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Nido Para Un Ángel
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Libro electrónico348 páginas5 horas

Nido Para Un Ángel

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Dotado de una belleza fsica que su juventud pone de relieve y de una cultura poco comn en una persona de su edad, Sigfrido es como fruta codiciable que todos desean; pero su conviccin de que por encima del deseo est el amor y de que la amistad es la modalidad ms limpia del amor, lo pone fuera de su alcance.

Tanto su novia como su mejor amigo tambin tropiezan con la tentacin de asediarlo y cuando l mismo estaba al borde de sucumbir, se aleja de una y otro sin reproches y sin mostrar desencanto para acudir al lecho de muerte de otro de sus amigos, quien lo hace tambalear cuando escucha sus ltimas palabras: Para que el amor sea completo hay que amar con todo el cuerpo, no slo con el intelecto.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento4 dic 2017
ISBN9781506523033
Nido Para Un Ángel
Autor

Pedro Reyes Ginori

Ingeniero y escritor originario de Michoacn, Mxico. A temprana edad surgi en l la aficin por la creacin literaria. Fruto de esta aficin ha sido la publicacin del libro de poesa Madre Eterna, una coleccin de cuentos costumbristas El otro Antonio y una novela de ficcin Papalotl: La ltima mariposa monarca. Nido para un ngel es su segunda novela que publica, si bien prximamente publicar su segundo libro de cuentos y una seleccin de su obra potica.

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    Nido Para Un Ángel - Pedro Reyes Ginori

    CAPÍTULO I

    EL PRESAGIO

    Al romper la membrana del bostezo, su hermosa voz de bajo-barítono llegó desapacible y tartajosa a su destinatario.

    - Oye, Sigfrido –le susurró acercando sus labios hasta casi tocar su oreja-: cuando termine esta clase quiero que me acompañes al bar. Carlos nos esssspeeeraaa…

    En la última vocal, Ángel no resistió más y abrió su boca pasmosamente como pescado agonizante que, extenuado por la verborrea del profesor, aún se convulsionara víctima del aburrimiento sobre el litoral del nocturno viernes. Hubiera preferido caer de sopetón en el lunes desde la plataforma del jueves, pero se había comprometido con Carlos y no hubo más opción que la de ir a la Preparatoria para esperar a Sigfrido en cualquiera de los corredores del vetusto edificio de la que fuera la Pontificia Universidad. Aunque, pensándolo mejor –decidió- no estaría de más hacerse visible ante el profesor de Ciencias Sociales, particularmente por aquello del derecho a examen. ¡No fuera a tener la ocurrencia de negárselo!

    Así que entró al salón y se sentó junto a Sigfrido. Pero bastaron dos retahílas de vocablos acuñados por la Jurisprudencia para que la jerigonza con ribetes de oratoria le provocara el efecto soporífero al cual debía resistirse hasta el paroxismo de la agonía.

    Había olvidado en dónde escuchó que cuando una tortuga muerde a una persona, deja de hacerlo solamente si oye rebuznar a un burro blanco. De igual manera su somnolencia: estallaba como pompa de jabón sólo en virtud del timbrazo que ponía término a la sesión, de ningún modo antes.

    No es que le fuera ininteligible o que careciera de interés la clase. Por el contrario, Ángel captaba el sentido… Sí, lo captaba, hasta el más oculto y retorcido de cuyo ensamblaje iba surgiendo un complejo edificio cimentado en fórmulas utópicas: Los derechos de los ciudadanos, la justicia, la igualdad ante las leyes… ¿Qué cuentos eran esos? Había visto demasiadas turbulencias en la ciudad y no pocas en el lugar del cual era originario, mismas que habían quedado grabadas en su memoria, si bien las de su terruño se mostraban desnudas a la luz del día y a los cuatro vientos.

    Cuánto hubiera dado por conocer la fórmula para olvidar algunos recuerdos, como el de que su propio padre hubiera asesinado al hombre con el que, sin saberlo hasta la víspera, compartía la misma concubina. Su amado padre, uno de los comerciantes más adinerados, continuó incólume detrás del escritorio de su despacho, dirigiendo su enorme establecimiento, como si nada hubiera ocurrido y desestimando las repercusiones que sobre los sentimientos de su madre tendría tal acontecimiento, no tanto por la conducta revanchista de ésta, sino por el desenlace fatal que lo arrancó de su hábitat natural y lo dejó sin su padre cuando tuvieron que establecerse en el ambiente hostil de la capital del país.

    Hay de recuerdos a recuerdos…

    La auténtica, la persona real, es sus propios recuerdos –Ángel continuó reflexionando para escapar del sueño-. Cada quien habla de sí mismo acarreando el pasado, o sea, recordando. Por eso conocemos a las personas a partir de la comunicación. Por supuesto que no se habla de todo lo que se recuerda, pues deliberadamente escamoteamos los agentes erosivos de nuestra imagen; pero hasta lo que callamos forma parte de nuestra historia pública. Basta leerla entrelíneas.

    Donde es ajena la voluntad es en el olvido; en este rango se aglutinan todas las vivencias que conforman nuestra prehistoria, no por el orden cronológico de su hallazgo sino por imperativo de sobrevivencia. De ordinario nos empeñamos en confinar en este escondrijo algún recuerdo tan fastidioso como la esquirla en un ojo, pero con frecuencia nuestro empeño se revierte en obsesión. Entonces invocamos salidas, una de las cuales sería la del escape onírico.

    El sueño es la alquimia de los recuerdos.

    Aventurarse por ese camino sería atentatorio –pensó Ángel-, ya que estaría en juego la aprobación del curso de Ciencias Sociales impartido por un profesor intransigente con los dormilones. Con seguridad, la aceleración gravitatoria sobre la cabeza es directamente proporcional al deseo de dormir –Ya pienso como Newton… ¡Mejor me voy a parar!- Pero ponerse de pie para no delinquir es delatarse y este solo hecho predispone al profesor en contra de quienes hacen de su oratoria una canción de cuna.

    Ángel hubiera preferido ser víctima propiciatoria en los ritos de Xipe-Tótec que verse forzado a divagar en recuerdos que le dolían por debajo del epitelio… más, mucho más profundamente, como tributo atroz a la diosa Vigilia.

    - Qué dices… ¿Vamos? –Concluyó rumiando las últimas migajas de su modorra.

    Sigfrido asintió sin pronunciar palabra en tanto que, incorporados al tumulto estudiantil, descendían por la lengua zigzagueante de la desgastada escalinata colonial. De pronto alguien gritó:

    - Oye Anita: préstame tus apuntes de la clase de ayer.

    El impulso previo le permitió a Anita zafar bruscamente su esbelto brazo de la mano que había intentado retenerla y con la misma rapidez con la que continuó avanzando correspondió con otro grito:

    - Mañana te los prestaré. No puedo demorarme porque mi primo se gradúa en el Paraninfo y el examen está a punto de comenzar. ¡No quiero perdérmelo!

    Como las campanadas de Catedral para un musulmán así fueron las palabras de Anita para Ángel, excepto una: Paraninfo, cuya vibración le hacía guiños insistentes en la mente mientras cruzaban el patio embaldosado que enmarcan las bellas y a esta hora sombrías arcadas del claustro.

    Tanto Sigfrido como Ángel emergieron de su inconsciencia ante las puertas del Paraninfo, abiertas de par en par. Siempre (y ya se encontraban en la recta final del bachillerato) las habían visto celosas guardianas de ¿tesoros, vergüenzas, ignominias, miserias…? Era su gran oportunidad.

    Ángel se introdujo en una gota mental. Un pequeño recuerdo se apoderó de su voluntad. Breves frases de Carlos resonaron seductoras, con una fascinación suavemente irresistible. ¡Por fin vería los frescos de Rivera!

    Traspuso el umbral sin titubeos, con el aplomo egoísta y efímero segregado por una conciencia extrema de su singular persona, distante años luz de cualquier otra aunque ésta fuese Sigfrido, a quien denominaba uno de sus dos mejores amigos y a pesar de que se hallara junto a él… Casi parte de él.

    La mansedumbre inusual de Sigfrido era un obsequio exclusivo para Ángel. Crítico y participativo por natural disposición, consentía en ajustarse al errático Ángel sin otro objetivo que el transitorio de sentirlo próximo. Pero esta anhelada cercanía, cuya plenitud era un acontecimiento dominical, le estaba vedada porque jamás se arriesgaría a ser mal tercio, ya que Ángel le dedicaba ese día a su novia. Tal impedimento desaparecería si él tuviera novia también; pero se había propuesto abstenerse de ese compromiso hasta concluir el bachillerato. Sin embargo, la complicidad de dos eventos demolió su propósito: uno fue el hecho fortuito de convertirse en el novio de Beatriz y el otro su permanente propensión a sucumbir al magnetismo de Ángel. De este modo, la compañía de Beatriz le allanó el acceso a la doble y simultánea experiencia: el noviazgo entre Patricia y Ángel y el suyo con la propia Beatriz.

    Imposible adentrarse más allá del vestíbulo. A decir verdad ni hacía falta, pues desde ahí apreciaban en todo su esplendor los frescos, ya que el recinto se hallaba iluminado hasta la asfixia. Ángel entró en éxtasis. Sigfrido atisbaba la euforia contemplativa de su amigo, la alegría un poco desproporcionada que se traslucía por cada célula de su rostro, y se dejaba contagiar solidariamente por el entusiasmo de Ángel, emanado de su anhelo hasta entonces insatisfecho de ver este mural.

    Su admiración por la pintura de Rivera fue el incentivo para que Ángel viajara a ciudades del país así como a las de los Estados Unidos de Norteamérica donde las hubiera; pero este mural, La Creación, en la vecindad de sus ojos casi permanentemente, le había sido inalcanzable. ¡Qué ironía! Jamás se presentó la coyuntura para formularle al director del plantel las palabras mágicas, el Abracadabra cuyo conjuro aboliera la obstinación de las puertas siempre cerradas del Paraninfo.

    Así pues, la influencia del muralismo sobre la decisión de Ángel por elegir la carrera de pintor era indudable y contundente. A esta conclusión había llegado Sigfrido, si bien tal dictamen adolecía de un soporte precario: ignoraba hasta qué punto era una garantía el aplomo con el que Ángel le aseguró que su vocación de pintor era más clara que la yema, y qué tan genuinos eran sus sueños de llegar a alternar con pintores famosos; pero no para estacionarse en la etapa embrionaria de la ayudantía, como le había sucedido al padre de Carlos que, siendo ayudante de Rivera, nunca logró destacar.

    - Tú lograrás cualquier meta que te propongas –Pronosticó en aquella ocasión Sigfrido.

    Pero como le resultaba incomprensible y repelente la obra pictórica de Rivera, formuló en silencio votos solemnes para que el pincel de su amigo se elevara por encima de los monigotes que los críticos institucionales enaltecieron al rango de obras de arte, según el juicio de su profesor de Artes Plásticas.

    Frente a frente con La Creación, le chocó su estatismo y la inexpresividad de los rostros; pero, sobre todo, se esforzaba por desentrañar la razón, el significado de que fueran predominantemente personajes femeninos y terminó por preguntarse: ¿La creación de qué? al rememorar la Capilla Sixtina. No hay duda – reconoció- aprenderé muchísimo de Carlos… si algún día llegamos a relacionarnos. Y para no perturbar el profundo arrobamiento de Ángel, con mucha cautela colocó en el piso el pesado maletín en el que cargaba siempre sus libros, dispuesto a esperar su resurrección a la realidad. Este movimiento elemental e intrascendente, a quien reincorporó a la realidad inmediata fue a él mismo, convirtiéndolo en un elemento más de la multitud que había tomado por asalto el anfiteatro mucho antes que ambos llegaran y de la cual sobresalía sordo, nervioso, casi apagado, el rumor que precede al estallido del silencio.

    Desplazándose resueltamente en él, acceden al proscenio dos hombres vestidos de etiqueta. El más joven de ellos se aproxima al piano y al tomar asiento se desata un nutrido aplauso. Este exabrupto rozó apenas los litorales de Ángel, pues su mirada (Brochazo inmaterial vagando entre los del fresco) era una nave en lejanías jamás consumidas.

    Inmerso en la orgía pictórica del mural, los primeros acordes orquestales –Espada de fuego que activa paraísos magnéticos-, provocaron en Ángel un efecto similar al de un cuerpo ligero que, retenido en el fondo de un líquido, se suelta súbitamente, salta fuera de la superficie y al caer, sólo una parte mínima de él queda sumergido.

    En Sigfrido no prosperaban esos dilemas. Triplemente absorto, las vibraciones visuales, auditivas y corporales no se contraponían: armonizaban. Sin la vehemencia voluble, exaltada, común en los de su edad, mantenía a raya su fina sensibilidad, aunque ésta, como los ojos de algunos insectos, poseía receptividad múltiple; así, transforma la proximidad de su amigo en una vibración complementaria que descuella de las otras al revelarle el significado supremo que las obras de arte ocultan a menudo: el amor.

    Para ambos amigos este era el primer concierto sinfónico al que asistían. Aunque Sigfrido poseía la cultura musical suministrada por las grabaciones magnetofónicas y Ángel solía pasarse horas enteras tocando en el piano de su tía canciones populares, jamás habían puesto un pie en los santuarios de Euterpe. Ciertos escrúpulos los predisponían contra cualquier evento gregal. Profundamente conmovido por la experiencia que estaba viviendo, Sigfrido se formuló inquebrantable propósito de asistir en el futuro a las salas de conciertos de la Universidad.

    El primer movimiento del concierto concluyó. La imponderable seducción del andante desnudó de nubes al diluvio cuyo rumor sedeño de pájaros sonámbulos desglosaba el incendio en filamentos irreprochablemente cenitales, en ascensión gradual que culmina en voluptuoso misticismo. Los dos amigos iban desmaterializándose al compás de los acordes que se sucedían unos a otros y cada acorde fue decantándolos con la prodigiosa rapidez del vértigo hasta deslastrarlos. Adherido a su corazón ingrávido, Ángel levitaba. Cobraron materialidad los efluvios sonoros y en sus ondas apacibles bien era un cisne, un cardumen, o la propia corriente maravillosa que diluye fronteras entre el interior y el exterior, haciendo del has el envés, del aspirar el expirar, del arriba el abajo… Y un viceversa indomeñable confiere a esa sustancia fluente que se trenza y se destrenza –cabellera de reverberaciones- fulgores que propagan ternuras por todo el cuerpo, suavizándolo, imprimiéndole su tersura, maleabilidad, ductilidad y su plasticidad. Ángel presentía la inminencia de su propia metamorfosis, imperceptible, aún para Sigfrido, pues de su entorno todos habían desaparecido dejando sólo el remanente de sus vibraciones.

    Pero estaba equivocado porque fue la primera vez que Sigfrido le vio las alas, un solo instante, brevísimo lapso previo al fortissimo proferido por la orquesta, cuyo estallido perforó sus tímpanos, espada que deviene en lánguida deyección magmática y ésta en breve burbuja que mantiene cautivo al cíclico instante renuente a la extinción. Parpadeó su mente: ¿Será obra de mi fantasía?

    Sin respuesta, miró al rostro de Ángel.

    A la coda del tercer movimiento se añadió nutrida cauda de aplausos.

    - ¿Ya quieres retirarte? –Preguntó Sigfrido.

    - No.

    Esa sonrisa en código, adjunta a su lacónica respuesta era inequívocamente descifrable: Sigfrido era libre sin restricción alguna de irse o de quedarse. Ángel se replegaba siempre a territorios extranjeros a sus decisiones.

    El desamparo es como el cáncer y debe extirparse en su etapa temprana. Sigfrido se apresuró a esgrimir el ágil bisturí de sus palabras:

    - ¡Qué bien!… Vale la pena quedarse. Toma, lee el programa si quieres –Y le entregó una papeleta impresa, arrugada y polvorienta que había rescatado del piso cuando dejó su maletín portafolios sobre él.

    Como en el recinto "no eran todas las que estaban", aquellas personas que aplaudían al término de cada movimiento habían llegado al límite de su resistencia e hicieron mutis aprovechando la pausa que siguió a la ejecución del Concierto No. 21 de Mozart.

    Recién se habían sentado cuando el examen se reanudó.

    La orquesta inició lánguidamente el Concierto No. 2 de Liszt; mas, en breve, tempestuosos acordes contrastantes del piano sorprenden a Ángel que, sobrecogido, se apoya en Sigfrido, permaneciendo así, trémulo ante la espera de otras premoniciones que lo desgajen de un tallo imaginario.

    Para Sigfrido la música pasó a segundo plano. El contacto entre su cuerpo y el de Ángel lo había conmocionado; ese contacto que por inesperado percibía desbrozado y flagrante, hacía de sus instantes huidizo presente que jalonea el después descuartizado: satélite precario del futuro cuyos fríos hiperbóreos tiranizaban sus miembros. Debía sobreponerse, colocar sobre la cuerda vibrante el capotasto, so pena de que sus propios vaticinios se cumplieran prematuramente. Dominó su angustia invocando los nobles ideales que sustentaban sus amores… Pero sólo era una tregua más, no la primera ni la última. Pactó la primera aquel día mientras esperaba el camión y alguien a sus espaldas lo llamó. Le dio un vuelco el corazón al ver a Ángel que, con la boca a medio llenar por un trozo de torta, desdibujaba una sonrisa.

    - ¡Quiubo Sigfrido!… Qué haces por aquí.

    - Acabo de salir de la oficina donde trabajo –Acertó a contestar superando esa visible turbación que a Ángel le divertía siempre.

    - Yo creía que sólo los pobres trabajábamos.

    Como Sigfrido no contestara, seguidamente agregó:

    - ¿Ya comiste?… Te invito.

    -Me gustaría mucho, pero mi madre se preocupará si no llego a la hora de costumbre. Discúlpame, ya llega mi camión… Nos veremos en la escuela.

    Abordó y, sin darse cuenta, pasó por alto la obsesiva comprobación de que en el interior de los camiones urbanos no se cumple aquella ley de que ningún cuerpo puede ocupar el lugar de otro simultáneamente. También ignoró la cotidiana irritación que le causaban los múltiples y continuos manoseos de que era objeto su cuerpo, pues su otro yo se encontraba de viaje en un vehículo mucho más repleto: La imaginación.

    Sabía que para no exponerse a esos agravios hubiera bastado con asistir al turno matutino de la Preparatoria, porque Gabriel, su padre, lo transportaría haciendo una escala en el plantel rumbo a su trabajo. Pero esto significaba postergar su propósito de familiarizarse con los tejes y manejes del despacho que su padre poseía en sociedad con su amigo y colega Arturo Mendoza. Ahora se congratulaba de haber sobrellevado estoicamente todas las incomodidades, pues estaba convencido de que su vocación era la de contador público, como su padre.

    Su imaginación era una nave que no admitía disyuntivas: sus itinerarios se encontraban en su universo interior.

    Inesperadamente se abolían los plazos provisionales en espera del pretexto lícito para la comunicación con Ángel, repetidamente deseada en la Preparatoria ¿Por qué se había parapetado en esa ostensible arrogancia que desalentaba cualquier intento de aproximación, no sólo con él sino en forma generalizada? El tiempo de contestarse esta pregunta no había llegado para Sigfrido, pero sí el de darse cuenta de que si bien poseía un carisma tal que súbitamente se captaba la simpatía de quienes lo rodeaban, se sentía solo, en un aislamiento similar al de Ángel, según suponía; por consecuencia le gustaba pensar que la soledad los aproximaba, los hermanaba…

    Sigfrido evocó su agitada expectación de entonces, cuya espuma estallaba en coloridas moléculas de júbilo. ¿Cómo serán sus ideas?, ¿Conversarían de deportes, fiestas y bagatelas por el estilo?, o…

    Era viernes. Posiblemente fueran a platicar a alguna cafetería después de clases. Podía trasnochar (estaba dispuesto a cualquier asonada a lo consuetudinario), ya que los sábados solía quedarse más tiempo en la cama.

    Pero Ángel, como solía hacerlo de cuando en cuando, no asistió esa tarde a la escuela.

    El lunes siguiente uno de los profesores mutiló el tiempo y como prótesis asignó un trabajo de investigación bibliográfica. Los alumnos siguieron, a su vez, la costumbre de reunirse en la cafetería, donde se llevaban a cabo investigaciones que versaban sobre ellos mismos; pero minutos como esos, de alto quilataje, hasta Sigfrido se sentía incapaz de mancillarlos en las mazmorras donde se hallaban los libros en cautiverio.

    Al llegar el momento de presentarse a la siguiente clase, Ángel y Sigfrido permanecieron en la cafetería, no sin que éste venciera (si bien con sospechosa facilidad) los escrúpulos que le asaltaron.

    - No te preocupes –le dijo Ángel con una persuasiva palmada en el hombro-; después conseguiremos las notas de la clase. Además –agregó con impaciencia- ese profesor es un sedante. Es inútil esforzarme por evitarlo: termino por dormirme, a menos que logre atrapar un ratón.

    - ¿Un… ratón? –La perplejidad de Sigfrido no cabía en la pregunta.

    - Sí, hombre. Cuando el suertudo gato atrapa un ratón, lo exhibe a todos y cada uno de los habitantes de la casa y dejará de hacerlo hasta que el ratón fallezca de terror. Pues bien, el ratón representa la idea brillante que el profesor atrapa de chiripa… ¿Está claro? –Como Sigfrido afirmara con un gesto, Ángel agregó con aire de suficiencia- Tú sabes, soy provinciano y me gustan esas analogías.

    Y Sigfrido degustó el placer de reír por el descubrimiento de un ángel ingenioso: rió sin reservas, con una risa nueva que lo exhibía inerme a los ojos de Ángel.

    - Bueno ¡Está bien!… Quedémonos, aunque me va a dar pena pedir los apuntes –Contestó Sigfrido, más que convencido, seducido por Ángel.

    - Pues no debe darte. Ninguno de los compañeros se mide cada vez que pide tu ayuda para salir del atolladero.

    - Tal vez tengas razón. Admito que a veces sucede, pero nunca esperando cobrarme el favor. Por lo demás ¿cómo podría negar mi apoyo a los compañeros? –Argumentó Sigfrido y dando un sesgo agregó- Sin embargo, mi generosidad no es tal, pues a los compañeros les concedo únicamente lo que no me hace falta; en cambio, por un amigo… me quitaría sin vacilación esta camisa si la necesitara… ¡Aunque fuera la única que poseyera!

    - ¿Y cómo determinas… cómo sabes cuándo es sólo compañero y cuándo es amigo? –Cuestionó pausada y sarcásticamente Ángel.

    - Te pondré un ejemplo –Sigfrido lo tenía en la punta de la lengua pero se contuvo, como al borde de un precipicio; titubeó y finalmente saltó, resuelto a no caer en él sino a salvarlo-: Estoy aquí porque tú me lo pediste, pero no estaría si otro cualquiera de mis compañeros me lo hubiera pedido.

    La expresión en el rostro de Ángel mostró súbitamente una palidez delatora del intenso vacío que le estragaba el vientre; su mirada se endureció y con voz grave, ya grave de suyo, interpeló:

    - Y por qué esa distinción… ¿Acaso somos amigos?

    - No… No lo somos –La mirada triste de Sigfrido sostuvo y doblegó a la fulminante mirada de Ángel mientras continuaba- Pero no sé por qué estoy persuadido de que podríamos serlo.

    - Bueno… En esto coincidimos, nada más que de repente me sacaste de onda… A mi modo de ver, le asignas excesiva importancia al rollo de la amistad.

    - Es que la tiene. Por lo menos para mí. Quizá por esa discrepancia mis amistades han sido muy breves.

    Ya no era posible callar. Las compuertas continuarían en su ascensión gradual liberando caudales acumulados por la sordera pertinaz de amigos fallidos, para quienes había sido inasequible comprender que la amistad era el más depurado de los sentimientos humanos y que como las demás modalidades del amor, no era gratuita

    - Una relación afectiva de esta índole –Seguía exponiendo Sigfrido- difícilmente prosperaría entre personas de sexos diferentes: degeneraría en noviazgo al ser comtaminada por la sensualidad.

    El asombro mantuvo atento a Ángel. Complejo y por demás insólito le pareció el esquema expuesto por Sigfrido por algo tan sin importancia y, consecuentemente, lejano a sus prioridades. Sin embargo, pudo apreciar en la vehemencia con que expuso sus argumentos la apremiante necesidad de un auténtico amigo, de alguien que encajara en ese esquema ideado e idealizado en su mente.

    En un alarde de espontaneidad Ángel se sumergió en el engaño cuyo oleaje habría de arrojarlo a su verdad, una verdad aunque oculta, siempre en acecho y, como cualquier verdad trascendental, sádica usuaria de mecanismos de tortura.

    - Seremos amigos por muchos años –Dijo resuelto. Y al percibir el escepticismo de Sigfrido, concluyó- Te lo voy a demostrar.

    Como en las antiguas sagas de caballería, Sigfrido hubiera propuesto sellar el pacto mezclando la sangre de ambos obtenida mediante un pinchazo leve en el dedo cordial.

    Menos perecederas que las gotas de sangre fueron mezclándose las vivencias intercambiadas. Las frecuentes disputas familiares de su amigo, sus desahogos sexuales compulsivos en contraposición con el empeño por conseguir el equilibrio mental y la creciente propensión a ubicar su realidad en un futuro más y más remoto constituyeron la herida reiterada en el dedo cordial de Sigfrido.

    La práctica de su teoría sobre la amistad le resultaba muy fácil y retributiva, sintiéndose fuera del alcance de las bajas pasiones, cuyo más tierno brote fuera señal de alarma y motivo inapelable de repudio o ruptura de sus anteriores amistades. Pero con Ángel no se había dado el caso… Hasta ahora.

    Sus convicciones flaquearon, víctimas de telúrica sacudida, dejando escapar por sus fisuras cuestionamientos corrosivos: ¿Realmente se había mantenido inmaculada su amistad con Ángel? ¿Para qué ignorar el sistemático uso de la persuasión de su subconsciente en acecho? ¿Cómo resistir, indiferente, la sensación indefinible de plumajes que el brazo de Ángel le trasmitía en su espalda?

    Desesperado, con la pugna sonora que sostenían el piano y la orquesta en las postrimerías del concierto, invocó el recuerdo de Beatriz… ¡y nada! Se reprochó a sí mismo, se juzgó y se condenó y hasta tuvo el impulso de salir del Paraninfo.

    - ¡No!… Esta vez no huiré… No retrocederé. He de abrir un sendero entre el breñal de mis pasiones ¡Seguiré adelante hasta triunfar o sucumbir! –Murmuró, apretando los dientes.

    Cuando el concierto terminó le palpitaban dolorosamente sus mandíbulas.

    CAPÍTULO II

    LUISA

    El televisor, luminosa cloaca, expele delirante miasmas obscenos cuya virulencia le es indiferente a la mujer que, echada sobre la alfombra, pretende sumergir su tedio hasta ahogarlo en tales inmundicias; pero sólo encuentra aturdimiento, puerta falsa de su neurosis. Gira la perilla selectora, vuelve a girarla una y otra vez… Nada le satisface, todo es pura estupidez. Siempre lo mismo: petulancia y malinchismo. Está a punto de darle una patada pero se contiene al pensar: A quien debería darle de patadas es a mi trasero para obligarlo a moverse de aquí ¡Lástima que no me lo alcance!. Atrapada en una de sus frecuentes crisis reniega de su destino, se lamenta de que su vida sea una cadena de fracasos. No se considera derrotada, pero la deprime reconocer su impotencia para descubrir el hecho que hubiera inclinado la balanza hacia lo que pudo ser. Lo que es, su realidad, le duele con un dolor casi físico. Nada ha logrado a pesar del esfuerzo sostenido por agradar al hombre que ama. Así fue en su vida pasada, y en la presente la historia se repite con una terquedad aplastante. De cada uno de sus fracasos ha extraído fuerzas y vuelve a intentarlo. En el presente no se resigna a su papel de ama de casa aunque tenga a su servicio criados y sirvientas, si bien acude sin remilgos cuando es necesaria su colaboración en los establos o en las caballerizas; sólo se abstiene de subir a un tractor e intervenir en las labores agrícolas, pero lo haría si supiera operarlo. Y de qué me ha valido… Me arrincona aquí como un trapo viejo. Se sentía usada, vilmente ultrajada por Adolfo porque en lugar de quedarse con ella en el departamento que poseen en la ciudad de México, en cuanto llegaban del rancho se despedía, eso sí, muy cariñosamente, pretextando el mucho tiempo que había pasado sin saber nada de su hermana Aurora, o de alguna de sus tías, o, en fin, de quien primero se le viniera a la boca.

    - Mejor hubiera sido quedarme en el rancho; por lo menos allá no me siento como prisionera y puedo hacer muchas cosas útiles- le dijo a Adolfo cuando la gota derramó el vaso.

    - ¿Ah, sí?… Pues en seguida nos regresamos al rancho –Le contestó y sin agregar más volvió a subir las maletas al coche, llegaron al rancho, la dejó ahí y él retornó a la ciudad.

    Uno tras otro fueron sucediéndose los fines de semana sin que Adolfo la invitara a acompañarlo ni Luisa diera indicios de vencer su orgullo. Por el contrario, cada vez le tenía preparada la maleta con la ropa que normalmente necesitaría y cada vez lo despedía fingiendo conformidad a pesar de que en su interior sentía el amargor de los celos. Pocos días antes del cumpleaños de Aurora consideró que la ocasión era propicia para dar por terminada airosamente esa situación que se había prolongado más de lo que ella deseara; pero como Adolfo se hiciera el desentendido a sus insinuaciones, se vio obligada a manifestar abierta y claramente sus deseos. Tratando de no herir susceptibilidades, siempre a flor de piel, Adolfo le contestaba con evasivas que Luisa interpretaba entrelíneas como rotundas negativas. Para persuadirlo de que aceptara llevarla lloró y gimoteó como cuando deseaba lograr algo que él le negaba, pero en esta ocasión él dijo:

    - Mira Luisa: Lo que pretendo es evitarme un

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