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Abriendo surcos
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Libro electrónico147 páginas1 hora

Abriendo surcos

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Información de este libro electrónico

Esta obra consta de varios cuentos cortos, muchos de los cuales, son narraciones que le compartieron al autor, los propios protagonistas con los cuales coincidió en sus travesías a bordo del ferrocarril México - Uruapan, autobuses foráneos, transbordadores e incluso, a la orilla de algún camino perdido entre la sierra, al calor de una fogata, saboreando un jarro de oloroso café.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 oct 2021
Abriendo surcos

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    Abriendo surcos - Alejandro Ramírez

    © Alejandro Ramírez

    © Grupo Rodrigo Porrúa S.A. de C.V.

    Lago Mayor No. 67, Col. Anáhuac,

    C.P. 11450, Del. Miguel Hidalgo,

    Ciudad de México

    (55) 5293 0170

    produccion@editorialgrp.com.mx

    1a. Edición, 2021

    ISBN:978-6078610-78-5

    Impreso en México - Printed in Mexico

    Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio

    sin autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales

    Características tipográficas y de edición

    Todos los derechos conforme a la ley

    Responsable de la edición: Rodrigo Porrúa del Villar

    Diseño de portada: Miriam Belem López Camacho

    Diseño editorial: Grupo Rodrigo Porrúa S.A. de C.V.

    índice

    Agradecimiento 

    Prólogo 

    Cuando la Vida Duele 

    El Primer Gol 

    Reencuentro 

    Vuelo Tricolor 

    Chambeo en lo Que Sea 

    La Ciudad de los Caracoles 

    Coyotito 

    Mañana Será Otro Día 

    Larga Noche 

    Sonido Trece 

    La Tierra Quemada 

    Reencuentros 

    Mala Pata 

    Horizonte Tricolor 

    Riada 

    El Misterio de la Urna Desaparecida 

    Trabajo Duro 

    Platónico 

    El Árbol de Corazones 

    La última lección 

    AGRADECIMIENTO

    De trecho en trecho, se hace menester detener la extenuante faena; recargarse un ratito en el añoso palo del azadón y empinarse un largo trago del guaje; sacar el paliacate y frotarlo vigorosamente en el rostro, para limpiar el sudor, los recuerdos...

    Entonces, echa uno la vista a vagar por el horizonte y se acelera el corazón, al pensar que no ha de alcanzar la jornada, para barbechar tantísima tierra; aunque la parcela, sea de las más pequeñas.

    Cuando el mucho agobio, te invita a claudicar, aparecen a tu lado, seres maravillosos, cuya misión es la de hacer realidad los sueños; estos seres luminosos, toman diversas formas, a mí me tocó encontrarme con mi esposa María Felisa Juárez de Ramírez, a quién amo y admiro profundamente y con Laura Cruz Santiago, Directora de Promoción Cultural del Grupo Rodrigo Porrúa.

    Gracias a ellas, el sueño logró realizarse, haciendo posible, que hoy puedas tener este libro entre tus manos; para ellas, el mayor reconocimiento y mi sincera gratitud.

    Una vez que recuperas el resuello, antes de que las panzonas y negras nubes, se dejen caer desde allá por la loma, es tiempo de volver a empuñar el azadón y continuar por la vida, abriendo surcos...

    PRÓLOGO

    Por las veredas polvorientas, bordeadas de piedras y espinas, por ese asfalto tan caliente de día y gélido por la noche, transitan hombres, mujeres y niños, cuyos rostros cabizbajos, impiden adivinar lo azaroso de su existencia.

    La presente obra, a través de sus narraciones, nos pone en contacto con esos seres, que al igual que cada uno de nosotros, a diario libran una desigual lucha por sobrevivir.

    Gente, lugares y acontecimientos imaginarios, que de pronto, el acontecer cotidiano, nos hará sentirnos identificados con ellos, y hasta nos parecerá, que conocemos a los personajes o que algunas de las situaciones, ya las hemos vivido.

    Los cuentos, aquí narrados, han surgido de las pláticas con ancianos, campesinos, emigrantes, niños de la calle y amas de casa, que siempre tienen mucho que decir, aunque se les haga difícil, encontrar cómo decirlo, sólo es cuestión de saber escuchar…

    CUANDO

    LA VIDA DUELE

    Las viejas y oxidadas láminas que cubrían el boquete de la barda, se movieron repentinamente, delatando la presencia de algún intruso tratando de penetrar al terreno baldío, donde varios muchachos se hallaban reunidos alrededor de una llanta, que ardía al ritmo del estridente sonido producido por una desvencijada grabadora:

    - ¡Soy un perro, negro y callejero...! -

    Súbitamente, la grabadora quedó en silencio y los muchachos se pusieron muy alertas, dispuestos a emprender la huida por si era la tira. Por el boquete apareció la morena y asustada carita de un niño de escasos once años, quien poco a poco empujó los obstáculos hasta que logró meter completamente su escuálido cuerpo, quedando de pie frente a la lumbrada mientras que varios pares de enrojecidos ojos se fijaban en él con desconcierto, sus raídas ropas y la mirada triste daban cuenta de un penoso y prolongado vagar. Agitando vigorosamente los brazos, trataba inútilmente de sacudirse el agua que le escurría desde su lacia cabellera negra, a causa de la fría y tupida llovizna que, desde tempranito, había llegado a vestir de gris al ajetreado atardecer capitalino.

    El Chilucas rompió el silencio, señalando divertido hacia el chiquillo:

    - ¡Chale, si hasta pareces pato, carnal ¡ -

    - ¡Si, si! ¡Que le pase ese pato, ja, ja, ja...! -

    Los muchachos se desentendieron del recién llegado y volvieron a sacar de entre sus ropas las bolsas de plástico y las estopas, que ansiosamente se restregaban en la boca y nariz, al tiempo que la grabadora recobraba su frenético volumen:

    - ¡Sin hogar, sin hembra y sin dinero... ! -

    El Chilucas le tendió al niño unas cajas de cartón y algunos periódicos viejos:

    - Órale pato, p’a que se acueste,

    lléguele. -

    Desde esa noche, el terreno baldío –situado a unas calles del Eje Central – sería su hogar y aquel grupo de muchachos de la calle serían su familia. Sobre las tiernas carnes del el pato, aún podían apreciarse cicatrices de golpes, que con toda seguridad le habían significado horas de sufrimiento; pero traía otras cicatrices, que, aunque no se le notaban, le daban a su mirada ese aspecto triste y temeroso que lo habían identificado con sus actuales compañeros de desgracia.

    Tal vez procedía de algún lejano pueblito y recién había llegado a la capital, pues así lo indicaban los ancina o semos, que continuamente utilizaba en sus parcas conversaciones, causando gran hilaridad entre los chavos de la banda, que diariamente salían a sortear el intenso tráfico del crucero de Isabel La Católica, tratando de ganarse algunos pesos limpiando parabrisas; aunque últimamente eran pocos los choferes que los premiaban con alguna moneda, pues eran más las veces que recibían injurias y malos tratos y cuando por suerte obtenían alguna ganancia, tarde se les hacía para correr hasta la vieja vecindad de Bolívar, donde se surtían de thinner, activo y solvente que doña Chonita les vendía gustosamente; a la regordeta mujerona le iba tan bien en las ventas, que ya hasta había inscrito a sus dos hijos en un prestigioso colegio particular –p’a que no se revuelvan con la chusma- según decía.

    Al principio, la labor de el pato se limitaba a llenar las botellas con la mezcla de jabón y agua que más tarde usarían sus valedores para trabajar; tampoco participaba cuando en el baldío comenzaban a rolar las estopas o las bolsas impregnadas de cemento.

    El pato los miraba azorado, cuando empezaban a balbucir palabras sin sentido mientras movían torpemente los brazos; como tratando de atrapar algún objeto que flotara frente a ellos, o dando pasos vacilantes para acompañar el ritmo de una música, que solamente ellos escuchaban.

    Pasados algunos meses, la educación del niño ya casi estaba concluida: podía decorosamente, entablar duelos verbales con los chavos más albureros del barrio y cuando sentía que había sido vencido, daba por terminado el diálogo moviendo la mano violentamente hacia atrás del hombro haciéndole al adversario un ofensivo recordatorio familiar; sabía correr entre las calles del Centro Histórico sin extraviarse ni soltar lo que se hubiera atracado, meterse al metro sin pagar, abrir carros y bajarles el estéreo en pocos minutos, conocía los mejores zaguanes para pasar la noche calientito y los lugares más seguros para desafanarse de los zorros después de alguna transa.

    Pero, sobre todo, se había vuelto tan adicto a los inhalantes que aprovechaba cualquier momento del día para brincarse al baldío y absorber con fruición las sustancias, que en poco tiempo le habían dañado las neuronas, dándole un permanente aspecto de trastorno mental:

    - Pinche pato no te pases, le metes re’duro al chemo. -

    Su vidriosa mirada, raramente conseguía fijarse en un punto determinado y una constante mueca de ausencia, deformaba su rostro la mayor parte del día. Había logrado su deseo de comprar un trompo, que ahora tenía como su más preciada propiedad; lo encontró allá en el mercado del Sonora, donde andaba acompañado del chilucas, escogió uno muy gordito, de fuerte madera y punta de tornillo, adornado con unos círculos de brillantes colores

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