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Araknea
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Libro electrónico297 páginas3 horas

Araknea

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Cuando la Reliclavada de Fuego de Adrion fue robado, para los Señores Skorpios no hubo dudas, que Frieladiss, la Fortaleza de la Centinela del Norte, estába en el origen de este sacrilegio.

Isis y Mentor, viajeros y mercenarios, fueron llevados por casualidad en una búsqueda que los lleva a lo indecible.

¿Tendrá Isis el valor y la voluntad suficientes para salvar su vida, la de sus amigos y, tal vez, para preservar la humanidad de los Fagos que devoran a su mundo?

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento18 ene 2020
ISBN9781071528327
Araknea

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    Araknea - Jean Kaczmarek

    Chapter_heading_01Chapter_heading_01

    El guantelete de los jinetes de pie rozaba en los hombros de sus titanes. En la penumbra, confundido por el brillo de las velas de carmín, el Skorpios paró su camino frente al grabado de una gran cúpula, sobre la cual volaba un ave rapiña con sus garras abiertas a lo grande. Hizo un discreto signo de devoción para agradecer a los vencedores de la Guerra Escarlata y luego se alejó.

    Detrás de él, la piedra gravada se alumbro con una bella luz verde como las que hacen bailar, durante las noches de verano las luciérnagas. Las alas del ave se agitaron de escalofrío y rápidamente tomaron una forma humanoide. Se extirpaba del mineral derretido. Envuelta en sus élitros, afiladas como una espada, ahora estaba de pie en la pared. Ella levantó una cabeza sin rostro hacia los picos de una enorme porra armada que quería destrozarla. Esquivó casi con lentor, pero fue como un rayo el ataque de su ala que abofeteó y cortó el vientre del jinete. El cual rodó contra el poste, sus entrañas dispersadas. Ya, los dos últimos Guardianes habían llegado. Las membranas se abrieron en tenaza para arrancar los dos brazos del primero, como una hoz para abrir hasta las cervicales la garganta del segundo. La criatura colocó sus garras sobre el suelo inundado por la sangre y silbó de placer al acercarse al altar.

    Ella se quedó mirando un instante su botín. Hipnotizada. Las largas garras desgarraron las pesadas paredes de plomo del tabernáculo y la bestia disfrutaba la onda de las radiaciones que la quemaban. Sombreada por ese fuego invisible que hacia vibrar cada una de sus células, ella envolvía con todo el respecto que se debía, la joya de Adrion. La Araknea giró repentinamente la cabeza y soltó un grito estridente. Una mano en sus vísceras, el otro en el mango de su escorpión, el Señor, en un aullido de rabia, estaba encima de ella para golpearla. Las puntas de su porra armada dudaron, frenadas por una barrera invisible. El Skorpios soltó sus entrañas para  agarrar con sus dos manos pegajosas el asta y para hacer fuerza con toda su voluntad. Por fin ganó el campo de fuerza invisible y la espalda fosforescente se desgarró en una luz cegadora.

    Chapter_heading_01

    En un grito, Adronor despertó, con una palma en el ojo, en su córnea arrancada. Sentía su corazón latir a toda fuerza. El temor que su globo ocular disperse su cristalino y su humor acuoso le aterrorizó.

    ¡Por todas la Viudas, otra pesadilla!

    Con una mano marchita por la magia, apartó la sabana de seda purpurina, y con la otra tocó sus largos cabellos blancos para peinar las mechas pegadas por el sudor. Un poco despavorido, se levantó con dificultad y salió en la gran terraza de mármol. Estaba con sus pies descalzos en la piedra pulida, respaldado en una cariátide, se alocaba con el perfume de las flores nocturnas que, abajo, cubrían sus jardines suspendidos. El contemplaba la luna que colgada en el medio del cielo constelado y los reflejos plateados de las olas oscuras de la baya. Los ecos de las oraciones que llevaba la brisa del océano subían hasta la ciudadela y le hacía olvidar su pesadilla. Se acercó a la baranda preciosamente trabajada y sus manos hicieron crujir el jaspe. Las luces de los innumerables fogones prendidos por sus seguidores titilaban aun a esas horas de la noche. Protegido por esas murallas altas, el rey de Adrion saboreaba la ardiente fe de todos los sujetos. Entonces fue desde allí que recorría una fuente de agua viva en pleno desierto.

    Una vez más, las Grandes Fiestas de Solsticio se terminan.

    Una sombra pasó disparada como una flecha para atrapar una gran mariposa nocturna. El monarca volvía a su habitación cuando la grande puerta de sus aposentos, clavada con pequeñas arañas doradas, se abrió con fuerza.

    ¡Debe ser importante!

    Un caballero, con sus ojos atormentados, un rostro cubierto por una barba canosa, la armadura marcada de un escorpión rojo en el pecho, se adelantó y puso una rodilla al piso. Las largas protecciones metálicas colgadas sobre sus hombros, que cubrían mal la capa de brocado, chillaron en el suelo y araron profundas ranuras en el pavimento. El saludo de su puño golpeó las losas que se rompieron en mil pedazos.

    — ¡Archeón!

    ¡Debe ser muy grave!

    Con él, un Adreano, muy atlético, con el rostro cubierto de un yelmo rojo y con una armadura completa se había quedado atrás, a la puerta, sin atreverse a entrar.

    — ¿Qué pasa, Adrán? Preguntó la alteza agarrando sus guantes de seda de amaranto que posaban en una mesa de marquetería.

    — ¡El Santuario! Mis escorpiones están en la batalla.

    Los resabios putrefactos de su pesadilla regresaron de repente. Las sucias uñas desolladas se plantaron en su cerebro cansado y aplastaron su materia blanca como un limón exprimido.

    ¡Por Araknea! Sopló el rey, tirando a sus hombros una larga carpa cardinal. Se precipitó para cruzar sin mirar la sala de Consejo, donde las paredes estaban cubiertas de tejidos preciosos. Los tres hombres tomaron la escalera estrecha que se hundía en lo más profundo de las catacumbas secretas del Palacio-Ciudadela. El sonido de sus talones, en los escalones usados, pronto fue cubierto por un ruido sordo y repetido, fuerte como los latidos del corazón de un gigante. Otra vez más, aparecía un largo y enorme pasillo excavadas de nichos mortuorios. Por todas partes, y a la luz de las antorchas, las momias desecadas de los príncipes de la ciudad reposaban en las enormes urnas funerarias. Llegaron por fin a una amplia sala con las paredes incrustadas de micas y decoradas de signos cabalísticos rojos. Allí, bajo la mirada negra y vacía de las grandes estatuas filiformes, y sus enormes puños de hierro, un enorme mecanóide abría las inmensas puertas del portal. A la llegada de sus Señores, el capitán hizo retroceder el pesado esqueleto blindado de metal rojo. Sus brazos y sus piernas ordenaron a los comandos de arrodillarse. Alrededor de ella, varios soldados verificaron los rodajes, enfriaron las largas fibras musculares. El piloto bajó y se acercó sin atreverse a levantar los ojos hacia el monarca. 

    — Alteza, la puertas  están bloqueadas y los Señores de Armas no responden. La catedral no se abre.

    — Esta reliquia de una edad tan antigua no podrá pasar una puerta que yo haya sellado. ¡Nadie puede entrar... sin hacerse conocer! Interrumpió Adronor.

    Desde ya, estaba acercando su palma con un guante de cordero, y murmuró oraciones de iniciados. Estas palabras, las mismas desde hace mil años, iluminaron las nervuras incrustadas. Una sangre de fuego corrió desde las arterias de bronce hasta las vénulas y un labirinto rojizo brilló. Las bisagras se movieron y las dos enormes puertas chirriaron al abrirse. Adronor se metió sin dudar a la guarida oscura de donde salía una ola de calor mezclado por un olor atroz de carne quemada. Venas de fuego le precedían, corriendo por el suelo y subiendo por las columnas. Las paredes, las estatuas se cubrieron arabescos de magma. La cripta se alumbraba para acoger a su rey.

    — ¡Tu, Alkyor, te quedas acá! ¡Y nadie debe salir de este lugar! Ordenó Ardrán.

    Y se metió detrás de su alteza en ese horno gigante.

    Chapter_heading_01

    La cripta sagrada era tan alta que parecía haber sido construida con la ayuda de titanes y había sufrido la violencia de un fuego increíble. Al avanzar para llegar hasta Adronor, Ardrán vio un escudo torcido y una sombra acurrucada. De lo que había sido un hombre protegido por una potente y hermosa armadura, solo quedaban hollín pegajoso de  los huesos blanqueados  de las extremidades atrofiadas. Allá, había otro guardia, con restos quemados y cubierto con una capa de granate, tumbado cara hacía el suelo y su arma en la mano derecha. Pero ese cuerpo vigoroso solo era una masa uniforme de músculos alrededor del esqueleto triturado. Un gemido sonó en la penumbra y Ardrán encontró al último guardián, tirado contra una columna del peristilo, la piel carbonizada y los intestinos flambeados.

    ¿Vivo?

    El escudo decorado con bocas de leopardo de oro fuerte, lacerado con marcas de garras, Ardrán reconoció al Barón de Adrilán. No lo tocó por miedo a que una costilla quebrada le rompa un pulmón o le perfore el corazón.

    — ¿Quién es el responsable de esta masacre?

    El señor no respondió. Ardrán se inclinó hacia él para murmurarle algunas palabras de consuelo. Después avanzó hacia el interior del santuario para alcanzar a su rey quien, a pesar del pavimento resbaloso, se había precipitado hasta el altar. Al medio de pesadas cortinas que terminaban de quemarse, y de brasas convertidas a cenizas, Ardránor estaba de pie, petrificado, descalzo al medio de un amplio circulo de lava rojiza y tibia.

    — ¡La Reliclavada! ¡La Reliclavada desapareció! Suspiró él.

    La alteza de Adrion entendió cuanto su reinado era frágil y vaciló poniendo su mano en una columna aún caliente.

    — La potencia de mil soles. La fuente de energía de Adrion desvanecida. ¿Entiendes, Ardrán?

    Su rostro pálido, bordeado por su largo cabello canoso le hacía parecer a un espectro. Repentinamente, la luz de la catedral bajó de intensidad, como si el magma se había enfriado.

    — ¡Por Araknea! Ya empezó. Sin ella no somos nada, estamos perdidos. Adrion no puede quedarse sin corazón. ¡Por todas las Viudas! ¿Cuánto tiempo podemos vivir, sobrevivir sin su fuego? ¡Hay que recuperar la Reliclavada, Ardrán!

    El primero de los Skorpios se acercó desde los reflejos de piedra fundida que aun significaba la presencia de un pentagrama de una potencia mágica más allá de su entendimiento. Se agachó para poner los dedos en los profundos surcos trazados en el granito policromado para encontrar una explicación. En vano. No había rastros de sus agresores.

    — ¿Una Arantela tejida aquí? ¿En el mismo interior de nuestro Santuario? ¿Qué mago pudo abrir nuestro mundo? ¿Matar a mis mejores caballeros y desaparecer? Se preguntaba Ardrán que pensaba en voz alta.

    A las preguntas del Archeón solo respondían las miradas vacías y negreadas de dos Señores Skorpios.

    — ¿Quién es bastante loco para atacar a Adrion? gritó el monarca. ¿Quién robó mi Reliclavada?

    De repente, el cuerpo de Adronor se tensó, estático. De pie frente a la gran muralla de hielo abrupta, el rey levantó sus ojos exorbitados hacia esa montaña azulina con la superficie lisa como un espejo. En silencio, una bola se infló para explotar por el cielo negro, desplegando las nubes volutas de una enorme seta. El inmenso glaciar se rompió y proyectó la onda de choque de un soplo cargado por una multitud de fragmentos rojizos. Los cristales de la Reliclavada, como rubíes afilados sacaron sus miembros y lapidaron sus músculos hasta incrustarse en sus huesos.

    — ¡Mi rey! ¿Qué ocurre?

    Ardrán no reconoció a su monarca. Estaba pálido, con la piel marchita como si fuera una vieja esponja seca.

    — ¡La Reliclavada! La vi.

    Adronor giró la cabeza hacia su caballero y lo miró fijamente con ojos vacíos, listos para matar. El Skorpios percibió de instinto la amenaza y sus dedos se deslizaron hacía su espada.

    — ¡Los territorios del Norte! ¡La Reliclavada está en el reino de Frieladiss! Susurró Adronor, como una evidencia. He visto sus bosques malditos, desde la frontera hasta los confines del mundo derrumbarse.

    ¡Adrion y Frieladiss, es el fuego contra el hielo!

    — Necesitaría varios meses, solo para llegar donde Frieladiss.

    Las pupilas del rey hervían por el odio, al rojo vivo como polvos de carbón, incrustados en sus ojos, listos para desatar el poder del Reino de Adrion.

    — Las Fiestas de Solsticio se terminaron, pero juro levantar al Ejército. ¡No perdonaré a nadie, Ardrán! Reduciré todo a cenizas si fuese necesario. Pero hay que encontrar nuestra Reliclavada de fuego. ¡Antes que se derrumbe el mundo! – Y agregó – ¡Sobre todo, no vuelvas sin ella, ni sin las cabezas de estos malditos que profanaron nuestro Santuario!

    Chapter_heading_01Chapter_heading_01

    La jovencita corría tan rápido como le permitía la penumbra y la pendiente la cual estaba cubierta de líquenes. Ella tropezó, agarró la rama delgada de un arbolito, jaló con ese brazo descarnado y terminó arrodillada. En la cima de la colina, se enderezó, molestada por las borrascas de un fuerte viento que hacía sonar su abrigo de piel. Bajó su capucha, apartó una mecha rubia y miró a su alrededor, preocupada por no ver el espectáculo que esperaba. Los primeros rayos de una aurora tímida iluminaban el perfil en forma de mandíbula afilada de la montaña y prendieron repentinamente múltiples de reflejos brillantes. Una sonrisa alumbró su rostro. 

    — ¡Mentor! ¡Ya estamos! ¡Veo a Frieladiss! dijo ella, señalando con el dedo los colmillos de piedra.

    — ¿Estas segura que no te está engañando una Fata Morgana?

    — ¡No, Mentor! Le aseguro, ya llegamos.

    — ¡Hum, ya llegamos...es fácil de decir! ¡Ahora baja!

    En colina cuesta abajo, sentado sobre el asiento de un mechanóide usado, y las dos piernas puestas en las de la máquina, su compañero perdía paciencia.

    — ¡Pero venga a ver, es tan bonito como de dónde vengo! Bueno, casi.

    — ¡No tengo ganas de bajar de ese montón de huesos y chatarra! ¡Oye, me escuchas Isis!

    — ¡Difícil que no!

    Su tutor hizo un gesto molesto que movió las mangas de la capa de su abrigo de zorro color plateado.

    — Bueno, entonces escúchame y vuelve.

    Pero Isis quería disfrutar de este momento tan esperado. De aquella ciudad que le hizo soportar el aburrimiento de aquel paisaje austero de tundra desolada el cual finalmente ya estaba cerca. En estos páramos plantados de taiga oscura, donde abundaban los animales salvajes, ella sabía que las luces a lo lejos eran como un faro, símbolo de la llegada a buen puerto para todos los viajeros imprudentes o los aventureros perdidos.

    ¿Quizás Mentor y yo somos un poco de los dos?

    Al norte, ocultos en el horizonte como una tarántula en su madriguera, algunos rayos aparecieron en un rincón del cielo oscuro. Se encendieron de algunos reflejos carmín extraños, aquellas nubes de tormenta pesadas amontonadas detrás de las cimas de la larga cresta de montaña.

    — La frontera, dijo ella a voz baja como para persuadirse. ¡Mentor! Gritó. Veo hasta  los confines de nuestro mundo.

    — ¡Isis, cabezota! ¿Cuándo vas a obedecer...?

    Mentor soltó una tos espesa y giró la cabeza para escupir.

    ¡El maestro se está impacientando!

    La jovencita empezó a bajar la pendiente corriendo. Puso su pie sobre una raíz y salió volando como si flotara, lo cual la hizo llegar rodando hasta el pie de la colina. Se levantó y sacó la tierra que había en sus brazos demasiados delgados y sus finas piernas largas. Verificó la faja de su armadura liviana, oscura, pero resaltada por unos discretos grabados realizados con aguafuerte. Alrededor de su gorguera la cual había sido cincelada por las alas de una gran ave rapiña, sus últimas plumas en forma de abanico le hacían una especie de collar. Ordenó un poco, de una manera falsamente coqueta su larga caballera.

    — ¡Ya está!

    El caballero le miró con ternura.

    — ¡Vamos! ¡Vístete bien!

    Le lanzó el tahalí de una espada con unos bordes de diamante de finura extrema. Isis lo agarró en el aire por la vaina, apretó el cinturón de cuero en sus caderas y metió su mano dentro del guante sobre la empuñadura. Sus dedos jugaban con el metal forjado en forma de felino.

    — Mentor, es magnífico, se exclamó ella. ¡Frieladiss! Frieladiss. ¡Frieladiss! Frieladiss la aa guante banico le hacian como un collaraguafuerteinaCentinela brilla con mil destellos, dijo la joven mujer.

    — Sí. Al final tuvimos un poco de suerte. Lo fortaleza no es tan visible a la entrada del invierno. Frieladiss invita a cada uno a participar en la ceremonia de la Primera Nieve... Y límpiate un poco la cara.

    — No me parece mala la idea de festejar un poco. Hace semanas que avanzamos bajo el cielo gris y la humedad, bajo este manto de nubes  plomizas.

    Isis pasó su guante por sus mejillas pálidas y levantó sus ojos verdes claros.

    — ¿Y ahora?

    — Toda una mujer de mundo, se burló gentilmente Mentor. ¡Vamos! ¡En camino!

    Con la facilidad con la que repitió estos gestos miles de veces, ella se agarró a la tibia, puso su pie en la rótula mecánica y se quedó un instante en equilibrio en el fémur del esqueleto mecánico.

    — ¡Y hablando de eso, Orus no es un montón de hueso y chatarra! Sin él, todavía estaría usando sus pies hasta las rodillas por las piedras de estos caminos.

    — ¡Si claro! Sus articulaciones están como las mías. Cansadas y listas para quebrarse. ¡Sería bueno que encontremos como pagar para renovarlo!

    — ¡Por seguro! Ese viaje ya me costó los dos cabujones esmeraldas de mi yaguar, dijo apuntando a los dos ojos enucleados del felino de su espada.

    — Oye, Isis, no vas a tocar ese tema de nuevo. Los dados de ese ladrón estaban truqueados. Debí habérselo hecho comer.

    — Ya, sacaremos las cuentas más tarde. ¡Por ahora sigamos...a pie! Dijo ella.

    — ¡Qué!

    Isis buscaba a su alrededor.

    — Podemos dejar hibernar a Orus en este hueco, allá, por las laderas de ese cerrillo.

    — ¡Isis! ¿Oye, estás bromeando?

    Miró hacia Mentor, con su rostro diáfano.

    — ¿Eso parece?

    — P... pequeña plaga, murmuró.

    — ¿Disculpe?

    — ¡Nada! se quejó.

    Mentor obedeció, se acercó en pocos pasos y agachó las grandes patas biomecánicas.

    — ¡Vamos a recoger esas ramas!

    Isis se acercó a la orilla del bosque y su oscuridad húmeda. Sus pasos entraron en las sombras e hicieron crujir las espinas de pino. La orilla entera tembló como una enorme tela de araña. Isis dio un paso adelante como cuando uno entra en un charco de agua oscura y estancada, empujando ondas circulares en lo más profundo del bosque. Llegó frente a un enorme abeto cubierto de laceraciones. Ella puso su mano sobre la corteza del tronco martirizado, que exudaba una resina pegajosa como sangre casi coagulada. Un ruido detrás de ella la hizo estremecerse por la espalda.

    — ¿Que estás haciendo?

    Se sintió aliviada sin saber por qué, de escuchar la voz de su mentor que disipó la oscuridad a su alrededor.

    — ¿Usted ha

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