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Las profecías de Alcania Las armas legendarias
Las profecías de Alcania Las armas legendarias
Las profecías de Alcania Las armas legendarias
Libro electrónico510 páginas9 horas

Las profecías de Alcania Las armas legendarias

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Información de este libro electrónico

Después de varios años de paz, la oscuridad regresa para arrasar con los cinco reinos y solo los cuatro cristales de la esperanza, profetizados en Alcania, podrán salvar Aucaseem de su destrucción. El gen de la maldad ha pasado de generación en generación, una fuerza poderosa ha despertado y está moviendo los hilos para llevar a cabo su plan. Cuatr
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 sept 2020
ISBN9789585107717
Las profecías de Alcania Las armas legendarias
Autor

M. F. Medrano

M.F Medrano es periodista, editora y escritora. Dedicada desde hace veinte años a la literatura, siempre ha sido una apasionada por los libros y por las historias, lo que la llevó a fundar con su esposo en el 2014 Calixta Editores, una de las editoriales independientes de mayor crecimiento en Colombia. En el 2016 publicó «El juego del alfil», novela escrita a dos manos con el guionista Andrés Cuevas. Desde el año 2010 trabaja en la saga de literatura fantástica «Las profecías de Alcania» la visión de un mundo épico donde los personajes tienen profundas dimensiones. Medrano ha trabajado en numerosos manuscritos y a acompañado a decenas de escritores en el camino a la publicación de sus obras. Es una desquiciada por las letras y una apasionada de corazón.

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    Las profecías de Alcania Las armas legendarias - M. F. Medrano

    ©2020 María Fernanda Medrano y Jorge Alberto Estrada Rodríguez

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Primera Edición Punto de Giro Editores, Bogotá, 2010

    Segunda Edición Calixta Editores, Bogotá, 2016

    Tercera Edición Calixta Editores, Bogotá, 2020

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Teléfono: (571) 3476648

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN: 978-958-5107-70-0

    Editor en jefe: Alvaro Vanegas

    Editor: Ana María Rodríguez Sánchez

    Corrección de estilo: Ana María Rodríguez Sánchez

    Corrección de planchas: Laura Tatiana Jiménez Rodríguez

    Maqueta de cubierta: Julián Tusso @tuxonimo_art

    Diagramación: Juan Daniel Ramírez @rice_thief_

    Ilustraciones de mapas: David Avendaño @davidrolea

    Tercera edición: Colombia 2020

    Impreso en Colombia – Printed in Colombia

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    A David, porque nadie como tú me ha impulsado a perseguir un sueño, este libro, esta edición tiene tu mano, tu sabiduría y tu alma. No podría haberlo logrado sin ti. Gracias.

    M.F Medrano

    A todos ustedes, fieles creyentes en la magia.

    J.A Estrada

    El Despertar de la Sombra

    La oscuridad se escurría como el agua por los pasillos del palacio de Etnamaid, y perseguía a un hombre que, desesperado, buscaba de habitación en habitación a su esposa. Era Aldort, rey de los hechiceros superiores. Él había dado la orden de evacuar el castillo y era el único que aún permanecía allí, pero no podía irse sin encontrar a Asgrat.

    Un frío gélido le helaba los huesos, pero Aldort no sabía qué lo producía, así como tampoco comprendía el porqué de la implacable oscuridad. Después de escudriñar el corredor, sintió que había llegado a la fuente de todo. Jamás esperó encontrar lo que vio al abrir la última puerta, el frío le penetró el alma.

    La habitación estaba iluminada por una tenue luz proveniente de una vela. En medio de aquel lugar estaba la reina, imponente, y frente a ella, una sombra de la que brotaba la oscuridad. Lo que sorprendió al rey fue la calma con la que conversaban, aunque, ante la abrupta interrupción, las palabras cesaron:

    —¿Qué está pasando aquí? —gritó furibundo el rey—. ¿Asgrat, acaso estás loca?

    La reina intentó contestar, pero Algort hizo un rápido movimiento con su mano y la lanzó contra una pared, de la cual emergieron unas largas cuerdas rojas que la inmovilizaron.

    —Espera, déjame explicarte. No…

    La mano del soberano se movió otra vez y los labios de la reina se cerraron.

    —¿Cómo te atreves a atacarla? Por ahora, a petición de Asgrat, respetaré tu vida —exclamó la silueta que estaba encerrada en un majestuoso espejo. No tenía una forma definida, aunque podía distinguirse una sonrisa siniestra—, pero esto no termina acá.

    La espalda del rey se erizó al ver la macabra expresión, no podía permitir que entrara en su palacio o, peor aún, que fuera liberado.

    —¡No entrarás aquí! Este es mi reino y lo he de proteger a toda costa. ¡Regresa al lugar de donde viniste!

    Aldort levantó su dedo índice y desplegó una fuerte luz que se convirtió en una esfera, rompiendo durante un breve instante la oscuridad; pero en el instante en que la luz tocó el espejo, la oscuridad creció. La esfera permaneció flotando inmóvil frente a la sombra y, en ese momento, lo que el rey más temía sucedió: del espejo emergió una de las extremidades de aquel ser. Después de atrapar la esfera en lo que sería la palma de su mano, produjo una ventisca que llenó la habitación y los corredores del castillo con unas inclementes corrientes de aire. Algort, que apenas si podía mantenerse de pie, vio cómo su esposa dejaba caer varias lágrimas que se enredaban entre el viento.

    —No puedes detenerme, lo que ves es tan solo un vestigio de lo que soy en realidad, tengo el poder suficiente para destruirte… a ti y a tu magnífico reino.

    Aldort intuía que ese sería su final, y la única estrategia que venía a su mente era contener a la sombra para que no escapara del espejo mientras él lograba recurrir al Duende de Cristal.

    —¿Crees que el Duende podrá ayudarte? Entiende que no saldrás con vida de esta habitación y que él jamás se enterará de lo que aquí ha sucedido.

    —¡Te equivocas! —gritó el rey—. Él lo sabe todo, lo ve todo. Lo más seguro es que ya esté en camino.

    —¡No! Mi oscuridad nubla los ojos del Duende de Cristal. Él no logra ni siquiera sentir que yo estoy en los cinco reinos. Si lo supiera ya estaría acá.

    Alrededor del espejo se formó un remolino del cual salió una criatura que con gran agilidad saltó hacia Aldort; dos colmillos se clavaron en el brazo del monarca. Un terrible alarido retumbó en la habitación, el rey estaba frente a la sombra que ya había adquirido su forma original y que una vez más reía con malicia.

    —Con eso es suficiente. En cuestión de segundos llegará tu muerte.

    La horrible criatura reía con ironía mientras veía agonizar a Aldort.

    —Soy descendiente directo de Entia, la luz de la verdad, y tu oscuridad no podrá vencerme sin que te cause antes el dolor que mereces.

    Con el brazo cubierto en sangre, el rey sacó de la funda que colgaba de su cinturón una magnífica espada de plata que se cubrió de rojo. Levantó el objeto apuntando al pecho de la sombra, pero de esta empezó a emanar tal penumbra que las paredes se resquebrajaron. Aldort no tuvo más opción que crear una burbuja de luz para resguardarse y esperar a que lo ayudara a contener la oscuridad que amenazaba con exterminar su reino.

    Que esta espada, cubierta por mi sangre, sea el instrumento de tu derrota. Que la maldad que por tus venas corre, se reduzca a nada. Que tu ser y tu nombre permanezcan en el olvido y que jamás de allí retornen, ese será tu castigo: permanecer en la oscuridad que tú mismo forjaste desde el principio de los tiempos.

    El rey alzó la espada, pero antes de poder atacar, la sombra estaba sobre él, atravesándole el pecho con una hoja oscura. Aldort suspiró, abrió la mano y se desplomó en el suelo. Con su último aliento se deshicieron los hechizos que había conjurado sobre la reina.

    Asgrat, que hasta el momento había permanecido inmóvil, envolvió su cuerpo en unas llamas azules que inundaron el lugar. La sombra retrocedió ante el poder de su magia, mientras que la mujer, llorando, corría hacia el cuerpo de su esposo.

    Ya que tu promesa has roto, de mí favores no podrás conseguir. Me has arrebatado lo que más quería y a ti te arrebataré la libertad que esperabas obtener. Que la oscuridad te devore. Retorna al sufrimiento y, si de ti necesito, te llamaré. Bajo mi eterno control estarás y mi desprecio siempre sentirás.

    Al terminar el encantamiento, el espejo que antes había contenido a la sombra, la devoró sin compasión a pesar de la resistencia que opuso. Luego se quebró, reflejando a la reina que sostenía al rey en sus brazos.

    A kilómetros de allí, en Alcania, una cintilla, atada a una pequeña moneda de cristal, se desgarró.

    Se había roto el primer sello mágico que contenía a la feroz bestia.

    El cielo rojizo estaba despejado. Tras las montañas se perdía el sol, el atardecer anunciaba el fin de la admirable vida del rey Aldort. Su funeral, como el de sus antecesores, tendría la magnitud y elegancia apropiada.

    El cuerpo fue puesto con todo el cuidado en un ataúd de plata y oro. A su lado, de pie, estaba Asgrat. Era una mujer imponente, de estatura media, delgada. Tenía unos hermosos ojos verdes. Al mirarlos con detenimiento parecían tener la forma de un girasol en el iris, algo muy inusual sin duda. A pesar de su belleza, aquellos ojos eran tan fríos como una siniestra tormenta de invierno. A su lado, con la mirada fija y perdida, se encontraba su hijo, Algort, un joven de cabello negro y ojos azules. Al lado opuesto del ataúd, callada y nostálgica, permanecía Priana, una joven de hermosura sin igual, con los ojos anegados en lágrimas. Era hija de Aldort y de la suprema sacerdotisa y, por ende, la futura reina de los hechiceros superiores.

    Grahan –rey del reino de Rauh– se acercó al cajón y por unos segundos guardó silencio, mientras contemplaba el cuerpo de su viejo amigo que parecía dormir. Sus ojos se humedecieron, pero ese no era el momento. Llevó sus manos a la funda que colgaba de su cinto, tomó su espada y la puso sobre el pecho del monarca, entre sus manos cruzadas. Era un objeto alucinante, la plata en la que estaba forjado tenía un brillo exquisito. Su mango, grueso y a la vez delicado, dejaba ver en su centro un roble finamente tallado –símbolo de la casa de los hechiceros superiores– y en su punta un zafiro azul como los ojos de su legítimo dueño, quien la había portado desde el momento de su coronación. Era una espada admirable.

    Grahan cerró la tapa brillante sobre la que sobresalía el símbolo de los hechiceros. Los soberanos de los cinco reinos se acercaron: Sheldor, Corazón de dragón; Sildor, El rey de hierro; Ameret, El de las alas de oro; Grahan, el Celestial; y Algort, hijo del difunto rey. Juntos levantaron el pesado féretro y caminaron, seguidos por las dos mujeres, mientras todos los asistentes permanecían en silencio. Al cruzar las puertas del palacio, la multitud entonó cánticos vanagloriando la grandeza del rey. El ataúd fue puesto en una carroza de madera guiada por caballos blancos, preparada para llevarlo a la Fortaleza del Roble, lugar donde descansarían sus restos por siempre.

    Asgrat y Priana subieron en dos carruajes distintos y siguieron el paso de la carroza fúnebre, mientras que los caballos relinchaban con ritmo como si también ellos rindieran homenaje. El ambiente era pesado y caluroso; la primavera y el aroma de las flores invadía el aire. A pesar de esto, un frío aterrador golpeaba el cuerpo y embotaba el olfato de quienes acompañaban el entierro.

    El trayecto fue prolongado. Cuando el sol ya caía sobre las montañas, la caravana ingresó a la Fortaleza del Roble: un magnífico levantamiento rodeado por murallas de marfil, material en el que también estaba construido el edificio que se erguía detrás. Estaba decorado con apliques tallados en plata en las ventanas y, aunque su arquitectura no tenía nada de singular, pues era un rectángulo, la imponencia del edificio era clara. A su izquierda se alzaba un monumento de casi veinte metros de altura, también construido en marfil; su forma discontinua terminaba en una punta inclinada.

    Era el mausoleo de la familia real. En el centro de la fortaleza se encontraba aquello que le daba nombre: un enorme roble de más de sesenta metros de altura que confería al lugar la magna presencia que lo caracterizaba. La corteza fisurada, de color pardo dorado, daba la sensación de estar recubierta de oro. Enfrente había un trono de diamante sobre el que estaba sentado un pequeño hombrecillo. Su cara inexpresiva y seria era iluminada por unos saltones ojos azules, pero la aparente dureza de su rostro no era el reflejo de su verdadero carácter burlesco. Estaba vestido de azul profundo de la cabeza a los pies, desde su gorro empinado, hasta sus zapatos de arlequín. Era el Duende de Cristal: el Gran Inmortal, el único de la era de los Aeternus que aún caminaba los cinco reinos.

    Venía desde muy lejos. Vivía en medio de todo y de nada, en Alcania. Su morada se encontraba en el Recinto de las Profecías, un lugar al que podía llegarse desde cualquier reino, cuyos caminos convergían en las orillas de Anectos, un río de lava ardiente custodiado por Aroha, un hada poderosa del tamaño de un humano y con alas de fuego.

    La mirada del Duende estaba fija en una piedra plana de colores rojizos y ocres, con apariencia de altar. Allí debía ser situado el féretro.

    Los cuatro monarcas y Algort bajaron el ataúd de la carroza y, por un camino de piedra, lo llevaron hasta el ara. El Duende de Cristal se acercó levitando, restalló sus dedos y la enorme tapa de plata se abrió. Revisó con detenimiento el cuerpo y, una vez más, con el sonido de sus dedos, la tapa cayó. El féretro levitó hacia el mausoleo y, una vez dentro, la puerta se cerró y todo quedó en silencio.

    —Aquí yace Aldort, el Misericordioso. Que la gloria lo acompañe por toda la eternidad —pronunció con solemnidad y luego se sentó en el trono de diamante, con su acostumbrada seriedad.

    Una gélida brisa recorrió el lugar. El fuego en las antorchas titiló, pero no se apagó. Estaba conjurado para permanecer encendido a pesar del viento. El aire tomó un olor a leña quemada y una rama del gran roble cayó en llamas sobre el ara. Grahan caminó despacio hacia el Duende de Cristal y le dio un fuerte apretón de manos, luego se acercó a la rama que permanecía envuelta en llamas, introdujo su mano, sacó un pergamino dorado, y, sin pronunciar palabra, lo sostuvo sellado en sus manos. Miró a la multitud y esperó a que los susurros y comentarios se detuvieran. Este era el momento más importante de la ceremonia, la última voluntad del rey estaba en ese papel y todos querían conocerla.

    Asgrat permanecía callada e inexpresiva, mientras que Priana y Algort sollozaban en silencio con las miradas bajas. A la reina le brillaron los ojos, se levantó de su silla y se dirigió seca y despectiva a la multitud:

    —¡Silencio!

    La concurrencia calló de inmediato y Grahan carraspeó para iniciar la lectura.

    —Este es el testamento del rey Aldort. La magia que pesa sobre este pergamino es poderosa y cualquiera que sea su voluntad deberá ser obedecida, tal y como lo indica la tradición.

    Miró por un segundo hacia el mausoleo y luego leyó:

    Esta es mi última voluntad. Luego de mucho meditar y tratar de decidir lo mejor para el reino que goberné durante tanto tiempo, y esperando que la prosperidad nunca termine, he de encomendar a mi querida esposa, Asgrat, que apoye sin condiciones a la persona que de hoy en adelante se sentará en mi trono.

    Un silencio sepulcral llenó los alrededores de la fortaleza. Solo hacía falta la mención de un nombre para que el reino de los hechiceros superiores tuviera un nuevo gobernante. Grahan suspiró.

    Mi adorado hijo Algort.

    Un silencio aún más aterrador cubrió los campos llenos de súbditos. En sus rostros se veía un asombro inclemente. Los únicos que no parecieron reaccionar fueron la reina y el Duende. La legítima heredera era Priana, pero ella permaneció en silencio con la mirada fija en una carta con el sello del Duende de Cristal que acababa de caer en sus manos. Al terminar de leerla, desapareció.

    Grahan, que apenas salía de su asombro, al igual que todos los demás, tomó un momento para mirar la rama del roble que había caído en la piedra. Ahora en ella se veía arder el nombre de Algort. El rey devolvió su mirada al testamento, carraspeó de nuevo y continuó leyendo:

    Decreto que, desde este momento, en mi trono solo podrán sentarse hombres que lleven en sus venas mi sangre.

    Al terminar, cerró el pergamino y se lo entregó al Duende, quien le puso su sello y lo arrojó a la hoguera. Esta se extinguió una vez el documento se hubo consumido por completo.

    Uno a uno, los presentes se acercaron a la reina y al nuevo soberano, expresando lo mucho que sentían la pérdida de un rey como Aldort. El último en acercarse fue el Duende.

    —Algort, la responsabilidad que te encomendó tu padre es grande. Tendrás más poder del que jamás un hombre pensó tener, pero es importante que lo ejerzas bien, pues de lo contrario será tu perdición.

    El joven miró extrañado al pequeño hombrecillo. ¿Qué significaban aquellas palabras? ¿Acaso eran un consejo, una advertencia o profetizaban el comienzo y el fin de su reinado? Pensó un instante e intentó hablarle, pero el Duende no le prestó atención, tomó a Asgrat del brazo y la guio por el sendero de piedrecillas.

    —¿Cómo te sientes?

    Asgrat calló un momento y luego dijo:

    —Bien, triste, como es natural, pero ahora lo que importa es el bienestar del reino y su futuro.

    El Duende siguió caminando y, en un tono un poco más bajo, añadió:

    —Vi lo que hiciste y no considero que sea la actitud adecuada para una hechicera tan grandiosa como tú. Por favor, mi niña, no permitas que el mal que corre por tus venas corrompa tu corazón.

    Asgrat lo miró confusa y agregó:

    —No sé de qué me hablas, padre.

    Una luz rodeó al duende y la mujer sintió como si estuviera envuelta en llamas.

    —¡¿Acaso me tomas por tonto?! —gritó el hombrecillo—. Sabes bien de qué te estoy hablando y aunque yo tengo la culpa, en gran medida, al permitir tus excesos, espero que te quede claro que este es el último que toleraré.

    Asgrat estaba pávida. Nunca le había visto tan enojado.

    —Este es mi reino y yo hago en él lo que me plazca. Me desafiaste y yo haré lo necesario para salir victoriosa, así que no me hables de ese modo. En lugar de reprocharme, deberías buscar a Priana y reclamarle su abandono de la ceremonia. Es ella quien ha hecho algo indebido y vergonzoso, ¡no yo!

    El sendero era iluminado por las antorchas y la luna. Sus pisadas sonaban una a una sobre las piedrecillas.

    El Duende suspiró decepcionado.

    —Asgrat, no finjas que te importa. Todos saben que tú jamás la has querido, siempre la has odiado por ser la hija de Aldort y Aneth. Nunca pudiste entender que eso no fue culpa de nadie, mucho menos de Priana.

    Habían caminado hasta una fuente de piedra rodeada por unos hermosos jardines de jazmín, la flor predilecta de Asgrat. Al llegar allí, el Duende desapareció. Ella se quedó sola y pensativa entre la floresta, deleitándose con el aroma, luego dio la vuelta y se dirigió hacia la Fortaleza.

    —¡Guardia! —gritó la reina. Uno de ellos corrió presuroso—. No deseo ser interrumpida ni ver a nadie, ni siquiera a mi hijo.

    El hombre se limitó a hacer una venia y se paró frente a la puerta de la habitación. Asgrat se dirigió a una silla, se sentó, tomó en sus manos un báculo y este comenzó a irradiar una terrible y poderosa energía.

    Que tu magia se pierda y tu vida también. Ya que una amenaza eres, en mi red has de caer. Criaturas de la tierra, terribles alimañas, escuchen mi mandato y cúmplanlo de inmediato: a la princesa Priana han de destruir y con el poder que les otorgo, su vida llegará a su fin.

    Un escalofrío corrió por la espalda de la princesa que cabalgaba a toda prisa. De repente, frente a ella, vio emerger de la tierra a tres Shurwogs, eran altos, grandes y musculosos, de piel café y opaca, como si fuera de barro. La cabeza, monstruosa, se parecía a la de un jabalí, la única diferencia era que de su frente se desprendía un cuerno largo y torcido. Olían a muerte. Sobre sus lomos, como jinetes desalmados, venían tres espectros; en sus cuencas, donde alguna vez, quizá, hubo ojos, solo había fuego.

    Priana, asustada, hizo retroceder al caballo que relinchaba temeroso. Tres luces moradas pasaron cerca de su rostro, una de ellas cayó sobre su largo pelo dorado, convirtiéndolo de inmediato en dagas de piedra, que se desprendieron y se hundieron directo en el corcel. El animal se desplomó a causa de las heridas y ella salió volando, dando una voltereta. Cayó de pie y de sus manos salieron dos látigos de fuego que, durante un breve momento, detuvieron a las bestias. Una y otra vez los blandió, pero su fuerza la estaba abandonando, un murmullo en el aire la debilitaba. Ella sabía que era un encantamiento hecho por su madrastra. No lo resistiría, así que alzó de nuevo las armas y golpeó a las criaturas, para mantenerlas a raya el tiempo suficiente. La mujer comenzó a susurrar un poderoso conjuro. El viento pareció agitarse aún más y el murmullo se vio repelido por otro igual. Las hojas de los árboles se desprendían y giraban en poderosos remolinos que encerraron a los espectros. De repente, los látigos se extendieron y su llama se hizo más poderosa, pasó frente a los ojos de las criaturas y un fogonazo los cegó. Cuando recobraron la visión, la princesa ya no estaba allí. En su lugar había un pergamino. Los espectros lo tomaron y luego desaparecieron bajo la tierra de la que habían emergido.

    El sol emergió y un rayo entró por la ventana y se posó en la cara de Algort. El nuevo rey se levantó pensando en lo importante que sería para él ese día. Los jardines del palacio de Etnamaid ya estaban iluminados por la luz del día. Se dirigió hacia el baño. De la ventana colgaban dos cortinas de satín cobrizo. La grifería estaba tallada en marfil, al igual que casi todo en ese lugar. Lo esperaba un espumoso baño. Entró en la alberca y permaneció allí cavilando sobre todo lo que se avecinaba. Se secó con unas suaves toallas y se vistió con la ropa que sus sirvientes habían dispuesto para él.

    Abrió las puertas de la habitación y bajó la escalera de piedra que conducía a un salón de gran magnitud. En el techo colgaban estan-dartes con el escudo de la familia real de los hechiceros superiores. Se quedó parado en el último escalón, observándolos.

    Un apetitoso olor llegó hasta su nariz, en el fondo del salón lo esperaba una mesa con los más exquisitos manjares. Los sirvientes iban y venían de las cocinas cada vez con más platos y postres, pero la coronación tendría lugar esa misma tarde y en ese momento le era imposible pensar en comer, así que solo tomó una manzana y salió.

    El día se estaba esfumando cuando los primeros nobles y aristócratas arribaron al palacio. Todos se bajaban de lujosos carruajes, ataviados con los más elegantes vestidos. Ingresaban al palacio con sus impecables modales y sus diáfanas sonrisas. Venían a ver al nuevo rey. Afuera, apostados en los jardines, miles de súbditos esperaban a que su nuevo soberano se asomara por el balcón blanco, cosa que haría una vez hubiese sido coronado, como lo dictaba la antigua costumbre.

    Algort caminaba por un largo corredor, decorado con estandartes que llevaban los escudos de las cinco casas reales. No solo sería coronado rey de los hechiceros superiores, sino que también accedería a otros títulos de nobleza, gracias a sus lazos de consanguinidad con las otras casas reales. Se detuvo frente a las puertas doradas que separaban el corredor de la sala del trono. Dos guardias las abrieron y el brillante sonido de dos trompetas invadió la habitación. Una alfombra púrpura se extendía y atravesaba el salón hasta llegar al trono. A ambos lados se desplegaban centenares de sillas ocupadas por las personas más distinguidas del reino. Al oír las trompetas se pusieron de pie.

    Al fondo, parado frente al trono, estaba el Duende de Cristal. Vestido con una túnica azul bordada con hilos de plata, sostenía en sus manos la corona que sería puesta en la cabeza de Algort. A la derecha estaba Asgrat, quien lamentaba no poder sentarse en el que, hasta el día anterior, había sido su trono; este sería ahora para la mujer con la que Algort, aún soltero, había escogido para ser su esposa: la princesa alca, Trehia. En la línea de abajo había ocho tronos más, ocupados por los soberanos de los cuatro reinos. Las trompetas cesaron y Algort empezó a caminar sobre la alfombra púrpura. La gente, al verlo pasar, hacía una leve reverencia y él mantenía su mirada fija al frente. Cuando llegó hasta el trono se inclinó. El duende levantó la corona y la puso sobre la cabeza de Algort. Los ocho reyes y su madre hicieron una venia ligera. El rey giró hacia la multitud y toda la concurrencia se inclinó ante el nuevo monarca que empezó a caminar muy erguido hacia el balcón blanco. Dos guardias abrieron las puertas y Algort salió, imponente. La multitud, postrada en los jardines, gritó eufórica. Solo una persona no se inclinó ante él: el Duende de Cristal, que tan pronto lo vio parado en el balcón, desapareció.

    —Mi querido pueblo, sé que dejamos atrás un rey ejemplar, mi padre fue siempre un gobernante bondadoso y magnánimo —Algort miraba hacia el cielo, más que mirar al pueblo que complacido lo escuchaba con atención—, cuidó de todos, y yo haré lo mismo. Las Tierras del Destino son el reino más fuerte de Aucaseem y unidos lo llevaremos a la grandeza.

    La gente aplaudió, el joven rey se veía lleno de vida, de energía, ojalá fuera tan bueno como lo había sido su padre.

    Las puertas del salón real se abrieron y dejaron entrar un empalagoso olor que provenía de la sala continua. El rey, su madre y los reyes se levantaron y entraron a la sala, seguidos por los demás invitados. Algort encabezó la mesa llena de manjares, incluso más especiales y gustosos que los que había visto al desayuno. Ahora que ya había pasado su coronación, se sentía hambriento.

    Los sirvientes entraron y salieron del gran salón toda la noche, no pararon de llenar las copas que a cada momento se alzaban para desear ¡Larga vida al rey!

    Avanzaba la noche y más vino se servía. Algunas hadas y duendes bailaban al ritmo de la música de los gnomos, quienes interpretaban tonadas alegres para animar a la adormecida concurrencia.

    En medio de la fiesta, Asgrat, que había permanecido sentada cerca de su hijo, se levantó con reserva y le susurró algo al oído. Algort se levantó y la siguió por un pasadizo que había detrás de los tronos. Los invitados, alicorados, no notaron la desaparición.

    Dicho pasadizo desembocaba en una habitación pequeña de piedra, en cuya chimenea ondeaban unas tenues llamas de color naranja. Algort se sentó en una silla color verde esmeralda, mientras que su madre cerraba con cuidado las puertas por las que acababan de entrar, así como las del extremo opuesto, custodiadas por dos guardias.

    —¿Qué sucede?, ¿deseas aconsejarme? Tú sabes que tus palabras son muy importantes para mí.

    Asgrat observó a su hijo con detenimiento.

    —Sin duda alguna, tú eres el ser más poderoso de los cinco reinos y naciste para gobernar el mundo entero. Te pido, al igual que se lo pedí a tu padre que… —Le brillaban los ojos, cada vez su voz sonaba más profunda— conquistes y doblegues a tu voluntad a los cinco reinos. Él nunca quiso hacerlo.

    Algort se quedó mirando a su madre, extrañado y casi sin poder hablar.

    —Pero… yo no puedo hacer eso. Tenemos una alianza con el reino Alco, me voy a casar con Trehia, la sobrina de Sheldor.

    La reina siguió firme en su actitud, incluso habló con más propiedad y vehemencia que antes.

    —¡Eso lo sé! ¡Es algo que tenemos a nuestro favor! Nuestros ‘queridos aliados’ jamás se podrían imaginar que nosotros los atacaremos.

    De repente la conversación se vio interrumpida por el abrir de las puertas. A la sala ingresaron ocho mujeres vestidas con una túnica fina color naranja, cubierta por un manto gris. Tras ellas caminaba una bellísima mujer, de paso elegante y sensual, alta, de tez blanca como la nieve, cabello negro, brillante y largo recogido en varias redecillas. Sus labios eran delicados y suaves; tenía unos preciosos ojos verdes, intensos y claros. Su hermosa figura estaba cubierta por sedas rojas y naranjas y sobre su cabeza llevaba una delgada tiara de oro.

    Algort estaba sorprendido.

    —Trehia, ¿qué haces aquí? ¿Por qué nadie anunció tu llegada? —Miraba de reojo a su madre, que a la vez miraba con un profundo desprecio a quien sería su nuera.

    —Lo siento, Algort —contestó la princesa con voz dulce—, quería sorprenderte. Sabes que moría de ganas por estar en tu coronación, pero asuntos de vital importancia me lo impidieron; sin embargo, el amor que te tengo me trajo a ti —Mientras completaba la frase se sentó junto a Algort.

    La reina madre, ardiendo de celos, gritó:

    —¡Todas ustedes salgan de inmediato, no quiero verlas rondando por mi palacio! —Las damas que acompañaban a Trehia se retiraron de la habitación haciendo una profunda reverencia, pero la reina continuó vociferando—. ¡Guardias!

    Los jóvenes que custodiaban la puerta entraron apresurados. Conocían bien el carácter de su soberana.

    —¡Incompetentes! ¡Cómo han permitido que alguien ose irrumpir en mis aposentos sin previo aviso! ¡Todos serán castigados con severidad!

    Los ojos de Asgrat centelleaban de furia. Miraba con ira a los jóvenes, quienes, paralizados por el temor, esperaban lo peor. La reina alzó sus manos y lanzó un sinnúmero de rayos, pero antes de que llegaran a los guardias, Trehia los detuvo y ordenó a los jóvenes que se retiraran. Estos dieron un paso atrás. Enseguida Asgrat, con su mirada, dio una contra orden. Trehia habló sin perder la dulzura de su voz:

    —He dicho que se retiren —Esta vez miró a Algort en busca de

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