Una victoria entre cuentos
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El niño eleva a sus vecinos a personajes de fantasía, convierte a su familia en seres mitológicos y transforma la violencia de ETA en una ficción ajena a su tiempo. De este modo, los capítulos funcionan de forma independiente, como las piezas de un rompecabezas que irán formando los diferentes sucesos que lo sacan de sus fantasías y la figura de una mujer imaginaria, cuya naturaleza sólo se descubrirá al final de la novela.
Marcos García-Ergüín Maza
Marcos García-Ergüín (Bilbao, 1984) ha compaginado la docencia de enseñanzas artísticas en educación secundaria y en la universidad. Doctor en Comunicación Social, ha realizado numerosas publicaciones sobre el cine y sus géneros, compaginándolos con su obra artística. Un hecho que le hace incorporar las descripciones de lo sucedido desde un punto vista totalmente visual y plástico.Su estilo narrativo hace sumergirse al lector en un mundo que toma de la realidad su esencia y la nostalgia para dar paso a una escritura entre el surrealismo y el romanticismo.
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Una victoria entre cuentos - Marcos García-Ergüín Maza
Marcos García—Ergüín Maza
Una victoria entre cuentos
Una victoria entre cuentos
Marcos García—Ergüín Maza
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
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© Marcos García—Ergüín Maza, 2018
Diseño de la cubierta: María González de Benito
Imagen de cubierta: ©María González de Benito
universodeletras.com
Primera edición: Enero, 2018
ISBN: 9788417274405
A mis padres y a Leticia, para devolverles un poco de todo lo que me han dado
Prólogo
Su melena seguía teniendo el color del cobre; un hecho que siempre la persiguió entre los chismes y el recelo de sus conocidas. Se apresuró a buscar la manilla del coche con el temblor heredado de su pasado. Llevaba años sin fumar, o por lo menos lo hacía con menos frecuencia y alejada de cualquier público. Sin embargo, no pudo contener las ganas de hacerlo cuando descubrió su propia mano estremecerse al abrir aquella puerta. Se acercó sin ayuda a la frontera que los demás habían construido en torno al velatorio y asumió su función sin queja alguna. Se quedó al final, siempre presente, haciendo de sus gafas de sol la contención perfecta para su mirada. Pero de todos ellos, de entre todos los asistentes, sólo ella fue capaz de sonreír.
Dos días antes, él intentaba levantar sin descanso la persiana que protegía el establecimiento, cerrado hacía ya muchos años. Le daba igual el candado y el revestimiento de papel que hundía la antigua librería bajo el escombro de conciertos, eventos modernos y novedades que se anunciaban en aquella pared. El viento y la lluvia permitían entrever bajo la costra humedecida lo que ya nadie era capaz de recordar que había habido allí, como si aquella persiana hubiese nacido para ser el tablón de las actividades que presentaba la ciudad cada semana. Pero él no hizo caso de todos aquellos pegotes y recortes de una época que no le pertenecía. Intentó no desvanecerse y que las piernas lo aguantasen un día más para agacharse y tirar de la persiana con las pocas fuerzas que aún le quedaban. No levantaba la cabeza, se mantenía concentrado, balbuceando y gimiendo, mientras las gotas de sudor que salpicaban su nariz caían con constancia sobre sus zapatillas de andar por casa. Así, se mantuvo a duras penas con su cuerpo encorvado, trabajando en su empeño mientras la congoja y la pena atrapaban a los que paseaban y se tropezaban con él.
Iba vestido como un espantapájaros. La camisa blanca con el cuello amarillento sobresalía por la parte frontal de su jersey apolillado. Por contra, por detrás no se veía ningún atisbo de ella; únicamente el fantasma de una etiqueta ya casi inexistente. Los pantalones vaqueros delataban que no había mucha carne ya en sus piernas para rellenarlos, y el cinturón no disponía de más agujeros para conseguir atrapar esa cintura que se le escapaba hacia el suelo.
Ajeno al mundo que lo rodeaba, seguía impulsado por una fuerza extraterrena, intentando levantar aquella persiana hacia el cielo. Sin embargo, el óxido y el candado no cesaban en su empeño y dejaron sus ilusiones a ras de suelo. Miró a ambos lados de la calle a través de la pátina cristalina creada por sus lágrimas, pero no vio ningún rostro conocido. Su eterna mirada perdida, que de joven le permitía soñar despierto, había renunciado a descubrir el horizonte y ahora se mantenía ciega y desenfocada. A sus ochenta y siete años, se había rendido a la premisa de ser desahuciado por la vejez. Pero él no se lo creía.
Día tras día, se escapaba de aquel palacio que lo mantenía preso junto a la ría, y acudía decidido sin levantar la vista del suelo hasta aquella ya inexistente librería. No se le podía llamar andar a los pequeños movimientos que corregía con insistencia por las calles. Le costaba, sobre todo, articular su pie derecho, que se negaba como un niño a ser movido después de su gemelo izquierdo. Casi como un muñeco, debía apretar los dientes y sudar para luchar contra el sofoco que le producía girar la cadera sobre su propio eje. Pero al final, llegaba de nuevo a una hora siempre cambiante y diferente frente aquel muro, aquella persiana encerrada en su insistente clausura.
Aquel día fue arrancado de allí del brazo, una vez más arrastrado por dos ángeles custodios que él nunca sabía cómo ni por qué lo conocían.
—He sido yo el que ha vuelto a llamar—, dijo un hombre desde el estanco de la esquina.
Las dos mujeres miraron con una sonrisa condescendiente y respondieron sincronizadas:
—Muchas gracias, como siempre.
La más bajita de ellas levantó un poco la voz, sin importarle que él la oyese, y continuó:
—Por mucho que lo vigilemos, este hombre siempre se las arregla, terco como una mula, para llegar aquí e intentar abrir la librería como si no hubiesen pasado cuarenta años.
—Lo sé—, contestó el estanquero. Y se despidió volviendo al interior de su establecimiento lanzando una sentencia:
—¡Qué malo es llegar a viejo!
Ellas lo llevaron entre gente desconocida a una velocidad que él no soportaba. No entendía por qué lo obligaban a correr cuando sus piernas no le respondían. Poco después, se dio por vencido y se acurrucó