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Para qué matar... si puedes hacer que sufra toda su vida
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Para qué matar... si puedes hacer que sufra toda su vida
Libro electrónico264 páginas3 horas

Para qué matar... si puedes hacer que sufra toda su vida

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"Si matas a una persona a la que odias, solo sufrirá hasta el momento en que fallezca. ¿Para qué matar... si puedes hacer que sufra toda su vida?".
Esta reflexión lleva a Dafne a viajar a España desde Brasil y enfrentarse con los policías que mataron a su marido, un importante miembro del Comando Primario en la Sombra (CPS-3.17.20). Desde la clandestinidad y apoyada por la mafia rusa, llevará a cabo una venganza cruel y despiadada, propia de una mente perversa. Sus acciones se entrecruzan con las de un asesino que padece ecopraxia (síndrome de imitación) y las de un exconvicto al que el inspector Adel investiga, por ser sospechoso de tres asesinatos, uno de ellos el del compañero que le traicionó y le robó a su esposa.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 dic 2019
ISBN9788417634513
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    Para qué matar... si puedes hacer que sufra toda su vida - Andrés Galán

    LEGAL

    SINOPSIS


    PARA QUÉ MATAR... si puedes hacer que sufra toda su vida

    Andrés Galán Monroy

    Si matas a una persona a la que odias, solo sufrirá hasta el momento en que fallezca. ¿Para qué matar... si puedes hacer que sufra toda su vida?. Esta reflexión lleva a Dafne a viajar a España desde Brasil y enfrentarse con los policías que mataron a su marido, un importante miembro del Comando Primario en la Sombra (CPS-3.17.20). Desde la clandestinidad y apoyada por la mafia rusa, llevará a cabo una venganza cruel y despiadada, propia de una mente perversa. Sus acciones se entrecruzan con las de un asesino que padece ecopraxia (síndrome de imitación) y las de un exconvicto al que el inspector Adel investiga, por ser sospechoso de tres asesinatos, uno de ellos el del compañero que le traicionó y le robó a su esposa.

    PARA QUÉ MATAR...

    si puedes hacer que sufra toda su vida

    A mis hijos Maite y Aser.

    A todos aquellos lectores que me animaron a escribir

    otra aventura del inspector Adel.

    1. REINSERCIÓN


    Abrieron la jaula y salía de ella un pájaro al que posiblemente se le había olvidado volar. Acariciaba la idea de que nadie le esperase a la salida de la cárcel de Basauri. Dejó vagar la mirada por los alrededores y se alegró de que así fuera. Alexis alzó la vista a un cielo de nubes grises y blancas, pequeñas y viajeras, que no presagiaban lluvia. Sonrió entornando los ojos. Por primera vez la vida le inundaba todo su ser, al recibir en el rostro los tenues rayos de un sol de invierno huidizo. Sonreía a la libertad. ¡Estaba libre! ¡Libre! Esa palabra resonaba en su interior, anchando sus pulmones, erizándole el vello de los brazos y traspasándole el alma de una brisa renovada, aires de libertad aspirados por todos los poros de su piel. Sentía la vida correr por sus venas en torbellino, respirar se convirtió en algo consciente y por unos momentos, con los ojos cerrados, se recreó en su propia respiración. Lo hacía con ansia, desterrando de su ser, el repugnante olor de la celda incrustado en los poros de la piel y el repelente olor del rancho arraigado en su ser.

    No pudo evitarlo. Un sinfín de retazos de su vida giraban en su mente como una ruleta, deteniéndose en Jaione y Bel un traidor que le metió en chirona, además de soplarle a su mujer. Como una ráfaga encendida de cólera y odio, el deseo de venganza le pasó fugazmente por la cabeza. Consiguió apaciguarle la frase de su compatriota Piotr Kropotkin por inquietante y demoledora: Cuando un hombre ha estado en la cárcel una vez, vuelve. Es inevitable, las estadísticas lo demuestran.

    Volvía a llamarse Alexis, ya no era un número, solo deseaba recuperar la ilusión atrofiada entre los ocho m² de celda y los sentimientos que se quedaron fuera, segados por la hoz de la condena. Paseó la mirada por el entorno y no lo conocía. Apenas quedaban zonas verdes al otro lado de la cárcel. Se paró un momento para revisar sus pertenencias. En el bolsillo del pantalón vaquero, un poco de calderilla, una medalla y las llaves de un piso donde jamás volvería. Sobre el hombro una chamarra de cuero y colgado del otro una pequeña mochila con un poco de ropa. En el bolsillo trasero del pantalón, una cartera con un par de billetes de diez euros. Era toda su fortuna.

    Arrojó las llaves en una papelera abrazada a la farola, calle abajo. Metió la mano en el bolsillo y extrajo la medalla de Nuestra Señora de Kazan. La besó y se puso la cadena de oro en el cuello. El martes había amanecido algo frío y los débiles rayos de sol que se filtraban a través de unas nubes grises, no habían elevado la temperatura. Se enfundó la chamarra de cuero algo desvaída, mientras observaba el edificio de ladrillo rojizo, con su torre de vigilancia al frente. ¡Jamás volveré allí!, pensó apretando los dientes.

    Salía rehabilitado o escarmentado, sin ningún deseo de reincidir y con el firme propósito de no volver jamás a la cárcel, pero el deseo de venganza volvía a asaltarle, sembrándole de inquietud, porque podía ser el billete de entrada otra vez en la prisión. Cuando un hombre vuelve a la cárcel, siempre lo hace por un delito mayor por el que ingresó la primera vez. Esa era otra sentencia de su compatriota. Lo desechó. Nadie merecía que se expusiera a volver a la cárcel y menos por su exesposa Jaione. No se explicaba cómo se dejó seducir por quien consideraba su mejor amigo y mucho menos la traición de ambos. Apenas controló una oleada de furia que le hizo cerrar los puños y apretar los dientes. Respiró hondo y se prometió que jamás daría la razón a Kropotkin, por mucho que lo deseara.

    Durante la estancia en la prisión, Jaione jamás le había visitado, demostrando que no significaba nada en su vida. Mantenía el firme propósito de olvidarse de ellos, pero estaba seguro de que se entrometerían en su vida y entonces no tendría más remedio que ajustarles las cuentas.

    La memoria tiene asociaciones que a veces no deseamos y de improviso, surgieron en su mente los rostros de los letrados que participaron en el juicio, a veces paternales y a veces inquisidores. La sentencia de la Sección Segunda de la Audiencia le condenó a siete años y medio de prisión, por robo con violencia con uso de armas y un delito de tenencia ilícita de armas. La Fiscalía pedía quince años de prisión, pero antes del juicio se alcanzó un acuerdo de conformidad, por el que reconocía los hechos y aceptó de buen grado penas inferiores a las que pedían el Ministerio Público y las acusaciones particulares.

    Gracias al artículo 46 de la Ley Orgánica General Penitenciaria, se le rebajó la condena por buena conducta, espíritu de trabajo y sentido de responsabilidad en el comportamiento personal y en las actividades organizadas del establecimiento. Para conseguirlo, solo tenía que hacerse la Shakira, ser ciego, sordo y mudo y tratar de sobrevivir hasta lograr su objetivo: Salir cuanto antes del talego.

    Permaneció unos instantes parado en la acera, frente al concesionario de Renault, sin rumbo, sin decisión. ¿Hacia arriba o hacia abajo? se preguntaba con los hombros levantados. Tras unos instantes de indecisión, se dejó llevar por el viento que le empujaba hacia el pueblo de Basauri. Pasearía por sus calles, se mezclaría con la gente, tomaría un buen café y recordaría como era su sabor y su aroma, tratando de arrojar de sí el asqueroso sabor del rancho.

    Un ligero escalofrío le recorrió la espina dorsal, un coche de color negro, con los cristales tintados se le acercaba. Se puso en guardia. ¿Podría tratarse del traidor? Siguió caminando. Estaba seguro de que le visitaría en cualquier momento, pero no esperaba que fuera en el instante de su salida de la cárcel. El coche reducía la velocidad. Reconoció al conductor, pero siguió andando hasta que el coche paró a su lado. Escuchó el chirrido de la ventanilla al descender y una voz fría y apática.

    –¡Ruso!

    No había duda, era Bel. Los nervios se tensaron y notó un ligero sudor en las manos. Nada bueno podía esperar. No había cambiado mucho, mantenía la misma mirada inquietante de sus ojos de sapo, el cabello ligeramente encanecido y unas estrías muy marcadas a los lados de los ojos. Sus labios fofos le produjeron un ramalazo de asco, al imaginarlos sobre los labios y la piel de su exmujer.

    A su lado Harry, un gorila antiguo socio de la banda, corpulento y mal encarado, de frente prominente y ojos hundidos que le daban aspecto de psicópata. Estaba seguro de que en el asiento trasero estaría un negro aficionado al boxeo, al que todos llamaban Legrá y cuyo coeficiente intelectual, arruinado por los golpes recibidos, era inferior al de los equinos.

    –¡Entra, Ruso! –ordenó Bel.

    –Gracias, pero prefiero pasear y recorrer las calles dándome el aire, hace muchos años que no siento esa sensación.

    –No me gusta repetir las cosas –dijo en tono amable, mientras mostraba el cañón de un revolver por la ventanilla.

    –No hay como pedir las cosas con educación.

    Entró en el coche. Antes de sentarse retiró varios periódicos atrasados a juzgar por su decoloración, echándolos en la balda trasera. El aspecto del coche ponía en evidencia lo que ya sabía de su dueño. El tapizado del techo presentaba una coloración amarillenta de nicotina que retenía el olor produciéndole unas nauseas que le retorcían el estómago y le llevaban de nuevo a la celda. El color de las alfombrillas asomaba tímidamente entre un manto de polvo y barro. Retiró los restos de comida que tapaban los periódicos, tirándolos al suelo. Intercambió una mirada de reprobación con Legrá, que sentado al otro lado ofrecía una imagen extraña mostrando una sonrisa desmentida por sus ojillos entornados y tristes. Se sentó con cierta reserva, apresurándose a estrechar la mano ofrecida por Legrá.

    –Me alegro mucho de que hayas salido de la cárcel, Alexis.

    –Todos nos alegramos –cortó Bel.

    –¿Se puede saber a dónde vamos? –preguntó Alexis, desconfiado.

    –No iremos muy lejos, necesitamos un sitio donde podamos hablar tranquilamente.

    –¿Cómo sabíais que terminaba la campaña hoy?

    –Nos informamos bien de lo que nos interesa.

    Temía por su vida, pero no le matarían mientras no les dijera dónde estaba el dinero. Esa era su única certeza y la única carta a la que podía jugar. La visión del cuello de Bel al moverse llegó a molestarle. Apartó la mirada de una piel con manchas blancas que amenazaban con llegarle al rostro. Sintió asco al imaginar esa piel en contacto con la de su exmujer. La imagen de ella yaciendo con Bel, piel con piel, le asaltó y por un momento pensó en echarle el brazo por detrás y estrangularle, pero no merecía la pena volver a la cárcel o estrellarse con el coche, ni por él, ni por su exmujer.

    Hacía muchos años que nadie le llamaba el Ruso, era un mote que le pusieron los compañeros de clase, cuando tenía pocos años y que le costó que le bailara algún diente y los ojos morados en peleas con sus compañeros. No le gustaba que le llamaran así, él había nacido en San Miguel de Basauri, en la barriada de Hernán Cortes, más conocido como Tánger, donde al parecer iban a parar la mayoría de los niños de la guerra, como lo fue su padre al que llevaron a las Casas Infantiles para Niños Españoles de Pushkin (Leningrado) y que regresó a Euskadi en 1957, con Tatiana la que sería su madre, una rusa de sonrisa dulce y mofletes sonrosados de mujik. A su pesar, el Ruso pudo más que Alexis y llegó a ser conocido por el apodo en todo el barrio y la escuela, a pesar de que había nacido allí.

    La marea estaba muy alta y amenazaba con invadir la curva de Elorrieta, pero pasaron sin dificultad. Circularon por la Ribera de Erandio, hasta llegar al edificio circular del metro y luego a mano izquierda por la calle Geltokia Hiribidea, estacionando el coche en el aparcamiento de Ramón Rubial. El último en bajar fue Alexis, que escoltado por Harry y Legrá fue conducido a un bar cercano, de grandes cristaleras y fachada integrada en el conjunto del edificio, precedidos por Bel, quien dio un abrazo al propietario.

    –La tasca es del hermano de Bel –le dijo Legrá, en plan confidencial.

    –Ya y os sirve de cuartel general para vuestras tertulias –contestó el Ruso.

    –Sí –contestó con una sonrisa bobalicona.

    El acceso al primer piso estaba cortado con una cadena enganchada a la baranda metálica de la escalera. Los peldaños de madera no eran muy gruesos y no se apreciaba desgaste alguno por las pisadas en el barniz. El hueco entre baranda y baranda estaba cerrado por placas de cristal que al parecer jamás habían limpiado. Harry retiró la cadena pasando el primero, mientras que con gesto hosco hacía una señal para que le siguieran. Se sentaron alrededor de una mesa rústica de madera sin barnizar y corrida, tipo cervecera. Fueron unos instantes de silencio denso, esperando a que subiera Legrá con algunos cafés y cervezas. Bel había encendido un cigarrillo y echaba el humo hacia cualquier lado, a la vez que miraba a Alexis, como el cazador apuntando a un animal indefenso.

    –Escucha Ruso, nadie quiere hacerte daño, pero es necesario que lleguemos a un acuerdo sobre el dinero.

    –¿Queréis saber dónde lo apalanqué?

    –Exacto.

    –Me quitaste la libertad y a la mujer que amaba, en cuanto lo sepas me matarás. ¡No estoy majara, ni dispuesto para eso!

    –¡Esto te bajará los humos!

    No lo esperaba. Recibió un brutal puñetazo de Bel en pleno rostro, que le lanzó al suelo de costado. Harry le ayudó a levantarse cogiéndole del brazo y de la solapa. Lanzó una mirada de odio a Bel, pero no respondió a la agresión. Además de la mandíbula dolorida, sintió algo viscoso en la boca, tomó una servilleta, se la pasó por los labios limpiándose un poco de sangre de las comisuras. La enrolló ocultando la mancha y la depositó a su derecha, sobre la mesa. Bel tenía la piel de los nudillos levantada y sangraba ligeramente. A su vez, tomó una servilleta, se limpió la sangre y la arrojó al suelo. Bel esperó a que se sentaran.

    –Este es el trato –dijo con voz monótona, pero autoritaria–, puedes contar con la cuarta parte del dinero y tienes nuestra palabra de que no te mataremos.

    –A mí me parece justo, al fin y al cabo, todos participamos en el atraco –se atrevió a decir Harry.

    Bel aplastó la colilla sobre un cenicero de propaganda, que antes había sido blanco. Alexis se levantó preso de un trastorno explosivo de ira, tenía palpitaciones y opresión en el pecho, pero no se daba cuenta de nada, fijando su atención exclusivamente en el rostro de Bel y sus ojos de sapo.

    –¡Olvidas que fui a la cárcel, gracias a tu chivatazo! ¡Grandísimo hijo de puta! ¡Tarde o temprano pagarás los años que permanecí en ella! –exclamó Alexis dando un fuerte puñetazo en la mesa.

    –¡Por tu bien, cálmate Ruso! –rugió Bel, apuntándole con el revolver.

    –¡De acuerdo! Ya estoy calmado, baja el arma –Alexis esperó a que guardara la pistola–. ¡Atajo de canallas, en su momento debí delataros!

    –La policía suponía que teníamos el dinero nosotros gracias a tu declaración y durante mucho tiempo estuvimos en su punto de mira. Por otro lado, hiciste bien en no delatarnos, sabes que te hubiéramos liquidado en la cárcel.

    –No lo dudo, pero tú hubieras sido el primero.

    –¿Nos dirás dónde está el dinero? –preguntó Bel con un tono mordaz.

    –Estoy seguro de que os interesa saber cómo se sobrevive en la cárcel, con tanto gánster y degenerado. Sobre todo, cuando los presos están al corriente de la historia y no se tragan que no tuviera el botín. Querían participar de un dinero tan fácil de conseguir, con solo apretarme convenientemente las tuercas. Resistí a las primeras palizas, pero pronto comprendí que solo tenía dos formas de salir de allí: con los pies por delante o pobre. No lo pensé y me busqué protección con el más sanguinario asesino que había en la cárcel. Bajo su tutela conseguí sobrevivir, pero a cambio exigió la mitad del dinero. Él se encargó de dar aire a todos los julandrones y le avisó al Malamadre de que yo era intocable, dándole un cinquillo en el estómago con un pincho de fabricación propia.

    –¡Por mí que se pudra en la cárcel ese sanguinario!

    –Allí era conocido como Panzram, por su parecido con el asesino más sádico de la historia y solo le queda un mes de condena –informó Alexis.

    –Cuando salga, tú estarás muy lejos y será imposible que te encuentre.

    –Exigió que le dijera dónde estaba escondido el dinero. Él lo sabe.

    –¡El dinero habrá desaparecido cuando vaya a por él! –afirmó Harry, dando un golpe en la mesa.

    –No es tan fácil. Si no encuentra el dinero os ejecutará uno por uno a todos vosotros, yo incluido. Tiene en su poder todo un dossier con vuestros datos y fotografías.

    –Te has cubierto las espaldas –dijo Bel pensativo–. Solución, nos dices dónde está el dinero y nos encargamos del sanguinario en cuanto salga de la cárcel.

    –No me gusta, no quiero ser carne de cañón. Si no me matáis vosotros en cuanto tengáis la pasta, me puede matar Panzram, si por cualquier motivo no acabáis con él.

    –¡No hay otro plan! –vocifero Bel.

    –Hay que tener paciencia. ¡Estoy entre la espada y la pared! Esperaremos un mes a que salga de la cárcel, nos citaremos en un lugar próximo al escondite del botín y le tenderemos una trampa.

    –¿Qué os parece? –preguntó a sus secuaces.

    –No nos da otras opciones –aprobó Harry, señalando despectivamente a Alexis–. Hemos esperado muchos años, podemos esperar un mes.

    –¿Legrá? –pidió su opinión Bel.

    –Lo que vosotros digáis –asumió.

    –Está bien, lo llevaremos a cabo. Quisiera no desconfiar de ti, por eso debes decirnos dónde está el dinero.

    –¡No puedo hacerlo! Cualquiera de vosotros podría tener la tentación de apoderarse de él y entonces yo sería hombre muerto.

    –¡Esperaremos un mes! –exclamó Bel con gesto agrio–. ¡Vámonos!

    –Espera un momento, necesito tu teléfono para estar en contacto.

    Bel lo escribió sobre una servilleta y se lo entregó poniéndolo sobre la mesa con un golpe de la palma de la mano.

    –¿Nos podemos ir ya?

    –Necesito dinero para poder ir a una pensión durante este mes.

    –¿Te basta con mil euros?

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