Las Memorias De Babel
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Las Memorias De Babel - Marcelo de los Rios
Las memorias
de BABEL
SKU-000502282_TEXT.pdfMARCELO DE LOS RIOS
Copyright © 2011 por Marcelo de los Rios.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2011917591
ISBN: Tapa Blanda 978-1-4633-1096-7
ISBN: Libro Electrónico 978-1-4633-1095-0
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.
Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.
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365621
Indice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 1
EN EL CAMINO HACIA LA montaña de Dos Ríos, Darío conducía un Mercedes rojo cardenal con el techo corredizo abierto. Tenía prisa por recuperar el maletín con los contratos por firmar que había olvidado en su casa. Los rayos de sol anidados sobre su calvicie encendían un circuito venoso en sus orejas. Como cualquier preocupación despertaría a la hidra escondida en sus arterias, trataba de pensar en su mujer voluptuosa que le amansaba la fiera que desde niño escondía en su espíritu.
Al llegar a su casa dio los buenos días a la empleada sorprendida por su pronto regreso. Le preguntó si había visto su portafolios de trabajo mientras acomodaba la casa.
-No señor, pero puede ser que esté en su habitación que todavía no he limpiado.
-Está bien, voy a mirar allí primero que nada.
Se dirigió a su aposento donde había dejado los olores de la noche junto a la persona que lo había convertido en un hombre bienaventurado. El recuerdo sin medida de los senos de su mujer iniciaba un hormigueo que suponía aplacar durante la siguiente media hora en su habitación. El seguía siendo un mamífero que necesitaba mover labios y lengua hasta el atoro.
Al entrar en su cubil, encontró a su esposa con la cabeza reclinada en su cama. Ella leía una carta. No se trataba del menú de algún hotel del Caribe, de esos que visitaba la pareja varias veces al año. Tampoco era la carta de navegación del crucero en que viajaban, ni el plano de la nueva empresa que estaban construyendo. Era una carta de papel parecida a una misiva, con algún mensaje dirigido a la persona que examinaba el escrito. Su deseo ardiente tendría que esperar hasta la noche.
A veces una carta puede ser el instrumento de los gitanos para inventar el destino de las personas desoladas, que inquieren una esperanza como promesa y expectativa de algo que pueda suceder en sus vidas. Pero esos son naipes o barajas que vienen en paquetes para jugar, para apostar incluso la vida. También son hechas del mismo material, un poco más grueso, bajo una mezcla de resinas y celulosas que se convierten en un amasijo de cartulina. Lo que Alexandra estaba leyendo se veía en su mirada, y constituyó un hallazgo para Darío.
-He regresado para buscar el maletín -apuntó en forma rápida el esposo, para explicar su inesperada visita.
-Me parecía extraño que lo hubieses dejado -sugirió Alexandra, con miras a ocultar entre las sábanas la carta.
-Ya casi me voy -señaló Darío.
Solo le tomó a ella unos segundos para que el mensaje y su papel se escondieran entre las cobijas utilitarias que albergan los cuerpos calientes refugiados del frío de la noche. Con las cobijas se podía gobernar su mundo, esconder historias, lujurias y memorias desprendidas del matrimonio.
Los olores húmedos de la covacha levantaban el ánimo de los gladiadores entrenados en la arena, como en los viejos circos romanos o en los redondeles para los toros. El olor a tierra mojada era lo que más recordaba de aquella primera vez en la batalla.
Alexandra también estaba sorprendida por la súbita aparición de su esposo. El la había agarrado en flagrante delito o engaño, como cuando se lee a escondidas un libro prohibido. Cada perro tiene su día, era como abrir una lata de gusanos, pero mostró su disposición apacible a pesar del descuido exhibido en su lectura.
-¿Quieres un café? - acertó a decir ella, levantándose rápidamente de la cama.
-De acuerdo, aunque tengo cierta prisa.
-Voy a la cocina y te lo preparo.
-No es necesario uno nuevo. Puede ser del que ya esté hecho.
-Muy bien - atinó a decir la esposa, al salir del cuarto con la mano en el bolsillo donde escondía la carta.
Darío se bebió el café en un solo trago, pero dijo que tenía que irse. Las malas noticias casi nunca tocan dos veces a la puerta, y la mujer que gozaba como compañía tampoco tocaría dos veces a la suya. Trataba de inventar una coartada, con la esperanza de enmendar el error de haber dejado su maletín en casa. La belleza de Alexandra le había roto su joroba de camello.
-Siempre es un deleite mirarte con ese camisón.
-Eres maravilloso y gentil. Maneja con cuidado - fueron las palabras de Alexandra, en el intento de borrar su disimulo.
A Darío le acompañaba la aflicción de la noche en que se desnudó frente a su esposa, con el desconsuelo de un cuerpo no preparado para las lides exigidas en el estadio de la más primitiva de las acciones sociales. Su barriga ocultaba las tripas infladas que tapaban el gajo, con el que habría de enfrentar esa faena, cuando tomó la alternativa con su mujer.
Un gajo podía ser cualquiera de las ramas de un árbol para fabricar el papel de la carta que ocupaba el interés de su cabeza. Pero el gajo suyo era una simple hoja de la rama, por lo que sentía la afrenta que le castigaba por su osadía. Con el esfuerzo que se requiere para salirle al paso a la vergüenza, al sentido de humillación, a la mortificación de su ánimo, tomó valor en las memorias de aquella noche en que cortó rabo y orejas, porque Alexandra había sabido gritar y llenar la plaza con sus sonidos hasta que tocasen los pasodobles. Había sido su espectáculo en la arena ante imaginarios espectadores, donde el coraje valía tanto como la espada.
De regreso a su trabajo sólo escuchaba el Bolero de Ravel que, en sus 16 minutos exactos de duración, marcaban el compás del trayecto a la oficina de Insumos Agrícolas en Dos Ríos. El volumen de la música escondía la interrogante sobre la carta que Alexandra había estado leyendo bajo las cobijas compartidas desde hacía más de un año.
Con Ravel trajo a la memoria el momento en que vio por primera vez a su mujer. Recordó la ocasión en que conoció a la bióloga que buscaba trabajo en su empresa. Lo que sabía del Bolero lo había aprendido con Alexandra debajo de la madriguera donde hacía unos instantes ella había escondido la carta.
Capítulo 2
ANGELINA ERA LA SECRETARIA MÁS eficiente de Dos Ríos. Además de ser la encargada de escribir la correspondencia, redactar las actas, dar fe de los acuerdos y custodiar los documentos de la oficina, era capaz de sepultar cualquier secreto, con lo cual honraba el étimo de su oficio. Su cuerpo parecía un moldeado griego o tal vez la bailarina de alguna carátula musical. Sin embargo, con sus ojos resistía y quebrantaba a cualquiera que la miraba. El intento de los hombres por acortar distancias era saboteado con esos dos agujeros azules que embellecían su cara. Parte de su trabajo consistía en recordarle a su jefe las llamadas hacia las empresas francesas importadoras de tomates.
La mente de Darío trabajaba en juntar figuras de valor sentimental. Recordó aquel periódico francés llegado a sus manos como un envío del destino, donde se anunciaba al detective que contrató para resolver uno de los más grandes problemas de Dos Ríos. A Sebastián, un trabajador de su compañía, lo habían incriminado de haber dado muerte a su novia.
La novia de Sebastián había sido encontrada a flote en uno de los caños donde el río almacenaba lo traído por las resacas. Unos cascotes constituían los restos de la occisa, que sin brazos ni piernas mostraba su tronco, cuello y rostro embalsamados por la saponificación cadavérica. Señalaban que la novia había abandonado a Sebastián poco antes de encontrarse asesinada.
-Cásate conmigo, Sabina, y yo no miraré sino a tu alma.
-Tengo miedo de tu pasión más que de la separación.
-Sabina, por favor, Sabina.
-Me estás desgarrando, apártate.
-No puedo vivir sin mi vida, no puedo amar sin mi alma, no tengo más adonde ir.
-Muchos años perdidos contigo, suéltame.
- Seré tu contendor, si te resistes.
Estos eran algunos de los parlamentos registrados por los periódicos que incriminaban a Sebastián. Pero aquel detective francés comprendió lo circunstancial de las pruebas de testigos presentadas por el fiscal y alegó la falta de precisión del patólogo en fecha y hora de la muerte. Como en Dos Ríos no acostumbraban hacer pruebas de ADN, Sebastián quedó libre de sospecha bajo el argumento de la duda razonable.
Esos recuerdos giraron en la mente de Darío, como si fuesen las notas del Bolero. Existía la posibilidad de que el mismo detective pudiese resolver el enigma de la carta de Alexandra, el misterio prioritario de su espíritu atormentado.
Darío también se regodeaba con la voluptuosidad de Angelina, pero entendía que cada quien tenía un sino que vivir o que sufrir. Estaba agradecido por su eficiencia administrativa mostrada dieciocho meses atrás cuando le permitió disfrutar su luna de miel. En aquellos momentos macho y hembra entregaron sus partes privadas a la fuerza del instinto, del afán, del deseo y del empuje.
-Angelina, necesito que te comuniques con Hubert, el detective francés.
-Muy bien. ¿Qué le digo a Monsieur Brouillard?
-Pregúntale cuándo puede venir para esta ciudad. Dile que es un asunto de mi empresa, que me llame más tarde al celular.
-¿Sucede algo que amerite sus oficios en la empresa?
-Siempre lo mismo, nada pasa. Simplemente que la empresa somos todos, tú sabes.
-Es algo secreto y sorpresivo que hay que imaginar.
-Sí, si no conoces nada no dirás nada, y te hará ser mejor secretaria.
-Lo tomaré como un halago. Voy a intentar contactarlo y le mantendré informado.
Le urgía tratar de resolver el asunto personal que le aquejaba, pues a lo mejor Brouillard podría acercarse a la carta. A lo mejor no habría nada que temer. A fin de cuentas una carta es sólo un pedazo de papel, un residuo nada temeroso de una planta caída. Por otra parte, su mujer estaba sola en su casa en una actividad intelectual semejante a la de su profesión, pues que siempre se daba a la tarea de leer libros.
La procesión o comparsa se habían convertido en una romería con elaboradas representaciones escénicas de historia, con un desfile de costumbres y caballos desbocados contra la capacidad racional de Darío. Su cabeza era ahora la de un simple animal doméstico con un solo pensamiento, la única verdad asumida, una esposa que se había convertido en el latiguillo de unos corceles sin jinetes cabalgando en su cerebro. Aunque el detective no tenía poderes de psicólogo ni de caballista, se ocuparía de la carta hasta averiguar quién la había escrito.
El pedazo de papel forjado de algún árbol derribado, hoja muerta que hubiese servido para dibujar un retrato policial, elaborar una lista de mercado o como billete de lotería, había sido manipulado por el destino en algún bosque lejano, para convertir el madero en apoyo y estructura de un mensaje. Ese pedazo de papel podía compararse a una paloma mensajera.
Capítulo 3
DESDE LA CASA COLIBRÍ ALEXANDRA llamó por teléfono a Ernesto, el pintor que vivía en una cabaña a escasos kilómetros del pueblo. Era un compartimiento visitado por ella en los días especiales, cuando sigilosa abandonaba su hogar para investigar de qué manera el artista le mostraba los trigales de Van Gogh. También se maravillaba acerca de la razón por la que se le conocía como el de la oreja rota. Ernesto había pintado sus senos parecidos a flores de chupa-chupa, pegados a una piel que marcaba el camino hacia su vientre, que en una dama no ha de llamarse barriga ni tripas ni vísceras ni panza.
-Recuerdo cuando estuvimos juntos el sábado.
-Y yo gobernaba el mundo en tus brazos.
-La suavidad de tu voz me estremece.
-Te escribí una carta para decirte acerca de cómo te sueño cuando no estás conmigo.
-De eso quiero hablarte. Me tomará apenas unos minutos, pero