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Un perro muerto en la orilla del camino
Un perro muerto en la orilla del camino
Un perro muerto en la orilla del camino
Libro electrónico187 páginas3 horas

Un perro muerto en la orilla del camino

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Ciudad Juárez, entre 2013 y 2017. Los taxistas del Sitio Moridero (Pocamadre, Zebulón, Elvispresli, El Cuacua y Blasillo) continúan viviendo la ciudad y sobreviviendo en los días de interregno, después de los años de la Furia, los años de guerra contra el narco. Hasta el Papa Francisco quiere visitar Ciudad Juárez, conocida como La Bestia. La urbe parece haber regresado a la antigua paz y normalidad que antaño dominaba las calles, pero sólo en apariencia: en barriadas y parajes remotos, en rincones imprevistos y plazas públicas, la muerte sigue cobrándose sus víctimas inocentes, a veces sólo culpables de seguir vivas. En la presente obra, estos taxistas de Ciudad Juárez libran sus penúltimas batallas: contra la nostalgia y la muerte, contra el tiempo que todo lo consume, contra la incertidumbre de ver pasar los días mientras libran sus luchas cotidianas y malviven al volante para ganar unos pesos. En las historias que atraviesan las vidas de estos taxistas aparecen el papa Francisco y John Wayne; un inocente salva la vida en Juárez para morir en Nápoles; las jaurías de perros salvajes imponen justicia donde la ley no llega; los criminales siguen viviendo una vida de príncipes en un reino de siervos; y, en definitiva, la democracia no más que es un perro muerto en la orilla del camino desde la vieja Nápoles en Italia hasta Ciudad Juárez en el norte mexicano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jul 2023
ISBN9788411812078
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    Un perro muerto en la orilla del camino - Ricardo Vigueras

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Ricardo Vigueras

    ricardovigueras@gmail.com

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Brian Fernández Rodríguez

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-207-8

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    ¿Por quién ladran los mastines moribundos? No lo dudes: ladran por ti.

    A Ciudad Juárez, por seguir siendo capital mundial de las historias. A sus gentes, mujeres bravas y hombres tercos, que hacen dar vueltas a un sol que nace y muere cada día para ser contado.

    Este perrito sin amor también ladra por ellos.

    1. UN PAPA PARA CIUDAD JUÁREZ

    Todo comenzó como selvático rumor insistente que al fin se torna realidad. Cuando se confirmó la insólita noticia, a mediados de 2015, retumbaban ya lejanos los ecos del tamtam de los años de la furia. El breve curso de meses transcurrido, apenas brizna del matorral del tiempo, había hecho a esta jungla, como afirman las gentes que en ella habitan, lo que el viento a Juárez: «Nafin de la magafin».

    La remembranza de días salpicados con sangre en aciagos calendarios ya se desvanecía como volutas de humo. La tragicomedia de la guerra contra el narco, que tantas almas engulló por el sumidero de la vida, parecía haber abandonado las charcas de clasemedieros y chorchillos para regresar a los remansos de condenados, en periferias remotas donde solo croaban malandros o prescindibles. Por fin había terminado la democracia de la muerte y parecía imperar la gris dictadura de la paz. Los relatos sobre Ciudad Juárez se permutaron en mitos, imágenes desdibujadas o fantásticas, como monstruos que reptan durante el sueño para difuminarse con los primeros pasos rosados de la alborada.

    —El 17 de febrero va a estar cañón —expresó el taxista Pocamadre de malas pulgas. Había decidido no salir aquella mañana a rocanrolear con el taxi porque la cruda tenía más fuerza que él; despatarrado en casa sobre su destartalado sillón, esperaba la llamada de una amiga, la maestra Trini, para citarse a comer perdices en El Tragadero. Tras su regreso de Salt Lake City, parecía ahora una mujer nueva tras la operación que salvó la vida a su hija; y todo, evocó Pocamadre con sonrisa ladina, gracias a un donante desconocido, quien, a saber por qué, le hizo llegar unos fajos de miles de dólares. Mientras esperaba la intervención del teléfono, miraba a su sobrina Dorita lavar los trastes que se acumulaban en el fregadero desde hacía tres días.

    —¿Qué hará usted cuando venga el papa, mija?

    —Ay, tío, ¿pos qué cree? Primero lonche en el cantón y luego ir con Boris y los demás muchachos a la gran misa. Se pondrá bien padre, ya verá. ¡Cosas así solo pasan una vez en la vida, tío! Por lo menos hasta el siglo veintidós no viene otro papa. Imagine, tío, ¡el papa Francisco en Juárez!

    Pocamadre gruñó y empezó a reflexionar que esa era la neta. De cuándo acá este rancho se había vuelto tan importante que hasta el hombre sagrado de Roma voltiaba para mirarlo. Uno no podía haber esperado esto ni de Juan Pablo II, quien tenía su bulevar bien chidote en la ciudad, con seis carriles hermosos para pisar sietechanclas al acelerador y tirar millas feliz, con la ranfla a todo dar. ¡Un papa de visita en Juárez! Por más que le daba vueltas, no se lo creía. Eso era la repera limonera. Se quedó mirando a Dorita, lo rolliza que la veía y lo bien que se había integrado en la vida de la ciudad. Había llegado de Delicias para juntar lana y reunirse con su familia en Kansas, pero el destino lo quiso de otra manera. Ahora lucía bien enamorada de su morrito, el Boris, uno de los motoristas melenudos como leones y grandes como armarios que todos los domingos cruzan con sus Harley-Davidson desde El Paso, Las Cruces y otras localidades fronterizas de Gringolandia para darse el rol en manada por el centro de Juaritos.

    —¿A poco a esos Ángeles del Infierno les importa lo que tenga que decir el papa?

    Dorita aventó los trastes en el fregadero, se dio media vuelta con acrimonia y puso los ojos como krakatoas.

    —¡Perdone usted, tío! Con el debido respeto que a usted le tengo, mi Boris y los demás muchachos, ahí donde los ve, greñudos hasta la cola y con barbas que les llegan al ombligo, son buenos cristianos como los que más. Todos tocan la guitarra y participan en el coro de la iglesia de sus comunidades; que las apariencias engañan, tío; que lo que cuenta es el corazón de las personas, usted ya lo sabe. ¡También el papa Pancho fue motero antes que fraile, tío, que vendió hace poco su Harley, y mire dónde llegó!

    Achis, achis, los mariachis; esas no son maneras», se dijo Pocamadre. «A ver si se va a creer esta gordis deslenguada que habita algún rincón de Kansas, donde las lepes no respetan a sus mayores». Pocamadre gruñó y no tuvo más remedio que morderse la lengua. Menudo rapapolvo le iba a echar la chiquilla si seguía; y lo peor, dejaría los trastes sin lavar, y con la crudotota que se cargaba cualquier actividad menos retozar en el sillón se le figuraba impróspera entelequia.

    La chamaca tenía razón. En los años de guerra contra el narco, sobre todo entre 2008 y 2011, muchos padres impidieron a sus hijos acudir a discotecas y centros de congregación humana y esparcimiento hormonal. Pero como los gatos monteses no pueden permanecer encerrados, los llevaban cada domingo a las iglesias, donde podían hacer saludable vida social y luego, durante la semana, primero Dios, aprovechaban para seguir congregándose por actividades relacionadas con la iglesia y otros menesteres de ganarse el cielo en abonos. Una nueva generación de veinteañeros empezaba así a abrirse camino en la vida, soplando mierda en la cara de los gobernantes y con la Biblia abierta como tesoro de sabiduría para toda ocasión y ofrecer toda respuesta. Muchos de aquellos chavos, melenudos y con pintas de hijos de la anarquía, eran mexicanos de segunda generación que vivían en Estados Unidos de padres inmigrantes o de a tiro ilegales; retoños del exilio económico que habían heredado de sus progenitores el amor a México y sus tradiciones, y, al mismo tiempo, el desprecio a la runfla de monicacos que gobierna el país desde hace décadas; de los gringos habían aprendido a acudir a misa cada domingo y respetar las leyes. Pero en tiempos del bienintencionado presidente Obama, ese negro de blanco corazón de queso crema, también decían que el sueño americano empezaba a cargarlo la chingada.

    Sonaron unos porrazos a la puerta y se clavaron en el cerebro del taxista. «Inche madre», expresó con dolor, volviendo a sentirse de la gáver. ¿Pues qué había tomado anoche? Recordó que tuvo reunión del sindicato de taxistas, pues se había vuelto necesario emprender acciones contra Uber, satánica empresa neoliberal que venía a quitarles el trabajo a los taxistas de la localidad. No se iban a dejar, eso estaba claro, pelearían como vikingos camino del Valhalla; luego se marcharon a pistear al téibol de siempre, y allí ya la cosa se lio con los brandis, los tequilas, los dólares en los choninos de las bailarinas y todo el relajo. Al final, y no podía recordar nada más, compró una botella de tequila y acabó en un reservado dándose de arrumacos con una graciosa güerita de bote con acento tapatío. «Chingao, qué caro sale el amor, y al día siguiente cómo duele», reflexionó el taxista sintiéndose un poco poeta.

    —¡Mire a ver quién es, mija!

    Dorita abrió la puerta y entró como torbellino su amiga Petra Punqueta. A Pocamadre le sorprendió verla aparecer porque la creía de gira por Tijuana. Con los años se había convertido en la más notoria representante de la lucha libre de Juárez bajo el nombre artístico de Monstrua.

    —¡Monstrua! —gritó Dorita refeliz de verla.

    Petra tomó en volandas a la gordis y la subió hasta sus casi dos metros de altura para darle a la chaparra dos sonoros besazos en los cachetes.

    —¿Qué onda, Dorita? ¿Cómo marcha la familia yonque nuclear de Ciudad Juárez?

    —Mi tío, bien crudelio; anoche anduvo de galancito por antros de suripantas.

    Pocamadre rugió de nuevo al oír la triste verdad y Petra se sentó en un sillón, el cual casi hundió bajo su centenar de kilos de gloriosa carne y músculo del norte.

    —¡De galoncito, dirás! ¡Cómo estás viejo, gordo y eres perro, Pocas! Si te lo tengo dicho, güey, ya deberías sentar cabeza en la guillotina del matrimonio.

    El interpelado volvió a rugir. Petra tenía la pinche costumbre de hablar a gritos. En cualquier reunión resultaba normal escucharla solo a ella. Sentía la cabeza a punto de explotar, pero preguntó conciliador:

    —¿Cómo te fue en Tijuana?

    —Se puso bien suave. Peleé contra La Menstruación Asesina y La Cavernícola del Edén.

    —¿Y qué rumbo llevas, Petra? —Sintió curiosidad Dorita.

    —Quedé con Supermaquila en la plaza de comidas de Río Grande Mall. Planeamos el asalto a una maquila, como en los setentas. ¡Tomaremos rehenes! Lanzaremos una arenga a la bola de sometidos y esclavistas. ¡A continuación, me haré el harakiri! Ella me cortará la cabeza, rociará mi cuerpo con gasolina y le prenderá fuego.

    Dorita y Pocamadre la miraron con ojos como charolas. «¡Pinches viejas relocas!», se dijo el taxista. A pesar de la chirigota, no pudo dejar de evocar los violentos años setenta en Ciudad Juárez (¿y qué años no habían sido violentos?), cuando las guerrillas urbanas secuestraban autobuses y se enfrentaban en las calles a tiro limpio con los cuerpos policiacos; los integrantes de las guerrillas entraban armados en las maquilas, retenían a los obreros y a veces asesinaban a algunos gerentes delante de los empleados. Los llamaban los años de la guerra sucia. En cambio, la limpieza caracterizaba ahora a la guerra: podías seguirla por ciertos blogs y, al final de la jornada, en los canales de televisión local.

    Petra comenzó a reír como giganta de los cuentos infantiles y preguntó:

    —¿Ya listos para la llegada del papa? ¿Trabajarás ese día, Pocas?

    —Qué remedio, tengo ya un par de viajes apalabrados. Uno, toda la mañana; otro, toda la tarde.

    —¿Y los demás taxistas del sitio? ¿Quién me presta un mueble para moverme yo sola? Ese día estará bien canijo, muchas ruteras seguro no funcionan y yo quiero vender playeras del papa a la raza en el Punto, que le dicen.

    Pocamadre hizo un esfuerzo por recordar y, al fin, enumeró:

    —Blasillo llevará a su mamá, a Luciya y otras sobrinas; Elvispresli, a unas maestras, amigas de su esposa, doña Aurora, quienes llegarán de Mataulipas; Zebulón dijo de trabajar por la mañana, pero en la tarde acudirá a la misa con su señora, a ver si se le cumple el milagro de sanar, pero eso está en chino; solo el Cuacua lleva días diciendo, para enojar a Zebulón, que la visita del santo padre le vale madre, y al viejito se lo llevan los demonios cada vez que lo oye. La neta, es mal día para quedarte en casa si puedes sacarle una lanota a tu nave. Los hoteles de la ciudad ya se llenaron, y eso que aún no llegamos a mitad de enero. Como Víctor ya se fue de la ciudad, encargó al Cuacua que vendiera el carro y le mandara el varo. Pide que te lo rente.

    Petra chasqueó los dedos.

    —¡Okidoki! Pásame su cel antes de irme, Pocas. Ya me pondré a mano con él y le llevaré la lana esa misma noche al Moridero.

    Pocamadre guardó silencio. Decidió que ya estaba bien de cháchara y había llegado el momento de regular el pH mientras telefoneaba la maestra Trini.

    —Mija. —Se dirigió a Dorita con ojos de borreguito y tremolante voz de limosnero—. ¿Por qué no le deja ahí y se me va a la tiendita por una caguama y otra para la enorme chava de la Chaveña?

    *

    El 17 de febrero de 2016, todavía resuena en los oídos de todos, el papa Francisco concluyó su estadía en la cornucopia mexicana. Hasta el papa quiso asomarse a Ciudad Juárez para conocer el mito: ¡la Bestia! En aquellos días, yo concluía un volumen de ensayos acerca de Ciudad Juárez que al fin publicaron en España: Aquí es frontera de lobos. En un ejercicio de autocanibalismo (así lo llamaba Raymond Chandler), quise entonces aprovechar parte de cuanto aquí se relata, aunque para ese libro tuviera que dejar fuera a estos amigos taxistas, con quienes me siento en deuda. A principios de 2015 me contactaron a través de Aurora, la esposa de Elvispresli Marrufo, porque les habían dicho que cierto maestro había ganado un premio con un libro sobre ellos y no les pareció educado que uno pintara sus desdichas y alegrías sin ni siquiera pasar a saludar.

    Para hacer las paces, los invité una noche a cenar en casa y asistieron Pocamadre y Dorita, Zebulón y Elvispresli con sus esposas, Nita y Aurora, el Cuacua y, por último, Blasillo y su mamá. Elpidia preparó una cena con la generosidad que acostumbra, y antes les regalé a cada uno un ejemplar de A vuelta de rueda tras la muerte, donde comencé a hablar un poco de sus vidas. Me sentía un poco raro al conversar con ellos en mi propia casa y compartir tragos, como Will Eisner debía de sentirse al encontrar a Spirit y los demás personajes de Central City. Mientras Dorita jugaba con mi gata Crisis, ellos me preguntaban sobre aquel libro y de su continuación en dos partes. En un momento, me sentí un poco incómodo cuando Pocamadre comenzó a gritonearme:

    —Disculpe, profe, pero usted anda lucrando con las historias que le contamos, como los periodistas que vienen a escribir sobre las muertas, ¿y a nosotros qué nos toca? Móchese, pues, con una feria, o de a tiro con unos burros.

    —Mire, Pocamadre, lucrar no es la palabra exacta, la literatura deja muy poco, si es que deja algo. Además, cuando lea el libro, verá que ustedes no son exactamente ustedes: están siendo recreados, dejan de ser personas para convertirse en personajes, en símbolos. Ustedes son como el cableado que permite que la corriente llegue al foco de la lámpara. Si yo no escribiera sus historias, ustedes no existirían de esa manera. Además, siempre habrá oportunidad de más cenas como esta y de echar unos tragos en El Moridero.

    A Pocamadre no le convenció mucho mi explicación, pero… se levantó para servirse un tequila más y hasta ahí llegó el pleito.

    —¿Y por qué escribe usted sobre taxistas? —me preguntó respetuosamente Zebulón.

    —Los taxistas son

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