Érase una vez el rey de los tigres y el rey de los dragones que se encontraban cada mañana junto a un manantial. Allí se pasaban un buen rato charlando mientras saciaban su sed. Siempre hablaban de lo fuertes que eran, de su ferocidad, de su musculatura, de sus garras y sus mortíferas fauces…
–Blablablá, blablablá, blablablá –intervino