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El espíritu de Uayamon
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Libro electrónico184 páginas2 horas

El espíritu de Uayamon

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En julio de 1847 dio inicio la Guerra de Castas en Mérida, los indígenas mayas se rebelaron debido a las profundas diferencias sociales y económicas en las que se encontraban. Atacaron la hacienda Uayamón en la ciudad de Campeche el día que se celebraba la Primera Comunión de Josefina Carvajal, hija única de los propietarios de la hacienda. Ese día la niña desaparece de manera misteriosa.
Años después, en 1987, Beatriz y su padre llegan a la hacienda para llevar a cabo su restauración, al poco tiempo que la madre de Beatriz se hubiera suicidado. Ahí conocen a Balam Canek, un niño maya, quien los introduce en la fascinante mitología maya: El yaxché o árbol sagrado, el Xibalbá o inframundo y diversas leyendas que giran en torno a la antigua hacienda henequenera. Mientras tanto, Beatriz conoce a una niña que nadie más ve. Ésta le hace prometer que algún día regresará. Después de muchos años Beatriz regresará a cumplir su promesa esta vez acompañada de su hija Inés, quien desaparece. Para rescatarla deberá adentrarse en el Xibalbá, develar el secreto que ha guardado Josefina Carvajal, perdonar a su madre y encontrar su liberación.
Trepidante historia que avanza entre el presente y el pasado, en donde la vida y la muerte se mezclan en búsqueda de la redención, en donde los vínculos no mueren y el amor es capaz de curar las heridas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 sept 2021
ISBN9788411141772
El espíritu de Uayamon

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    El espíritu de Uayamon - Sandra Fernández

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Sandra Fernández

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1114-177-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    A mi hija Elena, que me susurró esta historia sin darse cuenta. Entonces supe que algún día se la devolvería… Aquí está: es tuya.

    A mis padres que me inspiraron a iniciarla. A mi esposo que me impulsó a terminarla.

    Y a todos aquellos que retomaron el vuelo, antes o después. Que su memoria nunca muera… solo trascienda.

    .

    La mayoría de nosotros estamos aprisionados por algo. Vivimos en la oscuridad hasta que algo enciende la luz.

    Wynonna Judd

    PRÓLOGO

    Salvar el alma requiere enfrentarnos a la oscuridad que encierra el pasado para mortificarnos. En el Espíritu de Uayamón, Sandra Fernández construye una trepidante historia donde la protagonista Beatriz Sorni debe transitar un largo camino para saldar las cuentas de su pasado. Todo esto dentro de una cosmología maya que se hace palpable desde el inicio hasta el épico y sorprende clímax, en el que la liberación del alma es posible no sin antes hacer sacrificios que sitúan la balanza nuevamente en equilibrio.

    En la hacienda de Uayamón, el espíritu de la niña Josefina Carvajal ronda sin descanso. Su historia, que se remonta a muchos años atrás a la época colonial, se anuda con la de Beatriz Sorni, mujer atormentada por un pasado gris que la persigue a donde quiera que ella va, sufriendo el abandono y la imposibilidad de encontrar felicidad. Ella deberá liberar a Josefina para poder liberarse a sí misma, y así lograr entender que la muerte es una fase de un ciclo cósmico que atañe a todos los seres.

    Beatriz deberá regresar a la hacienda para desentrañar el secreto que a su vez la hará cumplir con su destino. En esta aventura, la sabiduría de Balam Canek será decisiva, conocedor de los secretos ancestrales de la tradición maya, llena de misterios y prodigios.

    La aventura por los sortilegios del presente lleva al lector a enfrentar los propios miedos y encarar al mal acechante, con el fin de salir victoriosos de las tinieblas en una trama de acción, sentimientos y emociones múltiples que se desgranan al vuelo de las páginas con aliento poético.

    Estamos seguros de que el lector, tras finalizar la novela, intuirá secretos en los que nunca había reparado. En la certeza de que es el amor el que finalmente nos libera de las cadenas opresivas de la muerte para llevarnos hacia la luz esperada en dichosa trascendencia. Y que, así, la muerte es sólo un elemento cósmico más, perfectamente engazado a la misma vida.

    PRIMERA PARTE

    Año 1987

    Corría en medio de la oscuridad. El corazón le latía agitado. Sentía la fragilidad bajo la piel y ese miedo que te hiela la sangre, iban tras ella. Lo sabía desde que vio sus rostros enfurecidos, fuera de sí; la perseguían y no iban a detenerse. Las ramas le arañaban las piernas, tropezaba y se levantaba de nuevo. Escuchaba gritos lejanos, lloraba desesperada.

    El fuego abrasaba el bosque y lo iluminaba con destellos de luz que convertían a los árboles en figuras fantasmagóricas. Su vestido, hecho jirones, se enredaba en la maleza. Escuchaba las voces cada vez más cerca. «No mires hacia atrás, sigue adelante, no te detengas», se repetía a sí misma. Oscuridad. Sombras. Resbaló y cayó en un pozo muy profundo. Siguió cayendo. Descendió hasta que se sumergió en el agua. No sabía qué estaba pasando. Solo un silencio sordo la envolvió.

    —Despierta, Beatriz —su padre le hablaba angustiado. Ella despertó sobresaltada—. Estabas gritando, tienes el cabello empapado —le dijo.

    —Me perseguían. Los árboles se incendiaban alrededor de mí. Me querían lastimar. Fue tan real el sueño —dijo Beatriz agitada.

    La voz se le quebró y los sollozos no la dejaban respirar.

    —Fue un mal sueño, hija. No fue real. Respira —le dijo su padre, mientras la estrechaba entre los brazos y la mecía suavemente.

    Beatriz se soltó a llorar. Sus manos estrujaban la suave tela del pijama azul celeste.

    —¿Fue mi culpa verdad? Mi mamá se fue porque se enojó conmigo —dijo, como si al final lo comprendiera. Su rostro se ensombreció.

    —No fue tu culpa que tu madre se haya ido. Ella te amaba —añadió Eduardo con un hilo de voz.

    ¿Cómo podía explicarle a su hija algo que él tampoco comprendía? La miró como se mira a una niña indefensa y frágil, y entendió que quizá él no era el padre que ella necesitaba. No podía darle esa fortaleza que él simplemente no tenía, pues se sentía tan roto como ella. Después de la muerte de Isabel pensó en irse lejos de la Ciudad de México, a un lugar en el que no los conocieran, en donde no tuvieran que explicar una y otra vez lo que había sucedido.

    Sin dudarlo aceptó la propuesta de remodelar una antigua hacienda abandonada en Campeche. Quizá en aquel lugar encontrarían el valor para comenzar de nuevo.

    «Isabel Rioja Valverde. Suicidio consumado. 12:13 a.m. 29 de marzo de 1987. 35 años. Intoxicación aguda», rezaba fríamente el certificado de defunción.

    Eduardo recordaba ese día de marzo, el día de la muerte de su mujer, con una nitidez y una claridad como si hubiera sido ayer. El cuerpo inerte y pesado sobre la inmensa cama; los ojos inmóviles, como dos canicas azules carentes de brillo; los labios violáceos entreabiertos, dejando escapar quizá una última palabra que ya nadie escuchó; los largos dedos de sus manos, de pronto envejecidos, formando la señal de la cruz, quizá, como un inesperado arrebato de fe o quizá de miedo.

    En aquel frío cuarto de hotel de la colonia Narvarte perdido entre callejones flotaba un penetrante aroma dulzón a vainilla y a jazmín. Eduardo se asfixió al entrar en la habitación. Lo reconoció de inmediato, era Vanille Charnelle, el perfume que le había regalado a Isabel en su aniversario de bodas, apenas dos meses atrás, el 28 de enero y que, sin siquiera imaginarlo, sería el fiel y único testigo de una vida que se esfumaba.

    Desde entonces, el peso de la culpa lo atormentaba y lo perseguía, enredándose en sus venas como una hiedra silvestre, nublándole los sentidos por no haber sido capaz de mantener a su mujer con vida, por no haber visto las últimas señales. «Te odio, Isabel. Te odio por haberte ido, por habernos abandonado. Por rendirte», murmuraba con los labios apretados. Lágrimas gruesas rodaron por sus mejillas, como si una grieta se hubiera abierto en su interior y de ella emanaran a borbotones.

    Beatriz, exhausta, se durmió bajo el cálido abrazo de su padre. Él, recostado a su lado sin poder conciliar el sueño, miraba a través del enorme ventanal a la luna ocultarse entre las densas nubes, mitad temerosa y mitad cautiva.

    La noche languidecía, mientras a lo lejos se escuchaba el tenue sonido de una flauta entonando una antigua canción maya que se perdía en la inmensidad del cielo que los cubría. Escondida entre la maleza, una figura sombría los vigilaba bajo el cobijo de las sombras.

    Beatriz Sorni

    Beatriz se despertó con un sopor que le impedía abrir los ojos. Las piernas le pulsaban y tenía los brazos entumecidos. Se estiró con torpeza. Al incorporarse, una punzada de dolor en las pantorrillas la sobrecogió. Pequeños rasguños rojizos brillaban sobre la piel, pero no recordaba haberse lastimado el día anterior. Para asegurarse, lo repasó en su mente. Habían viajado por carretera, saliendo muy temprano; había llegado dormida a la hacienda, ya entrada la noche, y se había despertado en una sola ocasión, justo después de la pesadilla.

    Un escalofrío le recorrió la piel al recordar el sueño y se preguntó si había sido real. Lo pensó por un momento. Había sido tan verdadero… Se había visto a sí misma en medio de aquel bosque. Dejó la respuesta suspendida en el aire. Quizá se había lastimado durante el día y lo había olvidado. «Sí, eso debió haber sucedido», se dijo a sí misma. Si su padre le llegara a preguntar por los rasguños en las piernas, le diría que se había tropezado, él no indagaría más.

    Recorrió con la mirada el dormitorio. Se sintió diminuta a causa de las paredes altas, los muebles antiguos y las vigas de madera robusta que colgaban del techo. Olía a encierro y a soledad. Era nuevo para ella. En un rincón de la pared colgaba un espejo ovalado con ribetes dorados, una mancha grisácea en él le daba un aire siniestro. Después de meditarlo por unos segundos, se levantó de la cama con cabecera de forja y latón dorado, dejando en su lugar una silueta dibujada sobre las sábanas blancas. Caminó sigilosa sobre el piso esculpido con cuadros blancos y negros como si fuera una enorme tabla de ajedrez. Esquirlas de hielo se le clavaron en los pies desnudos y dio un ligero respingo.

    Se acercó al espejo. La imagen que este le devolvió no le gustó: su tez almendrada lucía opaca y sin brillo, el cabello marrón recién cortado le daba un toque pueril, lucía tan delgada como un palillo. Esbozó una media sonrisa que de inmediato se transformó en una mueca. Transitaba los últimos albores de su niñez y su aspecto no era algo que apreciara, se consideraba insípida. Estaba justo en esa edad intermedia entre la niñez y la adolescencia, la edad que es preferible olvidar.

    Tuvo el repentino impulso de tocar la mancha gris que se adhería al espejo. Acercó la mano, pero antes de siquiera rozarlo con la yema de los dedos se sobresaltó al escuchar un bisbiseo muy cerca de sus oídos, como si montones de abejas volaran a su alrededor. Retrocedió de un salto, dando manotazos al aire y cerró los ojos con fuerza. Cuando los abrió, el extraño sonido había cesado. En su lugar, una ráfaga de aire frío se había colado por la ventana, inflando las cortinas de algodón como las velas de un barco en altamar. Cerró el ventanal de golpe, sintiéndose una intrusa.

    A media mañana, al ver que su padre no estaba en la hacienda, decidió salir a explorar los alrededores del caserón. El ambiente se había tornado cálido y húmedo; la ropa se le pegaba a la piel y tenía la boca seca. Caminó entre las viejas paredes, las cuales no tenían puertas ni ventanas. El paso del tiempo las había deteriorado y ahora lucían enmohecidas y agrietadas, cubiertas de musgo. La yerba le acariciaba la cintura. Decidió encaminarse hacia un jardín de pequeñas flores blancas y amarillas cercado por bancas de piedra que se alineaban conforme a los cuatro puntos cardinales. Más allá, en lo alto de una cima, se extendía una escalinata que ascendía hacia una torre de piedra tornasolada.

    Entonces la vio. Había una niña parada sobre una roca junto a la torre de piedra. Su vestido blanco contrastaba con las sombras y las luces que se filtraban entre los árboles. El cabello oscuro, casi carbón, le caía sobre la espalda. La piel pálida, casi transparente, la hacía parecer un espectro de mirada ausente. En sus manos blancas como la espuma de mar sostenía algo que parecía ser un cordón. Beatriz imaginó que podría ser una cuerda para brincar, que quizá podrían jugar juntas. Sus ojos brillaron.

    Cruzaron miradas por un instante. La niña se apresuró a entrar en la torre de piedra a través de una puerta ovalada. Beatriz subió por la escalinata de escalones agrietados y atravesó la puerta que tenía inscripciones y símbolos mayas. La oscuridad en el interior de la torre la cegó. Un tenue rayo de luz se filtró por el techo de la

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