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Como un cuento de hadas
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Como un cuento de hadas
Libro electrónico340 páginas4 horas

Como un cuento de hadas

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Novela Coreana : "La primera impresiÓn que ella tuvo de Él fue tan borrosa como el empapelado descolorido, el denso humo de cigarrillo y la mÚsica pasada de moda del restaurante chino... Él parecÍa estar todo el tiempo perdido en sueÑos, y casi siempre estaba en silencio." Ambos eran miembros del club de canto de su universidad, ahÍ se conocieron, ahÍ cruzaron sus primeras palabras, y de ahÍ surgirÁ con el paso del tiempo una historia de amor. Sin embargo, Ésta quizÁ no termine con el trillado "vivieron felices para siempre".

A Korean Novel: "Her first impression of him was so cloudy that it felt like a faded photograph. There was thick smoke from his cigar and loud Chinese music in the restaurant. He appeared to be lost in his dreams, and he was almost always silent." Both of them were members of the university's choir. That's where they met and first spoke to one another. It's where the embers of a love story would turn to flame. However, this love story may not end with a happily ever after.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ago 2020
ISBN9786078469987
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    i like it a lot because of the psychological aspect on the book, and how they show the thinking process of each character. It really shows how love can be like a fairytale or the complete oppsite

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Como un cuento de hadas - Kim Kyung-uk

Como un cuento de hadas

Título original: Donghwacheoreom )

)

Primera edición digital en español: Producciones Sin Sentido Común, 2020

Copyright © 2010 by Kim Kyung-uk

Originally published in Korea by Minumsa Publishing Co., Ltd.

All rights reserved

Spanish translation copyright © 2020 by Producciones Sin Sentido Común

Spanish edition is published by arrangement with Minumsa Publishing Co., Ltd.

D. R. © 2020, Producciones Sin Sentido Común, S. A. de C. V.

Pleamares 54, colonia Las Águilas,

01710, Ciudad de México

)

) y Sebastián Parodi

)

)

Adaptación portada: Rosario Avilés Cano

ISBN: 978-607-8469-98-7

Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico o electrónico sin la autorización escrita del editor o titular de los derechos.

ÍNDICE

La reina de las lágrimas

Había una vez un rey y una reina sin hijos, que gobernaban el país donde primero sale el sol. Un día se presentó ante ellos la rana que recorría el mundo de un extremo a otro y les anunció que pronto tendrían descendencia. Al año siguiente, la reina dio a luz a una princesa.

Los reyes celebraron un gran banquete. Para agasajar a unas brujas quisquillosas, pusieron sobre la mesa los platos de oro que tanto apreciaban. Doce platos de oro. Por ello la reina invitó sólo doce brujas. Cada una fue ofreciéndole su bendición a la recién nacida, deseando que sus ojos fueran brillantes como las estrellas, su tez blanca como la nieve, sus labios rojos como las rosas, su cabello negro como el ébano y su corazón noble como la seda. Después de la bendición de la decimoprimera bruja, apareció protestando una decimotercera que no había sido invitada.

—Pasará su vida sola y entre lágrimas.

Tras echar su maldición, la decimotercera bruja se esfumó como el viento. Todos se quedaron atónitos y boquiabiertos. A juzgar por sus caras, parecían haber recibido una bofetada. La decimosegunda bruja fue la que primero salió de su asombro y presagió:

—Si sus cejas se mojan con las lágrimas del corazón del hombre que ama, se liberará de la maldición.

Tal vez a causa de ello, las lágrimas nunca dejaban de brotar de los ojos de la princesa. Cuando murió su madre por una enfermedad, las lágrimas vertidas por la princesa durante tres meses y diez días hicieron que se desbordara el río que marcaba los confines del reino. Sus aguas arrastraron a burros, cabras y gallinas. Al secarse las lágrimas a orillas del río, se erigió una enorme montaña de sal. Para preservar el cuerpo de la reina, su esposo la enterró en la cima de esa montaña. El rey enfermó de tristeza por la pérdida de su amada y se fue consumiendo poco a poco. Cuando finalmente falleció, la princesa lloró una vez más por tres meses y diez días. En esa ocasión también crecieron las aguas del río, pero los animales de granja no fueron arrastrados por él, ya que habían sido puestos a salvo. Al secarse las lágrimas, se formó una segunda montaña de sal sobre la otra orilla del río. La princesa enterró a su padre junto a su madre.

La princesa, pese a haber ascendido al trono, no dejó de llorar. Por esa razón fue llamada reina de las lágrimas. Lloraba cuando estaba feliz y también cuando estaba triste. Sus lágrimas de felicidad eran más dulces que la miel y las de tristeza, más saladas que la sal. Las personas que saborearon aquellas lágrimas más dulces que la miel sintieron que sus corazones se iluminaban como una infinidad de soles. Y las que saborearon aquellas lágrimas más saladas que la sal sintieron que sus corazones se ensombrecían como el cielo en una noche sin estrellas. Los súbditos que amaban las lágrimas de la reina decían: El hombre que despose a una joven tan sensible será el más afortunado de la tierra.

La rana que recorría el mundo de un extremo a otro se presentó ante la reina y le habló de lo que había más allá de su palacio. Así escuchara historias alegres o tristes, sus ojos siempre se humedecían. La rana también pensó que el hombre que desposara a una joven tan sensible sería el más afortunado de la tierra. Se ocupó de arreglar un encuentro con el monarca de un país vecino y le pidió a la reina:

—Su majestad no debe llorar ante el rey. Con derramar una sola lágrima, todo se echará a perder.

La reina se reunió con el rey vecino a orillas del río que dividía ambos países. Aunque se sintió atraída por él, no le escuchó decir una sola palabra. Ya entiendo, es que yo no le gusto, pensó. En ese instante, de sus ojos comenzaron a brotar las lágrimas que hasta entonces había logrado contener. Si pudiera dejar de llorar al menos un día…, se lamentó.

De camino a su palacio, la reina liberó a un ruiseñor atrapado en una trampa. El ave salió volando sin siquiera darle las gracias. Cuando la reina estaba a punto de llegar a su morada, apareció de nuevo el ruiseñor y dejó caer algo a sus pies. Era una vaina de guisantes. Cantando alegremente, el ave revoloteó por encima de la cabeza de la reina y se elevó hasta desaparecer.

Al acercarse el aniversario de la muerte de su padre, la reina lloraba sin consuelo. Se desbordaron de nuevo las aguas del río que delimitaba su país, poniendo en peligro a la montaña de sal. Ella deseaba contener su llanto, pero no lo conseguía. Lloraba de angustia por el destino de las tumbas de sus padres en la cima de la montaña. Y lloraba aún más por no poder controlar sus lágrimas. Si siguiera llorando un día más, la montaña se desmoronaría.

En la mañana del aniversario, la reina de las lágrimas recordó que tenía en su poder la vaina que el ruiseñor le había dejado. Encontró allí tres guisantes. Al tragar uno de ellos, increíblemente paró de llorar. Pero en su lugar sufrió un ataque de risa. No podía parar de reír, ni siquiera durante el funeral, cuando el consejero real recitó los méritos del difunto monarca. También se reía mientras todos rezaban por la felicidad eterna de su padre en el más allá. Los súbditos se indignaron. La reina fue expulsada del palacio y aun así siguió riendo como una loca. Sus labios dibujaban una débil sonrisa, pero su alma estaba en pena. Vagó por el país sin parar de reír. Se reía durante el ocaso carmesí y durante la noche oscura. Cuando la penumbra quedó atrás, ella se descubrió en la cima de la montaña de sal donde estaban sepultados sus padres. Las risas se detuvieron y las lágrimas regresaron. Se cumplía un día exacto de haber tragado el guisante.

La reina bajó de la montaña para conseguir agua. Por alguna razón, el río estaba cada vez más angosto. Antes se necesitaba un barco para cruzarlo, pero ahora se podía ver claramente hasta el semblante de quien estuviera del otro lado. A veces divisaba a un hombre en la orilla opuesta, que recogía agua en silencio y volvía hacia la montaña de sal de enfrente. A ella le parecía haberlo visto antes. El día en el que se dio cuenta de que era el rey del país vecino, tragó otro de los guisantes que le había dejado el ruiseñor y se dirigió a la orilla, recordando el pedido de la rana.

Se presentó ante el rey con una gran sonrisa. A diferencia de la vez anterior, vio que él cantaba sin parar. Ella escuchó su canto con atención, que más bien parecía un tenebroso conjuro. El rey repetía como un loro:

El monte está desnudo y el río se ha secado.

El cielo ha ennegrecido y la tierra de sangre se ha teñido.

De oscuridad es la montaña y de sangre el río.

Entre risas, la reina volvió corriendo a su montaña de sal, dejando atrás al rey vecino que continuaba con su siniestro canto.

Al día siguiente la reina empezó a llorar nuevamente. El espantoso canto del rey aún resonaba en sus oídos. Caían lágrimas de sus ojos como una cascada. Al secarse, las lágrimas vertidas se convirtieron en sal y la montaña comenzó a elevarse, llegando más allá de las nubes. La reina pensó que si seguía llorando alcanzaría el cielo, donde moraban sus padres. Pero sucedió algo extraño. En un momento, la montaña de sal comenzó a descender. Aunque ella seguía llorando, se achicaba más y más. Cuando volvió a estar debajo de las nubes, descubrió una gran polvareda al pie de la montaña. Una guerra había estallado entre los dos reinos para apoderarse del río que los separaba. El río invitaba a la sangre a llenar su cauce.

Entre lágrimas, la reina descendió por la montaña de sal. Sentía que todo era culpa suya. Cuando llegó al pie de la montaña, descubrió al rey del país vecino en el suelo con una flecha en el pecho. Estaba clavada en su corazón. La mano con la que él sostenía el astil tenía rastros de sal y había perdido las uñas. Y en la otra mano le había sucedido lo mismo. Al momento de arrancarle la flecha, la reina derramó lágrimas de sangre, que mojaron los labios del rey. Y a su vez, del corazón del rey brotó un chorro de sangre, que alcanzó la cara de la reina.

Quién sabe cuánto tiempo pasó. El rey comenzó a toser y luego abrió los ojos. Apoyó su cabeza sobre las rodillas de la reina y se quedó contemplándola por un buen rato. Cuando enjugó con su mano los ojos de la reina, sus lágrimas secas cayeron como estrellas fugaces.

—Ahora ya puedes llorar –le dijo el rey.

Ella le dedicó una gran sonrisa. El cauce seco del río se llenó nuevamente de agua y arrastró todo lo que estaba sin vida, junto con la sangre derramada. Rescataron a burros, cabras y gallinas que eran llevados por la corriente. Cuando la reina y el rey del país vecino se besaron, todo el mundo abandonó las armas y echó vivas. Mientras sus labios se encontraban, la reina dejó caer algo de su mano: era un guisante, el último que le había dejado el ruiseñor. El guisante se perdió entre las aguas.

Unos días después, con el beneplácito de los súbditos de ambas naciones, la reina desposó al rey del país vecino. Ofició la solemne ceremonia la rana que recorría el mundo de un extremo a otro. Y la pareja vivió por siempre feliz.

El rey del silencio

Había una vez un rey y una reina sin hijos, que gobernaban el país donde primero se pone el sol. Un día se presentó ante ellos la rana que recorría el mundo de un extremo a otro y les anunció que pronto tendrían descendencia. Al año siguiente, la reina dio a luz a un príncipe.

Los reyes celebraron un gran banquete. Para agasajar a unas brujas quisquillosas, pusieron sobre la mesa los platos de plata que tanto apreciaban. Doce platos de plata. Por ello la reina invitó sólo doce brujas. Cada una fue ofreciéndole su bendición al recién nacido, deseando que tuviera la sabiduría del zorro, la valentía del león y la generosidad de la tierra. Después de la bendición de la decimoprimera bruja, apareció protestando una decimotercera que no había sido invitada.

—Pasará su vida solo y en silencio.

Tras echar su maldición, la decimotercera bruja se esfumó como el viento. Todos se quedaron atónitos y boquiabiertos. A juzgar por sus caras, parecían haber recibido una bofetada. La decimosegunda bruja fue la que primero salió de su asombro y presagió:

—Si sus labios se mojan con la sangre vertida de los ojos de la mujer que ama, se liberará de la maldición.

Tal vez a causa de ello, el silencio del príncipe crecía día tras día y año tras año. Él permanecía en silencio cuando estaba feliz y cuando estaba triste. Las aguas del río que marcaba los confines de su país se desbordaron, arrastrando a burros, cabras y gallinas. De pronto se erigió una montaña de sal.

Un día, el rey se cayó de su caballo y tras convalecer durante un tiempo, finalmente falleció. El príncipe no pudo abrir la boca por tres meses y diez días. Para preservar el cuerpo del monarca, su esposa lo enterró en la cima de aquella montaña de sal. Ella enfermó de tristeza por la pérdida de su amado y al tiempo también murió. El príncipe permaneció de nuevo en silencio por tres meses y diez días, y enterró a su madre junto a su padre.

El príncipe, pese a haber ascendido al trono, mantuvo su pesado mutismo. Por ello fue llamado rey del silencio. Se quedaba callado cuando estaba feliz y también cuando estaba triste. Su silencio de alegría era más frío que el hielo y su silencio de tristeza, más caliente que un rayo de sol. Los que presenciaban su silencio más caliente que un rayo de sol sentían que su corazón se aclaraba como si se abrieran mil flores. Los que presenciaban su silencio más frío que el hielo se sentían tan seguros como un marino que confía en una sola estrella para orientarse. Gracias al silencio del rey, sus súbditos no estallaban de felicidad, pero tampoco se rendían ante la tristeza. Los súbditos que amaban el silencio del rey decían: La mujer que despose a un joven tan discreto será la más afortunada de la tierra.

La rana que recorría el mundo de un extremo a otro se presentó ante el rey y le habló de lo que había más allá de su palacio. Así escuchara historias alegres o tristes, el rey no demostraba ni alegría ni tristeza. La rana también pensó que la mujer que desposara a alguien tan discreto sería la más afortunada de la tierra. Se ocupó de arreglar un encuentro con la gobernante de un país vecino y le pidió al rey:

—Su majestad no debe guardar silencio ante la reina. Si no dice una sola palabra, todo se echará a perder.

El rey se reunió con la reina vecina a orillas del río que dividía ambos países. Aunque se sintió atraído por ella, vio que la reina no dejaba de llorar. Ya entiendo, es que yo no le gusto, pensó. Reprimiendo su tristeza, se lamentó por dentro: Si al menos un día pudiera expresarme con palabras… Decir que estoy alegre cuando siento alegría y que estoy triste cuando siento tristeza….

De camino a su palacio, el rey liberó a una alondra atrapada en una trampa. El ave salió volando sin siquiera darle las gracias. Cuando el rey estaba a punto de llegar a su morada, apareció de nuevo la alondra y dejó caer algo a sus pies. Era una vaina de guisantes. Cantando alegremente, el ave revoloteó por encima de la cabeza del rey y se elevó hasta desaparecer.

Al acercarse el aniversario de la muerte de su madre, el rey estaba cada vez más callado. Quería soltar la tristeza atascada en su garganta, pero no lo conseguía. Al pensar en sus padres sepultados en la montaña de sal, su boca se cerraba. Y al no poder hablar, se quedaba aún más callado.

En la mañana del aniversario, el rey recordó que tenía en su poder la vaina que la alondra le había dejado. Encontró allí tres guisantes. Al tragar uno de ellos, increíblemente pudo abrir la boca y se puso a cantar. Cantaba mientras el consejero real recitaba las virtudes de la difunta soberana en la ceremonia, y también mientras todos rezaban por su felicidad eterna en el más allá.

Mi padre me ha creado y mi madre me ha parido.

Mi padre me ha matado y mi madre me ha comido.

Los súbditos del reino se indignaron. El rey fue expulsado del palacio y aun así siguió cantando como un lunático. Su alma estaba presa de un frío silencio, pero sus labios cantaban a desgano. El rey vagó por el país sin parar de cantar. Cantaba ante el ocaso carmesí y durante la noche oscura. Cuando la penumbra quedó atrás, él se descubrió en la cima de la montaña de sal donde estaban sepultados sus padres. El canto se detuvo, pero el silencio regresó. Se cumplía un día exacto de haber tragado el guisante.

Al llegar la época de escasez, los súbditos hambrientos se comieron incluso a sus propios hijos. Los niños que aún vivían cantaban al unísono:

Mi padre me ha creado y mi madre me ha parido.

Mi padre me ha matado y mi madre me ha comido.

Un día, el rey bajó de la montaña para conseguir agua. Por la sequía, el río se angostaba cada día más. Antes se necesitaba un barco para cruzarlo, pero ahora se podía ver claramente hasta el semblante de quien estuviera del otro lado. A veces divisaba a una mujer en la orilla opuesta, que recogía agua llorando y volvía hacia la montaña de sal de enfrente. A él le parecía haberla visto antes. El día en el que se dio cuenta de que era la reina del país vecino, tragó otro de los guisantes que le había dejado la alondra y se dirigió a la orilla, recordando el pedido de la rana.

Cuando se reunió con la reina del país vecino, no pudo parar de hablar y de cantar. Y la reina no paraba de reír. Al mirarla detenidamente, le pareció que se estaba burlando de él. Abatido, regresó corriendo a su montaña de sal, dejando atrás las burlas de la reina del país vecino.

Al día siguiente el rey se encerró de nuevo en el silencio. La tristeza de toda una vida, que nunca había podido liberar, le oprimía el corazón. Sumido en la melancolía, el rey pudo ver que la montaña de sal del otro lado del río empezaba a elevarse. Cada vez más y más. En un momento la cima desapareció entre las nubes. El rey creyó que nunca más volvería a ver a la reina del país vecino. Conteniendo la tristeza que le estrujaba el corazón, bajó de su montaña de sal casi rodando. Cruzó el río y tan pronto llegó al pie de la otra montaña, empezó a rascar con locura la sal de la ladera. No se detuvo ni cuando se desgarró los tendones ni cuando perdió todas las uñas de las manos.

De repente oyó a lo lejos un gran tumulto. Una guerra había estallado entre los dos países para apoderarse del río que los separaba. El río invitaba a la sangre a llenar su cauce. Las flechas inundaban el cielo y los cadáveres, la tierra. El rey tragó su llanto seco y siguió rascando la sal de la ladera. Sentía que todo era culpa suya. Justo cuando vio a la reina del país vecino bajar la montaña, sintió una ardiente punzada en el corazón. Se desplomó en el suelo, sujetando una flecha clavada en su pecho. Un silencio más frío que el hielo invadió su cuerpo. Las palabras de todas las alegrías y tristezas que nunca había podido expresar se congelaron en ese silencio que lo atormentaba.

Quién sabe cuánto tiempo pasó. Al sentir algo increíblemente caliente mojando sus labios, el rey abrió los ojos. Apoyó su cabeza sobre las rodillas de la reina y se quedó contemplándola por un buen rato. La mirada de la reina se sentía lejana, como en un sueño. Cuando él le acarició por debajo de los ojos, las lágrimas secas de la reina brillaron como estrellas fugaces.

—Ya no hay nada que temer –le dijo el rey.

Ella le dedicó una gran sonrisa. El cauce seco del río se llenó nuevamente de agua y arrastró todo lo que estaba sin vida, junto con la sangre derramada. Rescataron a burros, cabras y gallinas que eran llevados por la corriente. Cuando el rey y la reina del país vecino se besaron, todo el mundo abandonó las armas y echó vivas. Mientras sus labios se encontraban, el rey dejó caer algo de su bolsillo: era un guisante, el último que le había dejado la alondra. El guisante se perdió entre las aguas.

Unos días después, con el beneplácito de los súbditos de ambas naciones, el rey desposó a la reina del país vecino. Ofició la solemne ceremonia la rana que recorría el mundo de un extremo a otro. Y la pareja vivió por siempre feliz.

LA ROSA QUE florece DE NOCHE

Jangmi estaba en su primer año en la universidad cuando lo conoció. Su primera impresión de él fue tan borrosa como el empapelado descolorido, el denso humo de cigarrillo y la música pasada de moda del restaurante chino frente a la universidad. En ese lugar, cuyo nombre no recordaba, lo vio por primera vez. Era la reunión de bienvenida para los nuevos miembros del club de canto, y Jangmi era una de ellos. Sólo porque los nuevos eran siete, fueron apodados Los siete enanitos.

Al llegar su turno de cantar, Jangmi se puso de pie. Tenía tanta seguridad en su capacidad que se había apuntado al club de canto el primer día de clases. Eligió una canción de ABBA. Cuando comenzó a interpretarla, los miembros más antiguos del grupo no se preocuparon por disimular su desagrado. Oye, este grupo es de Estados Unidos, ¿no? Que no, que es de Suecia. Envueltos en humo de cigarrillo, refunfuñaban como ancianos mojados bajo la lluvia. Todos los nuevos miembros que habían cantado antes que ella eligieron canciones de protesta aprendidas en el club. Pero Jangmi, después de mucho meditarlo, se inclinó por esa canción que tan bien interpretaba y la razón fue simple: el estudiante de odontología Seo Jeongu. Era alto, atractivo y de cabello rizado. Y lo más importante: tenía los dedos blancos y largos. Al saber que actuaría frente a él, quiso mostrarle su talento y una imagen diferente de sí misma. Jangmi había cantado esa canción cientos de veces, pero a sabiendas de que él la estaba mirando, sentía que le temblaba la voz. También se le habían resecado los ojos. Al entrar en la universidad, por primera vez en su vida se había puesto lentes de contacto y aún no estaba acostumbrada a ellos. El público no parecía complacido con la interpretación. Los miembros más antiguos del club tenían una expresión vacía en el rostro. Cuando Jangmi terminó, sólo unos pocos aplaudieron; entre ellos, el estudiante de odontología. Eso era suficiente para ella. Corrió al baño para calmar el acelerado latido de su corazón. Sacó del bolsillo el colirio y al echarse unas cuantas gotas en los ojos, se sintió mejor. Tuvo que esperar un buen rato hasta que estuviera disponible el inodoro. Luego se lavó las manos con prisa, porque el siguiente turno era el del estudiante de odontología.

Cuando regresó a la sala, Jeongu ya estaba tomando asiento de nuevo en su lugar. Los miembros del club lo aplaudían y golpeaban la mesa. Ella quiso saber qué había hecho aquel estudiante de dedos blancos y largos para cautivar a todos de esa manera. Pero no le preguntó a nadie. Estaba de mal humor por culpa de la estudiante que

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