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Teruel is Stranger ¡LOL!,o, como dicen en mi pueblo, ¡raro de cojones!
Teruel is Stranger ¡LOL!,o, como dicen en mi pueblo, ¡raro de cojones!
Teruel is Stranger ¡LOL!,o, como dicen en mi pueblo, ¡raro de cojones!
Libro electrónico615 páginas5 horas

Teruel is Stranger ¡LOL!,o, como dicen en mi pueblo, ¡raro de cojones!

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Eme punto Rahoy junto a su mano derecha, Sorraya S. de Saltamaría, valga la redundancia, ¡han desaparecido!, en unas, más que sospechosas, circunstancias. Algo, procedente del populista Coño de «la Bernarda», se lo has llevado por la fuerza, sin embargo, todas las pistas apuntan hacia unos, hasta ahora, «desconocidos investigados»: Felatio Pilgrim y Fray Leopold of Alpandeishons, incluyendo, ¡eso sí!, a los señores Valle-Inclán, Azorín y Pío Baroja (cosas del Ministro del Interior, ¡palabra!).
El panorama pinta mal, pero que muy mal.
¿Lograrán, nuestros amigos, salir airosos de tan peliaguda situación? ¿Descubrirá, el señor Juan Ignatius Soido, a los responsables de semejante desaguisado, antes de que el país entero se vaya a pique? ¿Conseguirá el Monarca, Felipe Sesto, entre tanto desbarajuste, mantener a flote «el negocio familiar» o, por el contrario, tendrá que ir buscándose un empleo en uno de esos tugurios playeros de la costa mallorquín? Y, ¡lo más importante!: ¿perderá «el Kiko», por fin, su tan arraigada virginidad? Qué Dios nos coja... ¡no, no! Mejor, ¡qué sea Billy Wilder!, ¡eso! ¡Qué Billy Wilder nos coja confesados!
Viajen con nosotros a través de una aventura sin límites ni fronteras, desenfreno desternillante y sarcasmo al más puro estilo campechain, sin colorantes ni conservantes, desde los terruños más polvorientos de San José de La Rinconada a los salones más glamurosos de la capital hispalense, desde Huelva a Teruel, pasando por Madrid, hasta llegar al mismísimo despacho oval de la Casa Blanca y, ¡no estoy hablando del Santiago Bernabéu!
«Teruel, ¡existe!», y si no me crees, atrévete a descubrirlo, aquí, en «El Inter...». ¡Esto! ¡No! Quiero decir: ¡aquí!, en mi nueva novela... ¡Ejem!

IdiomaEspañol
EditorialA. Pereira
Fecha de lanzamiento22 may 2018
ISBN9780463094594
Teruel is Stranger ¡LOL!,o, como dicen en mi pueblo, ¡raro de cojones!
Autor

A. Pereira

A. Pereira Gallardo, nació, una buena tarde a eso de las 17 y pico, en Sevilla un 5 de septiembre de 1,973. Vive en la actualidad en una casa de campo, a las afueras de San José de La Rinco¬nada, un pequeño pueblo en las cercanías de la capital hispalense, fundado, según cuentan las malas lenguas, por un rey castellano cuando se disponía a conquistar la ciudad. Dibujante en princi¬pio, busca un modelo de expresión más acorde con las inquietudes actuales, por lo que está dando pequeños pasos en el mundo de la Literatura, presentán¬dose a certámenes, concursos o escribiendo otro tipo de relatos, con la esperanza de aprender y poder algún día cumplir su sueño: publicar algo decente y poder tomar café en el bar de la esquina, sin miedo a la venganza de algún lector disgustado. Finalista en el Certamen Primavera Cultural Arbo 2013, en Doyrensmic I de relatos infantiles, Certamen Letras con Arte, La fragua del Trovador, Sttorybox, entre otros. Continúa su labor de relatar historias y no aburrir.

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    Vista previa del libro

    Teruel is Stranger ¡LOL!,o, como dicen en mi pueblo, ¡raro de cojones! - A. Pereira

    Preludio a otra gran babiecada:

    No es serio este Gobierno.

    1936 a.C.¹, Tebas, ciudad de los vivos, la joya de la corona del faraón Ra-Ajoy I, hogar de CaracarThot Lesmes, Sumo Sacerdote del Rey, guardián del mundo de los tuertos, hogar de Inés ArriMaat, la concubina del monarca; ningún hombre, con acta de Diputado o sin ella, podía tocarla, pero por un buen jamón y una mastaba junto a la playa, estaban dispuestos a arriesgarlo todo; hasta sus propias vidas.

    CaracarThot se asomó a una amplia terraza del palacio real desde la que pudo contemplar toda una ciudad, atestada de chozas de barro y madera, bajo una gran boina de niebla gris.

      —«¡Igualeees para hoy!»—se oyó en la lejanía de la urbe.

      —«Si tú me dices ven, lo dejo todo—cantaron Los Panchos en el reproductor de MP3, en el salón del trono—, si tú me dices ven, será todo para ti…».

    Al darse la vuelta CaracarThot, era observado por ArriMaat, más caliente que los palos de un churrero y con un tipito, envuelto en un salto de cama de color negro, que ponían farruco hasta a los momias de «los Rollings».

    Nada más abrazarla, intercambiaron halitosis y mocamen faraónico, sin embargo, contundentes golpes en la puerta atrajeron su atención.

      —«¡Niñaaaaaa! ¡Niñaaaaaa!»—unos gritos resonaron con fuerza.

    Los lacayos del Sumo Sacerdote, al verse venir semejante marrón, intentaron cerrar la entrada, pero, ¡ya era demasiado tarde!: Ra-Ajoy estaba allí, bajo el dintel, cuan vivaracha res a punto de salir al ruedo.

      —Ummm… Pero, ¡qué carayo estáis haciendo en mi cortijo? ¡Cagontooó!—exclamó éste, con el rostro encendido por la cólera.

    El tipo, sometido a un violento y repentino ataque de cornamen, corrió hasta el dormitorio, el cuarto de baño, el trastero del vecino, el bar de la esquina y el garaje donde guardaban los caballos.

      —«Por Ra-Mon, pero, ¡dónde se habrá metido esta mujer?»—se dijo a sí mismo, muy enojado y con cara de cervatillo.

    Volvió de nuevo al salón principal, bastante preocupado, donde sobre una silla, modelo: «Ekedalen»², descubrió el bolso de la susodicha.

      —«Solamente una vez, amé en la vida…»—aquel disco de grandes éxitos de Los Panchos prosiguió como aquella orquesta en la plaza de toros.

    Al girarse, se la encontró, con un semblante de lagartona que pa qué…

      —¡Vaya! Estás aquí. ¿Dónde te habías metido?—le preguntó su mancornado esposo.

      —Acabo de llegar del Lidl, cariño; es que esas ofertillas... ¡Ejem! Esta noche: patatas fritas con huevos, ¡fritos también! Con vitaminas y minerales, ¡como a ti te gustan!, ¿eh? ¡Ejem!

      —Pero, ¡otra vez?—le preguntó indignado—¡Verás tú el colesterol! Verás...

    Al mirarla bien, se percató que la pintura de su cuerpo presentaba algunas imperfecciones, como si alguien le hubiese dado un repaso con las pezuñas.

      —¡Quién se ha atrevido a tocarte? No será alguno de esos mamarrachos de «la Zambomba», ¿no?

    Alguien al que no vio llegar, por detrás, le arrebató la espada que llevaba al cinto. Al girarse, el faraón lo contempló, ¡asombrado! No daba crédito a sus ojos.

      —¡CaracarThot! ¡Mi Sumo Sacerdote! ¿Tú, también, hijo mío? Cagontooó… Ahora que te iba a nombrar miembro del Constitucional… Allí se vive, ¡buah! Te lo digo yo.

      —¿En serio? ¡Hombre, señor Presidente!, yo…

    Ella, Inés ArriMaat, lo miró sorprendida, al tiempo que indignada.

      —¡Pseee! Hoy se te acaban las carreritas por el campo, así qué: ¡echa la cabeza para atrás que te voy a dar un repaso en la barba!

    Ante la idea de perder el vello facial al que tanto cariño le había cogido, se desmayó, cayendo al suelo como un fardo.

      —«¡¡¡Plom, plom, plom!!!»— unos porrazos de persona mayor resonaron a las puertas.

      —¡La escolta del Faraón!—gritó CaracarThot.

      —¡Huye! ¡Corre! Aún puedes coger un avión; la extradición con Alemania no es fácil y, en Suiza, ya ni te cuento—Inés lo empujó para que se marchase.

      —¡No puedo!—su rostro lo decía todo: «¿volver a las manualidades o la muñeca hinchable?, ¡nooo!».

      —Solo tú podrás devolverme la vida, el acta de diputada y el pase VIP para el bar del Senado.

      —¡No te dejaré jamás!

      —¡Quillo!, ¡qué te vaya, ya!—tantos años en Jerez de la Frontera, no pasaron en balde.

      —Vale…—dijo, tras lo cual se marchó corriendo.

      —«Pues anda que se lo ha pensado mucho, el gachó³»—pensó con retintín.

    Los lacayos de CaracarThot se asustaron, pero no pudieron evitar que los Antidisturbios de la Guardia Cívica, los Picolets, entrasen, de un modo atropellado, con las armas en ristre. Al encontrarse con Ra-Ajoy sobre el suelo, se pusieron de lo más tensos y sacaron las porras de pegar a mujeres o yayos⁴.

      —Aquí, ¡ya!, se acabaron los Presupuestos, ¡coño!—exclamó ella, poco antes de clavarse un puñal con forma de porra para hacer guarrerías.

    Para resucitar a Inés ArriMaat, CaracarThot y sus servidores entraron en el registro, robaron su cadáver y su carnet de socia parlamentaria, internándose, después, en las profundidades del desierto del Matojo, un paraje de lo más sombrío, poblado por criaturas de la noche: novios rezando el cunnilingus y mirones intercambiando impresiones al respecto.

      —«¡Una sardina,

    dos sardinas,

    tres sardinas

    y un gato.

    Se apostaron

    la manera

    de meterse

    en un zapato.

    ¡Agua-gua-gua-gua-chichi

    achi-chi-chi-chi-guagua

    qué lo repita mi amigo, ¡CaracarThot!»—cantaron los muchachuelos del templo, mientras subidos en sus carros, deambulaban alegremente como si de una excursión de escolares se tratase.

    Durante varios días, pasearon por aquel inhóspito serramen, ayudados, durante las interminables y calurosas noches del yermo, por la débil iluminación de unas antorchas que mangaron en uno de esos salones para celebrar bodorrios chorras.

      —«¡Qué lo repita mi amigo, CaracarThot, qué lo repita mi amigo, CaracarThot!»—prosiguieron los chicarrones en un intento de que el jefe se pegase un arranque por bulerías.

      —«¡Qué lo repita, mis cojones! ¡Vaya tres días que llevo!, ¡vaya tres días que me estáis dando! Si lo sé… ¡Vamos!»—protestó el sacerdote, bastante molesto.

    Llegaron hasta El Pozo de Seseña, «la ciudad de las solerías cochambrosas»⁵; antiguo cementerio para los amigos y parientes de los faraones. Lugar de reposo para un montón de escombros.

    Por su amor, CaracarThot desafió a los dioses de La Judicatura, internándose en la ciudad, a medio construir (o a medio derribar, según se mire), en la que robó un libro, lleno de letras y ni un solo dibujo, al que nadie, en su sano juicio, se había atrevido a leer.

    El alma de ArriMaat había sido llevada a una de las más recónditas oficinas de la Diputación de Cuenca, donde la pusieron a pegar sellos; los mismos que pegaba el Urdangarín y su socio, antes de que lo pillaran distrayendo billetitos morados, como el que no quiere la cosa, para disfrazarse de «Duque Empalmado» o comprarse un establo a precio de castillo neoyorkino, con fantasma incluido: ¡él mismo! ¿Para qué irse más lejos? Con ayuda de la magia de color⁶ y mucho trabajito, pues ya se había amoldado a no dar ni golpe, a esos desayunos de tres cuartos de hora y a los Permisos Retribuidos para irse de puentes, atrajeron el espíritu de la concubina hasta el cementerio en el que, ¡Dioses mediante!, llevarían a cabo la ceremonia de resucitación administrativa.

    Pero los Picolets los siguieron y detuvieron a CaracarThot antes de que completara el ritual de renacimiento.

      —¡Nooo! ¡Me cago en la mar! ¡La culpa la tiene mi mujer! ¡Ella es la que lleva las cuentas de la empresa!—en vano, intentó escaparse por una puerta trasera, pero los mejores amigos de «el Lute» se lo impidieron.

      —Pero, ¡si tú no estás casado! Cagontooó—el Cabo de la Meretérica levantó una mano con la intención de darle una bofetada, pero se contuvo, mordiéndose el labio.

    A los seguidores del Sumo Sacerdote les pegaron cuatro hostias y los pusieron a recoger hierbajos en las cunetas más zarrapastrosas de todo el reino, sin embargo, a él, a CaracarThot Lesmes le aguardaba un sino⁷ aún más terrible, una antigua maldición sumeria conocida desde muy antiguo como: «Allítestrelles». Una condenación tan chunga que, jamás la habían probado antes, al igual que el 155… Fue sentenciado a permanecer dentro de un sarcófago burocrático por toda la eternidad, trabajando como voluntario en el rastrillo de Nuevo Futuro, a la sombra de un buen número de cacatúas decimonónicas, por los siglos de los siglos, hasta que los rayos del Dios Sol se extingan o a que Jordi Hurtado se le acabe el contrato, ¡lo que llegue antes! Los Picolets jamás permitirían que se liberase de aquel encierro pues se esparciría por el mundo un mal sin fin, una enfermedad terrible, poder sobre las arenas y la fuerza de la invencibilidad (¡Joé! ¡No veas, el tío!).

      —«¡Plop!»—M⁸. Rahoy cerró un grueso volumen sobre sus piernas.

      —«Historia católica de España para niños de derechas, por Rouco Babieca⁹. Aprobado por el Santo Oficio y el Sanedrín»—podía leerse sobre una colorida portada, en la cual un grupo de muchachos, muy pálidos, rubios, vestían uniformidades de la S.S., y mostraban una amplia sonrisa, al tiempo que exhibían la palma de sus manos.

    De repente, en la pantalla del ordenador portátil que había sobre la mesa de su despacho, sonó una alarma al tiempo que apareció el icono de una campanilla.

      —«¡Caray! El Shkype…»—se dijo, levantándose de un salto y corriendo hasta el mismo.

    Pulsó, sobre el mismo, con la flecha del ratón. La pantalla se abrió, apareciendo, acto seguido, una señora en un pequeño recuadro.

      —«¡Qué haces levantado a estas horas, Forest?»—ella, entrecerró los ojos, con un semblante de desagrado.

      —¡Vamosh, Biri! Ya shabes que no me gushta que me llamesh ashí…—le dijo él, con un tono apenado.

      —«Son las diez y cuarto. ¿Por qué estás, aún, despierto?».

      —Puesh yo…, eshto… ¡Esh Juanito! ¡Ejem! Tenía pesadillash con losh comentaristash del FIFA, ¡creo!, «o lo que shea esho…». ¡Ejem!

      —«¡Forest! ¡Juanito está con mi madre! Te agradecería que no me trataras como a uno de tus electores, ¡quieres?».

      —Shí, mamá—se ruborizó.

      —«¿Te has tomado ya la medicina? Recuerda lo que te dijo aquel doctor».

      —Ahora voy, no te preocupesh…—dijo con resignación.

      —«Así me gusta. Muy pronto terminaré esta tournée de conferencias aquí, en Bruselas».

      —Te echo de menosh, mami, ¡snif!—le dijo haciendo pucheros.

      —«Estaré muy pronto en casa, no te preocupes, así que, ¡hala! Ve a tomarte lo que te he dicho y a la piltra, ¡pronto! Y deja de leer esos bodrios neocatecumenales que, después, sufres pesadillas, ¿eh?».

      —Shí, mami.

      —«A la cama, chiquitín y, ¡besitos para Paco!».

    M. Rahoy miró a los pies de su cama y, vio a un tipo que se encontraba acurrucado en el interior de una canastilla para mascotas, cubierto con varias hojas del BOE, a modo de sábana; parecía dormido. En un pequeño bordado podía leerse:

      —«Marxhuenda».

      —Ahora eshtá dormidito, she los daré cuando lo shaque a hacer shus necesidadesh al jardín, ¿vale?—le aclaró M punto.

      —«Muy bien, Forest y, ya sabes, ¡haz lo que te he dicho! ¿Vale? Besitos, ¡adiós!».

    Acto seguido, se desconecto la conversación, volviendo a aparecer el escudo del Gobierno de España.

    En Bruselas…

    La señora de M. Rahoy permanecía, tumbada sobre una cama, con el ordenador portátil sobre el regazo. Lo cerró y lo colocó sobre una mesita de noche. Sonrió ensimismada. Al lado del catre se encontraba el Comisario Coñete, con un sombrero de cowboy y un tanga de cuero¹⁰; sostenía una guitarra con flecos.

      —Esto va a acabar mal, Edelmira…—le dijo con un tono de voz grave.

      —¡Vamos, tontito! Cántame otra de Elvis y, ya que estamos, te tomas una de esas pastillitas azules.

      —¡Otra?, pero si ya llevo tres. ¿No será malo, tomar tantas?

      —¡Qué va!—dijo, al tiempo que mandaba un WhatsApp a un tal P. Casado  —. Mientras más, ¡mejor!, y si no, fíjate en el Nacho Vidal ése, ¡seguro que se las toma a puñaos! ¡Ejem!

    De nuevo, en La Moncloa…

    M. se colocó su traje de faena: chaqueta, pantalones, corbata y agarró unos documentos, que tenía sobre una mesa, a los que parecía estar dándole vueltas con una pluma estilográfica.

    Al abrir la puerta se topó con un larguísimo y oscuro pasillo. Una gélida corriente acarició su barba, haciendo que algunos pelillos se le pusieran más tiesos que un solterón en la cubierta de un crucero.

      —«Qué mal rollo me da eshte shitio… ¡Brrr! Mmm… Losh de «Cuarto Milenio» dicen que el palacio eshtá lleno de fantashmash; losh de «El Juevesh», ¡creo que también!, shí»—pensó, mientras se acariciaba el mentón.

      —«Raaahoooyyyy»—creyó oír procedente de algún oscuro rincón del corredor—«Raaahoooyyy…».

      —¿E-esh a mí?—preguntó inquieto.

      —«¡Nooo! ¡Es al otro!, ¡coño!» —respondió la voz bastante enfadada.

      —«¡Brrr! Dicen que el fantashma de la duquesha de Alba she pashea, aún, por el palacio, ¡con lo fea que era la tía! Y esho cuando eshtaba viva, ¡muerta…!»—se dijo a sí mismo.

    M punto puso un pie fuera del dormitorio cuando volvió a oír aquel quejido lastimero.

      —«¡Raaahoooyyy!»—aquel siniestro rumor aspirado lo nombró de nuevo.

      —Esto… ¿Esh-esh a mí?—preguntó con reservas.

      —«¡Ojú!—exclamó aquella voz, malhumorada—. ¡Quiere vení ya pacá, quillo?».

      —¡Ah! Perdón…—se disculpó, aunque volvió a pararse en seco—.«Lo mejor sherá que me ponga eshte chishme. Ya me lo decía Felipe, cuando todavía eshtaba sholtero: "shi tu ojo derecho te eshcandaliza, no te lo arranquesh, ¡copón!, ponte eshto"».—de uno de sus bolsillos sacó unas gafas con los cristales tintados.

    Se las colocó y pasó la palma de su mano, varias veces, por delante de las lentes, pero no sucedió nada.

      —A ver cómo era… ¡Nombre de ushuario: «Juancholovingit»! ¡De esho shí que me acuerdo!

      —«Por favor, indique su contraseña»—se oyó la cibernética voz de una mujer.

      —A ver shi no meto la pata: «¡A Corina le gushtan grandesh!», creo…—dijo encogiéndose de hombros.

      —«Su Majestad ha iniciado sesión virtual. No deje que la realidad le estropee una buena mamandurria»—prosiguió aquella voz femenina.

    De repente, todo se volvió rosáceo a su alrededor. Varios unicornios corrieron por el pasillo y toda una suerte de criados evanescentes comenzaron a aplaudirle a su paso.

      —¡Shoy el número uno!—les dijo M punto, levantando el brazo como un torero—. Eshto esh mucho mejor que el plashma, ¡shí, sheñor! ¡Menudo regalo, Felipe! «¿De dónde lash habrá shacado?».

    Anduvo tan solo unos pasos cuando se fijó en que, uno de los sirvientes era, en realidad, una señora, la cual parecía algo confusa.

      —¡Ejem!—carraspeó con disimulo—. Muy buenash nochesh.

    Ella lo miró.

      —Buenas noches… Eee… Disculpe, ¿es esto la oficina del Catastro? Quería cambiar el nombre a mi perfil de Twitter y, ¡la verdad!, estoy un poco perdida—le preguntó con reservas.

      —¿El Catashtro? No, aquí no esh. «¿De qué me shonará shu cara? Me recuerda a esha periodishta, la tal Ana Rosha Quintana»—pensó.

      —¡Brrr! ¡Qué fastidio! Acabo de comprarme un móvil con Internet inalámbrico y gafas 3Yé¹¹ de esas; el de la tienda me aseguró que, con él, podía hacerlo prácticamente todo desde casa. Lo que no me ha dicho es, cómo se pone la lavadora, con esto... ¡Ejem!

      —Verá, sheñora, creo que she ha equivocado de portal.

      —¿De portal? ¡En fin!, le daré al siguiente número a ver si así… «¿De qué me sonará la cara de este tipo? Un fan del programa, ¡seguro!»—se dijo a sí misma poco antes de difuminarse en el aire.

      —«Con lo inteligente que parece para algunash cosash y lo gili que esh para otrash. ¡Esh que no lo entiendo! La verdad esh que no lo entiendo»—pensó sin salir de su asombro.

      —«¡Raaahoooyyy!»—volvió la voz.

      —¿Quién?, ¿y-yo? ¡Ejem!—tragó saliva.

    En una de las paredes, bajo uno de los enormes lienzos, pareció hervir una mancha de sangre o, tal vez, solo se trataba de la metralla de una gran fuga intestinal espontánea de esas¹².

      —«¡Menudo flete!»—se dijo a sí mismo, contemplando aquel lamparón de ignota procedencia.

    Cuatro años antes, en ese mismo pasillo…

    Un mayordomo empujaba un lujoso carrito con varios servicios de té. Al volver por una esquina…

      —«¡Tachan, tachan, tachan!»—resonaron los acordes de la película: El Resplandor, tocados por Nacho Cano, después de tomarse un par de garrafas de Red Bull, por supuesto.

    Se encontró con dos adolescentes, muy corpulentas y vestidas de negro. Parecían recién sacadas de la Primera Comunión de una de las hijas de Ozzy Osborne.

      —Ven a jugar con nosotras, Geoffrey…—dijeron ambas, al unísono, con un tono de lo más inquietante.

    Las dos chicarronas se tiraron un par de sonoros pedos, tras lo cual, rieron, como poseídas por una fuerza invisible que se materializó en una especie de nube de color verduzco.

      —¡Socorro!—el tipo corrió en dirección opuesta a donde ellas se encontraban.

      —Creo que me he cagao…—le dijo, la una a la otra, sin dejar de mirar hacia el frente, con un semblante de lo más serio.

      —Yo…, también.

    De vuelta a la actualidad, en ese mismo pasillo…

    M. Rahoy prosiguió por el corredor hasta que llegó hasta una puerta de reducidas dimensiones.

      —Rahoooyyy…—una voz de ultratumba resonó entre aquellas paredes.

    Algunos lienzos de la pared parecieron cobrar vida y, los cajones de algunos muebles se abrieron y cerraron, repetidas veces. Maletines cargados con algún que otro milloncejo, aparecieron y desaparecieron de alguno de los polvorientos altillos del palacete, sin la inquietante presencia, por los alrededores, de ningún fontanero, albañil o montador del Ikea.

      —¡Qué chungo!, ¿no?—se dijo, bastante atemorizado, mirando a su alrededor.

    Un flash recorrió su mente, con fuerza; lo traspasó de pies a cabeza…

      —¡No! ¡Otra vez, no!—se echó las manos a la cabeza.

      —«¡Fzzz…!»—un zumbido lo aturdió ligeramente y su vista se nubló por completo. Unas voces, canturreadas por los reporteros del NODO, lo envolvieron en una atmósfera de confusión y sueño—«¡Fzzz!»…«Su tiempo se está acabando, señor Rahoy! ¡Tic, tac, tic, tac, tic, tac!». «¡Fzzz!». «…shalen unosh pequeñosh hilillosh…con ashpecto de plashtilina…». «¡Fzzz!». «¡Vaya hostia que le han largao al señor Rahoy, en pleno rostro, por lo que pierde el combate por puntos…». «¡Fzzz!». «La indemnización que se pacto fue una indemnización en diferido…». «¡Fzzz!». «El señor don Manuel Fraga, se baña, en la localidad almeriense de Palomares, junto con el embajador de los Estados Unidos…». «¡Fzzz!». «Ven aquí, ¡guapetón mío!»—le dijo el caudillo de Las Españas, desnudo, desde el interior de un vaporoso jacuzzi.

      —«¡Guauuu!»—gritó, volviendo en sí—.«Pero, ¿qué ha shido esho? ¡Diosh mío! A vecesh creo que voy a volverme loco».—se dijo a sí mismo—.Tal vez, Biri, tenga razón, me tomaré la medicina a ver shi ashí she me pasha la torrija, shí».

    Nada más abrir la puerta de la cocina, encendió la luz y miró, por encima, los documentos que llevaba en la mano, sujetándose las gafas a modo de lupa.

      —«Sherá mejor que me centre en el trabajo, ¡shí!, sherá lo mejor…—se dijo a sí mismo—.¡Amigosh de Shoto del Real…! ¿Amigosh? ¡No, no! Demashiado frío, no… ¡Ejem! ¡Hermanosh de Shoto del Real! Shí, ¡esho eshtá mucho mejor!».—leyó con suma atención.

      —«¡Ejem, ejem!»—alguien tosió a su espalda.

    Al girarse sobre sí mismo, un centenar de pistolas y revólveres se toparon con su nariz.

      —«¡Chis, shishi, crash, fig!»—todos cargaron sus respectivas armas al unísono: individuos, vestidos de cabrero, de algún confín de la sierra profunda, cejijuntos y con cara de tener una mala leche que pa qué…

      —Eee…, vaya, ¡je, je! ¡Ejem! EshtoShi, por cashualidad, andan bushcando a Zapatero  —tragó saliva—, creo que ya no vive aquí, ¡je, je!—tras el lienzo de armas de fuego, descubrió a dos tipos que vestían de negro: uno, llevaba una cuerda entre sus manos, y, el otro, un saco.

      —No, señor Presidente, no venimos por Zapatero, es a usted al que queríamos ver, de modo que no haga tonterías y quédese muy, pero que muy quietecito, ¿eh?—lo saludó, uno de ellos, con una sonrisa cargada de malicia.

      —¡Un momento! Yo a ushted le conozco…—dijo dubitativo, analizando con atención su cara—. Pero shi esh «el Col…»—fue todo cuanto pudo decir, antes de que una potente luz verdosa lo engullera por completo.

    Recapitulemos.

    Mis padres me pusieron Felatio al venir al mundo, por una doble jugada de la Providencia: resulta que a mi abuelo, Carajaulo IV, lo atropelló un carromato, ¡ecológicos los llaman ahora!, justo cuando salía de aquel bingo clandestino, después de haberse dejado allí hasta la mugre de los calzoncillos. ¿Que por qué Felatio? Ese era el nombre del bienintencionado chófer que, por cierto y a pesar de todo, iba tan puesto de pastillas para los nervios que confundió al abuelo con una procesión de enanos del circo, hecho que, está claro, le sirvió como eximente; ¡de modo que sí!: ¡Tengo el nombre de un accidente de tráfico! Aparte de eso, mi vecina, la mejor amiga de mi madre, era una loca que decía hablar con los extraterrestres y con los duendes del arriate; una enganchada a esa serie de asesinatos, en Miami, de la televisión. La pobre tenía menos memoria que aquella calculadora que me regalaron para mi Primera Comunión por lo que, en vez de Horatio, sus neuronas pegaron un patinazo en el Registro Civil y pasé a llamarse Felatio (otro despropósito más de mi vida). Y lo de Pilgrim…, cosas del árbol genealógico.

    A lo que iba, tengo 43 años, ¡todo un mocito!, y si San Antonio o ese mojón con alas no lo remedian, seguiré estando soltero hasta que la ropa que me compré en aquel mercadillo, junto al Guadalquivir, vuelva a estar de moda. Lo de entero lo dejaremos para cuando os hayáis tomado la pastilla con el piscolabis. Parado recalcitrante, desde que dejé los estudios de Galgología Inversa, he ido dando tumbos de aquí para allá y de allá para acá, sin ton ni son.

    Cuando sufrí aquel pequeño incidente con la compañía de aguas, mi madre se mudó a Las Bahamas, junto con un vendedor de enciclopedias ilustradas para niños (es lo que tiene el dedicarse a una profesión de futuro). La única alternativa que tenía el pobre tipo era ésa o el suicidio. Creo que, desde entonces, se arrepiente de no haber escogido la segunda opción. ¡Demasiado tarde! Conociendo a mi madre lo tendrá atado a un árbol, dándole de comer cualquier cosa que no conlleve el permanecer en la cocina más de tres minutos (es lo que tarda en aparecerle el mono entre un cigarrillo y el otro) ¡Qué jodío es el matrimonio!

    Después de aquello, mi padre se hizo fraile en el Palmar de Troya¹³ y se lo rasuró todo: de la cabeza hasta la raja del culo. Oí que le habían dado un curro cobrando la entrada en la puerta. Al Parecer, los viernes se aparece la Virgen e invita a porros con calimocho y, los sábados, San Franco¹⁴ y San Hitler¹⁵, hacen monólogos sobre vacas flacas y hombres con el síndrome del Moco de Pavo¹⁶.

    Un buen día, llegaron unos tipos del banco con una orden de desahucio (un mal asunto). Intenté negociar, ofreciendo los servicios sexuales de una vecina con 85 años, pero no coló, de manera que, mientras sí y mientras no, me arrojaron al interior de un contenedor de basuras y, ¡allí sigo!, desde entonces… Como diría aquel famoso filósofo llamado Ramón: «La vida es larga, la vida es dura y si tienes hambre…». ¡Bueno!, mejor os la enseño y juzgáis por vosotros mismos…¡Esto!, me refiero a mi vida, ¿eh? ¡Ejem!

    Los hechos que a continuación os voy a relatar son la verdad y nada más que la verdad. Todos ellos están recogidos en la Crónica del Pajisterio de la Redobla¹⁷ y, ahora, en este libro. Juro por el barco de Chanquete que, si miento o exagero alguno de los eventos aquí descritos, se me cague un borrico encima…¹⁸ ¡Ejem!

    Por dónde iba… ¡Ah, sí! Hace poco, debido a una serie de escatológicas casualidades, acabé trabajando para la marquesa de La Farfollada, como detective privado. Misión: encontrar a su recién fallecido marido. ¡Cosa de lo más absurda!, pero como pagaba bien y no tenía nada mejor que hacer en ese momento…

    A lo largo de mi periplo conocí a los que, en el futuro, se convertirían en mis mejores amigos: Fray Leopold of Alpandeishons, el hermano que nunca tuve y a Marianico «el Breve», un maño de lo más salao al que siempre acabábamos encontrando en los lugares más insospechados.

    Un desafortunado accidente nos condujo hasta El Coño de «la Bernarda», una dimensión paralela gobernada por un esperpéntico dictador, con muy mala hostia, llamado Pablo Inglesias, junto con toda una cohorte de filibusteros y oportunistas.

    Gracias a un cantamañanas llamado Bertín Osborne (con acento en la primera o) y a un extravagante profesor conocido como el doctor Florindo pudimos salir, sanos y salvos de aquel despropósito descomunal y, ya de paso, encontrar al señor Marqués, en mitad de unas poco satisfactorias vacaciones; pero el viaje no nos salió gratis y, ya de vuelta, algo nos siguió hasta aquí, procedente de un mundo que agonizaba entre realities shows y políticos de medio pelo… Casi lo mismo que aquí, ¡vamos!

    A. Pereira Gallardo

    TERUEL IS STRANGER ¡LOL!

    o, como dicen en mi pueblo,

    ¡raro de cojones!

    (UNA HISTORIA DE REALISMO AGRARIO)

    Capítulo 1:

    La inquietante virtud de la ignorancia.

    Palacio de La Zarzuela. 6:00 AM (Amanece, ¡qué no es poco!).

    El dormitorio del Jefe del Estado se encontraba en la más absoluta calma. Solo un leve bufido delataba que, allí, había alguien durmiendo.

      —«¡Ayayay!»—se oyó una voz, a todo volumen, procedente de un radio-despertador.

      —¡To sus muertos!—gritó Felipe Sesto dando un bote olímpico de la cama  —. ¡La madre que parió! Menudo susto...

      —«Acaban de oír un tema del nuevo disco de Wilson Carmona dedicado al Botijo de Jerez titulado: «Eggs with the taps of the piano», aquí, en Radio Olé».

      —«Cualquier día de estos, esta mujer me matará de un ataque al corazón, si es que…—pensó el monarca—. Con lo fácil que es poner una simple campanita o sintonizar RNE con su música clásica… ¡Pues nada! Ahora le ha dado por el flamenco, ¡con lo poco que me gusta a mí el flamenco! El día que le dé por el Heavy Methal o por las chirigotas de Cádiz… ¡Pobre de mí!».—se lamentó para sí.

      —«¡Toc, toc!»—sonó en la puerta.

      —¡Pase...!

    Un tipo vestido con un frac asomó la cabeza.

      —¿Majestad? Llamada de Vicepresidencia del Gobierno: dicen que es urgente—le comunicó un mayordomo.

      —«¡Qué pasará ahora?»—se preguntó a sí mismo—. ¿Han avisado a mi mujer? Ya sabéis que, yo no firmo nada, sin que ella esté presente.

      —Su Majestad, la Reina Mortizia, ha vuelto a emparedarse en la torre del castillo, señor.

      —¡Vaya por Dios! Mande a los de mantenimiento y que quiten los ladrillos.

      —¿Algún mensaje para Vicepresidencia, Majestad?

      —Ahora los atenderé desde mi despacho.

      —¿Y para su Majestad, la Reina?

      —Decidle que acaba de llegar el repartidor de Zalando y veréis lo poco que tarda en salir de ahí.

      —Como usted ordene, Majestad—dijo aquel tipo cerrando la puerta tras de sí.

      —«¡Es curioso!, no sabía yo que hubiesen torres aquí, en el palacio de La Zarzuela. Creo que debería pasar más tiempo en casa»—elucubró para sí.

    Veinte minutos después, en su despacho…

    Al abrir la puerta se encontró con varias personas que lo esperaban con un semblante de lo más serio: la Vicepresidenta del Gobierno, Sorraya S.S.¹⁹, el Ministro del Interior, Juan Ignatius Soido, con un traje de torero al estilo goyesco, la Ministra de Defensa, en diferido, Dolores de Gospedal, los Generales de los tres ejércitos más uno que solo aparece en la PlayStation, el Director del CNI, del Banco de España, los directivos de Mediaset y Atresmedia, Víctor Hugo, recién resucitado para la ocasión, y un tipo al que, encontraron, atravesando el Manzanares, sobre la puerta de unos baños, pero al que no sabían dónde meter.

      —Buenos días…—los saludó a todos con reservas.

      —Majestad…—dijeron todos al unísono, menos el señor de la patera; el pobre se había quedado dormido sobre la alfombra.

      —Vaya, vaya, ¡cuánta gente!, y tan temprano, esto… Deduzco que ha pasado algo, ¿me equivoco?

      —¿Señor?—se adelantó la Vicepresidenta—.Tenemos un problema muy serio.

      —Es mi padre, ¿a que sí? Seguro que le han vuelto a sacar otro hijo y mayor que yo, ¡seguro que es eso!, ¡snif!—se lamentó con lágrimas en los ojos.

      —¡Ejem! Esto…, no, Majestad, no estamos aquí por nada referente al Monarca emérito; ya sabe que nuestros agentes del CNI llevan, ya, un tiempo regando con espermicida todo Madrid y, ¡vamos! Sería más fácil buscarle un novio a Cristina Almeida a que, llegase a producirse, un embarazo de trillizos en toda la Comunidad. ¡Garantizado!

    En ese mismo instante, en la clínica de medicina reproductiva Papa Francisco I…

      —Doctor, ¡no lo entiendo! Llevamos cinco meses de tratamientos intensivos, dos excursiones a Lourdes, dejé de fumar, dejé de beber, dejé de ver películas de romanos… ¡Incluso hasta dejé de ver a mi suegra! Por eso llevo los dos ojos de cristal, ¡pero nada! Mi mujer no se queda embarazada.

      —¿Ha probado usted a hacerle el amor?—le preguntó el médico, con indiferencia.

      —Pues, ¡hombre!, ahora que lo dice… ¡Ejem!—le respondió, encogiéndose de hombros.

    De vuelta a La Zarzuela…

      —Entonces, ¿qué ha sucedido?—preguntó Felipe Sesto algo más relajado.

      —Se trata del Presidente del Gobierno, Majestad: ¡Ha desaparecido!—respondió la vicepresidenta.

      —¡Más, aún?—exclamó el Rey.

    Todos se miraron con cara de circunstancias.

      —Creemos que ha podido ser objeto de alguna clase de secuestro, aún no sabemos por parte de quién o de quiénes, Majestad—intervino el ministro del ramo.

      —¡Los mormones! Seguro

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