con un revólver. Sobre una pequeña mesita había una radio; la encendió; de una de las paredes surgió una pantalla de plasma. Permanecía oculta tras la misma. Nada más encenderse pudo oír la sintonía de una película antigua que daba comienzo:

    — «La noche de los muertos vivientes» —pudo leer en la pantalla.

    Miró a través de la ventana. Fuera ya había

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