Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El Rufián
El Rufián
El Rufián
Libro electrónico257 páginas3 horas

El Rufián

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

“El olor dulce y amargo de los mangos fermentados entre las hojas en el suelo frente a su casa era trasladado por el viento, casi nunca había tanta brisa en San Diego por los días de junio, pero la luna ya había crecido todas sus fases y estaba llena, la noche penetró apacible y silenciosa, él podía sentir el olor del terror que se avecinaba porque la Pavita Muertera saltaba de una rama a otra sobre el árbol del Samán anunciando infortunio con su canto”. Un asesinato, un robo y la huida de España es el secreto mejor guardado de la familia Altivo, errores de los que nunca nadie habló: Santiago es el heredero de las desgracias de un pasado ensangrentado. Es una historia mágica, de drama, misterio e intriga donde el protagonista, siendo el último de su linaje nos muestra de forma misteriosa sus tormentos, leyendas urbanas, sabores, olores, fiestas populares, su manera de amar y de concebir el amor. Esta novela cuenta la angustiosa vida de Santiago Altivo, un personaje que sufre por situaciones inexplicables. Una presencia invade sus pensamientos haciendo que pierda la perspectiva entre la realidad y la fantasía, cambiando su manera de ser, y su retraída personalidad que nunca nadie supo cómo definir. El Rufián lo acosa, lo domina, absorbe su vida, controla su voluntad por lo que se pregunta constantemente: “¿Será que me estoy volviendo loco?”. De ahí surge una batalla con sus propias creencias, traumas del pasado, abusos familiares a los que fue sometido, pero Santiago dará un giro cuando Eva Rivas, su amante de ocasión, le sugiere asistir a la consulta de un psiquiatra quien juega a ser juez y Dios de la vida del protagonista, esculcando en sus más íntimos pero oscuros deseos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2024
ISBN9781662496134
El Rufián

Relacionado con El Rufián

Libros electrónicos relacionados

Artes escénicas para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El Rufián

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El Rufián - Carlos Luis Barrios

    cover.jpg

    El Rufian

    Carlos Luis Barrios

    Derechos de autor © 2023 Carlos Luis Barrios

    Todos los derechos reservados

    Primera Edición

    PAGE PUBLISHING

    Conneaut Lake, PA

    Primera publicación original de Page Publishing 2023

    ISBN 978-1-6624-9594-6 (Versión Impresa)

    ISBN 978-1-6624-9613-4 (Versión Electrónica)

    Libro impreso en Los Estados Unidos de América

    Tabla de contenido

    Agradecimientos

    El hilo invisible que nos une a nuestros ancestros va más allá del ADN.

    Carlos Luis Barrios.

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    Creditos

    Sobre el Autor

    Agradecimientos

    A Dios.

    A mis padres.

    A Raúl Ibarra.

    El hilo invisible que nos une a nuestros ancestros va más allá del ADN.

    Carlos Luis Barrios.

    26 de junio de 2009

    Cuando Santiago Altivo abrió los ojos con la visión un poco borrosa y aún yaciente en el piso, le dolía mucho la nuca, pudo haberse desmayado, al parecer había sido el caso, tenía las manos extendidas, se sentía casi sin fuerzas, comenzó por reconocer sus extremidades, movió algunos de los dedos de sus pies, luego de sus manos, la habitación era fría y húmeda, de momento no identificó el lugar donde estaba.

    —¿Qué me sucedió? —se preguntó a la vez que poco a poco fue moviendo su cabeza para mirar bien en dónde se encontraba. Junto a él un charco rojo que acabó por darse cuenta de que era licor.

    —¡Claro es vino! —dijo en voz alta. No recordaba haber bebido, pero estaba ahí.

    Sobre el líquido rojizo se reflejaban los pedazos de una lámpara rota en el techo, habían cristales quebrados a su alrededor, además vio unos pasos marcados en el suelo, claramente, alguien pisó el vino y se alejaban en dirección contraria a él. Esto lo dejó atónito, acelerando su corazón del susto. Dudoso, pensó, en que no recordaba haber estado con nadie en casa.

    —¿Estoy en casa?, ¿verdad? —aun confundido de no reconocer el sitio, se preguntó a sí mismo.

    Mirando de un lado a otro, identificando como un turista cada cosa que sus ojos le permitían ver desde el suelo, observaba el techo, las patas de una silla, el charco a su derecha, las paredes, fijó su mirada en un cuadro pintado en óleo que estaba colgado en la pared del costado izquierdo, que simulaba el andar de dos mujeres por un sendero de tierra cargando sacos y el sol sobre sus cabezas, recordó que a su abuelo Efraín le gustaba porque lo trasladaba a los tiempos en Villa de Mazo cuando eran muy pobres antes de llegar a San Diego. Se puso en pie y un poco mareado caminó tembleque tratando de agarrarse de las paredes.

    —Esta vez sí me dio duro —dijo con la voz gruesa que tienen los hombres recién levantados por la mañana y con un poco de tos de fumador.

    Desde el campanario de la iglesia San José el reloj anunció la hora, mientras que el olor dulce y amargo de los mangos fermentados entre las hojas en el suelo frente a su casa era trasladado por el viento; casi nunca había tanta brisa en San Diego por los días de junio, pero la luna ya había crecido todas sus fases y estaba llena, la noche penetró apacible y silenciosa, él podía sentir el olor del terror que se avecinaba porque la Pavita Muertera saltaba de una rama a otra sobre el árbol del Samán anunciando infortunio con su canto.

    La muerte, siempre atada a la sombra de Santiago Altivo, esa noche se hizo presente. Los pájaros negros salieron de los maizales alborotados por el claro de la luna, volaban en círculos sobre la casa a la vez que soltaban como lluvia sus excrementos, volviendo pestilente el aire que se mezclaba con el olor de los mangos podridos en la tierra.

    Los perros de los vecinos le aullaban a la luna, lo hacían con dolor, con lástima, parecían llantos de animales heridos, hienas; había tanta claridad que no era necesario que ningún faro de luz en los postes estuviera encendido esa noche.

    La Pavita Muertera seguía cantando, Santiago Altivo asomado en la puerta parecía poseído y endemoniado, su aspecto cadavérico, su delgadez, el cinturón de su pantalón largo de cuero marrón desteñido le daba más de dos vueltas, su camisa rapada, sucia, de líneas verticales que parecía alguna vez haber sido gris y azul, su cara era un pedazo de cuero viejo y maltratado que cubría un cráneo, las cuencas de sus ojos bien abiertos se hicieron plateados como la luna, creando una atmósfera de loca atracción llamando el deseo de la muerte aquella noche.

    Santiago Altivo caminó sobre la mierda que según las leyendas locales era el augurio de riquezas, pero esa noche no, ese suelo de estiércol era un poco más de la basura que había comido él a lo largo de su vida, un camino negro y tenebroso sería el sendero hacia su destino, era un pobre hombre, solitario, cuyas ansias estaban más vinculadas con el deseo de morir que el de vivir.

    Caminó poco a poco como un muerto a su propia tumba, lento, sin cuidado, a tropiezos, entregado, de hombros caídos, paso a paso, con los pies descalzos llenos de excremento animal, pestilente, nauseabundo, nubes de mosquitos y zancudos volaban alborotados en medio de la claridad, la estridulación de los grillos se metía hasta en los oídos de los muertos con su cri cri cri, mientras que las luciérnagas parecían pequeños luceros a la altura de su cara.

    Santiago Altivo con el brillo en los ojos que nadie jamás vio, con la vista hacia el Samán, guiado por la Pavita Muertera que estaba allí ya sin moverse, esperándolo, cuyos ojos eran tan plateados como los de él, podían comunicarse sin palabras, tanto él como el ave se entendían; sin vacilar caminó y sobre las raíces del inmenso árbol se apoyó para trepar, subió como un jovencito, no parecía tener fuerzas, pero lo hizo. Era la muerte la que estaba allí, el mismísimo demonio, todas las almas oscuras y perdidas que despiertan en busca de otras, cuando la luna está llena.

    Trepó y trepó clavando las uñas de las manos sobre la ruda corteza hasta despegarlas de su carne, hasta derramar sangre dejándola en cada parte del tronco para mezclar la savia con sus fluidos que las heridas fueron causando; solo miraba a la Pavita Muertera quien tranquila y serena como esa misma noche, sin moverse, aún parecía esperándolo con esos ojos grandes y redondos de ave rapaz, asechando a su presa, pero Santiago Altivo, no tuvo miedo jamás, ese día no, hazlo, hazlo, decía esa voz que en su cabeza daba vueltas, que lo poseía y lo dominaba como si fuese un verdugo.

    Llegando a las ramas altas, Santiago Altivo insistía en su ascenso, el ave parecía más y más lejos, pero él solo se movía y trepaba para llegar hasta ella, parado sobre la rama del árbol, volvió a mirar la luna llena, alumbrando el techo rojo de su casa; él estaba poseído por sus demonios, volvió la mirada y creyó llegar hasta el ave que al intentar tocarla voló rápido y cantó, cantó y cantó tan fuerte como tan rápido voló, anunciando la muerte que en todos los techos de San Diego esa noche se escuchó.

    Santiago Altivo, descendió en caída libre con los brazos abiertos con la gracia de Cristo en redención, con la misma mirada poseída por los fantasmas de su mente y su corazón.

    I

    Primera parte

    2 de enero 2009

    Las pesadillas nocturnas eran cada vez más frecuentes, esa noche despertó después de darse cuenta de que estaba en la casa de sus abuelos, donde nació y creció, caminó hasta llegar al baño y al mirarse en el espejo su impresión fue más fuerte que haber tenido un mal sueño. No era lo que recordaba de sí.

    —¿Qué me hice? —se preguntó.

    A la vez que tocaba su cara, sorprendido, de que las líneas de expresión recorrieran su rostro como un lienzo viejo y destemplado, era una calavera; miraba su frente, el borde de sus ojos, sus labios y todo hablaba por sí solo. Él, que siempre le tuvo miedo a la vejez, no se dio cuenta de que esta había llegado. Pero seguía preguntándose:

    —¿Qué fue de mi vida? —parecía no recordar en qué momento pasó el tiempo—. ¡Dios mío! —imploró en un intento de estirarse la piel del rostro para reconocerse.

    —Soy un viejo, ¡qué mierda! Un pedazo de viejo de 45 años —replicó en voz alta, tembloroso y enojado.

    Abrió el grifo del lavamanos y apoyándose en el borde mientras escuchaba el chorro de agua caliente empozarse y haciendo burbujas, a medida que se llenaba, el espejo se empañó.

    Cuando volvió la mirada su reflejo estaba borroso y al limpiarlo con la palma de la mano brincó del susto, tuvo la impresión de que había visto a alguien detrás de él, miró a su alrededor, abrió la cortina de la ducha para mirar y seguía solo. No pudo identificar qué era aquello que estaba detrás de él, pero se agitó, pues, seguía seguro de haber visto algo. Miles de preguntas daban vueltas en su cabeza y no entendió qué estaba pasando esa noche.

    —¿Quién será?, ¿por qué no me dejan los espíritus descansar?, ¿será que la casa está llena de fantasmas?

    Entre otras preguntas formuló Santiago Altivo en su cabeza.

    —Debo estar muy estresado —se dijo.

    Consciente de que algo estaba pasando, reflexionó que debía ocuparse, pero no sabía por dónde empezar, porque como a muchas personas a él le sucedía que aun siendo inteligente, no lograba cómo encontrar esa luz que le guíe hacia el camino correcto, sabiendo que su alma y su corazón están perdidos.

    Fue entonces cuando se dijo a sí mismo que debía prestar más atención a aquello que le estaba pasando, y para mantener la mente ocupada, Santiago Altivo retomó la escritura en su diario, porque sabía que en el papel podía plasmar sus temores, sus deseos y todas las tristezas que guardaban su corazón, los amargos sabores de boca y esos amores que llenaron de desdicha sus noches, entonces, se dirigió desde su cuarto hasta el estudio y con el lápiz sobre la hoja en blanco empezó con estas líneas:

    La idea de que estoy perdiendo la cordura se ha enredado en mi alma con una melancolía profunda y desgarradora. Me han envuelto sucesos que desafían la realidad, acontecimientos mágicos y sobrenaturales de un carácter tan inquietante que el mero acto de plasmarlos en palabras o siquiera susurrarlos despierta en mi un miedo abismal, eriza mi piel, siento que me acechan y no sé cómo actuar. ¡Dios mío! No quiero volverme loco, prefiero morir antes de no poder reconocerme, y es que ya no me reconozco, vivo una vida que no me pertenece, vivo por vivir y respiro porque mis pulmones se agitan.

    Algunas noches Santiago Altivo se sentaba en el estudio y pensaba en su padre Luis Altivo, su conciencia no le dejaba en paz porque el día de su muerte, este se encontraba molesto con él, su padre además de exigente, tenía una vida muy desordenada con muchas mujeres; había poblado San Diego de hijos a los que nunca reconoció como suyos, no obstante, era maltratador de mujeres.

    Era un hijo colmado de resentimientos contra su padre, no lo amaba mucho, nunca hubo afecto entre ambos, pero más era el odio que sentía por él, nunca recibió una palmada de gratitud por los logros alcanzados, fue el hijo al que dio su apellido, pero que jamás le llenó de orgullo, Luis asumía que Santiago debía sentirse privilegiado de ser quien llevara su apellido.

    Por años peleó con él, y lo odió tanto en vida como después de la muerte, pues, tan pronto el viejo murió, una fila de hijos bastardos se enfrentó a él para reclamar la herencia no repartida por Luis Altivo, para desventaja de todos los reclamantes, no había otro Altivo con vida más que Santiago.

    Entre tanto, Santiago seguía en el estudio, pero cuando los recuerdos de su padre venían a su cabeza se llenaba de rabia y revivía cada disgusto, cada humillación y las palizas que sin razón recibió.

    Santiago repasó los documentos de las propiedades que él apodó la discordia, lo hizo como para sellar en la memoria, que era en definitiva el único Altivo, aquella historia de hijos no reconocidos que lo había desgastado tanto emocionalmente, sin embargo, ganó; era el único heredero, todo era suyo, y aun habiendo ganado consideraba que fue más lo que él perdió en el camino que lo que quedó de un hombre quien en vida había sido su padre, y que hoy, ninguno estaba para aclarar los asuntos pendientes, ahora solo tenía tantos enemigos con quienes compartía lazos de sangre.

    Su padre había muerto con su abuelo Efraín Altivo unos años antes en un trágico accidente automovilístico; ese día su tío Virgilio Altivo bailó de gozo sobre la tumba de ambos, Santiago lo observó aplastar con sus pies las flores que reposaban sobre la tierra fresca, cuyos cadáveres aún tibios, empañaban el cristal de sus urnas.

    Un tiempo después, este fue encontrado muerto tras recibir múltiples disparos de perdigones de escopeta, mientras daba un paseo por las tierras que en vida compartía con su hermano. Según el comisario de la prefectura local, Virgilio, fue alcanzado por las balas de unos cuatreros que quizá pretendían robar ganado, aunque por la trayectoria de este personaje lo más seguro es que haya sido un ajuste de cuentas más que un accidente, la bala en medio de sus dos ojos fue mortal para acabar con la vida de este.

    Muchos cuentan que a pesar de la edad, Virgilio Altivo era de los que le ponía el ojo a las mujeres sin importar que fueran ajenas; al final el caso nunca se esclareció. Santiago Altivo y algunos otros sintieron un poco de satisfacción al saber que este también pereció.

    —No hay dos sin tres —dijo Santiago Altivo al ser llamado para identificar el cadáver en la morgue, lo miró un par de minutos esbozando una ligera sonrisa.

    Su mente seguía viajando en el resumen de sus recuerdos, el solitario hombre en el estudio escribiendo, tenía gran placer por esa habitación, porque era un espacio pequeño, pero bastante cómodo, había una ventana de manivelas que dejaba entrar suficiente claridad y la frescura de los días que lo inspiraban, desde allí podía ver un árbol de merey que en los días de más calor esparcía su dulce aroma.

    De pronto, comenzó a sentir que tenía la garganta algo seca. Se levantó para ir hasta la cocina y tomar un poco de agua, mientras caminaba, de forma repentina se sintió débil, sus piernas comenzaron a temblar y antes de llegar al refrigerador tuvo un fuerte dolor en el pecho, dejó de sentir el brazo izquierdo, un nudo apretó su garganta, el corazón palpitaba como redoblante de tambor, estaba asfixiado, no podía gritar para pedir auxilio.

    Comenzó a palidecer, intentó sostenerse sobre sus pies, pero no lo logró, poco a poco fue cayendo al suelo como en cámara lenta, él podía verse a sí mismo transfigurado, se estaba mirando fuera de sí, y antes de que su cabeza tocara el suelo, precipitado de un temblor profundo, abrió los ojos, tenía la cabeza caída sobre la mesa, estaba sentado en la misma silla; una silla vieja en la que durante muchos años su abuela Carmen Soler se sentó frente a la máquina de coser para hacer sus vestidos, de esos que eran como batas largas hasta los tobillos y ajustados a la cintura con un cordón de colores pasteles y grises, recordó el movimiento rápido y uniforme que ella hacía con su pie izquierdo para mover el pedal, a la vez que con su mano derecha guiaba el lienzo de tela hasta la aguja y lo recibía con la izquierda, pero era solo un recuerdo, él seguía ahí frente al escritorio mirando hacia la oscuridad que trajo la noche con el montón de papeles a un lado.

    El recuerdo no le hizo olvidar lo que vivió o quizá soñó, la cosa es que este episodio se había repetido varias veces y cada vez era más real, su frente sudaba, aún tenía aquella desagradable sensación en su garganta, el pulso estaba acelerado y la angustia no cesaba, tocó su cabeza y examinó su frente con la yema de los dedos porque tenía una ligera impresión de que se había golpeado.

    Aquella situación le preocupaba mucho y daba vueltas en su mente; pero estaba en el estudio:

    —¿Cómo podía ser cierto? —se preguntó.

    Parecía haberlo vivido y con cierta duda se levantó de la silla y con un poco de dolor de espalda por haberse quedado dormido se fue hasta su habitación. Tomó su presión con el equipo médico encontrándola totalmente normal, sin embargo, su cabeza estallaba del dolor como si hubiese recibido una fuerte contusión, así que Santiago Altivo se fue a dormir porque consideraba que debía descansar para poder olvidar lo que le incomodaba.

    Dos o tres días después seguía pensando en esa desagradable situación, intentaba distraerse volviendo al trabajo, escribiendo en su diario acerca de todo, de sus intereses, lo que le aquejaba y de vez en cuando escribió de la situación política de San Diego que cada vez era más simple y aburrida, pueblo en el que al parecer no había más gente con talento para gobernar que el mismo José Bonalde, fue el único alcalde en dos décadas, los años pasaron, pero las casas de adobe y sus calles empedradas eran las mismas, al igual que los problemas económicos y de sustentabilidad, la época pujante en la que la agricultura y la ganadería eran las fuentes de ingresos, cesaron toda vez que la renta petrolera se convirtió en la mayor actividad económica del país, ya casi nadie quería trabajar en el campo.

    Santiago Altivo odiaba y amaba a su vez la monotonía del pueblo que lo había visto nacer, el abolengo de las familias que quizá dos o tres generaciones se establecieron en San Diego, al igual que los suyos, no soportaba a las ancianas que iban todas las tardes con sus arrugados rostros a la misa de cinco en la iglesia San José, viejecitas que para él lo hacían más para divertirse criticando a la gente del pueblo que por escuchar el salmo del cura, daba por seguro que ellas también lamentaban sus aburridas y desdichadas vidas.

    Algunas que otras calles de San Diego eran de asfalto, porque los efectos del tiempo desgastaron las que en otrora fueron de piedras, este paisaje color sepia y aburrido era adornado por algún perro callejero lamiéndose los testículos con la pata alzada, las vecinas cruzando de una calle a otra recolectando chismes mirando a través de los ventanales de las imponentes casas al estilo colonial, mientras que los hombres quienes después de volver del campo se sentaban frente a la puerta con los botones de la camisa desabrochados hasta el ombligo abanicándose para soportar el sofocante y húmedo calor del pueblo.

    Asimismo, los borrachos de toda la vida, sentados a la sombra del Samán que se reencontraban por las tardes, bebían a pico una botellita de licor de anís que se terminaban antes de que cayera el sol, repitiendo la misma jornada cada día. Sin embargo, Santiago Altivo para disipar el aburrimiento desde joven leía acerca de todo tipo de temas, por buenos o malos que fueran escudriñaba cualquier libro, todo lo que tenía letras para él era un parque de atracciones y en especial Selecciones, visitaba a un amigo diferente cada día para no fastidiarse de ellos, sostenía rutinas semanales, se había condenado a sí mismo a vivir en un pueblo hasta quedarse con las tierras por las que su padre y su tío Virgilio pelearon gran parte de la vida, al final de la historia hubo un único heredero, quien sin amor hacia ellas las dejaba perder

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1