Los Colores de la Roza
Por RAFAEL CAMEJO
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Historias originales dan forma a esta colección de cuentos; el suspenso, el misterio y lo onirico se mueven como monstruos silenciosos a través de la lineas. Si quieres perder el miedo a la muerte y a lo oculto sumérgete en Los Colores de la Roza.
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Los Colores de la Roza - RAFAEL CAMEJO
Índice
TUMBAS
LOS MUERTOS NO ASUSTAN
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
EL MUÑECO
I
II
III
IV
PARA LOS QUE ESTÁN VIVOS
MUNDA
I
II
III
IV
V
VI
CATALINA
LOS NOVENARIOS DE MI TIO ANTONIO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
LOS COLORES DE LA ROZA
TOBOGÁN
SOBREMESA MUSICAL
LA REINA
EL VALLE DE LAS ROSAS ROJAS
EL GRAN SAIBOT
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
EL CARRETON
TUMBAS
Trepé por la pared del lado izquierdo del cementerio, cerca del samán gigante y lo vi; el anciano de la boina negra, como siempre, estaba allí limpiando y cuidando las tumbas. Al principio, cuando lo descubrí, pensé en el trabajo que le costaría limpiar y acomodar todas las tumbas del cementerio, sobre todo por el desorden de nuestro campo santo, hasta en los caminos internos se han hecho panteones. Allí los ricos entierran a sus muertos bajo grandes mausoleos de mármol o bajo enormes capillas más grandes que la iglesia del padre Hurtado. Existen fuentes con estatuas de divinidades que miran hacia arriba con rostros vencidos implorando piedad y una mano estirada como queriendo alcanzar el cielo. Los pobres por su parte, me imagino que para no desentonar, con grandes sacrificios económicos le han levantado a sus queridos muertos un panteón lo más tumultuoso que han podido. Una vez vi uno de simple cemento que tenía una almohada de mármol con cordones dorados en sus bordes. Nunca entendí cual era la utilidad o el sentido de la almohada; el muerto no descansaría sobre una cosa tan dura y mucho menos saldría por las noches desde su sepulcro a posarse sobre el panteón. Lo cierto es que en nuestro cementerio de pueblo los obstáculos y recovecos abundan y me imaginé que a ese señor con la espalda tan doblada se le haría muy difícil ocuparse de todo.
Mi abuela me contó un día que el anciano no era el cuidador del cementerio; se ocupaba sólo de cuidar y limpiar tres tumbas en especial. Con esa información, desde entonces, las detallé detenidamente. Eran tres sencillos panteones, uno al lado del otro. El más cercano a la pared, luce las mismas flores desde hace muchos años, pero eso sí, muy limpias; cada vez que se caían y el viento o los animales las apartaban del lugar, al día siguiente, el anciano las buscaba donde estuvieran, las recogía, las lavaba y las volvía a colocar en su florero. En el del centro, tan blanco y limpio como los otros, al desempolvar y arreglar el epitafio, se veía al viejecito armar un rompecabezas. Pasaba horas concentrado limpiando y ordenando los pedazos blancos y en más de una ocasión salía herido de la delicada operación. Yo, que lo observaba tanto sin que él me viera, puedo decir con certeza que cuando no conseguía algún número o le faltaba un pedazo de letra rabiaba y juraba vengarse de los gatos y perros que merodeaban de noche por el lugar. En el tercer panteón no había ni epitafio ni flores, sólo una pequeña cruz que mil veces se había quebrado y mil veces él había reparado. De tanto tallarla y pulirla se había empequeñecido, pero luego de cada tratamiento se veía espléndida. En una ocasión, luego de lijarla, pintarla y clavarla en el suelo cerca de la cabecera, lo vi pasar un buen rato, sentado en el suelo cerca de la bóveda vacía de al lado, sacándose pequeñas astillas de las manos.
En nuestro desordenado cementerio no había tumbas como las del anciano. Los grandes mausoleos de mármol italiano lucían opacos, no tan sólo por el sucio sino por la soledad y el olvido; las capillas y otros monumentos, más tristes no podían estar. Sin embargo, cada año, el día de los muertos, venían obreros y empresas contratadas por los deudos para que limpiaran y volvieran a colocar las letras doradas y renovaran los mármoles; se veían llegar millones de ramos de flores importadas, de nombres extraños, que al ver nuestro sol se marchitaban. Luego de ese día de mercado libre todo volvía a ser igual.
Mi abuela me explicó que en las tumbas que cuidaba el anciano yacían su esposa y sus dos hijos, quienes habían fallecido de un mal desconocido y que desde que falleciera el último de ellos, hace ya bastante tiempo, él se había dedicado a cuidarlas con mucho amor y esmero esperando su turno, porque así, sólo, ya no quería vivir.
Como vivíamos cerca, a la izquierda, pasando unos pajonales, cada vez que la escuela me dejaba un tiempo libre me encaramaba en la ancha pared del cementerio y me recostaba allí a soñar bajo la plácida sombra del samán tratando de ser feliz en mi soledad. Una tarde veía hacia afuera y sentí que algo me tocaba la pierna derecha que colgaba hacia dentro del cementerio. Giré la cabeza rápidamente por la sorpresa y al enfocar vi al anciano tocándome con el escobillón que usaba para barrer las tumbas. Nunca había estado tan cerca de él, tenía el rostro colorado, en su escasa barba resaltaban algunos cañones blancos y altos muy separados unos de otros. Como miraba hacia arriba, entreabrió la boca y asomó sus colmillos gastados, tenían un tono rojizo, seguramente por mascar tabaco; le vi también dos dientes de arriba, grandes y flacos parecidos a granos de maíz cariaco. Sus ojos muy claros y aguados por lo chocho que estaba, me asombraron. Me asusté mucho, el corazón casi se me sale, nunca había conversado con él. De inmediato, convencido de que me había asustado, me dijo, con alguna ternura senil, utilizando una voz que se me antojó le salía de la parte inferior del esófago, ya que pegó la lengua sólo del paladar:
— ¿Usté ej un gato?
Y yo, tonto, por efectos del tremendo susto le contesté sin saber lo que decía:
— ¡No, no, señor, se lo juro... yo no soy un gato!
El viejecito carcajeó fuerte por la estupidez que me hizo decir. Todos sus flácidos pellejos se estremecieron bajo su saco. Tan intensa fue la carcajada que se escuchó un ronroneo que me imagino provenía de sus pulmones prensados y vibrantes por la incontrolable risa. Dio la media vuelta sin dejar de reír y se fue caminando hacia su silla que estaba como a veinte metros de allí al lado de sus tumbas. Lo miré fijamente mientras se alejaba, con la mano derecha, donde llevaba el escobillón, se quitó la boina; luego se pasó la mano izquierda por la cabeza varias veces mesándose la pelusa blanca y giró el cuello de un lado al otro, muerto de risa.
Me quedé inmóvil por unos segundos con una naciente mueca de sonrisa en mis labios, aunque traté de contener la carcajada desde el abdomen, quizá porque no era lógico reírme, pues era de mí de quien se estaba haciendo mofa. Luego me bajé y me fui a mi casa; una vez en la calle, si me permití reír y, como ya había pasado el susto, sentí un extraño contento porque el anciano me había dirigido la palabra.
La semana siguiente, tan pronto como la escuela me dejó tiempo, me encaramé en la pared del cementerio y con gran ilusión busqué con la mirada al anciano para saludarlo. A primera vista no lo divisé, bajé y caminé por entre las tumbas a ver si lo encontraba. Una súbita sensación me recorrió todo el cuerpo cuando sin intención mi mirada se tropezó con un panteón recién hecho sobre la bóveda vacía que estaba al lado de las tumbas que cuidaba el anciano; lucía blanco y presentable como los demás, pero no tenía inscripción. Hice un esfuerzo por negarle a mi cerebro la posibilidad de que sacara la conclusión que era evidente. Salí corriendo y fui de inmediato a preguntarle a mi abuela si sabía algo al respecto y con gran dolor recibí la noticia que no quería escuchar. Resignado, le pedí que me dijera su nombre; no lo sabía, pero me dijo que podía preguntar en el asilo donde vivía el anciano. De inmediato, fui a la larga casa que quedaba como a media cuadra del cementerio. Allí sólo me dijeron que se llamaba Jonás y aunque fue mucho lo que insistí no me dieron más información. Por lo pronto, no me quedó otro remedio que conformarme. Regresé a mi casa, busqué pintura negra, un pincel y luego llegué, lo más rápido que pude, al nuevo panteón, y en la cabecera escribí su nombre.
Hoy en día pienso en lo sucedido y no sé el porqué de esa aprehensión; pero lo cierto es que, desde entonces, no he podido dejar de ir al cementerio, aunque sea una vez al día, para revisar que todo esté en orden.
LOS MUERTOS NO ASUSTAN
I
Siempre me pareció una casa misteriosa, pero no por eso poco encantadora. Las paredes de barro dejaban ver algunas grietas; me entretenía ver a los a los tuqueques salir de esos escondrijos y atrapar arañas, moscas y otros insectos; el viejo techo de zinc, repleto de hojas podridas, le daba un aspecto sombrío. Aquel gran patio con sus árboles y miles de recovecos buenos para cazar matos, marcó el recuerdo de mi infancia; así era la casa de las brujas.
Lo que más llamaba mi atención eran las personas que allí vivían. Aunque, desde que cumplí doce, paso un buen tiempo en el que sólo veía a doña María Landín, su hermano, el señor Pedro, no se me aparecía ni en le patio ni en la entrada donde solía verlo machacar hierbas en un morterito de madera, pensé que estaba de viaje. La viejecita, la mamá de ellos, tan encantadora para mí, ya había muerto.
Recuerdo mucho a esa ancianita se llamaba Tibisay, usaba un trapo alrededor la cabeza, como un turbante, me imagino que era para protegerse del sol. Su más valiosa posesión era un bastón de guatacaro pulido, el cual enseñoreaba como un gran báculo. Mascaba mucho tabaco; una de mis aficiones era verla mascar y escupir grandes chorros rojizos y viscosos. Al verla escupir, pensaba dentro de mí que ese era su entretenimiento, escupir fuerte y apuntarle a algún objetivo. Lo hacía con tal solemnidad y disimulo que nadie iba a pensar que fuese a propósito.
La señora María sentaba a su madre en patiecito de la entrada de su casa y la doñita pasaba horas pensando, de vez en cuando, soltaba alguna frase al aire; también hablaba con los pocos que podíamos soportar su lenguaje cocheril. Usaba vestidos falda ancha con parches y remiendos por todas partes. De su cuello, a cada lado, colgaba un pliegue de piel flácida. Muchas veces cuando la vi de cerca me provocó tacárselos; nunca me atreví. Algo que me extrañó siempre fue el hecho de que siendo doña María tan blanca y alta, su mamá fuese tan morena y bajita.
María Landín atendía muy bien a su madre, hasta le daba de comer, sobre todo cuando era sopa, ya que la señora, por sus años, temblaba un poco y su mandíbula no cesaba de moverse abriendo y cerrando involuntariamente.
Un día estaba como de costumbre subido en la mata de guayaba de mi casa disfrutando de la brisa de la tarde, comiéndome una guayabita pintona, raspadita por raspadita y miraba a la ancianita. En ese instante, me percaté de que doña Tibisay me había descubierto e hizo un gesto de saludo hacia mí levantando un poco su báculo; yo le devolví el saludo levantando un poco mi guayaba. Vi que sus labios pronunciaron