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Diabolus in Anima «El desolado»
Diabolus in Anima «El desolado»
Diabolus in Anima «El desolado»
Libro electrónico518 páginas9 horas

Diabolus in Anima «El desolado»

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Esta primera entrega de Diabolus in Anima «El Desolado», relata la iniciación en el antiguo arte del viaje astral del joven Cosme, un muchacho paralítico y postrado, cuya única vía de liberación será través de los sueños, en los que podrá volar como un ave y conocer el mundo que le ha sido negado desde su nacimiento. Un aprendizaje guiado por experimentados Guardianes de luz, quienes, a su pesar, le han ocultado terribles secretos que no debió descubrir; conociendo también del engaño y la tradición por parte de los Vigilantes, los únicos que poseen el conocimiento para que el amor de su bella y amada quinceañera le sea entregado.
Todo ocurre a fines del siglo XIX, cuando la ciudad de Santiago sufrirá el azote del Mal sobre sus adoquinadas y oscuras callejuelas, y en donde será la misión de Bernal Encalada, un agente encubierto de la Policía, la de descubrir el origen de las extrañas desapariciones ocurridas a varios jovencitos, sin sospechar que ello lo llevaría a adentrarse en el misterioso mundo del ocultismo, de sectas secretas y de una fecunda realidad mágica.
IdiomaEspañol
EditorialMAGO Editores
Fecha de lanzamiento3 mar 2014
ISBN9789563172218
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    Excelente libro de época, que mezcla historia, fantasía y ocultismo, del Santiago de Chile del siglo XIX

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Diabolus in Anima «El desolado» - Macías Muñiz

Diabolus

in

anima

Primera parte

El Desolado

Macías Muñiz

© Copyright 2014, by Macías Muñiz

Primera edición: Febrero 2014

Colección: Viaje al fin de la noche

Director: Máximo G. Sáez

editorial@magoeditores.cl

www.magoeditores.cl

Registro de Propiedad Intelectual Nº 213.611

ISBN: 978-956-317-221-8

Diseño y diagramación: Catalina Silva R.

Lectura y revisión: MAGO Editores

Imagen del interior: Cristóbal Sepúlveda Serani

Imagen de portada: «Satan, angel of evil», Antoine Wiertz

Edición electrónica: Sergio Cruz

Gracias María José Sandoval P. por acompañarme

durante gran parte de este fascinante camino.

Gracias Cristóbal Sepúlveda S. por todo tu talento.

Muchísimas gracias María Inés Cáceres

por tu importante ayuda en la revisión de esta obra.

Acepté tomar su mano.

Ante mí, otra realidad.

Santiago de Chile, octubre de 1897

Nadie imaginó jamás que la niña Eloísa pudiera encontrarse al filo de la techumbre, en medio de aquella desolada y fría noche, en lo más alto, sobre el ático de la casa hospital, llorando y suplicando al Cielo por un poco de perdón por lo que a punto estaba de hacer. Mientras su delicada mano acariciaba ya sin amor su vientre abultado de poco más de ocho meses, y los latidos de la criatura imponían su deseo de arribar a este mundo con desesperación, su padre y los otros de la casona, con velas en mano, la buscaron tras cada rincón, luego de escuchar sus gritos desamparados; no obstante, fue la joven enfermera, casi tan niña, quien, saliendo al jardín, la divisó allá arriba y al borde del precipicio.

El aviso desgarrado atrajo a los demás ante el horrendo espectáculo, cuando los cabellos desordenados de la chiquilla, mojados con su propio llanto, nublaban su visión, y su camisón de seda blanca, enrojecido por las heridas y en complicidad con el viento, la hacían tambalear como a una avecilla recién nacida y a un suspiro del abismo.

Alcides, el único hijo de uno de los hombres más acaudalados de la capital y de quien se dice por ahí realizó un pacto con el Demonio para conseguir aquella fortuna, sacó afuera la mitad de su cuerpo a través de la ventana del altillo, queriendo alcanzar a su amada. Le rogó que bajara de allí, sin embargo, él sabía muy bien, por su mirada, que ella no haría caso de la petición. La niña Eloísa lo miró con un amor desbordado de compasión, y ya en su semblante estaba la decisión. Las voces habían sido claras, él o su hijo debían morir; entonces, cuando giró su cabeza y puso su triste mirada sobre el oscuro horizonte, por fin la paz anegó su pecho y brotó como un dulce lamento a través de sus últimas palabras: «¡Te vencí, Demonio de crueldad; este niño no será tuyo!». Lanzándose al vacío y estrellándose contra las piedras, en medio de la desolación de los testigos.

Su padre, con la muchacha en brazos, pidió al resto que hiciera espacio para que pudiera respirar. Aún no partía de este mundo; pronto lo haría.

«¿Mi hijo está muerto, padre?», preguntó la moribunda. El señor Sotomayor sabía muy bien qué debía responder para que su hija se pudiera ir en paz de este mundo de tinieblas. Apoyó, entonces, su cabeza sobre el vientre desfigurado, lloró su última lágrima en silencio, y respondió afirmativamente y con una mentira.

La niña sonrió agradecida tras ver cumplido su deseo.

Su último aliento la unió así al ángel de la muerte, camino a los aterradores parajes en donde moran los suicidas.

Por causa de un milagro, aunque nadie sabrá nunca la verdad, aquél nació con vida desde las entrañas muertas de su madre. Desafortunadamente, ella tenía razón, él nunca debió haber sobrevivido.

Yo pensé que aquello había sido un sueño, pero me equivoqué rotundamente.

Yo estuve allí.

Existen personas que despiertan la luz que hay en nosotros; otras, nuestra más profunda y aterradora oscuridad. Ambas están en pugna por la tutela de mi alma.

Están entre ellos los Vigilantes, quienes nos acechan desde la penumbra, mientras dormimos profundamente y creemos que estamos en completa soledad. Nada más equivocado que esto. Ellos nos observan, rozan nuestra piel, huelen nuestro pavor y desprotección, sin jamás solicitar una autorización. Siempre hay uno a los pies de nuestra cama, fueron adiestrados para acosarnos. Espero, no obstante, a nadie le ocurra lo que a mí, cuando quise saber de quiénes se trataba y crucé el límite; entonces mi vida se transformó en una pesadilla. Sus ojos, del otro lado, qué espanto más inhumano.

Existen, por otra parte, los Guardianes, desde un comienzo castigados por los ya mencionados infames; suplicantes mendigos de nuestra bondad, escasa, debo decirlo. De igual modo nos observan, siempre esperanzados en un posible despertar de nuestra parte. Ellos escuchan nuestros ruegos y cuidan que los Vigilantes no nos despedacen. Difícil tarea, considerando que los hombres de este mundo no estamos de su lado. Peores a las bestias parecemos, y esto ambos lo saben. De carne, huesos y fluidos fuimos hechos, sin embargo, es nuestra alma, para mal o para bien, la que más apetecen.

Afortunadamente, fue mi primer despertar de la mano del espíritu más luminoso que jamás conociera, contrario a lo que ocurrió con quien se transformó en mi más pérfido enemigo y terrible torturador de inocentes. No concibo, sin embargo, el límite de mi resistencia, pues en cualquier momento yo podría desfallecer; más aún ahora cuando, en medio de las sombras, mi mirada se ha cruzado con la de aquél, el más vil y nefasto ser de nuestro fin de siglo. Sólo un segundo bastó, en que el brillo gélido de sus ojos me traspasó como la aguja a la piel, y supe reconocerlo y comprender, con esto, el pánico de quienes fueron sus víctimas. Nunca pensé que tal demonio de crueldad pudiera existir verdaderamente, mucho menos aún desencadenando tal infierno en medio de nuestra triste comunidad.

Todo sucedió allá, del otro lado, en donde mi cuerpo, como el de muchos, se mueve libremente por entre los recovecos de los sueños, despierto.

Personajes ilustrados en el antiguo arte del viaje astral han reconocido en mí a un aprendiz; espero no defraudarlos, especialmente a ella, aunque ya no esté a mi lado. El dolor desgarra a hurtadillas mi corazón cada vez que la recuerdo. Era un ángel, la más hermosa criatura de Dios; y mi deseo es que su padecimiento no se enrede entre los hilos del olvido, pues no merece tal desprecio. Es por esto, que parte de estas líneas darán testimonio de la terrible experiencia que nos tocó vivir; cuando el horror de antiguas y olvidadas pesadillas regresó para arrebatar el buen dormir de los santiaguinos todos, y en que las masacres en la calle de las Matadas, en la de la Muerte, los tormentos en la de los Baratillos Viejos, y los despojos humanos sobre el callejón de las Cenizas, remontaron sin compasión su vuelo, desde el espinoso nido de nuestra frágil memoria.

Nunca antes en mi vida había escuchado algo acerca del viaje astral, mucho menos aún sobre sectas ocultistas, mesas parlantes, contactos con espíritus, médiums, auras, pactos con demonios, hipnosis, magnetismo y espiritismo. Siempre asumí, como la gran mayoría creo, que estas cosas sólo se practicaban y estaban de moda en Europa, o en donde fuera, menos en mi país. Pero me equivoqué rotundamente. El destino me tenía deparada una sorpresa, no grata, porque en el camino se perderían muchas vidas, algunas de ellas de un valor incalculable, y, tal como escuché alguna vez, «cuando uno abre los ojos a lo invisible, lo invisible abre los suyos sobre uno, y no hay retorno».

Siglos de experiencia sobre estas temáticas antecedían mi ignorancia, de igual modo expertos en ellas. Creo que fui el único en toda la capital, como un ciudadano cualquiera, que tuvo acceso a los misterios que ellas escondían, tanto como a algunos de sus protagonistas. En esto, debo reconocer, me ayudó mi profesión. Mi nombre es Bernal Leopoldo Agustín Juan de Dios Encalada Infante, y soy un agente encubierto de La Policía, tanto así, que muchos de mis colegas ni lo sospechan siquiera; apenas lo harán cuando encuentren este diario bajo las ropas húmedas del Panchito, como soy conocido por todos, el pordiosero loco que visita a los muertos y que duerme en las puertas de la iglesia de San Francisco. Por lo mismo, no me visto, ni hablo, ni pienso, ni vivo como ellos. A veces luzco como un mendigo, otras como un noble, durante meses soy lustrabotas, otras sacerdote, semanas enteras como motero, traficante, obrero, mayordomo, mozo, peletero, comerciante, monja, borracho, prostituta, pero jamás he sido yo. Conozco a fondo la forma de pensar del asesino, del violador, del estafador, porque yo también actúo asolapado, bajo las sombras de la noche; mas, esta penumbra a la que me enfrenté, me era totalmente desconocida. ¿Dónde estaba el límite? Creo que, y lamentablemente, lo conocí a cambio de un alto precio.

Seis asesinatos perpetrados de manera impecable, antes de verme completamente involucrado en estos hechos, fueron el inicio de mis grandes interrogantes. Homicidios que pronto iría descubriendo tenían un sentido lógico y ritual, además de un misterioso personaje en común. Más de una decena les prosiguió, siendo el de la señorita Hawkins el primero que me hizo ingresar a la fuerza a esta puesta en escena de lo macabro, y el que me abrió, definitivamente, las puertas del Infierno.

Sin embargo, he de actuar aún en mi sano juicio y hacer extensiva una triste petición a quien lea este diario, pues no estoy al tanto de cómo ni cuándo exactamente se precipitaron los acontecimientos: Demando, entonces, a quien conozca el comienzo de esta historia, que lo revele. Mi intervención ocurrirá sólo de modo precario, puesto que apenas se me permitió, y lamentablemente, ser partícipe de ella cuando toda la maldad y muerte ya habían sido desatadas.

Por todas estas razones, y antes que llegue el día en que deba partir de este áspero mundo, es mi ferviente anhelo conocer algo más que sólo la álgida mirada del gran desolado, desdichado asesino.

I

–¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!

–¿Y la Madre? –interrumpió con tono desafiante desde el otro extremo de la mesa.

–¿Qué Madre? –inquirió sin comprender.

–La Madre de quien todo nace, incluso el Padre.

Tras aquellas palabras del anciano, el asombro no tardó en dibujarse sobre el rostro del muchacho.

–Desde hace un tiempo me pareció escuchar que eran tres personas y un solo dios.

–Sin la Madre, nada existe –fue rotundo.

El humo de las pipas, la del joven y la del hombre viejo, se alborotaba allí en medio de ambos, abrazando la penumbra, en presencia de la profunda mirada que unía aquellos pares de ojos, unos azules, los otros pardos, unos inquisidores, los otros bañados de duda. Una botella a medio terminar del mejor brandy interrumpía el paso de la humareda y, desde hacía algunas horas, también el flujo de las palabras que iban y venían.

Dos copas, ambas llenas, una en cada mano derecha de cada uno de ellos, a la espera de un brindis sin interrupción.

–¿Cómo es entonces? –preguntó finalmente el mancebo, levantando su vaso, mientras un hermoso anillo de plata, acicalado con un encendido rubí, resplandeció sobre su dedo índice a la luz de las velas.

El anciano disfrutó del reflejo escarlata de la piedra, del platinado engaste y del dorado licor; un color sobre otro, todo en un mismo sitio, sin necesidad de provocar un esfuerzo importante en la retina. Más al fondo, el brillo acuoso y pardo de los ojos del chiquillo; fijos, inmutables, sin parpadear, con la esperanza de una pronta respuesta que, inevitablemente, emergería de los añosos labios del octogenario.

Una bocanada, luego la mano arrugada que sostenía la pipa descansó sobre aquel mantel de hilo finamente tejido que cubría la mesita; otra mirada furtiva sobre los reflejos multicolores y, por fin, el atrevimiento; surgió entonces la voz en forma de palabras.

–Le enseñaré cómo se hace –y tras una indicación, perfectamente comprendida por el jovencito, ambos elevaron sus copas a una altura similar, a poca distancia entre sí, dando inicio al brindis–: ¡En el nombre del Padre! –sobre la frente –. ¡De la Madre! –sobre el sexo–. ¡Del Hijo! –sobre el hombro izquierdo–. ¡Y del Espíritu Santo! –sobre el hombro derecho. De vuelta al centro, el chasquido de los cristales–. ¡Amén!

Finalmente, el vaso se unió con los labios y el preciado licor cambió de recipiente, abandonó el vidrio, y recorrió y calentó el interior del cuerpo. Incendio en las entrañas del hombre, lava que desborda las venas, burbujas que ascienden hasta la cabeza y, por fin, el arrobamiento que calma y hace olvidar, por un momento, si es posible, las penas y angustias del mundo, temporales, pero reales y dolorosas mientras se les permite existir.

Una última gota, aquella que permanece por siempre en el límite relativo entre el vaso y los labios, plasmó su sabor de antaño allí y definitivamente, sobre la superficie rosada y carnosa, aún cuando, mecánicamente, el brazo descendió y los dedos soltaron aquel envoltorio de cristal ahora despoblado de todo brebaje.

Joven y anciano se encontraron con la mirada. Miel y océano. Brillante y sereno.

El entorno lejano, pero inevitablemente cercano, palpitaba nuboso de voces, murmullo de hombres, palabras entre copas y botellas, música suave; un piano que disimulaba su olor a viejo, escondiéndolo entre las sombras del aroma que emergía de las pipas. Clavijero de bronce, afinación duradera, intérprete virtuoso, piezas notables, pero lejanas, casi invisibles. Iluminación tenue, como noche de estrellas y bruma; calor en degradé, como caras de luna.

–Éste era entonces el ingrediente que faltaba –habló por fin el muchacho–… Madre hay una sola –y sonrió.

–Y ni el dedo que pretendiera tapar el brillo del sol, podría tampoco opacar el resplandor que la inunda y la rodea –concluyó el anciano.

Ideas que traspasan el alma. La sorpresa, un pequeño regalo del espíritu, interminable si se vive con los ojos abiertos. Esto el hombre senil lo sabía.

De pronto, un silencio de aquellos que nunca nadie ha podido oír, y de cuya existencia nadie podría dar fe, creció allí en medio de las dos formas humanas, una auscultando, la otra concluyendo.

Algunas semanas han transcurrido, y no en vano, desde la primera vez, y hoy, como ha sucedido en todas las noches anteriores, el acontecimiento es similar. El encuentro de dos hombres motivados por un sentimiento en común, pero con experiencias notoriamente en desigualdad; uno sabe, el otro está por saber. Tiempo. ¿Quién piensa que éste es inútil? Saber o no saber es sólo cosa de tiempo, o mejor dicho, un contratiempo indispensable para recordar lo que ya se sabe.

Palabras, frases, gestos, claves, señales, misterios a medio develar, han sido el néctar que el mozalbete ha ingerido gustoso durante todas estas veladas. El acompañante es puntual, la cita es un hecho; el anciano siempre atraviesa aquella puerta de madera y vidrio empavonado, luciendo su traje de modo impecable, con aquel sombrero de copa en su lugar y su bastón con mango de plata en equilibrio perfecto de las formas; y se dirige a la mesita de costumbre a sentarse junto a él. Entre el ingreso y la mesa redonda, existen algunos metros que son ocupados por otros hombres en tertulia, en discusiones, en diversión; sin embargo, nada es más importante que la misión que los dos compañeros han de cumplir.

–¿Es idea mía o de pronto vislumbré algunos colores a su alrededor? –preguntó el muchacho, tras la larga pausa que prosiguió al brindis.

–No es de extrañar, hemos invocado a la portadora de la creación.

–Al parecer, todo aquí resulta ser más sencillo. ¿Por qué no hace que todo suceda de una sola vez?

–Quizás cuando llegue el momento indicado.

–¿Qué tal si hacemos que ahora sea el momento indicado?

–No sea mal agradecido,jovencito; en una sola vida usted ha recibido más que muchos en veinte.

–Aquí, pero allá me han quitado más que a muchos en veinte.

–Todo a su debido tiempo, mi querido y joven amigo. Aún no está preparado para cobijar el océano en sus manos, apenas dos gotas y de todos modos se le escurren por entre los dedos.

El mozo guardó silencio.

–¡Escuche! –pronunció de pronto el anciano, volteando su rostro y poniendo atención en la lejana melodía que el pianista estaba interpretando. El muchacho también se concentró en aquel jardín de notas, cuando su acompañante giró completamente su cuerpo en dirección del músico. Adolescente y senil, en estado hipnotizante.

Teclas blancas y negras, equilibrio entre luz y sombra, como en todas las cosas. ¿Existirá en algún lugar un instrumento que contenga sólo teclas blancas, sólo luz? ¿Existirá uno que contenga sólo teclas negras, sólo sombra? Difícil imaginarlo, aunque el color es lo de menos. ¿Habrá un instrumento que no contenga teclas? ¡Sí! Cuerdas, orificios, pistones; pero de todos modos el Diabolus in musica aparece cuando se le da la gana, con su cola puntiaguda y estridente, llenando de sombras todo lo que la luz dejó de lado. Durante siglos descartado del coro litúrgico, pretendiendo negar lo innegable, el Mal pudo haber hecho daño dentro de la armonía medieval, pero más daño hace dentro de la armonía del hombre; terrible cuando clava sus raíces sobre la suavidad del corazón. Sólo si se le conoce y subyuga, es incapaz de crear algún perjuicio, sin embargo, pocos están dispuestos a correr este riesgo y de sentirse, por esto, renegados por la sociedad.

En ocasiones el diabolus domina una pieza musical, y su belleza puede llegar a ser de inigualable proporción, tanto o más que las negruras sobre el lienzo del pintor; a veces extasiado de tanta luz, otras encandilado de tanta sombra. La belleza está en todas las cosas, pretendiendo redondear cada rincón, incluso el más lúgubre.

–¡Escuche! He ahí un diabolus, ahora otro, ahora ya no, helo ahí de nuevo, ponga usted atención. ¿Escuchó aquel en el acorde, bajo la melodía? Ahora resolvió; allí apareció otro…

–¿Qué me estará queriendo enseñar? –se dijo el muchacho– … El diabolus está frente a mis narices, allí, saliendo del piano, mas no lo puedo reconocer.

–El tiempo es el dador de la experiencia –pronunció el anciano, entre los «ahora sí» y los «ahora no». El joven sólo se limitó a oír.

Luego de haber disfrutado de una larga obra, la pieza musical llegó a su fin, y una que otra palma se unió a su compañera interpretando un aplauso, no obstante, la mayoría de los contertulios no lo hizo, pues las discusiones entre ellos ocupaban el primerísimo interés; por otro lado, el principal oyente aplaudió lleno de júbilo, en esto lo acompañaron su mirada y su sonrisa.

–¿Qué le pareció? ¿Brillante, no? –colocándose nuevamente frente a su joven compañero.

–Memorícela, podrá interpretarla en su casa y dirá que es de su propiedad, nadie le refutará. Si alguien le pregunta de dónde la obtuvo, usted dirá que la soñó, eso se acerca a la verdad y no tendrá la necesidad de mentir.

–Pero yo sabré que no la compuse, y eso me basta.

–¿Qué tal si Beethoven utilizó este mecanismo? ¿Si en sueños escuchó las melodías que luego transcribió con la habilidad de su mano, ayudado por su adiestrada memoria auditiva, anterior a su sordera? ¿Y si él también descubrió el secreto y cruzó el umbral?.

El hombre senil no despegó los labios ni con la intención de suspirar siquiera.

–… Si él lo hizo, usted también podría –insistió el mozuelo.

–No es mi propósito pasar a la historia como un genio, en ningún ámbito.

–Pero muchos vienen hasta acá para eso, la mayoría lo ha hecho así, ¿o me equivoco?

–Unos sí, otros no. Algunos tuvieron acceso, otros simplemente fueron motivados por sus pasiones.

–¿Cómo? Esculturas formidables, pinturas sublimes, composiciones celestiales, escritos magistrales, obras memorables. ¿Todos resultados de las pasiones?

–No ponga en mi boca más palabras de las que he dicho. No todos están preparados,y tampoco es cosa de ser genio o no; es cosa de abrir los ojos, incluso los del alma.

–Ahora que yo también estoy aquí, ¿podré desarrollar destrezas para luego mostrarlas allá?

–Tal vez sí, tal vez no. Primero debemos descubrir por qué razón está usted acá.

–¿Pero cómo? ¿Es que después de tantas noches aún no lo sabe? Pues yo sí lo sé.

–¿Ah, sí? Dígame entonces lo que sabe –luego una bocanada, en espera de una respuesta.

–Bueno, porque tengo el don, además porque usted me va a enseñar todo lo que sabe, y porque soy capaz.

–¿Capaz de qué?

–De…

–¿De qué? No le oí.

–De muchas cosas.

–¿Cómo cuáles?

–Como hacer desaparecer esta copa, por ejemplo.

–¡Hágalo, entonces! –otra fumarada y aguardando una demostración.

El tiempo transcurrió lamentablemente entre y alrededor de ellos. Alguien, desde la barra, pidió otra pieza al pianista, quien ya no se encontraba solo, lo acompañaba ahora un violinista. Segundos de éxtasis sonoro hicieron en el anciano olvidar, por un momento, a su juvenil acompañante, mientras la frágil juventud de éste denotaba también le fragilidad de sus logros.

–¿Cuántas copas me dijo que haría desaparecer?

El muchacho lo miró con tinte derrotado. El octogenario tarareaba junto al mar melodioso que rompía en sus oídos cuando le había hecho la pregunta.

–No se preocupe, joven. Yo sé que usted podrá hacer cosas más colosales que esas –mientras piano y violín cantaban juntos en perfecta unión–… La misión de ambos instrumentos es la misma. El impecable resultado musical deviene del apoyo que cada uno le brinda al otro. Con los hombres sucede lo mismo –concluyó el viejo, con los ojos cerrados y moviendo su pipa junto al compás–. Sólo es cosa que vaya a escuchar un concierto, comprobará que si uno se equivoca, deja de apoyar al resto y podría resultar en desastre. Los desastres entre los hombres son fruto de las notas falsas que desunen y deshonran a todos y a cada uno en el concierto social –el chiquillo escuchaba con persistente atención–. Pero no tiene de qué preocuparse –abriendo los ojos–, yo seré un piano.

–Y yo un violín, si usted me lo permite, claro –sonriendo tímidamente.

–¡Amén! –exclamó el anciano, y el chasquido de los cristales anunció un nuevo e impetuoso brindis. Infierno en las entrañas del hombre.

–¡Se nos olvidó la Madre! –dijo todo alborotado el muchacho apenas despegó los labios de su vaso.

–Y el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Pero no importa, pues otros hicieron cosas peores con ellos.

–¿A la Madre no le molestará el diabolus? –intervino el adolescente tras una pausa.

–Aunque usted no lo crea, los dos tienen un pasado similar –el mozo se mostró sorprendido al oír estas palabras–. Ambos han sufrido el exilio por parte de las criaturas humanas, pues en distintas oportunidades se les ha tratado como personajes no gratos, queriendo negar su existencia; un intento posible, pero con resultado imposible.

–¿La Madre de quien todo nace, incluso el Padre, es también madre del diabolus?

–Un músico no puede, dentro de su creación musical, evitar incorporar melodías, acordes, intervalos, color, intensidad, silencios, armonías, disonancias, ni diabolus; son las reglas del juego. Y justamente, el gran encanto está en el eterno contraste entre luz y sombra –una lenta bocanada lo hizo detenerse–. La Creación, como juego de apuestas en relativa perfección, es fascinante –el adolescente sonrió ante tan desmedido atrevimiento–. ¿De qué se ríe, jovencito? ¿Dije algo gracioso?

–Hasta donde puedo darme cuenta, usted no es ningún dios de la creación. ¿Cómo puede sostener aquello con tanta seguridad?

–Pues bien, una de las cosas que agradezco enormemente a los creadores celestiales, es la gran diferencia que hicieron con nuestra especie en relación a la de los animales, mi joven amigo. El pensamiento y el don de hablar lo que pienso son un asunto formidable, y mi más absoluto deseo es aprovechar esta virtud de la mejor manera posible, hasta que mi cuerpo, irremediablemente, por fin descanse en paz.

–¡Ah! ¡Pienso, luego existo!

–O existo, luego pienso; o existo, luego existo. Pensar nos sirve para comprender que existimos. ¿O no? –remató el de más edad.

–¿Y… siento, luego existo? ¿O… como, luego existo? ¿O… camino, luego existo?

–Todo depende.

–¿De qué?

–Del prisma con el que se mire la situación. No debemos olvidar, amigo mío, que dicha conclusión fue creación de un pensador. Si se hubiera tratado de una persona sensitiva, o de un comensal, o de un caminante, tenga por seguro que vuestros argumentos calzarían perfectamente con determinada acción. Sin embargo, déjeme decirle, que de todos modos existimos, hagamos lo que hagamos o dejemos de hacer. Y si me permite un consejo, trate de no pensar, es una terrible limitante a la hora de desear viajar con libertad, usted me comprende; hágalo sólo por entretención, cuando tenga ganas de divertirse. A la verdad se llega más oportunamente cuando se existe, no cuando uno piensa que existe.

–Con todo respeto, señor. Logro intuir una gran contradicción en sus palabras.

–¿Sí? ¿Por qué?

–Primero usted agradece ser un hombre pensante y disfrutar de aquella virtud hasta que la muerte lo lleve de este mundo, y luego me recomienda que no piense. ¿Qué he de hacer entonces? ¿Morder de la manzana pecaminosa del raciocinio o, como un animal, disfruto de pastar, sin preguntarme por qué aquello que está en el suelo es de color verde?

–Sólo piense sin pensar que piensa –con tono muy distendido.

–Mmm, usted tiene razón, eso haré –de modo sarcástico.

–O si lo prefiere, piense en nada.

–Sí, eso es más fácil –completamente incrédulo.

–O si gusta, piense libremente, pero sin excesos –llevando la pipa a sus labios y expulsando aquella pequeña nube transparente.

–Pero claro, eso me parece mucho más adecuado –levantando su dedo índice y acomodando su postura sobre la silla–… Y dígame, si no es mucha la impertinencia, ¿cómo sabré que me excedí?

– Cuando le dé fatiga mental, por ejemplo –con una pierna sobre la otra, y agitándola mientras jugueteaba con el vaso entre sus dedos.

–Pues entonces le informo que ya me he excedido un par de veces. No olvide que lo único que se me está permitido hacer es pensar.

–Eso es allá, pero acá usted goza de plena libertad. Disfrútela –concluyó el anciano, abriendo los brazos en toda su extensión, y acompañando con este acto sus últimas palabras.

El muchacho sabía que el hombre tenía la razón, entonces, sin dudarlo, abalanzó la pipa sobre sus labios frescos y relucientes, y consumió hasta la última porción de aire, transmutando lo invisible en humo. Tren a vapor y aroma, perfume de vainilla en sociedad con el espacio circundante.

Sí; el mocoso era libre; en aquel momento era un dichoso prisionero de su libertad, mas ésta no duraría por largo tiempo. Entonces, resultaba imperativo beber de su miel y gozar de ella sin demora ni resignación; ni sujetada ni compartida; ni en duda ni en certeza; sólo disfrutarla. Cuando ha llegado el tiempo de disfrutar, es deber hacerlo, y no hay más. ¿Qué individuo, qué pueblo, qué nación, no ha tenido jamás el deseo de probar la libertad? Nadie sabe con seguridad qué es, pero se la desea y se lucha por ella. ¿Qué gran misterio se esconde tras ella? ¿Una sensación? ¿Un estado real?

–Usted tiene razón, señor –prosiguió el mozalbete–.Y he ahí la respuesta a la gran incógnita, pues cuando me siento libre no pienso. Es como pensar sin pensar que pienso, o como pensar en nada, o como pensar libremente y sin excesos. Cuanto más libre me siento, más feliz soy. Allá, la privación de libertad me hace sentir infeliz. Acá soy libre; eso me parece. ¿O acaso esto también es una ilusión, tanto como estar allá?

–La Ilusión gobierna gran parte de nuestra existencia, pero que esto no lo inquiete por el momento. Ya habrá tiempo para comprender, por ahora sólo observe y aprenda.

La Ilusión a veces adopta condiciones tan reales y concretas, que consigue confundirnos sobremanera. Esto el anciano lo sabe muy bien, el muchacho no del todo. Apenas está aprendiendo a conocer las sutilezas que existen en ella. Desde aquí, la Ilusión redunda en poder, aunque es un tanto más dócil y permite el trasluz de una pizca de verdad. Esto el muchacho poco a poco lo ha experimentado. Se necesita ser valiente para aceptar el desafío, y, al parecer, él lo era.

–Creo que ya es tiempo de marchar –advirtió el anciano, cuando su elegante chaquetón se amoldó a su cuerpo, su sombrero de copa negro azulado coronó su cabeza y su bastón con puño de plata se transformó nuevamente en una extensión de su muñeca.

–¿Cuándo me contará algo más acerca de la Madre y del diabolus? –vistiendo también en el acto sus atuendos.

–Le prometo que será en nuestra próxima cita.

Caminaron, entonces, rumbo a la puerta de entrada, interrumpiendo, al paso, la tertulia de los hombres, y cortando las palabras de las voces en discusión razonable que emitían a su alrededor. Un tránsito obligado fue bordear aquel piano de cuerpo añoso y formidable, que cantaba en ese rincón del gran salón; lo mismo el violín, quien hacía pocos minutos se había unido al grueso ronquido de teclas bicolor. Melodías encantadas que sólo podían ser escuchadas en aquel lugar, en cualquier otro era imposible.

Un guiño de ojos del anciano viajó con destino hacia los músicos, y pianista y violinista sonrieron satisfechos. Hasta un próximo encuentro, como tantos otros.

–Nos ha quedado un asunto pendiente desde ayer, señor –exclamó el jovencito, justo antes de cruzar la enorme puerta.

–Pues, concluyámoslo –respondió el anciano, abriendo aquel majestuoso portón de madera, hecho obra de arte giratoria.

Afuera todo era confuso, estaba oscuro y silencioso, y no se distinguía color ni forma alguna. Fue el momento preciso de lanzar una pregunta, y el hombre de barba habló.

–¿Qué ha concluido, mi joven amigo, respecto de lo que sucedió ayer?

–Una amarga sensación se precipita sobre mi pecho, y hay cosas que no logro comprender del todo.

–Me imagino que usted se refiere a aquel lugar que visitamos y que no conocía.

–Sí, y perdóneme si no actué de manera correcta, debo reconocer que me desorienté, perdiendo el objetivo y haciendo peligrar la misión. Sin usted, todo hubiera resultado en fracaso.

–No es bueno que se desanime. Estas cosas deben suceder; es la única manera de comprender la importancia que le debemos dar a los detalles y a las sutilezas. He ahí el encanto y, por consiguiente, la formación del temperamento y la resistencia.

El muchacho agachó la mirada y guardó silencio. El hombre mayor, firme y dócil, había pronunciado aquellas últimas palabras, sabiendo el impacto que causarían en el adolescente tras la experiencia de la noche anterior, en la cual la derrota había asomado su faz, oprimiendo la sensibilidad del inexperto jovenzuelo.

Sobre su hombro izquierdo descansó, de pronto, la mano del anciano; el muchacho respondió a este gesto de confianza y optimismo, colocando sobre ésta también la suya, mientras su joya relucía allí, sobre su dedo, en medio de aquella extraña oscuridad.

–Un espíritu sediento de sabiduría está destinado a aprender, y yo me imagino que su copa está aún a medio llenar.

–Sí –respondió el jovencito, sin cadenas de duda en su mirada.

–¡Pues, vamos, entonces! –exclamó el octogenario.

Corrigió la posición de su sombrero sobre su nevada cabellera, echó una miradita a sus atavíos, sacudió con su mano la solapa del chaquetón, introdujo sus dedos en aquel par de guantes de elegante color y corte, se apoyó con firmeza sobre su preciado bastón, y dio un último vistazo a su joven acompañante. Éste asintió con un movimiento de cabeza, y ambos desaparecieron de escena, sin el más mínimo temor de perder la compostura en medio de la velocidad de un torbellino.

Ninguno de los dos, sin embargo y debido a la espesa niebla, se percató de la presencia de un carruaje estacionado varios metros al frente del majestuoso edificio.

–¿Ahora es cuándo, señor? –inquirió un hombre desde adentro, tras ser testigo silencioso del arrebato del anciano y el muchacho.

–No, amigo mío. Esperaremos a que el sol y la luna se unan en Escorpión, y Júpiter sea desterrado –respondió otro, con voz grave y pausada; ambos resguardados por la penumbra y detrás del velo–. Esa será la señal.

–Pero ya hemos esperado mucho –con tono impaciente.

–Tenga un poco de calma, ya han transcurrido dieciocho años. Sólo unos días más, y un nuevo ángel caerá.

–¿Por lo pronto, qué hacemos?

–Lo de siempre. ¿No es así Madre querida? –con una sonrisa sarcástica y dirigiendo la pregunta hacia una misteriosa mujer que estaba sentada junto a ellos y que mantenía oculto su rostro en medio de las sombras.

El anciano apenas obtuvo un sonido parecido a una risita como respuesta, y supo que ella estaba conforme. Sin más, y tocando la campanilla, el hombre dio la orden al cochero de partir.

Los negros caballos se internaron entonces por las adoquinadas callejuelas cuando el postillón así se los ordenó, mientras su capucha dejó al descubierto parte de una calvicie brillante y un rostro pálido y ajado.

Un ruido como de cadenas prosiguió al arranque, el mismo que hace erizar los pelos de quienes lo oyen en medio de la oscura noche y que nadie se atreve a enfrentar, sin querer comprobar que de decenas de almas en pena, encadenadas y arrastradas por el coche, se trataba.

Pobres esperpentos, de demonios alimento.

II

La sala de hospital se vio de pronto iluminada con aquel resplandor de amanecer, aún misterioso y dubitativo, sabiéndose primogénito y nacido de un vientre oscuro y estrellado. El blanco gélido de las murallas no tuvo más remedio que aceptar la intromisión de aquella pálida luz que, poco a poco y sin remordimientos, entró virtuosa a través del gran ventanal, allí a un costado de la habitación.

Cosme aún no abría sus ojos; su rostro empalidecido, sus órbitas hundidas a cada costado de aquella nariz pequeña y recta, y sus labios, desesperanzados ya de todo rubor de rosas, se enmarcaban en medio de una cabellera negra y lacia, que caía también moribunda sobre la almohada, tan blanca y fría como su faz.

Las sábanas, completamente estiradas y sin asomo de pliegues, denotaban la quietud de aquel cuerpo, inmóvil; un cuerpo que estaba aún más cerca de la muerte que de la vida, pero que respiraba; con un corazón en su interior que latía y que sudaba por sobrevivir.

Pronto llegaría una enfermera y traería consigo una jarra de metal pintada de blanco, con algo de agua caliente en su interior, y la vertería sobre aquel lavatorio metálico, también albino, que reposaba sobre aquella pequeña mesa de madera del mismo color, envejecida y con olor a enfermedad y a postración; y daría comienzo al rutinario aseo del cuerpo del joven Cosme.

Con apenas dieciocho años, y jamás la tierra ha probado el sabor de las plantas de sus pies, las que tampoco han dejado huella sobre los cabellos verdes del prado, ni lastimado, siquiera, la fragilidad multicolor de las amapolas, con sus dedos largos, esqueléticos y vírgenes de contacto terrenal. Jamás un árbol sintió temor de perder el equilibrio o de desplomarse tal vez, porque su cuerpo nunca ha trepado por entre sus ramas, deshojando su vestidura dorada de otoño o verde de frescura de primavera. Tampoco ha correspondido al llamado desesperado de la montaña, quien lo ha invitado a cabalgar sobre sus rocas bajo el aroma frutoso del atardecer. Nunca el río ha abrazado su cuerpo y apaciguado la angustia, sin decantar, que brota constantemente de su piel. En absoluto la niebla ha engañado la percepción respecto de su entorno, haciéndolo sentir como en medio de la nada, porque nunca se ha vestido de niebla ni de frío anochecer.

En su vida ha hecho ninguna de estas cosas, porque Cosme sólo conocía de postración, únicamente sabía de los resortes de los colchones que ha ocupado por años, así como de los cambios constantes de sábanas blancas y ya sin olor que tenía que soportar con resignación diaria.

Él sabía que la vieja cama de fierro, también blanca, como todo en el cuarto, sólo gruñía cuando era de día, porque de noche, en medio de la oscuridad, lo único que oía, las pocas veces que no conseguía dormir, era el clap de los abrir y cerrar de sus ojos y el aire que entraba o salía por su nariz. De día todo era diferente: un concierto de ruidos tubulares, los barrotes de la cama que despertaban con el alba, la enfermera que la movía para limpiar por debajo, el cambio de sábanas, el somier que se quejaba; dos ayudantes, también de blanco, que levantaban su cuerpo, aquel que hace algunos años era aún pequeño, pero que ahora precipitaba sus huesos, clavándolos sobre la piel de aquellos fuertes hombres; esto es lo que el jovenzuelo conocía. Sin embargo, todo este alboroto a plena luz del día le resultaba placentero, porque sabía que el paso repetitivo de las horas, desbordadas de movimiento, traía consigo más de alguna agradable sorpresa.

La visita de su tutor, un hombre culto y bien educado, quien, dentro de algunas horas, le hará compañía hasta que el joven nuevamente deba dormir; es lo que Cosme tanto esperaba con ansias. Entonces, como todas las tardes y a las cinco en punto, don Gabriel golpeará la puerta y entrará, inundando de alegría el límpido cuarto, con aquella sonrisa vigorosa y esa mirada cristalina y azul, que confortaba y apaciguaba los dolores más grandes, que son los del alma.

Como ya era la costumbre, él traerá en su mano enguantada un lirio blanco, grande y perfumado de regalo para su protegido, porque sabía que esa era su flor preferida; entonces, la enfermera quitará la del día anterior, lavará el pequeño florero de cristal, lo llenará de agua nueva, y lo acomodará sobre la mesita que descansaba a un costado del ventanal. Allí es donde siempre brillaban sus pétalos con la luz del sol; y cuando estaba nublado, en días de invierno, su propia y perfumada luminosidad era la que alumbraba y daba vida al sombrío cuarto, en medio de la soledad de las noches de lluvia.

Ésta era la rutina diaria del joven Cosme. Desde hacía algunas semanas que esto se ha repetido con prolija periodicidad, atenuando así su alicaído ímpetu y sus pocos deseos de vivir; y todo gracias a la compañía de aquel noble señor, quien se había transformado en su protector, ante su mirada ávida de nuevas esperanzas.

Por fin, y siendo las once de la mañana, el adolescente mostró sus ojos pardos al mundo. El techo blanco entró primero que todo por la retina, luego el lirio del día anterior, esto refrescó su alma; y poco a poco la habitación, con todos sus detalles, se hizo presente y real ante su mirada. Sin embargo, el recuerdo de los acontecimientos de la jornada anterior asomó de pronto su aguda nariz y le hizo olvidar, por un momento, inclusive su adorada flor. –¿Cuánto falta para que sean las cinco? –preguntó a la enfermera, antes que ésta se retirara. Ella respondió y él se impacientó por las cerca de cinco horas que tendrá que esperar hasta ver a su tutor nuevamente.

Había tanto de qué hablar, tantas dudas en su mente, tantos temas por discutir. El tiempo a veces resultaba ser su mejor aliado, otras su gran enemigo; si no existiera la impaciencia, la rapidez o lentitud del paso del tiempo importarían en lo más mínimo; pero ésta asomaba por los recovecos del alma, y de algún modo debía ser aplacada.

Aquel día, extrañamente trajo con su despertar muchas interrogantes, entonces he ahí el porqué de la impaciencia. Era imperativo ver pronto a su amigo y vaciar desde su interior aquel océano de preguntas que intoxica, hasta el calvario, todos los llanos de su cuerpo.

En la espera, él demandó a la asistente, quien en ese preciso momento estaba a punto de retirarse y cerrar la puerta, que le aproximara un libro, aquel que estaba al final de la larga hilera y que descansaba sobre una mesa contigua a la que sostenía a su flor; un libro grueso, antiguo y que olía más viejo aún que

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