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Las Travesías Del Diamante Rojo: La Ira Del Fuego (I)
Las Travesías Del Diamante Rojo: La Ira Del Fuego (I)
Las Travesías Del Diamante Rojo: La Ira Del Fuego (I)
Libro electrónico460 páginas6 horas

Las Travesías Del Diamante Rojo: La Ira Del Fuego (I)

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Información de este libro electrónico

En la lejana Tierra del Desierto, Nacira, una joven rescatada por el anciano Hakim Abu Rahim, se ve obligada a abandonar la comunidad de Abu Tebas al conocerse su verdadero linaje. Junto a sus amigos: Rahim, Jon, Llanka y Barak, deber recorrer un largo camino hasta la Tierra del Fuego, donde el emperador Odell gobierna y los legendarios Kuda Mati imponen sus reglas. Durante su travesa, quedarn atrapados en medio de la ambicin, la injusticia, la traicin y el conflicto desencadenado por una nueva amenaza que se cierne sobre el mundo entero, mientras Nacira desentraa los secretos de su oscuro pasado.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento13 may 2014
ISBN9781463383213
Las Travesías Del Diamante Rojo: La Ira Del Fuego (I)
Autor

Gianina D. Margo

Gianina D. Margo nació en 1985 en Heredia, Costa Rica. Actualmente estudia Escritura Creativa para el Entretenimiento en ULACIT, Film & Animation Academy. Es amante de la novela histórica y de fantasía; además de la música indie. Entre sus autores preferidos se encuentran Chufo Lloréns y Laura Gallego García. Cuando no está ocupada con trabajo en la oficina, toma sus ratos libros para escribir cualquier historia que tenga en mente.

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    Las Travesías Del Diamante Rojo - Gianina D. Margo

    Copyright © 2014 por Gianina D. Margo.

    La ilustración de la portada fue realizada por Charles S. Veiman

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 07/05/2014

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    527747

    Indice

    PRÓLOGO

    LA TIERRA DEL DESIERTO

    LA TIERRA DE LOS BOSQUES

    LA TIERRA DEL AIRE

    LA TIERRA DEL AGUA

    LA TIERRA DEL FUEGO

    EPÍLOGO

    Para Mery y Eduardo

    y su eterno amor por los libros.

    PRÓLOGO

    Un estremecimiento recorrió su cuerpo moribundo. Abrió los ojos con dolor y distinguió los colores celestes de un atardecer ya casi extinto, en un desierto que no pudo reconocer. Le dolía cada músculo, cada hueso, cada parte del cuerpo. Se hallaba en una extraña posición, con las piernas entrecruzadas y los brazos estirados en cruz. Su garganta, antes túnel de una suave y delicada voz, había sido quemada por alguna sustancia venenosa que le impidió emitir ningún sonido.

    ¿Cuánto tiempo había pasado desde que él la dejó abandonada en aquel valle rocoso? Las horas podían haberse convertido en días, y las semanas en meses. Sin importar cuánto había pasado, reconocía haber sido vencida vilmente. La única persona que, en verdad, importaba en su vida la había desechado como un trapo inservible y viejo. Era cierto, entonces, lo que todos decían; su corazón era como piedra: estoico y duro. Su pecho se hundió en un suspiro agonizante y sus labios temblaron ante las lágrimas que amenazaban sus ojos.

    ¿Qué pensarían los demás si la vieran en estos momentos? Traicionada, vencida y moribunda. Todo el mal cometido a lo largo de su vida se volvía ahora en su contra, torturando su mente con angustiantes recuerdos. Como un libro que jamás dejaba de escribirse, su vida había acumulado tantas frases dolorosas, tantas palabras de horror, que ahora chorreaban de sus páginas y destrozaban el alma.

    No le importaba morir, era un proceso inevitable en el oscuro camino de la vida; sin embargo, hubiera dado cualquier cosa por ver una última vez los hermosos ojos de su amado, escuchar la risa de su madre, los consejos de su maestro, palpar el consuelo de su mejor amigo y respirar el cálido aliento de Tría.

    Sintió una fuerte vibración sacudir su cuerpo y supo que su diamante le advertía que era momento de dejar salir a su otra alma compañera; aquella a quien siempre despreció por considerarla débil y sentimental. Era ahora la única que podría permitirle sobrevivir al horrible paso de la muerte; el alma que acudiría a su rescate no recordaría nada de lo sucedido, y ella misma había decidido también olvidar. Murmuró las palabras correctas por lo bajo, con un latigazo de dolor apoderándose de su garganta, pero ella acalló sus pensamientos.

    Pronto se desvaneció en la oscuridad.

    LA TIERRA DEL DESIERTO

    I

    Una sensación fresca y mitigadora se escurrió por su rostro. Reaccionando con su instinto aturdido, abrió la boca sedienta de agua. El líquido que se internó dentro de sí era dulce, denso y delicioso. Poco a poco, fue abriendo sus lastimados ojos parpadeando ante la cegadora luz del día; logró enfocar el rostro amable de un hombre muy maduro y moreno, enjuto, con una barba canosa que se acoplaba a su cabello rizado y gris. Por un momento pensó que estaba frente a su padre. Comprobó que el hombre la miraba con extrañeza y sonreía de forma misteriosa. No le conocía, y él no la conocía tampoco.

    —¿Puedes oírme? —preguntó el hombre con voz cálida.

    Ella intentó responder pero solo emitió un sonido gutural que hirió su garganta como lava.

    —¡Oye, oye! Está bien, no te esfuerces. Solo bebe un poco más, te hará bien —el hombre sonreía orgulloso, como si hubiera estado esperando este momento desde siempre—. Me has dado un buen susto. Pensé que no despertarías nunca. Radia apostó a que morirías, pero ¿sabes? Soy un poco testarudo y no pensaba dejarte morir tan fácilmente.

    ¿Radia? ¿Acaso conocía ese nombre? No. No tenía ni idea de quién podía ser Radia. De hecho, no tenía conocimiento de ningún nombre; por más que intentó concentrarse en su memoria, no pudo ver ni rostros ni nombres. Era un caldero vacío.

    Quiso ponerse de pie pero sus brazos le fallaron. El hombre hizo lo suyo por ayudarle, fue atento y especialmente cuidadoso al tocarla. Se dio cuenta de que estaba lastimada; sus brazos rasguñados y con una herida profunda en el vientre, como si una espada la hubiera atravesado.

    —Tranquila, es peor de lo que parece, pero te recuperas rápido. Pronto podrás volver a levantarte y caminar; pero deberás permanecer en cama unos cuantos días más.

    Entre la confusión de recién despertarse y el dolor de intentar hablar, fue invadida por la oscuridad que la sumió de nuevo, en un profundo estado de inconsciencia.

    14524.png

    Despertaba y dormía continuamente, sin lograr recuperar la consciencia del todo, captando fugaces detalles de lo que acontecía a su alrededor. El hombre de barba grisácea y su esposa, una mujer mal encarada y rolliza, entraban y salían de su pequeña y calurosa habitación para atenderla; ayudándola a alimentarse, asearse y vestirse. Cuando por fin logró mantener los ojos abiertos, notó que se encontraba en una yurta hecha de mantas, mediana y acogedora. El suelo estaba tapizado con tres alfombras decoradas con los colores del desierto: anaranjado, rojo y amarillo; una mesita de madera bailaba en el centro de la habitación, y dos camas de tamaño individual se apostaban a los extremos de la carpa. Había un pequeño armario, revestido por telas azules y amarillas, que separaba ambos lechos. Al igual que el suelo, las paredes estaban llenas de manteles de colores tejidos por la misma mujer rolliza.

    El hombre y su mujer se sorprendieron al encontrarla lúcida y medio sentada en la cama. Ambos vestían túnicas ligeras y anchas, de una tela suave para mermar el calor del desierto. La mujer se cubría el cabello con un largo pañuelo y los dos caminaban sobre sandalias desgastadas. Colocaron un plato humeante sobre la mesilla y se sentaron frente a ella, sonrientes.

    —¿Sabes dónde te encuentras? —preguntó el hombre.

    Intentó hablar; pero se detuvo al sentir un latigazo de dolor en su garganta.

    —Lo que te dieron de beber te quemó la garganta —continuó él—. Puedes afirmar o negar con la cabeza, ¿de acuerdo?

    Ella movió la cabeza asintiendo con una mirada tímida.

    —¿Sabes dónde te encuentras? —Repitió mientras ella negaba con un gesto—. Lo supuse. Te encuentras en la Tierra del Desierto, a veintidós kilómetros de Érrame, la Ciudad de Arena.

    Se hizo el silencio por un momento mas ella no reaccionó de ninguna forma. No sabía muy bien de qué lugar precisamente le hablaba el hombre.

    —Mi nombre es Hakim Abu Rahim y esta es mi esposa Radia —sonrieron alentadores—. Ambos somos tierra-insan. ¿Comprendes?

    Ella asintió apresurada.

    —Hace dos semanas visité la Tierra de los Bosques para traer carne a nuestra comunidad. Ahí, en el desierto, te encontré medio muerta. Al parecer, fuiste envenenada y apuñalada. Te traje aquí y logramos curarte con los poderes de la tierra. ¿No lo recuerdas?

    Un estremecimiento recorrió su espalda y negó tristemente con la cabeza. Eso sí que lo podía entender. A pesar de hacer un esfuerzo, en su memoria no quedaban imágenes de nada de lo sucedido antes de terminar allí.

    Hakim suspiró resignado. A pesar de los regaños de su esposa, Radia, por traer a una extraña moribunda a la casa y provocar problemas en la agrupación, él se había resistido. Ella era como un proyecto para él, simplemente no podía dejarla morir. «Sería como dejar morir a Fatiha en el desierto», había dicho.

    —Será mejor que la dejemos descansar, Hakim —habló Radia—. Deja que piense un poco, tal vez después nos pueda contar lo sucedido.

    Ambos se levantaron y le alcanzaron la sopa caliente antes de salir de la yurta. Inmóvil, se quedó pensando en lo contado por Hakim, y decidió que, por ahora, lo mejor era comer. Después dormiría de nuevo e intentaría soñar para recuperar algún recuerdo.

    14524.png

    —¿Aída? ¿Badra? ¿Casima?… No, ¡ya sé! ¿Dalal? ¡Vamos! Debes tener algún nombre.

    La niña se desesperaba cada vez que ella negaba con la cabeza, se le notaba triste y desilusionada.

    —¡Fatiha, basta! La estás volviendo loca con todas esas preguntas —su madre la miraba desconfiada.

    —Bueno, pero es que debe tener algún nombre. Uno no nace sin nombre, ¿cierto?

    —Muy cierto, hija. Pero creo que nuestra huésped ya fue muy clara en que no sabe cómo se llama —su padre intentaba explicarle con paciencia; la misma paciencia que usó para curarla.

    Después de reposar cinco días seguidos en la cama, sin levantarse, la herida parecía haber sanado un poco. Quizás ya podría resistir los esfuerzos. Por lo menos ya podía hacer ciertas tareas sola, como bañarse y vestirse, aunque a veces permitía que Radia la ayudara.

    Le gustaba escucharlos hablar, aunque aún no podía participar de sus conversaciones. Su voz no quería salir todavía, pues con cada intento recibía un latigazo de dolor proveniente de la garganta. Hakim insistía en que si seguía bebiendo su remedio de hierbas podría sanar más rápido, aunque a decir verdad tampoco estaba segura de querer hablar.

    Los antepasados de Hakim, así como los de todos los tierra-insan o personas de la Tierra, provenían de la Tierra de los Bosques, donde vivían tranquilos y cómodamente hasta que fueron atacados por los fuego-insan y obligados a desperdigarse por el desierto, inhóspito y cruel, viviendo como nómadas. Los tierra-insan de la Tierra del Desierto se sentían como hermanos del remanente de la Tierra de los Bosques, a pesar de que, culturalmente, habían desarrollado evidentes diferencias con el pasar del tiempo.

    —¡Pero, bueno! No hay que despreciar lo que el Gran Espíritu nos da. El destino de mi familia fue estar en la Tierra del Desierto, así que nos quedaremos aquí siempre.

    Aún seguían comerciando con la Tierra de los Bosques, intercambiando oro, plata y cobre por carne. Intentaban apoyarse mutuamente en forma militar; aunque era difícil cuando la población de los bosques había sido reducida casi a la mitad, gracias a los constantes ataques de los fuego-insan; quienes saqueaban sus aldeas y quemaban sus bienes. La Tierra del Desierto tampoco quedaba impune ante los castigos de las lombrices, como solían llamar a los del fuego: a menudo recibían noticias de horribles irrupciones en comunidades cercanas, donde se perdían numerosas vidas.

    Su comunidad, Abu Tebas, constaba de doscientas personas; sin embargo, otras comunidades esparcidas por el desierto contaban con un número mayor de habitantes. Todos vivían en modestas yurtas y debían soportar el clima hostil con sus días abrasadores, sus noches heladas y sus tormentas de arena.

    Hakim tenía dos hijos. Su primogénito, Rahim Ibn Hakim, era un adolescente desgarbado y más alto de lo normal para su edad. Se parecía más a su madre que a su padre, sus facciones eran delicadas y con un aire infantil, y su cabello negro era corto, su piel tostada por el sol contrastaba con sus cejas tupidas y sus ojos de color miel. Su hermana Fatiha era una versión pequeña y muy femenina de él.

    A pesar de que su madre la seguía mirando con desconfianza y la trataba con una cortesía obligada, Rahim era especial. Le hablaba suavemente, como por medio de susurros, y a veces lo atrapaba mirándola disimuladamente, cuando creía que nadie le estaba poniendo atención. Apoyaba cien por ciento a su padre en su decisión de rescatarla y llevarla a su hogar. Le gustaba acariciarle el cabello y se sonrojaba cuando ella le sonreía. La primera idea que tuvo de Rahim fue que era un ser misericordioso y noble, pero podría equivocarse; después de todo apenas empezaba a conocer a todos.

    La comunidad la asediaba constantemente. Eran personas muy curiosas que deseaban ver la nueva adquisición de Hakim Abu Rahim. Lanzaban preguntas al aire que ella simplemente no podía responder. Querían saber quién era, de qué tierra venía.

    —No puedes ser de la Tierra del Agua, pues hubieras muerto irremediablemente en el desierto. Tampoco pareces una tierra-insan, ya que ¡casi te mueres en el desierto!, y nosotros lo podemos resistir sin problema alguno —explicó Bahadur, un anciano amigo de Hakim.

    —Tienes razón, Bahadur, pero recuerda que también fue envenenada y apuñalada. Bajo esas circunstancias, ni un tierra-insan hubiera logrado sobrevivir.

    Sentía que Hakim deseaba terminar con este tema de una vez por todas pero Bahadur, como todos en la comunidad, deseaban saber más.

    —Ya sé, ya sé. Lo que digo es que un tierra-insan hubiera utilizado sus habilidades para curarse las heridas con la ayuda de la tierra. Así que ya sabemos que no eres ni de la Tierra, ni del Agua. Eso nos deja solo dos opciones: Aire y Fuego.

    —Bahadur… —el tono de Hakim indicó advertencia.

    —Y créeme niña, en la Tierra del Desierto no te conviene ser ninguna de las dos.

    —Es suficiente, Bahadur. Estamos aquí para ayudarla, no para juzgarla —un Hakim conciliador intentaba cerrar el tema.

    —¿Qué dije? No miento, es solamente la verdad.

    Hakim volvió sus ojos a ella y sonrió. Su sonrisa denotaba consuelo y comprensión y entendió que solo quería tranquilizarla. Sin embargo, la idea del Aire y del Fuego no se alejaba de su cabeza.

    II

    Los siguientes días se dedicó a pasear por entre las yurtas de la comunidad. Tuvo la oportunidad de conocer a sus vecinos y a los jóvenes estudiantes de Hakim. Su anfitrión era tal vez el hombre más sabio del grupo y quién más osadamente aplicaba los conocimientos en medicina, transmitidos por generaciones. Los tierra-insan eran expertos en la materia y podían curar casi cualquier afección con el solo uso de sus manos. Con una breve indicación de su cerebro, conseguían crear las hierbas y los antídotos más raros de forma natural.

    Rahim la presentó con amigos y compañeros de clase; todos ellos la miraban de forma extraña y no sabían bien cómo manejarse ante ella, al notar que la pobre muchacha no pronunciaba palabra alguna. Los habitantes de la Tierra del Desierto eran bronceados y de cabello muy oscuro, a diferencia de ella. Las mujeres admiraban su cabello largo y rojizo, su tez blanca, sus ojos marrones grandes y oscuros y aquella nariz delicadamente afinada que le daba un toque de distinción. Lo que sí tenía en común con los tierra-insan era su estatura; ya que no era nada alta.

    Rahim y sus amigos reían al ver su cara sorprenderse ante el crecimiento repentino de flores y hierbas que brotaban directamente de sus manos. Aunque no podía decirlo, pensaba para sí misma lo maravilloso de los poderes de aquella gente y en la soledad de su yurta, que compartía con la pequeña Fatiha, sacudía las manos con frenesí en un intento de crear sus propios capullos. Desafortunadamente, nada sucedía y se entristecía más y más al comprobar que se encontraba en medio de gente extraña.

    Las personas de la tierra eran conservadoras y pulcras. Cuando las mujeres entraban a la adolescencia, empezaban a usar un pañuelo que les recubría la cabellera, y algunas hasta se tapaban el rostro con él. Los varones buscaban pareja desde muy jóvenes. Podían durar hasta diez años madurando en su noviazgo antes de decidir contraer matrimonio y empezar una familia. Además de entregarse a sus estudios, los jóvenes tierra-insan se dedicaban a la recolección de frutos secos, al pastoreo y a la extracción de minerales para la creación de sus elegantes dagas.

    Los cuchillos eran el arma predilecta de los tierra-insan y, desde muy niños, eran entrenados en el arte de su lanzamiento, convirtiéndose en nobles lanzadores que traspasaban el aire con sus filos en competencias recreativas o en torneos afamados de la ciudad de Érrame. No era una buena ciudad donde vivir, decía Hakim, pero si era un grandioso lugar para comerciar y obtener dividendos. Quienes habían preferido quedarse en Érrame, eran un corro de malandrines y cortesanas que llevaban a buen puerto sus negocios seduciendo a extranjeros que iban de paso por allí.

    Varios días después, finalmente la joven recuperó su voz, fina y clara. Tal y como había imaginado, todas las personas de la comunidad aprovecharon para acosarla con más preguntas. Lamentablemente, casi ninguna podía responder. Fue cuidadosa al explicarles el problema que le abatía: no tenía memoria. Desde que fue traída a la Tierra del Desierto había practicado día y noche ejercicios para forzarla, cortesía de Rahim, pero sin resultado alguno. ¿Quién era ella? ¿Cuál era su nombre? ¿Cuál era su oficio? ¿De qué tierra provenía? Todas esas preguntas las respondía de la misma forma: no sé.

    Se encontraba con Hakim en la yurta que utilizaba para trabajar de vez en cuando, llena de armatostes y banquillos de madera.

    —¿Cuál es el problema con los aire y fuego-insan? —preguntó después de pensárselo bien.

    —¿Sigues pensando en lo que dijo Bahadur el otro día, no es así?

    —Hay cosas que no recuerdo y, al no poder recordar, no las entiendo bien.

    —Hum, ya veo. Sientes curiosidad entonces. Es natural, no te preocupes —soplaba y pulía la roca y el metal al mismo tiempo—. Veamos. Desde siempre, los tierra-insan y los aire-insan han peleado por territorio. A pesar de que ya no estamos juntos, la gente del desierto y la gente del bosque siguen apoyándose militarmente. No nos queda otro remedio, separados seríamos presa fácil para cualquier conquistador.

    Su atención estaba fija en él. Sus palabras eran agua fresca para ella y sus movimientos, mientras trabajaba en sus cuchillos, eran hipnotizantes. Escuchó un ruido a sus espaldas y vio que era solo Rahim que venía a acompañarlos. Imitando a su padre, tomó algunas rocas y comenzó a pulirlas.

    —Los aire-insan son poderosos. Sus arcos son más fuertes que nuestros cuchillos y sus arqueros más preparados para la guerra que nuestros lanzadores. Su rey es temido en todo el mundo, quizás el único al que los fuego-insan temen. No tienes de que preocuparte. Los aire-insan son territoriales y tercos, pero no por eso son malos. Nuestra gente casi no los estima, pero es por todos esos problemas milenarios que hemos tenido a causa del territorio, nada serio.

    —¿Y los fuego-insan? —preguntó temerosa.

    Hakim hizo una pausa y miró las rocas por algunos minutos como si estuviera pensando detenidamente la respuesta.

    —¡No eres una fuego-insan! —Rahim interrumpió el silencio emocionado—. Eso sería imposible.

    —¿Ah? ¿Pero qué dices? —preguntó sin comprenderle.

    —¡Porque tienes cabello! Ningún fuego-insan tiene cabello, ni hombres ni mujeres.

    —¿No tienen cabello? ¿Y eso por qué?

    —Porque ellos se prenden fuego a sí mismos y el cabello se les quema. Es un método de defensa genial. ¡Hay que verlo!

    —¿Se les quema el cabello?

    —Totalmente. ¿Sabes que es lo gracioso? —Alzó las cejas esperando su respuesta—. ¡Sus ropas no se queman! Solo arde en llamas el cuerpo, la carne y el pelo, pero todo lo demás permanece intacto —Rahim le sonrió divertido—. Lo siento, pero no te verías bien calva.

    —Lo del cabello no es totalmente cierto —Hakim se notaba demasiado serio de pronto—. Los varones pierden el cabello irremediablemente, puesto que su mejor forma de defensa es encenderse de la cabeza a los pies; pero las mujeres no suelen prenderse la cabeza o quedarían igual de calvas y eso agrede su vanidad y, de algún modo, las hace un poco más vulnerables.

    »Verás, los fuego-insan son conquistadores por naturaleza y desean gobernar ellos solos. Durante milenios han explorado las habilidades del fuego, tanto que son capaces de prenderse fuego ellos mismos sin morir, con el fin de quemar todo lo que se encuentre a su alrededor. Ninguna raza está tan en contacto con su naturaleza como los fuego-insan.

    —¿Querrás decir con su naturaleza asesina? —pudo percibir furia en la voz de Rahim.

    —¿Asesinos?

    —Hum…. —sabía que Hakim estaba dudando sobre qué responder—. La gente del fuego era aliada de los tierra-insan. Éramos como sus mascotas o, al menos, así nos trataban. Cuando los fuego-insan decidieron atacar a los aire-insan los apoyamos, para luego ser traicionados por la espalda —Hakim lucía triste, exhausto—. Después de enfrentarse a los aire-insan sin conseguir nada, se voltearon contra nosotros. Masacraron a nuestros niños y violaron a nuestras mujeres. Hubo un momento en el que todas las mujeres tierra-insan parían niños mestizos, sin habilidades, que no podían controlar ni la tierra ni el fuego. Niños que llegaron a ser considerados inútiles.

    No pudo evitar mirar con estupor a Hakim mientras relataba los hechos. El sufrimiento era evidente en su rostro. No quería preguntar, pero dentro de sí sabía que su familia había vivido esta experiencia en carne propia. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Una sensación nueva, pues no recordaba cómo era llorar. Rahim lucía colérico, a punto de tirar las rocas contra la pared o clavar los cuchillos en un cuerpo imaginario.

    —¿Y qué pasó con esos niños? —preguntó.

    —Fueron exiliados y después ejecutados por los fuego-insan —Hakim suspiró tan fuerte que presintió que lloraría en cualquier momento. En cambio, desvió su mirada y continuó soplando la roca.

    No se atrevió a preguntar más. Ya había entendido por qué los fuego-insan eran tan odiados.

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    Examinaba con interés un viejo mapa que Hakim le había regalado. Intentaba recuperar algún indicio de su procedencia repitiendo los nombres de los pueblos y las aldeas representados en él. Fatiha respiraba agitadamente en su cama, mientras sollozaba y suspiraba perdida en algún sueño. Sonrió ante las muecas de la chiquilla y acercó el mapa un poco más hacia la luz de la vela.

    No aparecían muchos lugares concretos en la Tierra del Desierto, a excepción de la ciudad de Érrame. Se denotaban nombres de templos y montañas, cuevas y oasis; y Merah, un río solitario que dividía el desierto entre oriente y occidente. Hakim le había señalado el lugar donde su comunidad se encontraba. Según el mapa, estaba del lado Occidental, cerca del Río Merah; Érrame se hallaba hacia el sur y la mayoría de oasis, al oeste; y más al norte, a decenas de kilómetros, cerca de las Montañas Baalshamin, la frontera con la Tierra de los Bosques.

    Esta era una tierra tan amplia y vasta como el desierto; sin embargo los bosques se esparcían tupidamente por grandes extensiones de praderas, separadas por ríos y una larga cordillera de minas que atravesaba todo el territorio, llamada Pedrería de la Bella Dama. El inmenso Monte Maleku se alzaba sobre la frontera con la Tierra del Desierto; y las colladas, o altos despeñaderos, los mantenían fuera del territorio del Aire.

    La Tierra del Aire se mostraba imponente con sus acantilados. Sus veintisiete provincias lucían bien definidas entre sí. Aparte de la Tierra del Agua, era el territorio más grande de los cuatro y combinaba un poco de cada tierra: una parte desértica, una llena de bosque, una isla y varias ciudades. Entendió entonces por qué peleaban tanto por territorio con los tierra-insan; al parecer, habían logrado apropiarse de mucho y, probablemente, los bosques y el desierto habían sido robados de los tierra-insan.

    La Tierra del Agua bañaba las costas del aire por tres de sus costados. Era la nación más grande y menos densa; conformada por islas y archipiélagos que acompañaban el agua salada de un océano inmenso. Le llamó la atención que la Tierra del Fuego, vecina de los acuáticos, quedara tan lejos del desierto y de los bosques. Pensó que estos eran los vecinos más cercanos por todas las cosas atroces que realizaban en sus tierras, pero le sorprendía comprobar que se encontraban al otro extremo.

    Arrugó la nariz con desagrado por dejar insatisfecha su curiosidad. Todo el territorio del fuego había sido tachado del mapa como si de una maldición oscura se tratase. Parecía haber sido anulado del todo para que nadie se enterase de lo que había en su interior.

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    La noche estaba calurosa. Las fogatas de pronto se sentían como inmensos hornos que los cocinaban lentamente. Afuera, los habitantes de la comunidad hacían fila para comer el platillo especial: una jugosa carne de cordero acompañada de cactus.

    Se encontraba sentada entre Rahim y su hermana Fatiha, quien alegremente le relataba sus aventuras en la escuela: como aprendió a mover piedras con su mente y hacer que ciertas franjas de tierra se abrieran. ¡Era sorprendente!

    De pronto, Hakim se levantó y pidió silencio. Era evidente que Hakim era un verdadero líder, ya que todo el grupo guardó silencio en cuanto él lo demandó. Hakim comenzó a aclararse la voz, y cuando habló lo hizo con decisión.

    —Creo que ya todos conocen a mi invitada —todas las miradas se volvieron hacia ella, la cara le ardió de pena—. Pronto cumplirá unos cuatro meses con nosotros. Pues bien, como líder de esta comunidad he decidido que es hora de que nuestra invitada sea llamada por un nombre, en vista de que aún no ha podido recuperar su memoria.

    Muchas cabezas asintieron. Probablemente, ya estaban un poco cansados de llamarla la invitada, la chica del desierto, la extraña. Rahim posó la mano sobre su hombro en un gesto de apoyo, y sintió como su interior comenzaba a tranquilizarse. Hakim continuó.

    —Así que, como líder, seré yo quien la bautice. ¿Qué les parece el nombre Dayree?

    La gente discutía murmurando si el nombre le quedaba bien o no, al parecer ella no debía interceder.

    —¡Hakim, ese nombre está maldito! Muchas prostitutas lo han llevado —anunció una mujer vestida con un hiyab.

    —Y no queremos que lleves el nombre de una prostituta, ¿cierto? —murmuró Rahim en su oído.

    No pudo evitar una sonora carcajada, lo que provocó que mucha gente la mirase con reprobación.

    —¡De acuerdo, de acuerdo! Estaba guardando este nombre por si algún día el Gran Espíritu me regalaba otra niña, pero la verdad creo que no puedo encontrarle un mejor uso que este. ¿Qué les parece Nacira?

    Nacira. Sintió que su corazón bailaba al palpitar, como si le indicase que ese era perfecto. El comedor se quedó en silencio y Hakim gritó:

    —¡Perfecto! Nacira es entonces.

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    Portadora de la victoria. Nacira. Su nuevo nombre sonaba bien en labios ajenos, pero sentía que en los suyos propios quedaba grande, como si no lo mereciera. Hakim le explicó que este era un buen nombre para ella ya que había salido victoriosa de la muerte y bendecido a la comunidad. Desde su llegada, las verduras y la carne abundaban más, aunque ella se lo atribuía todo a la casualidad.

    Seis meses tenía ya con los tierra-insan sin descubrir aún habilidad alguna con la tierra, lo cual ponía en grave duda que este fuera su lugar natal por más que lo quisiera. Aunque el desierto era rígido, no podía evitar amar sus atardeceres naranja, cuando el sol reflejaba sus rayos ardientes contra las montañas rocosas y sus extensas grietas se arrastraban como enormes serpientes por el suelo. Los días eran muy largos, y sus noches, sencillas y cortas; frías como el hielo, refrescadas por una fuerte brisa venida desde el norte. En cierta época del año, se convertía en un monstruo árido dispuesto a no compartir nada con sus nómadas; pero cuando el tiempo era favorable, algunos prados reverdecían dispersos en las altas montañas. Los valles daban uno que otro cultivo como cebada y sorgo; pero lo que más emocionaba a los tierra-insan era que les brindaba los metales necesarios para forjar sus cuchillos: oro, plata y cobre.

    El lado amable de su situación era que la gente ya prácticamente no le temía. Durante el día trabajaba duro ayudando a su nueva familia con las labores de la cocina o la confección de la ropa y de noche se empapaba de su historia, siempre bien contada por Hakim. Rahim y ella habían construido una muy buena amistad, él le brindaba el consuelo y el apoyo que necesitaba y ella le servía de confidente. Siempre le relataba sus sueños de guerrero, en los que defendía a su gente de los aire-insan o los fuego-insan, y entonces, dejaban de tratarlo como a un niño. Le sorprendía la velocidad con la que aprendía nuevas habilidades al controlar la tierra y su inocencia por las cosas más simples.

    Una noche, después de trabajar arduamente y quedarse hablando por horas con Rahim, se fue a dormir. Al principio no podía conciliar el sueño, como si una preocupación le invadiera, pero algunas horas después se dejó vencer.

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    Oía llantos. Llantos de niños y mujeres. ¡No soportaba ese sonido! Esta gente le daba ganas de vomitar. No entendía cómo podían arrinconarse en sus chocitas maltrechas en lugar de salir y ayudar a sus hombres a pelear, aunque ya casi todos estaban muertos.

    El fuego se esparcía por todas las tiendas semejante a una marea roja e infernal, calcinando todo a su paso y abrasando el aire seco del desierto. Los pocos sobrevivientes corrían de un lado a otro intentando no ser alcanzados; algunos gritaban, otros solo suplicaban, mas los sollozos infantiles le quebrantaban la cabeza.

    Abrió la cortina de la yurta de donde parecían venir los llantos. Era tal y como lo imaginaba. Una mujer y dos niñas yacían acurrucadas en una esquina de la tienda llorando. La madre las abrazaba con una mano y con la otra sostenía una daga.

    —No pretenderás matarme con ese cuchillo, ¿cierto? —su voz era cruel, sarcástica.

    —Po… por…fa…por favor —la mujer apenas podía pronunciar palabra de tanto hipear—. No nos haga daño… misericordia… misericordia para mis hijas…

    —¿Misericordia? ¡Malditos tierra-insan! No sirven más que para preñar a sus mujeres.

    Sintió una mano agarrándole el tobillo, miró hacia abajo y vio que la niña menor le sujetaba decidida.

    —Por favor, señora —era tan pequeña que tuvo que inclinarse para lograr verla—. Por favor, le suplico no nos haga daño. Ni a mi hermana, ni a mi madre. Por favor, mire mi mano.

    La niña extendió su mano, y de su palma emergió algo verde, como si un árbol surgiera de ella. Era fantástico, no lo podía negar. El tallo de una flor brotó en segundos ante sus ojos, un lirio amarillo hermoso, luminoso y mágico.

    —Por favor, señora, acepte esta flor —la niña la miró esperanzada.

    Odiaba la esperanza.

    —¡Qué regalo tan estúpido!

    No lo dudó ni un segundo más, alzó la espada que sostenía en su mano y cortó la cabeza de la niña. Su madre gritó y su otra hija se aferró desesperada a sus brazos. No perdió más tiempo y asesinó a ambas.

    El lirio amarillo cayó al suelo y lo pisó con su bota.

    Despertó llorando.

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    Nacira intentó no pensar más en aquel sueño que había turbado sus horas nocturnas; es más, con todas sus fuerzas se concentró para poder sacarlo de su mente y pretender que nada diferente había sucedido con su memoria. Tal vez, escuchar las terribles historias de destrucción de los fuego-insan, le habían calado hondo en su corazón y un sentimiento de impotencia y lástima había provocado la horrible visión. Pero en realidad, no había significado nada. Sí, eso era lo mejor que podía creer.

    No comentó a nadie sobre lo que angustiaba sus pensamientos, y aún los demás no se sentían en plena confianza de presionarla para hacerla hablar. Decidió entonces, ocupar su mente con tareas diarias y lecciones de medicina e historia con Hakim, quien diariamente repartía sus conocimientos entre los niños y jóvenes de la comunidad. Atendía pequeños grupos de hasta diez alumnos cada uno, y Nacira los acompañaba cada vez que sus labores se lo permitían.

    Rahim era un alumno inteligente y habilidoso. No obstante, constantemente era atacado por las tentaciones del sueño y cuando Nacira menos se lo esperaba, lo sorprendía cabeceando en las clases de su padre, lo cual provocaba el disgusto del hombre y la angustia de la joven. Entre las sorprendentes formas de crear plantas, hierbas y flores con las manos, y los codazos dirigidos a Rahim, Nacira imaginaba lo dichoso que sería el día en que descubriera que ella misma podía reproducir tan grandiosa hazaña. Aunque después de algún tiempo, la esperanza se le empezaba a escurrir como granos de arena que

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