El espejo: Identidad robada
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Luis Fernando Burguete
Nació en la Ciudad de México el 25 de octubre de 1979. Impulsado por el gran interés que le causaban los enigmas que conllevan la complejidad humana, estudió psicología. Ha participado en varios concursos literarios y entre sus trabajos reconocidos y publicados en antologías se encuentran: Importa sin saber y Te amo… sí te amo (poemas), Teófilo y Pancho (cuento corto). El espejo... es su primera novela publicada. Además de escribir, actualmente atiende su consultorio particular donde lleva a cabo su misión profesional más preciada: ayudar a los pacientes, que confiados acuden a él, en busca de la solución a sus conflictos y la tan anhelada “salud mental”.
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El espejo - Luis Fernando Burguete
existencia.
Las mañanas de indiferencia pintan la mayor parte de los días de nuestra vida, pero los sueños y los espejismos a veces reflejan locuras desconocidas. Un mínimo detalle, una ínfima sonrisa, una simple llamada puede cambiarlo todo inesperadamente para siempre.
Comienza a entrar el sol por la ventana en la habitación del pequeñísimo departamento de la colonia Tabacalera. Es domingo, son las diez de la mañana con nueve minutos. Suena el teléfono; una vez, dos veces, a la tercera Alberto reacciona, se despierta; se limpia la saliva de la mejilla y carraspea para aclarar su voz.
—¿Bueno?
—Buenos días. ¿Hablo con el señor Alberto Quiñones Guadarrama? —se oyó al otro lado de la línea.
—A sus órdenes, ¿con quién tengo el gusto?
—Soy la licenciada Karina Farías.
—¿En qué puedo servirle? —balbuceó Alberto.
—La agencia reclutadora nos ha enviado su currículum, pues estamos solicitando a alguien con su perfil. Éste dice que es licenciado en Archivonomía. ¿Es así?
—Sí, esa es mi profesión.
—De acuerdo, estamos muy interesados en contratarlo. ¿Podría venir el día de hoy a una entrevista para poder evaluar sus aptitudes?
—¡Por supuesto! Pero, ¿de qué compañía me están llamando?
—Ah sí, discúlpeme, le estamos llamando del hospital Huánuco
.
—De acuerdo, ¿me puede dar la dirección?
—La dirección es Camino Tres Marías-Huitzilac sin número, kilómetro 88. Va a tomar la carretera México-Cuernavaca por la libre; pasa el pueblo de Tres Marías y como a unos tres kilómetros verá un gran restaurante llamado Las nubes, ahí da vuelta a la derecha para tomar la vereda y dos kilómetros después encontrará el letrero de nuestra institución.
¡Vaya! Está lejecitos, pero sin falta ahí estaré. ¿A qué hora requiere que esté por allá?
—A las cuatro de la tarde.
—¡De acuerdo, no se hable más, estaré por ahí en un par de horas! Disculpe, ¿cómo me dijo que se llama?
—Licenciada Farías, Karina Farías.
—Gracias.
—Hasta luego.
Alberto colgó el teléfono y rápidamente comenzó la rutina. Una entrevista laboral en domingo, ¡qué raro! Pero bueno, en un hospital se trabajan las veinticuatro horas del día
. Evitó encender el televisor para no perder el tiempo y prendió el boiler. En lo que el agua se calentaba, se hizo de desayunar un par de huevos revueltos que acompañó con una salsa que le sobró de los tacos al pastor que había cenado la noche anterior. También comió un bolillo algo tieso que aguardaba su destino en una bolsa de papel de estraza. Tomó un poco de refresco de naranja de la botella de dos litros que nunca podía faltar en su refrigerador, eructó y se levantó para irse a dar un regaderazo.
Mientras se bañaba, fantaseó con lo que podía ser su nuevo trabajo. Imaginaba por fin afianzar unas cuantas relaciones interpersonales y por qué no, conocer a una linda doctora para salir de la terrible segregación en la que se había alistado desde hacía ya algún tiempo.
Oh soledad, te has vuelto mi única compañera, eres tú quien verdaderamente me conoce, tú eres mi vida y yo tu fiel prisionero. No sufras si algún día he de abandonarte, pero necesito perderte para poder ser feliz. No te amo, no eres nadie; no puedo abrazarte… aunque sí sentirte, pero no con mis labios, y estos trozos de boca necesitan ya de agua bendita para volver a redimirla.
Silbó un poco intentando entonar una antigua melodía de su lejana juventud de la cual ya muy pocas notas recordaba, mientras tallaba sus ingles y sus nalgas. Tuvo una erección, y aunque soñaba tratando de adivinar el rostro de su futuro amor, no se masturbó.
Terminó de bañarse y escurriendo se dirigió a su habitación donde miró el reloj: 11:23 hrs. Son casi once y media, si a las doce salgo de aquí voy con el tiempo justo
.
Se secó, se puso los calzones y los calcetines. Tuvo que sacudir un poco la funda del único traje que tenía arrumbado desde hacía algunos años. Lo revisó y a su criterio lo encontró en buenas condiciones; lo vistió. Se peinó y examinó minuciosamente su semblante frente al espejo.
Miro mi aspecto frente a ti y tan sólo puedo ver un espectro que no reconozco. Es como si reencontrara a alguien a quien dejé de ver durante años, muchos años. Me encuentro viejo, me veo cansado, las ojeras delatan mi inútil sonambulismo, mi infructuoso intento de ser noctámbulo, un vampiro. Revelas que he intentado vivir otra realidad a la que pertenezco y hoy que recibo esta llamada me azota contra mi realidad. Intento parecer normal con un traje, una corbata, con una solemne apariencia que no tiene nada que ver con mi amarga y desgastada alma.
Se perfumó con su barata y añeja colonia y salió de su lúgubre guarida. Fue a la central de autobuses y comenzó con su itinerario.
El camión que lo llevó a Tres Marías fue más rápido de lo que imaginó, por lo que arribó a su destino a las 14:35 hrs. y aprovechó para curiosear y comer algo.
15:17 hrs. Salió de la central camionera para abordar un taxi. El taxista pasó el restaurante y viró a la derecha como le había indicado la señorita Karina, a quien imaginaba joven y frondosa. El camino era solitario, no tanto como él, pues éste albergaba árboles y vegetación copiosa. A los pocos minutos pudo divisar su destino, una edificación no muy alta pero sí bastante extensa. El taxista, al notar la curiosidad de Alberto y señalando con su dedo al horizonte le indicó:
—Ese es su destino, ese es el asilo al que se dirige.
—¿Asilo? Yo voy a un hospital.
—Bueno, efectivamente no es un asilo de ancianos, sino de loquitos —explicó burlonamente el taxista.
—¿Es un asilo psiquiátrico entonces?
—Efectivamente.
Lo pudo constatar al ver el letrero que ya podía leer, éste decía: Asilo Psiquiátrico Huánuco
. Aunque era bello el edificio, se estremeció. Ir a un hospicio de enfermos mentales a cualquiera le causa escozor
.
Le pagó al taxista y fue a la entrada, donde un vigilante le pidió razón de su visita.
—Vengo a una entrevista de trabajo. Me citó la licenciada Karina Farías.
—Sí, me avisaron que vendría un candidato. ¿Cuál es su nombre?
—Alberto Quiñones.
—Bien, regístrese por favor.
El gendarme lo llevó a una habitación cuya puerta sostenía un letrero que decía: Recursos Humanos
. El policía golpeó suavemente la puerta y desde adentro se anunció un pase
. Después del cuchicheo entre éste y la persona de adentro, el vigilante le indicó a Alberto que pasara.
Cuando Alberto entró a la oficina, se dio cuenta de que no era tan grande como la imaginaba. Inspeccionó brevemente la austera decoración y se encontró con la mirada de la licenciada Karina Farías.
—Tome asiento por favor —indicó—. Pues mire, voy al grano. Su currículum, como le dije, nos fue boletinado y lo que necesitamos hacer son historiales y registros de expedientes. También tenemos que digitalizar toda nuestra base de datos, desde el personal hasta los pacientes. Calculamos que dicha labor pueda llevar cuando mucho seis meses. El pago es por honorarios. Ahora bien, pude ver en su historial que usted es egresado de una universidad particular, pero nunca había escuchado de ésta.
—Sí, comprendo, no es una universidad muy conocida, de hecho es pequeña y ciertamente nueva. Implementaron la licenciatura con el ánimo de dotar al Palacio de Lecumberri con profesionistas aptos para trabajar ahí; la universidad se encuentra muy cerca del recinto.
—Ya veo. Oiga, pero dígame, ¿qué le llevó a estudiar esa licenciatura? No sé, se me hace tan poco atractiva; vaya, se lo digo con todo respeto.
—Lo sé, es algo extraño. Lo que pasa es que cuando uno es estudiante de preparatoria se anda con mil cosas en la cabeza y es difícil tener definida una verdadera vocación. Obviamente mis padres, sobre todo mi padre, me presionaba para seguir con mis estudios y como a mí siempre me gustó la historia, creí que algo tenía que ver y supuse que no moriría de hambre tanto como un historiador.
—Tiene toda la razón. ¿Quién puede estar completamente convencido de su vocación a tan temprana edad? Pero bueno, ahora que mencionó a sus padres, hábleme un poco de ellos.
Después de una larga pausa y de tragar dificultosamente un poco de saliva contestó.
—Ellos ya fallecieron. Murieron hace cuatro años.
—Discúlpeme, no tenía idea.
—No, no se preocupe. A veces pienso que hablar de ello me ayuda a continuar cicatrizando la herida. Hace cuatro años acudieron a un bautizo a San Juan del Río; cuando venían de regreso, el autobús en el que viajaban se quedó sin frenos en una pendiente y se salió de la carretera, parando en el fondo de un barrranco. Nadie en el accidente sobrevivió pues el camión se incendió. Todo fue muy difícil. Soy hijo único y ellos nunca fueron apegados a sus respectivas familias, por lo que me quedé solo. Gracias a Dios ya tenía edad suficiente como para confrontar esta tragedia con madurez, o bueno, al menos con algo de serenidad.
—¡Vaya, es usted un ejemplo de vida!
—Ja, gracias.
—De verdad que lo siento mucho señor Quiñones. Y bueno, ¿es usted casado, tiene hijos?
—No, ni pareja tengo. Supongo que he estado tan ocupado con mis pesares que ni siquiera me he dado la oportunidad de compartir mi vida con alguien. Espero que esto no afecte mi posibilidad de trabajo —torpemente bromeó.
—Ja, ja, ja, no para nada, al contrario, así podrá avocarse más provechosamente a su labor. Pero cuénteme más. Si no es indiscreción, ¿no ha amado a alguien en su vida?
—Este… bueno, sí. Amé a una mujer que se llama Carmen, Carmen Magaña, pero las cosas no resultaron, de hecho me engañó.
—Oh, discúlpeme licenciado. Sé que no debo de andarme entrometiendo pues es una falta de ética muy grande, pero es que usted me cayó muy bien; lo siento.
—No se preocupe.
—También leí que tiene treinta y siete años y que vive en la colonia Tabacalera, que si no mal recuerdo es por donde está el monumento a la Revolución, en la Ciudad de México. ¿Es así?
—Así es, de hecho estoy a dos cuadras de avenida de la República.
—Oh bien. Bueno y con ese respecto, ¿qué piensa hacer? Si le damos el trabajo, ¿cómo se va a desplazar todos los días hasta acá? Se va a gastar todo su salario en pasajes.
—Eso sí, supongo que debo hacer mi presupuesto, tendría que saber cuánto es el salario.
—Quince mil pesos mensuales, ya con la retención de impuestos. Como es por honorarios, no hay prestaciones ni generará antigüedad.
—¡Vaya! No está nada mal. Creo que podría administrarme bien para venirme todos los días hasta acá.
—Ahora bien, he de decirle que como este es un hospital de internamiento también contamos con una casa para hospedar a los trabajadores que están de planta y para los que hacen guardia; que ya con esto le estoy confirmando que está usted contratado, claro, si es que está dispuesto a llevar a cabo sus futuras responsabilidades.
—Sí, sí, claro que acepto, ¡gracias! Y respecto a hospedarme aquí, usted no se preocupe, yo vendré puntualmente todos los días. Yo tengo mi contrato de renta en mi departamento. Gracias.
—Bueno, antes de concluir, ¿le puedo hacer una pregunta indiscreta?
—Sí claro, la que sea.
—¿De qué vive usted si no tiene trabajo desde hace más de un año, según lo señala su currículum?
—Cuando mis padres murieron, el único heredero fui yo. Vivíamos en una pequeña casa de la colonia Guerrero que posteriormente vendí, pues no quería martirizarme con los recuerdos. Con el dinero pensé en comprarme otra propiedad pero lo fui postergando por desidia y terminé rentando, y he sobrevivido con lo poco que me queda