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Probaré tu Piel de Seda
Probaré tu Piel de Seda
Probaré tu Piel de Seda
Libro electrónico377 páginas4 horas

Probaré tu Piel de Seda

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Información de este libro electrónico

Una mujer joven llega a restaurar una casa abandonada y al hacerlo, descubre un enigma inconmensurable envuelto en los hilos del deseo, el misticismo, los secretos ocultos, la sensualidad y el misterio.
Probaré tu Piel de Seda es una novela sorprendente, original y polémica, que con un ritmo trepidante y un manejo excepcional del suspenso, atrapa al lector desde las primeras páginas. Es de esas raras obras que asaltan tanto a los sentidos como al intelecto, lo que la convierte en una novela memorable.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento2 mar 2015
ISBN9781483550633
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    Probaré tu Piel de Seda - Valeria de la Rosa Friscione

    I

    EL RUGIDO ESTALLA en la inmensidad de la noche. Es el anuncio de que el tigre me ha encontrado.

    Aparece en medio de una oscuridad en la que su cuerpo reluce como si tuviese luz propia, su olor a selvas perdidas y sangre fresca satura el aire y hoy, como tantas otras veces, tiemblo al saberlo cerca.

    Primero me observa desde la profundidad de su mirada encendida, después abre sus fauces y su rugido, que contiene el grito de todos aquellos a quienes ha devorado, me despierta sobresaltada.

    Con la luz del día en mi frente, reconozco este sueño; es un sueño antiguo que me acompaña desde hace años. Algunas veces, el tigre está inquieto y se mueve de un lado a otro mirándome con fijeza, otras, aparece echado en el piso lamiendo un hueso con sus colmillos manchados de rojo y me deja acercarme a él para acariciarlo con calma, pero en las pesadillas, su aliento roza mi nuca y sus zarpazos cortan el aire que me rodea. Me persigue hasta que mis piernas ceden y caigo al suelo, es entonces cuando él avanza y su cuerpo se sube al mío. Yo me quedo boca arriba bajo su pecho cruzado por líneas negras. Ya que me tiene, emite un leve rugido, acerca su boca a mi cuello y me lame con su lengua de terciopelo. En el sueño yo sé que él se dispone a devorarme con placentera lentitud, pero la escena siempre se interrumpe en este punto, justo antes de que sus colmillos se hundan en mi piel.

    Hay algo siniestro y divino a la vez en su apariencia salvaje y en la inexplicable ecuación que le permite a este tigre decirme al oído en un ronroneo:

    —Eres tú, te busco a ti, te espero a ti.

    Yo cierro los ojos mientras escucho sus palabras que me incendian:

    —Llegará el día en que probaré tu piel de seda.

    Cada palabra viene untada de placer contenido ante lo que sugiere que pasará.

    Mientras lo sueño, yo sé que él también me sueña a mí y que, por vueltas misteriosas del azar, nos encontramos en el mismo punto de la noche.

    Cada sueño termina igual, con sus ojos color planeta, atravesados por una línea, mirándome con intensidad, como si quisiese algo, como si me reclamara en silencio lo que debo hacer o lo que debo darle. ¿Qué es lo que debo darle…?

    Suena el despertador, me levanto y voy a la regadera para que el agua tibia disuelva los inexistentes rasguños del tigre en mi cuerpo. Me visto esperando que a lo largo de las horas del día el rugido se aminore hasta extinguirse.

    Salgo del hotel, tomo un taxi en la calle y le doy la dirección a la que vamos. Conforme la ciudad se mueve a mi lado, intento recordar cuándo empezó este sueño recurrente y creo que fue desde niña. Cada vez que tuve cerca a un tigre, que lo contemplaba fascinada detrás de los barrotes de una jaula, en algún sitio con una cadena en su cuello o en un escenario a metros de distancia, pensaba en lo terrible que resultaría encontrarse a un animal así, frente a frente, sin jaula ni cadena de por medio. Pensaba en esto con frecuencia pues me parecía una situación ambivalente: estar ante una de las criaturas más hermosas de la creación y al mismo tiempo estar ante la posibilidad de una muerte escalofriante, no sólo porque haría pedazos mi carne, sino porque mi cuerpo sería devorado por un animal salvaje.

    La primera vez que se lo conté a mi madre, ella me puso especial atención y me pidió que se lo narrara un par de veces, sin excluir detalle alguno, después lo apuntó en una de sus libretas de sueños, que eran unos cuadernos en los que escribía lo que cada miembro de la familia soñaba, y a partir de ese día me preguntaba con frecuencia si aún soñaba con el tigre. Yo esperaba que no lo hiciera porque sólo nombrarlo hacía al animal volver a mi manto nocturno, pero ella jamás lo olvidó, todavía un par de días antes de su muerte, preguntó por él.

    Alguna vez leí en unos apuntes de Revonsuo que las pesadillas son ensayos para evadir las trampas o peligros que nos tiende la vida en la vigilia, su función es protegernos y más que nada, prepararnos… Pero yo podría soñar mil veces una al tigre y jamás estar preparada para un encuentro con él, por lo que suplico en secreto que esta pesadilla sea sólo el ensayo para una realidad inexistente.

    Tigre –le digo en silencio–, estés donde estés, no vuelvas, libérame de tu mortal belleza; no vuelvas, déjame iniciar esta nueva vida sin ti en mis noches, necesito paz y tú eres lo opuesto de ella.

    Mi madre me hizo jurarle que reharía mi vida cuando ella se hubiese ido, fue tal su insistencia que a pesar del dolor por su muerte, planeo cumplir su petición.

    Comienzo a imaginarme una vida distinta a la que tuve en el último par de años, ahora en esta ciudad sonora, luminosa y desconocida, con edificios, pasos y voces igualmente desconocidos… Miro a la gente que transita en las calles, ¿no querrán ellos, al igual que yo, cambiar algo de su vida, aunque sea sólo un fragmento…?

    ¿Podrá renovarme esta ciudad…? ¿Podré renovarme yo misma en ésta o en cualquier otra ciudad…?

    II

    —ES AQUÍ, CALLE de Alcalá número 12 –me avisa el taxista que se detiene frente a una imponente casa abandonada.

    Yo me inclino para mirarla desde la ventanilla cuando un hombre canoso con gabardina gris, aparece frente a mí, me abre la puerta del auto y me pregunta:

    —¿Dana Bantok?

    —Sí.

    —Soy el Sr. Mandori, soy quien le mostrará la Residencia Vaor.

    Me bajo del taxi y el Sr. Mandori me observa con curiosidad:

    —Veo que su padre no exageró cuando hablaba de su particular belleza.

    Yo no sé qué decirle. Él se ríe afectuosamente y agrega:

    —Los padres solemos exagerar acerca de nuestros hijos, pero en su caso, el suyo no dijo lo suficiente. Pero venga, entremos a la casa.

    —Sí –le digo sonriendo.

    Las casas junto a la que nos dirigimos son grandes y bien conservadas, lo que hace resaltar más el número doce al que nos acercamos.

    —¿Llegó hace varios días a la ciudad? –me pregunta conforme avanzamos a la puerta que es de madera con incrustaciones de bronce cubiertas de polvo.

    —Hace un par de días.

    —¿Viene usted acompañada? Quiero decir, ¿la casa sería para usted sola?

    —Sí, para mí sola –Nadie viene conmigo, ni vendrá, agrego en silencio.

    —Ya verá que aquí hay mucho por conocer, además, en caso de que le interese la propiedad, los vecinos de esta calle son muy amables… –guarda silencio y en tono serio agrega:

    —Siento mucho lo de sus padres… Su padre y yo hicimos buena mancuerna en la búsqueda y remodelación de casas especiales, como las llamaba él; yo lo apreciaba… Por eso cuando usted me llamó y me dijo que él mismo le había dejado mi número, pensé que tal vez le gustaría ver esta casa antes de las otras. No la tenemos abierta al público, pero estoy seguro de que si su padre la hubiese visto, la hubiera tomado –me dice sonriendo un poco.

    —¿Se renta o se vende?

    —En este momento se renta, pero tiene opción a compra en un año, tomando la renta del año como depósito. Me parece que se trata de una oportunidad, por eso quería mostrársela primero.

    Lo sigo en silencio cobijada por la sombra que proyecta la casa sobre la acera, él toma un manojo de llaves del que escoge una que introduce en la cerradura. Cuando abre la puerta de la Residencia Vaor y cruzamos el umbral, siento como si una parvada de nerviosas aves negras comenzara una danza asimétrica dentro de mi pecho. Llega a mí un desasosiego, una incertidumbre ante la presencia de algo extraño que por alguna razón me provoca una atracción indescriptible.

    De inmediato observo al Sr. Mandori que camina a mi lado para ver si él también percibe lo mismo en el ambiente, pero él parece ajeno a cualquier elemento inusual que pudiera flotar en este aire encerrado.

    Pasamos al recibidor cubierto por un vitral de cristales azules que baña de luz esa parte de la casa y la hermosa escalera curva que lleva al segundo piso.

    El Sr. Mandori inicia su explicación mientras caminamos por la casa:

    —Como le comenté por teléfono, esta casa perteneció al reconocido Dr. Vaor Kitaj quien gustaba de las cosas exquisitas y únicas, de ahí que encuentre detalles especiales como por ejemplo este piso –me dice al tiempo que me conduce a la sala–, observe la delicada combinación de tonos.

    Contemplo el sofisticado entramado de madera oscura con madera más clara formando un laberinto en el piso de la sala que mantiene su elegancia debajo del polvo del olvido.

    —A la casa le hace falta mantenimiento y restauración pues lleva deshabitada alrededor de cinco años, pero eso, más que un defecto, es una oportunidad ya que el precio es bajo considerando a quién perteneció, sus acabados y la zona en la que se encuentra.

    —¿Por qué lleva deshabitada tantos años?

    El Sr. Mandori carraspea, parece indeciso de cómo responderme.

    —A decir verdad no conozco la historia a fondo, tal vez usted que está en el mundo de las antigüedades escuchó alguna noticia acerca del Dr. Vaor –me mira de arriba abajo y después agrega–: Aunque creo que era demasiado joven para atender esas cosas… En fin, el punto es que al parecer el Dr. Vaor se fue a investigar algo y aún no vuelve.

    Guardo silencio esperando que continúe la historia, él al notarlo, se encoge de hombros y me mira como si en verdad no supiese gran cosa.

    —Lo que sé es que dejó estipulado en una cláusula a la Sra. Maner, su asistente y conocida mía, que en caso de no volver en el transcurso de cinco años, tenía autorizado rentar la casa a alguien con recomendaciones, que cuidara de sus cosas y su biblioteca, y que si no volvía tras el sexto año, la propiedad podía ser vendida.

    —¿Pero no se ha sabido nada de él? Sin darle más importancia agrega:

    —Como le dije, desconozco los detalles, pero lo dudo; la Sra. Maner intentó localizarlo sin éxito…

    —En caso de rentar la propiedad, ¿qué pasa si él vuelve?

    —Es poco probable que regrese, pero en ese caso, respetaríamos su contrato anual y de no volver el Dr. Kitaj, puede quedarse con la propiedad, si es que le interesa.

    Al recorrer con la vista el primer piso de la casa noto uno que otro mueble y cuadros cubiertos con sábanas y polvo. De las ventanas caen haces de luz sobre las pelusas que se elevan con nuestros pasos.

    —Han venido anticuarios por la mayoría de los cuadros y muebles, para con ello pagar gastos, ya sabe, aunque su asistente insistió en que no se llevaran sus objetos más preciados…

    —Vayamos al segundo piso si todavía le gustaría conocerlo, si no, la puedo llevar a la siguiente propiedad que pienso mostrarle…

    —Subamos –digo yo cada vez más intrigada con la casa.

    El segundo piso es igual de impresionante que el primero, con un lujo dejado en las manos sucias del polvo. Hay tres cuartos separados por un pasillo bien iluminado, entramos al principal en el que se encuentra una cama sin colchón y sobre ella un candelabro goteando vidrio cortado. Me acerco a la ventana y ante mi vista se despliega el verde nervioso de un jardín abandonado.

    —¿El jardín también pertenece a la casa?

    Al Sr. Mandori parece incomodarle el estado de la propiedad y meneando la cabeza agrega:

    —Así es. Antes era un sitio que llamaba la atención pues el Dr. Vaor trajo semillas de distintos países y cuentan que pasaba horas allí afuera sembrando plantas medicinales y flores exóticas para después preparar él mismo tónicos para curaciones… Es una lástima que ahora esté así, pero eso tiene fácil arreglo.

    Yo observo el jardín y sin razón alguna un escalofrío pasa por mis venas. Hay algo hermoso en su desordenado crecimiento, como si alguien hubiese planeado con cuidado la rabia azarosa con la que las plantas crecen y cubren la tierra que las sostiene. Me dan ganas de salir a caminar en él, de poner una silla en medio de la hierba enloquecida por su libertad, cerrar los ojos y escuchar el barullo de un jardín vigorosamente anárquico.

    —Los otros cuartos están por aquí –me señala mi guía mientras me conduce a las dos habitaciones restantes que también tienen vista al jardín del fondo.

    Al final de los cuartos está una biblioteca con una terraza rodeada de plantas que crecen rasguñando las paredes descarapeladas.

    Esa mezcla entre majestuosidad y abandono me desconcierta. ¿Cómo se puede entregar tanto a la nada…? No es que la casa tenga muchos años sola, sin embargo pende en ella una atmósfera enrarecida, una ominosa presencia de misterio irresuelto, de tiempo detenido con dejo de irrealidad.

    De niña mi padre me llevaba a ver antigüedades, recorríamos calles completas de tiendas elegantes u otras con puestos en la acera, con las cosas extendidas sobre mantas en el piso. Veíamos mapas, cuadros, libros, objetos diversos. Nos metíamos a casas abandonadas mientras yo temblaba de miedo y emoción tomada de su mano. Ahí me mostraba un vitral roto, una reja Art Nouveau perdida en alguna puerta trasera, tinas antiguas o cajas llenas de cartas de amores pasados. En esos escenarios, cuando mi exaltación era notoria me sugería estar atenta porque mi madre había soñado que yo descubriría un objeto antiguo entre las cosas olvidadas el cual me develaría algo extraordinario que cambiaría mi vida para siempre.

    ¿Tú le crees, papá? ¿Crees que sea cierto?

    ¿Por qué no? –me decía en tono cariñoso y divertido–. Tu madre a veces tiene visiones premonitorias, además, ambos creemos que hay algo especial en ti, que te llevará a hacer algo distinto a lo que los demás hemos hecho.

    Pero yo no tengo nada especial papá, soy igual que cualquiera.

    ¿Y todos los sueños que tienes? Son peculiares, sueñas más que la mayoría, estoy seguro; encontrarás y harás algo especial –me decía con su sonrisa amorosa al tiempo que pasaba el brazo por mi hombro.

    Me gustaba y al mismo tiempo perturbaba que me dijera esto pues su insistencia me hacía dudar de mi papel en el mundo. ¿No sería especial hasta que encontrara eso único? Entonces, ¿qué era en el ínter? ¿Y si ese descubrimiento no se gestaba nunca y desperdiciaba mi vida en cosas triviales y no hacía nada relevante…? La idea muchas veces me cortaba la respiración… ¿Qué sería de mí si no encontraba ese objeto? Y ¿qué sería de mí en caso de hallarlo…?

    Cuando volvíamos a casa, mi madre, con absoluta seriedad, me llevaba aparte y tras mirar sobre su hombro y constatar que estábamos solas me preguntaba en un murmullo:

    ¿Lo encontraste esta vez?

    Yo le decía lo que habíamos visto y cuando ella notaba que no había nada extraordinario suspiraba con alivio y decepción al mismo tiempo.

    Estás muy chica para hallarlo, todavía tengo que advertirte muchas cosas para cuando por fin lo descubras.

    No sé si me lo decía de broma o en serio, pero yo crecí convencida de que ese hallazgo tenía que suceder. En la espera, mis años transcurrieron uno tras otro y yo sentía que el mundo era una rueda que giraba frente a mí a toda velocidad, tan sólo a un metro de distancia, pero yo no sabía cómo adentrarme en ella, me sentía ajena de una forma inexplicable. Escogí una profesión silenciosa. Entré a la universidad y estudié restauración con especialización en antigüedades en donde entablaba más diálogos con los objetos que con las personas. Al terminar la carrera uno de mis profesores me contrató para el mejor taller de restauración del país.

    A él llegaba toda clase de piezas; tuve tantos objetos únicos entre mis manos que poco a poco fui olvidando la frase de mi madre. Lo que no olvidé era la fascinación que ejercían las cosas abandonadas sobre mi persona, las percibía listas para ofrecer algún secreto a quien se adentrara más allá de sus velos aparentes.

    Es por esto que la casa me atrae tanto, es como entrar en una vorágine de memorias que se entrelazan con hechos reales. Esta vorágine me arrastra a su centro y yo me dejo llevar pues no tengo nada más que perder. Tengo el tiempo y el dinero de la herencia de mis padres y necesito restaurar algo para ver si al hacerlo, también restauro los vacíos que me habitan, así que decido tomar la Residencia Vaor.

    —Su padre también lo hubiera hecho –me dice sonriendo con melancolía el Sr. Mandori.

    —Lo sé –le digo convencida de que era cierto y la sola idea de ello, hace que la casa me entusiasme más aún.

    Decido traerme pocas de las pertenencias que guardé tras la muerte de mis padres. Algunos libros y uno que otro objeto preciado, como el cuadro que me pintó mi madre, pero en realidad dejo casi todo atrás. Quiero comenzar así, con pocas cosas en esta casa que yo he elegido.

    Al quitarles las mantas a los cuadros, encontré un maravilloso dibujo a lápiz de Dalí y otros anónimos, entre ellos una marina que muestra un mar embravecido con olas suspendidas ante un barco a punto de ser devorado por la furia del agua.

    Quitar las mantas para descubrir los cuadros fue una delicia. Las mantas cayeron al piso llenas de polvo y dieron paso a las imágenes certeras que le otorgaron otra prestancia a la casa.

    En los estantes de la cocina hay tres vajillas de Limoges, todas tienen doce juegos completos y yo que no tengo a nadie a quién invitar; sonrío sólo de pensar en la ironía.

    En un ropero de la segunda recámara encontré, metidos entre mapas de todo el mundo, un bastón con cabeza de serpiente y dos fotos de Vaor Kitaj. Una es de cuando era niño; es una foto antigua, en blanco y negro, con una anotación y la fecha; él está de pie, solo, en medio de un jardín con una mansión blanca al fondo y su sonrisa es tan leve, tan imperceptible, que se confunde con altivez o… acerco su rostro inmóvil un poco más para descifrar su sonrisa, ¿podría ser cinismo la sombra que aparece en sus pupilas? No lo sé.

    La otra ya es a colores pero está deslavada por la humedad. Debe ser de sus últimas fotografías antes de su desaparición. Tiene el pelo canoso un poco largo y a pesar de que lo lleva peinado, hay un dejo de rebeldía en su blanca melena; por un momento me recuerda al autorretrato de Da Vinci con ese aire de no darle importancia a lo que no lo tiene y de saber más de lo que a simple vista se percibe.

    Está vestido con elegancia; lleva puesto un abrigo negro sobre un traje cruzado color gris. En la mano derecha sostiene un pequeño libro azul con letras doradas que no distingo lo que dicen y con la izquierda apunta al piso. Está parado en medio de la sala de esta casa, justo en el centro del laberinto. Su rostro es inquietante, mira como quien ha visto el mundo y sabe lo que pocos sabemos, de nuevo con esa sonrisa casi imperceptible de ¿ironía?, ¿altivez?… Es una foto inusual, me parece, él solo, en medio de su sala señalando el piso. Me gusta, así que le busco un marco digno de su dueño y la coloco en la sala, sobre la chimenea.

    Quiero creer que esta casa abandonada se parece a mí; hay grandeza en ella, sin embargo, la superficie está cubierta de polvo. Todo está detenido entre la realidad y lo imaginario y todavía no dice aquello que le ha sido destinado decir.

    Los trabajadores y sus ruidos llegaron a instalarse, me ayudan en lo que yo no puedo hacer. Casi a diario me preguntan si llaman a un jardinero para arreglar el jardín, pero me resisto a arrancarle la libertad a esas plantas y ponerlas en un orden relativo, así que las dejo un día más gozar de su silvestre algarabía.

    Cuando el día termina subo a acostarme. La casa es como un gran barco que, mecido por un viento suave proveniente de los acantilados del cuadro de la marina, me arrulla hasta el día siguiente. Al despertar tengo la sensación de que atrás del eco marino, en el eco del eco, estuvo también el rugido de un tigre.

    III

    ME INTRIGA EL personaje de Vaor Kitaj, así que voy a mi computadora y tecleo su nombre en la pantalla. Empiezo por las noticias de los periódicos de hace cinco años que citan la fecha exacta en que desapareció y me quedo con la vista fija en el trillado párrafo de: Misterio sin resolver… Los sucesos son confusos, en un principio nadie sabía en dónde estaba; unos lo creían en uno de sus viajes de investigación, otros, metido en alguna biblioteca buscando un dato imposible de conseguir. Fue su asistente, la Sra. Maner, quien pidió una investigación a fondo pues ella insistía en que el maestro había desaparecido en su propia casa, en la Residencia Vaor. Sólo de leer esta nota, un trago amargo pasa por mi garganta y volteo a mi alrededor para contemplar a la casa mirándome de regreso, quieta y en silencio. Continúo leyendo.

    Surgieron distintas teorías: secuestro, locura, asesinato… lo que sí era verdad es que no lo encontraron ni hubo noticias suyas a partir de la fecha en que su secretaria dio aviso. Hay entrevistas a algunos de sus conocidos, quienes concuerdan en que hacía tiempo no veían al Maestro Kitaj porque estaba concentrado en su último estudio del que no quiso hablar con nadie. Algunos pensaban que su desaparición estaba relacionada con esta investigación secreta.

    Hay una entrevista al Dr. Espino, quien trabajó en un estudio con Vaor, que llama mi atención. El artículo dice lo siguiente:

    Tras un momento de silencio, el Dr. Espino responde a la pregunta de cómo era Vaor Kitaj:

    —No es una pregunta sencilla, ¿sabe? Es más, es una de las grandes incógnitas en mi lista de incógnitas. De lo que no hay duda es que era muy versado.

    —Sí, pero en lo personal, punto y aparte del investigador… De nuevo guarda silencio, duda, parece buscar las palabras…

    —Era un hombre muy elegante, educado… Creo que existía bondad en él, pero estaba muy adentro, tal vez demasiado adentro, no era espontáneo, no dejaba nada al azar, calculaba su vida y sus acciones con precisión matemática. Vaor Kitaj era como los laberintos que tanto le fascinaban, pero en su caso no había centro que alcanzar, o por lo menos yo no lo alcancé, con él siempre era andar por caminos sinuosos; cuando creías estar a punto de conocerlo, el camino daba un vuelco inesperado y de nuevo era un total desconocido, un enigma. Creo que al final sólo era un solitario.

    Al terminar las entrevistas viene una breve biografía: hijo de padre ruso, descendiente de la nobleza, y madre belga. Creció entre oro y plata, se educó en las mejores universidades del mundo, vivió en Medio Oriente, Asia, África y Europa, le dio la vuelta al mundo en varias ocasiones. Hablaba siete idiomas a la perfección, descifró códices antiguos, colaboró en la traducción y estudio de papiros egipcios, documentos griegos y romanos relacionados con Hermes Trismegisto, Salomón, Pitágoras, Flamel, Pico della Mirandola y la Cábala, entre otros. Se convirtió en experto de las artes mágicas, los círculos de iniciados y la alquimia, lo que lo llevó a un descubrimiento que le dio reconocimiento mundial pues, a partir de la lectura de varios libros de fraternidades místicas, descubrió una ciudad perdida en el desierto de Túnez. Una ciudad llamada Omai-Shatur a la que ciertos alquimistas se habían retirado a trabajar alejados de todos para crear algo, al parecer un objeto que llamaban la Puerta Oculta. La ciudad se consideraba una leyenda hasta que Vaor descubrió su lugar exacto y convenció a varias universidades de invertir en la búsqueda que él mismo dirigió.

    La ciudad permaneció sin ser descubierta durante siglos ya que se construyó en una zona pedregosa en medio del desierto, debajo de la arena. Era una pequeña ciudad con calles, casas y plazas. Sólo había algunas puertas imperceptibles que daban a la superficie con escaleras de cuerdas colgantes por las que entraban y salían sus habitantes. Dentro había un manantial y los víveres los conseguían de las caravanas que por ahí pasaban. En este sitio hallaron documentos varios relacionados con la transmutación de los metales y la condición humana y otros más, entre ellos uno que citaba la construcción de la Puerta Oculta. Ésta, suponían a partir de los testimonios de varias fuentes, había sido la última investigación de Vaor antes de su desaparición.

    Me acuesto pensando en él, en lo fascinante que debió ser descubrir algo de esa naturaleza…

    —¿En dónde estás, Vaor? –digo en voz alta. La casa parece escucharme con atención y con el crujir de la madera en el cuarto de al lado es como si me respondiera que no puede darme la respuesta.

    Una mariposa negra de grandes alas comienza a volar en círculos arriba de mi cama atraída por el halo de luz que despide la lámpara encendida. Sigo sus movimientos acompasados que me adormecen, apago la lámpara pensando en la mariposa ahora volando en la oscuridad, cortando con sus alas la espesura de la noche. Cierro los ojos. Las alas siguen agitándose en la penumbra, cerca de mí y parecen venir cargadas con un sueño que dejan caer en mi frente.

    Sueño con Vaor. Lo veo con claridad; él y yo estamos en medio de un campo de flores, es el atardecer y el cielo está rojo. Él se halla retirado a varios metros de mí. Ambos caminamos para acercarnos. Conforme avanzo, mis manos tocan las flores que se deshacen en forma de hilos entre mis dedos.

    Vaor trae puesto el mismo abrigo de la foto y en una mano lleva el libro azul con letras doradas. Él se aproxima a mí y me entrega su libro sin decirme nada, después, casi en secreto, se agacha y me murmura al oído con voz profunda: "Yo no estoy vivo ni muerto, estoy atrapado en el umbral de la Puerta Oculta".

    IV

    EL DÍA SE cuela por la ventana y hace que me despierte, pero aún recuerdo la voz de Vaor, repitiéndose como un eco a mi alrededor.

    Su frase me acompaña toda la mañana, ¿qué era la Puerta Oculta? ¿Sería el nombre del objeto que citaban las entrevistas o sólo letras juntas al azar? Así paso las primeras horas del día, dándole vueltas a lo soñado hasta que el timbre de la entrada me distrae. Es domingo, día en que descansan los trabajadores por lo que imagino se tratará de algún vendedor, o peor aún, de un predicador que viene a salvar mi alma perdida.

    Bajo al portón, entreabro la puerta y veo a un joven de perfil observando la casa; la luz de la mañana resbala por su nariz recta y se queda unos segundos en sus marcados pómulos. Cuando escucha la cerradura, voltea a ver quién le ha abierto pero yo sólo entreabro unos cuantos centímetros la puerta. Él sonríe y veo el sol reflejado en sus ojos verde claro y pienso que su rostro podría estar en algún cuadro renacentista y, de ser así, yo lo observaría durante horas sin aburrirme; tiene el pelo lacio color castaño oscuro y se le resbala por la frente tapando uno de sus ojos, él lo retira con sus manos grandes mientras sonríe y sus dientes blancos relucen bajo sus labios perfectos. Es alto, delgado, lleva pantalón de mezclilla y una camisa de lino azul que deja entrever su piel clara. Tendrá unos treinta años, apenas unos años mayor que yo.

    Me quedo quieta observándolo, sin decir nada, esperando que no escuche los latidos que se agolpan en mi pecho sin aviso.

    —Hola, soy el arquitecto Max Lubert.

    —Hola –respondo con incertidumbre desde la ranura de la puerta.

    —Noté que están arreglando la Residencia Vaor. La conocí cuando era niño y ahora me muero de curiosidad por entrar de nuevo a verla, ¿tú eres la nueva inquilina…? –me pregunta en

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