La casa sola: Paseo de un escéptico por San Carlos
Por Camilo Ortiz
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Iván Quezada
Escritor
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La casa sola - Camilo Ortiz
Camilo Ortiz
La casa sola
Paseos de un escéptico por San Carlos
© Copyright 2013, by Camilo Ortiz
Primera edición digital: Enero 2015
Colección Territorios
Director: Máximo G. Sáez
editorial@magoeditores.cl
www.magoeditores.cl
Registro de Propiedad Intelectual Nº 223.905
ISBN: 978-956-317-172-3
Diseño y diagramación: Freddy Cáceres O.
Edición literaria: Iván Quezada
Lectura y revisión: María Jesús Blanche
Edición electrónica: Sergio Cruz
Foto portada: Marcela Anabalón (casa de infancia del autor).
Fotos interiores: Marco Rosales, María Belén Rubilar, Gabriela Gallegos,
Sitio de Internet Parroquia de San Carlos.
Derechos Reservados
A mi padre
I
La casa sola
Dudo que mucha gente se pregunte por su primer recuerdo. El mío es el enrejado de la cuna, de mimbre con madera, y sobre mí veo rostros difusos, a veces un relámpago y luego el pezón café de mi madre, del cual nunca pude obtener leche. Dormía pegado a su cama y en algún momento después de la medianoche me lanzaba como una ardilla voladora, de árbol en árbol, para aterrizar en su colcha de color burdeos, donde ella me cobijaba de inmediato. El juego nocturno acabó una vez en que por descuido los lechos quedaron separados y la ardilla se precipitó de bruces al suelo… La memoria queda en negro… oigo sollozos en la oscuridad, después la luz y los brazos protectores, acaso la primera desilusión en la vida… Pero uno aprende que, en parte, la lucidez se logra con golpes de desencanto.
Tengo cuarenta y siete años de edad y voy en un estrecho bus rumbo al caserón de mi infancia, situado a una cuadra de la plaza central de San Carlos. Desde Chillán demoro menos de media hora. De dicho caserón nos fuimos mi madre y yo tras la muerte de mi padre en 1978, cuando yo tenía doce años. Soy sancarlino e hijo único. Mi verdadera patria es esa casa, no Chile. Era un rey sin corona que volvía a su antiguo reino, ahora una residencial en donde pediría alojamiento.
Cuando lo vendimos fue convertido en un internado de niñas. Más de una vez pensé en cuántas de ellas se habrían desnudado en mi antigua pieza, rituales lésbicos quizás, un ducha juntas en mi tina, la misma en que otrora navegó mi numerosa flota de barcos de plástico y apenas un submarino, que odiaba sumergirse. Justo cuando lo hundía el baño acababa y me veía envuelto en la toalla materna. Ojalá las chicas tuvieran mejor suerte, un orgasmo mutuo, por ejemplo, antes de la interrupción de algún poder foráneo. El amor real, si es que existe, suele ser algo totalmente diferente al mundo.
Me bajé en el centro. Casi no quedan negocios de barrio junto a la plaza, ni cantinas hacia el sur. Las instituciones están allí mismo, sólidas por fuera y agrietadas por dentro debido al último terremoto: la municipalidad, el cuartel de bomberos… Sólo falta la iglesia, que se derrumbó completamente. La librería Casa Chica, donde compraba mis queridos autos Matchbox—con los que organizaba demenciales carreras en la baranda de la gran escalera—, no existe desde hace tiempo. Pero ya llegaron los palacios de la enfermedad perpetua, ergo, las cadenas de farmacias que en el fondo son una sola, cuyo negocio es crear farmacodependientes en vez de sanar a las personas.
Otro imperio para enfermos crónicos, que floreció allí y en las calles aledañas, son los locales de azar colmados de máquinas. Algunos no son tan oscuros, incluso tienen relojes en las paredes, quizás debido a la inocencia provinciana: como se sabe, las tinieblas y la falta de referencia temporal ayudan a perder la noción de sí y favorecen el juego compulsivo, transformando al mismo jugador en una moneda arrojada al aire. Puedes hacer pacto con el Diablo y ganar al principio, pero tarde o temprano la cuenta, y sobre todo la propina, será más cara que tu vida.
En el interior de la plaza, no hace mucho remodelada, un monumento representa a una Violeta Parra muerta de la risa, con una estrofa en el zócalo de su canción «Gracias a la vida», traducida al francés y al inglés para que el forastero se entere de lo mucho que valoramos a las huasas con guitarra cuando son reconocidas en el extranjero. También en su honor a un costado de la carretera se construye un parque cultural y un poco antes, en la ruta 5 Sur, una pasarela lleva su nombre. Pero si el viajero se cerca a su casa de calle El Roble 535, se dará cuenta de que está cerrada y no contiene ninguna de sus pertenencias, en especial su guitarra. Los alcaldes de provincia, que con suerte han leído un poco más de lo obligatorio en el programa escolar, se cuidan de saludar a la bandera de la cultura por protocolo más que por entendimiento.
Quienes gustan de viajar por Internet pueden ir a Wikipedia y buscar la historia oficial del pueblo. Si su criterio goza de finura leerá asombrado que, entre los pocos artistas destacados de la comuna, figuran algunos personajes del programa Morandé con Compañía…
Camino por calle Balmaceda hacia la esquina con Chacabuco. En mi mochila llevo algo de ropa, una grabadora, una cámara fotográfica y una botella de whisky barato. De pronto, aparece el caserón: está pintado de rojo en vez del celeste que recordaba, y en un letrero se lee: «Residencial City». El metal reemplazó a la madera de las rejas de antaño y en el antejardín abunda el pasto salvaje. Las baldosas son las mismas, aunque los cuadrados están desteñidos, son un vestigio de la geometría. El caserón entero es opaco, cansado, como el rostro de una vieja dormida.
Antes de entrar prefiero caminar otra cuadra rumbo al Norte, a la calle Vicuña Mackenna, para ver el cascarón del único cine que había, hoy ocupado por una ferretería y una sala de juegos; me parece que el auditorio alguna vez fue una bodega para sacos. Allí vi mis primeros filmes durante la década de los setenta. Los domingos íbamos al rotativo con un empleado puertas adentro de mi padre, quien hacía de jardinero, cargador y mozo de cuerda. El «menú» del cine incluía un wéstern, la italiana de sexo suave y otra de karate. Creo que vi los mismos filmes que Tarantino, como el catálogo completo de Sergio Leone, y mis primeras erecciones fueron en honor a Ornella Mutti. En Semana Santa veía El manto sagrado u otra sobre la vida de Cristo, al que tanta gente llama su Maestro, pero a quien hoy más que nunca nadie lo entiende ni le hace caso. Es más fácil comprarse los libros del gurú de moda y enrolarse en las nuevas religiones del «autocrecimiento individual», las cuales son ignoradas por los grandes poderes ya que no amenazan el sistema económico, como sí lo haría un Cristo real.
Fotografío el antiguo cine y se me viene a la memoria una tarde perdida, casi puedo oler la humedad y el humo de cigarrillo, vislumbro las butacas deshilachadas y los chicles Dos en Uno pegados en los respaldos. Arriba, en la galería, escucho el jolgorio de los pelusas, quienes solían pedir pan y entraban por la compasión del encargado. Eran niños de una pobreza extrema, desconocían la televisión y la pasta base, pero también no ostentaban la soberbia y violencia de los actuales «flaites». No sabían leer, apenas mirar y escuchar. Vuelvo al ruido de los disparos y los caballos, alguien eructa en la sala, sonrío ante la sombra de un guarén asustado que cruza corriendo bajo la pantalla. Mi última memoria de aquel instante es un diálogo al término de El Bueno, el Malo y el Feo: «En esta vida hay dos clases de hombres –le dice el Bueno al Feo–: los que llevan el arma y los que cavan».
Para mí la infancia no termina cuando se cobra conciencia de la muerte, como dicen algunos. Quizás su final es el solemne y odioso imperativo del dinero. Hay muchas clases de muerte y la vida adulta enseña que la peor es aquella que nos deja vivos. Veo el gran patio en donde pasé solo mis primeros años (a mi padre no le gustaba que invitara amigos para jugar) y pienso que la muerte me caía desde los árboles: era un adorno más en mi pequeña vida que gozaba a la manera de un juguete. Tuve un cementerio de animales en un recodo de la alta muralla. Durante los inviernos recolectaba gorriones que la lluvia y el frío derribaban desde los árboles. Mustios y empapados, los ponía en sus agujeros y les plantaba encima una cruz de palitos. Hacía lo mismo con los ratones hinchados por el veneno, afuera de la bodega que llamábamos «La casa vieja». Quien presidía las hileras de tumbas era un gato romano, a quien encontré un atardecer de primavera, babeando agónico, moviendo apenas una patita, como si huyese de algo en una pesadilla. Sobre su cripta puse un cajón de manzanas, al que le hice una puerta para simular un mausoleo.
Ahora sé que alguna gente odia a los gatos por su aparente soberbia e indiferencia, o su falta de agradecimiento… Es un animal doméstico que no cumple los «valores» que ensalzamos cuando nos conviene. Cometemos con ellos el absurdo error de humanizar lo inhumano, quizás para evitar