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Cañandonga, Marañón Y Burundanga: 21 Cuentos Sencillos
Cañandonga, Marañón Y Burundanga: 21 Cuentos Sencillos
Cañandonga, Marañón Y Burundanga: 21 Cuentos Sencillos
Libro electrónico185 páginas2 horas

Cañandonga, Marañón Y Burundanga: 21 Cuentos Sencillos

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yeme bien y responde Conoces de algn
pueblo que no tenga su flora y su fauna, como
los montes?
No intentes ocultar lo que sabes de estos
asuntos, o hayas experimentado en carne
propia. Esconde lo tuyo por defensa, pero
nunca podrs negar que oyes voces del
pasado, que te llegan aromas, que las
imgenes evocan momentos gratos o ingratos.
Y entre esas imgenes de la memoria Cmo
podrs impedir aflore la gente sobresaliente
que hacen los pueblos, quiero decir, sus
personajes pintorescos? Aquel fulano
parecido a la Caadonga aunque fuera
cautivador, o los menganos semejantes a la
fruta rara y tierna del Maran, y perencejas
con sultanejos quienes mudaron sus vidas y
pareceres en una poca especial o de la
Burunganga.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento8 dic 2011
ISBN9781463311605
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    Cañandonga, Marañón Y Burundanga - Jaime Saíz

    Contents

    La mano negra

    El viejo y el miedo

    Abad Gobernador

    El capitancito

    Los pueblos son como los montes

    La muerte, se muere dos veces

    La mujer del otro

    La Entrevista

    Diario de un mambí

    El pacto del arroyo

    Los paisanos

    Érase una vez, allá en Oriente…

    José el gago, mi amigo

    El juramento Hipocrático

    Imágenes

    Drácula

    Monólogo del pescador

    Ni casquito ni maumau

    Siete letras

    Ulise el bobo

    El cazador de bandidos

    La mano negra

    Cuando un pueblo entero se alarma, es cosa grave que debe tomarse en serio. Yo hago esa afirmación aunque no puedan oírme los más sufridos, quienes serían hoy mis testigos si no lo impidiera la naturaleza. Pero voy a contar la historia de horror a pesar de todo, desde el principio, mientras me quede tiempo.

    Nos sentíamos felices mientras crecíamos juntos, mi hermano menor y yo. Vivíamos frente al parque del pueblo, con nuestros padres y el tío Aniceto, que en paz descanse el pobre, quien llegó del extranjero un día de la Virgen de la Caridad, repleto su cuerpo de ampollitas y profundas arrugas, a pesar de que decía mi madre, el tío era el menor de los hermanos. Y este tío se trajo desde lugares inhóspitos anécdotas que nos gustaba oír cómo él las relataba. Anécdotas increíbles de misterios que nos hacía sentir espanto y a la hora de dormir nos acurrucábamos juntitos, mi hermano y yo, dentro de la sábana aunque fueran las noches calurosas de verano.

    Y así pasábamos los días haciendo vida de familia, aunque mi hermano era muy mimado y mejor atendido y los Reyes Magos le obsequiaban los mejores juguetes o nuestros padres le felicitaban con mayor ternura en su Santo, según mi opinión. Creo que ellos lo hacían sin propósito de herirme o ignorarme, pero yo sentía que la diferencia de sus atenciones era grande. Quizá fuesen celos infundados, seguramente, pero influenciado por mis dudas, aquí confesadas, junto a las historias aterradoras de tío Aniceto, mi personalidad se trastornó o perdió el rumbo a partir de entonces, cosa que debo decir para que entiendan lo que me sucedió así como lo acontecido por aquellos días en el pueblo cuando apareció la primera marca que anunciaba una misteriosa oleada de terror entre los del caserío, poco tiempo después de la muerte del tío Aniceto.

    __ ¡Auxilio, auxilio! – así pidió ayuda a grito limpio aquella noche de luna llena, mientras salía puertas afuera, mi hermano menor.

    __ ¡Ayúdenme, vengan y ayúdenme! – repetía con sollozos.

    Todos acudimos, los que estaban en el parque sentados en aburridas conversaciones, los de mi casa y los vecinos. Y vimos a mi hermano, que era el más chiquito pero ya andaba en los catorce, correr como poseído y tirarse al suelo presa de pánico y muy tembloroso, mientras trataba de explicar al grupo algo relacionado con la mano que lo tocó en medio de la oscuridad cuando se disponía dormir.

    __ Me tocó, me tocó – exclamaba con el grito en la garganta, y el llanto copioso, a moco tendido.

    __ ¿Pero… te tocó qué? – preguntaba mi padre alarmado y todos repetían la misma pregunta sin ningún orden.

    __ Sí, dinos qué fue lo que te tocó.

    __ Una mano – gemía mi hermano – aquí en la espalda, fría, muy fría…

    Apenas pudo voltearse y logramos mirar, nos sorprendimos mucho, sobre todo los niños y jóvenes que habían hecho coro alrededor del infortunado hermano. Y digo infortunado porque en su espalda estaba la huella de algo escalofriante y misterioso que allí se posó. Una mano negra estaba marcada en su espalda, era como una mancha, una huella con cinco dedos.

    A partir de entonces, cada noche de luna llena se oían los gritos de mi hermano y corrían los vecinos y curiosos supuestamente a salvarle la vida. Ya los del pueblo acudían al parque para constatar – los dudosos e incrédulos – y admirar – los creyentes – la aparición de la Mano Negra en la espalda del desdichado hermano, quien por esos días dejó de ser él mismo, comenzando a languidecer como las velas que encendía todas las noches mi madre para rezarle al Santo de las Apariciones para que cesara en su castigo o si no era el causante, entonces lo demostrara ayudando a la familia a vencer el daño.

    Por todo el pueblo se extendió la noticia del misterio de la Mano Negra, hasta que un buen día alguien hizo notar una curiosidad en esas visiones.

    __Yo me pregunto – observó un parroquiano, hombre mayor tenido por conocedor en el tema – ¿Por qué nada más al muchacho se le presenta la Mano Negra?

    __ Eso es verdad – afirmaron los demás a coro.

    Las sospechas se disiparon cuando fui yo quien sufrió, otro día de luna, su malévola presencia. Quedaba clara la posibilidad de que ellos podrían ser los próximos. Con tal sobresalto el parque comenzó a ser menos concurrido en las noches. Ya nadie se aventuraba a caminar solitario por las calles o dormir cada cual en su cama, porque el miedo caló hondo y las gentes con sus creencias y supersticiones empezaron a crear una especie de maleficio lunar. Y hasta los más incrédulos trataron de explicar el caso de forma científica aunque no dejaban de temer a la oscuridad. Y si alguien les ponía una mano encima para saludarlos, por la espalda, saltaban dando gritos muy asustados. El incidente ocurrió varias veces e hizo correr de pánico, incluso, a los más resueltos.

    De nosotros dos, por supuesto, era mi hermano el más frecuentado por la Mano Negra. El pobre infeliz sufría tanto que enfermó. Hubo que acudir al cura para la práctica del exorcismo, en el que muchos no creían, asegurando el mal no era satánico sino el difunto tío Aniceto que rondaba aún por nuestra casa, por todo lo cual se debía ventilar el caso en una consulta Espiritual. Así mis padres llevaron al desdichado hermano a uno y otro sitio sin poder evitar su deterioro físico y mental, tanto, que una mañana lo vimos desnudo parado frente a una pintura del Arcángel Gabriel. A partir de ese día no habló más y aunque fuera marcado con la mano en su espalda era imposible saberlo de inmediato por su mudez repentina.

    La Mano Negra dejó de molestarnos. Todo el mundo estuvo de acuerdo que el muchacho estaba maldito y opinaban que el mal sólo atacaba a nuestra familia. Esa afirmación estaba muy cerca de la verdad y con gusto desearía explicarlo pero nadie puede oírme, pues tan herméticamente sellada está la caja mortuoria que ninguno escucharía aunque irrumpiera en gritos, si ello fuera posible, por supuesto. Por eso pienso, es una lástima no puedan oírme con esta historia fantástica los de mi pueblo, quienes nunca sabrán con certeza por qué se mostraban esas visiones diabólicas, ausentes desde que mi hermano menor quedó mudo de terror y sus ojos ya no miraban con naturalidad. Necesitaban embutirlo y bañarlo dada su invalidez y la explicación ofrecida por los más versados en asunto tan borrascoso fue la única plausible acogida por la mayoría a falta de otra, por supuesto sin tenerme en cuenta, pues yo era el único ciertamente conocedor del misterio y no era mi interés entonces descubrirle. Ahora, no pueden escucharme porque estoy muerto. Muerto después que la Mano Negra se posara en mi hombro por última vez.

    Desde mi sarcófago diviso las caras de mis familiares y vecinos. Ellos se mantendrán ignorantes hasta el fin de sus días sin conseguir una explicación razonable de aquel día infausto, al surgir la primera mancha sobre la espalda de mi hermano menor que por ser el más pequeño yo lo envidiaba y quería hacerle daño, empeño perverso al cual dediqué mucho tiempo y pude alcanzar al fin. Aunque no soporté el dolor causado por mi perfidia, porque aún después de lastimarlo como lo hice, continuaba él disfrutando de agasajos y se le atendía o complacía con denuedo. Por eso un día de luna llena me hice la marca de la Mano Negra con el mismo tizne que usé siempre del fogón de carbón del patio, y con una cuerda me quité la vida.

    Ahora estoy junto a mi ataúd. Percibo todo lo que a mí alrededor ocurre. Yo soy una presencia que puedo moverme y observarme a mí mismo, tendido. A través del cristal observo mi rostro por última vez. Sin cuerpo puedo sentir que una mano muy negra se posa sobre mi espalda. Miro sin ojos detrás de mí la imagen siniestra que me indica la secunde. Salgo al exterior, a las calles oscuras de mi pueblo en donde hay tres figuras infernales esperando por mí para hacerme bajar a un abismo sombrío que no consigo distinguir entre las tinieblas infinitas y me alejo para siempre, para siempre…

    El viejo y el miedo

    La lluvia comenzó a caer sin previo aviso, mientras, doblado en el platanal Sebastián se esforzaba por matar las malas hierbas que se pegaban al suelo obstinadamente dañando el crecimiento del fruto. Levantaba la vista a cada tramo oteando el horizonte en busca de los negros nubarrones que suelen acompañar un temporal. Pero, según su experiencia, lo mejor sería partir de inmediato porque las nubes cargadas aparecían de súbito detrás del lomerío. Buscaría su caballo que apacentaba en la ladera del bosque, muy cerca de allí, donde el pasto crecía abundante aún en tiempos de seca.

    El viento se unió a la fina llovizna, aportando la fuerza que dobla la cepa o la parte. En eso se detuvo a pensar el viejo Sebastián, en el viento con su poder destructivo. Y se quedó quieto aún cuando lo mojaron algunas gotas aisladas y a pesar de llevar puesto su sombrero alón. la lluvia es buena – pensó Sebastián – pero la muy puñetera llegó a deshora y con mala compañía

    El vara entierra usado como cobija durante cinco días a la semana en que Sebastián trabajaba su tierra, apartándose de los suyos, allá en el pueblo, estaba a dos cuadras en línea detrás de la enmarañada maleza que se empinaba desafiante porque no había tenido tiempo de sujetarle el empuje – al menos eso entiendía Sebastián – quien pensaba tumbarla al día siguiente con la fuerza de sus dos bueyes, Ojinegro y Brazofuerte, entrenados eficientemente para todos los trabajos duros.

    Apenas se apeó del caballo un aguacero llegó impetuoso desde la montaña, dándole apenas tiempo al viejo para sentarse en su taburete, recostarse a la viga principal y mirar adormecido el agua como caía y silenciaba a todos los habitantes del monte. Estaba llegando Febrero y Sebastián sabía que al segundo día comenzaría la Candelaria, cuando se juntaban el aire, la lluvia, el sol y la luna, para, en armonioso despliegue de fuerzas prestar su mejor servicio a los hombres que labraban la tierra. Llegaban los días de siembra y eso lo sabía Sebastián, como también sabía que al medio día en punto el Chipojo verde se tiraba del palo y besaba el suelo, pues eso escuchó decir a los mayores muchas veces, cuando era niño. Y la Guacaica, a esa misma hora del bochorno, gritaba cansonamente, largo y repetido, indicándole reposo al güajiro que continuaba inclinado sobre el surco. Desde siempre entendió a los Caos bulliciosos, aquellos curiosos pajarracos negros, cuando daban avisos alarmantes sirviéndole de vigía. Y sabía también cuánto pesaba un puerco capón con sólo mirarle la figura. Desde muy chico aprendió que después del veinticuatro de Junio el nido de palomas sucumbe a los vientos fuertes de la brisa Sanjuanera, y será demasiado tarde para los pichones si rompen el cascarón a destiempo, pues ya en el suelo resultarán el festín de las hormigas bravas. ¿Qué no sabía Sebastián de la tierra? Hasta del gusano azote de los maizales, aunque para combatirlo con éxito debía solicitar la ayuda del compadre Eutimio, su vecino, quien conocía la manera, porque se lo traspasó su abuelo materno, de lograr que la plaga cayera de las hojas después de recitar unos conjuros.

    De soledad también sabía el viejo Sebastían por eso se inventó una forma de apartarla y que consistía en hablarle a los tercos guisazos sujetos al pantalón, mientras el bueno de su perro Turqui los desprendía uno a uno con su boca y lo miraba tiernamente con ojos caninos cuando acababa la faena esperando una caricia de agradecimiento. Al llegar la noche ya no temería estar solo porque el cansancio siempre lo rendía y porque luego de perder a su compañera, de un tumor maligno, se acostumbró a la idea porque a cambio le quedaba su anciana madre y una hermana solterona, allá en el pueblo, y el Señor lo había bendecido cuando siendo él un hombre mayor, aún disfrutaba la presencia de su madre quien le mimaba y aconsejaba.

    Recordó el viejo Sebastián que dejó a su mamá enferma, con fiebre un poco alta quien le pidió de favor se llegara donde la negra Santera del Cayo, La Madama, próximo al sembradío, una hora de camino a caballo primero y quince minutos en chalupa después, cruzando el mar.

    Al atardecer montó su caballo y a las ancas dos grandes alforjas con una ristra de ajo, varias mancuernas de frijoles negros, una botella de miel de abejas y un manojo de flores silvestres de muy variados colores, para obsequiárselas a su madre. Y no se olvidó de las yerbas de Rompezaragüey, que dicen quiebra la mala suerte, especial encargo de los dos mellizos pelirrojos, que aunque no se parecían, ellos aseguraban haber nacidos el mismo día, allá en el pueblo, durante el ciclón que vino acompañado por un diluvio provocador de una gran crecida del río, que hizo desbordar sus aguas cuatro pies sobre el nivel de la calle y el cura lo marcó con un clavo en la pared de la Iglesia.

    El viejo conocía a la Madama, y confiaba en los brebajes de la negra haitiana por sus aciertos, a pesar de no poder impedir que la muerte cargara a su mujer años atrás. pero eso fue obra de Dios – se dijo Sebastián – y Él sabe lo que hace. Por eso podía el viejo Sebastián descifrar muchos misterios de la vida, porque creía y confiaba en su Dios, incoloro, invisible, reemplazado por otras Divinidades que se inventan la gente sin que el verdadero se sintiera despreciado… "porque – pensó nuevamente Sebastián – seguramente es Él mismo disfrazado y de muchos colores su piel y con el rostro de variadas formas. Y

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