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Ciudad de luces y sombras
Ciudad de luces y sombras
Ciudad de luces y sombras
Libro electrónico392 páginas6 horas

Ciudad de luces y sombras

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Gray-maikil es una adolescente que apenas ha estrenado su libertad. Todavía no ha tenido tiempo de empezar a soñar con el futuro en una Ciudad que reverencia el sexo como un arte divino; sin embargo, su destino cambiará irremediablemente una noche de primavera, cuando se convierta en testigo infortunado de un cruel asesinato.
Dispuesta a sobrevivir a toda costa, la joven se verá forzada a aceptar la protección de una de las facciones que luchan por hacerse con el trono; no obstante, no tardará mucho en comprender que no puede confiar en nadie, cuando su existencia sea puesta nuevamente en el delgado límite entre la vida y la muerte.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento9 sept 2016
ISBN9781635037142
Ciudad de luces y sombras
Autor

Isabel León

Nacida en La Habana en los setenta, Isabel León es el seudónimo de una autora que ha pasado la mayor parte de su vida fuera de su país, al igual que muchos otros cubanos. Ciudad de Luces y Sombras es su primera novela y fue allí, en su ciudad natal, donde escribió las primeras páginas. Caminando por sus calles empedradas, encontró la inspiración para crear otra ciudad que, del mismo modo, encuentra en el placer su modo de vida. Después, con el transcurso de los años, la idea original fue cambiando, como ella misma lo ha hecho. Tanto si es fantasía como ciencia ficción, un escritor siempre parte de sus vivencias para crear, y en ese sentido, no es diferente. España la acogió como una hija. Haciéndole un irónico guiño a sus ancestros, deshizo sus pasos: vivió en las mesetas castellanas y en ellas dejó parte de su corazón. Cada día, las fronteras virtuales se hacen más borrosas; en el futuro... ¿cómo será? Como escritora, no puede dejar de imaginarlo.

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    Ciudad de luces y sombras - Isabel León

    -V-

    -I-

    Lavé con cuidado los restos de semen antes de comenzar a vestirme con movimientos lentos y todavía torpes. El espejo me golpeó con una imagen ojerosa y sudada aún. Náuseas de mí misma me estremecieron hasta las lágrimas, pero conseguí aplacarlas lentamente con el correr frío del agua por mi rostro. Todo daba vueltas y se alargaba grotescamente hasta lo imposible. Cuando parpadeé tres veces, ya estaba bien.

    Del otro lado del biombo, que a modo de puerta separaba la alcoba del lavatorio, podía escuchar el ininteligible intercambio de dos voces completamente opuestas: la de Flavio, grave y varonil ―lo más atractivo de su personalidad―, y el melodioso timbre del maestro, que delataba su condición de mariposa aunque no pudiera verlo.

    No lograba comprender una palabra de lo que decían, por lo que deduje que los efectos del licor de campanillas no habían pasado, e incluso tenía todavía un regusto amargo en el paladar; lo cual, unido al aturdimiento y la sensación de enajenación de mi propio cuerpo, resultaba muy desagradable. Sin embargo, lo peor de todo era que al final no había podido sacar provecho a sus virtudes en la cama, por lo que me sentía bastante irritada y necesitaba despejarme cuanto antes.

    Cuidando de no derribar los frascos aromáticos que pululaban por el cuarto de baño, subí a una mesita que hacía las veces de repisa, y a continuación abrí la pequeña ventana del tragaluz para aliviar el ambiente, cargado de provocadores perfumes.

    Nocturna, con sus hermosas cúpulas y palacetes, la ciudad teñida de azul luminiscencia guardaba silencio; aunque en la lejanía, el dorado resplandor de las hogueras se encargaba de recordarnos que en sus Portadas las fiestas no tenían límite, haciéndome soñar una vez más con que, algún día, yo también contemplaría el amanecer desde las murallas.

    Sabía muy bien que es imposible ver lo que depara el destino, y aquel sueño, el de vivir en las Portadas, parecía especialmente inalcanzable para una ciudadana recién estrenada como yo. Por el momento, debería considerarme afortunada y dar gracias a los dioses porque la llegada del maestro nos interrumpiera; con un poco más de suerte, quizás tendría la oportunidad de verle aunque fuese un instante. Nunca había estado cerca de un residente del Jardín, y, siendo dueño de una voz tan intensa y sensual, tenía que ser un hombre singularmente atractivo.

    Flavio, en cambio, no me gustaba en lo absoluto; si había aceptado aquel encuentro era por cuenta de mis volubles decisiones y por su persistencia, más que por verdadero deseo carnal. Ahora, al menos, tenía la oportunidad de una elegante retirada.

    Sonreí, sacudiendo un poco la cabeza, y después bajé con precaución de la mesilla.

    Terminé de vestirme, preguntándome qué interés podría tener un maestro mariposa en Flavio, obstinadamente gallo y de la condición mas gris. Me negaba a creer que fuera una cita de placer; pero obviamente no se trataba de una simple reunión de amigos, a juzgar por su inusual animación.

    Fuese lo que fuese, no era asunto que me interesara.

    Me volteé hacia el dintel para regresar a la alcoba, y bastó una mirada para comprender que no deliraba. La sangre que salpicaba el biombo era demasiado real.

    Retrocedí hasta la pared, escuchando. Silencio. Pasé junto a la mampara al borde de los vómitos. Incluso entonces las flores hacían su trabajo: el hedor a sangre lo saturaba todo, y las gotas formaban dibujos caprichosos sobre el tornasolado papel del mueble.

    Flavio yacía a pocos pasos tras el biombo, de bruces, como si hubiera intentado pedirme ayuda en el último instante. Se veía tan absurdo con el largo puñal de hoja curva clavado entre los omóplatos que casi parecía una broma. Conteniendo las arcadas, le dí la vuelta, intentando tocar su cuerpo lo menos posible.

    La piel transmitía calor aún, sin embargo, como un cruel contraste con aquella ilusión de vida, en el rostro, así como en sus ojos petrificados bajo los párpados caídos, no había ninguna expresión, ni siquiera la molesta pedantería que había sido su signo de identidad desde siempre. Sin alma, no era más que un trozo de carne que en poco tiempo se llenaría de gusanos.

    Lentamente, me percaté de que algunos pliegues de mi túnica habían caído sobre su pecho, absorbiendo la sangre, como bestias sedientas. Una nueva oleada de arcadas me sacudió, exacerbadas ante la perspectiva del inminente contacto de mi piel con el viscoso río carmesí.

    Lo solté de golpe y corrí hacia la puerta, pero no conseguí abrirla en mi desesperación. Intenté recuperar algo de calma; tomé aliento, reclinada sobre la hoja, y lo intenté de nuevo, sin éxito. Entonces comprendí la trampa y lo terrible de mi situación: estaba encerrada a solas con un cadáver, alucinando.

    Una mesa, la mampara. Al suelo. A ambas las vi, pero no logré evitarlas. Algo me hace caminar y no soy yo. Tengo que llegar a la ventana. Del otro lado está la libertad. Lo sé, pero no sé por qué no he llegado ya. Me parece que hace mucho que camino hacia ella y todavía no la alcanzo ¿Qué me pasa? Son solo dos mosaicos ¿Por qué se ha detenido el tiempo? Amanecerá y yo no habré tocado esa ventana. Tocarla. Solo tocarla.

    El efecto cesó tan pronto como comenzara, apenas mis manos se aferraron al marco de madera blanca. Con un ligero impulso, y sin meditarlo ni por un instante, salté al vacío, derribando las botellas de la mesita.

    Las ramas de un árbol amortiguaron la caída, pero aún así, el suelo recibió dolorosamente mis huesos, despertándome del todo. Me levanté y corrí sin ver nada más, guiada por el instinto hacia mi alcoba, hacia mi cama grande y segura.

    Abrí los ojos muy tarde al día siguiente, con el dolor recorriendo todos mis músculos en recuerdo de la víspera. Sentada en la cama, observé como si fuera ajena la túnica sobre mi cuerpo, desgarrada y sucia, con dos grandes manchas oscuras en la manga.

    No tenía sentido que me dijera que estas cosas no sucedían en la Ciudad. Flavio estaba muerto, este era un hecho innegable, y probablemente el sirviente de la limpieza ya habría descubierto su cuerpo.

    ¿Qué haré? ¿Qué haremos ahora? ¿Qué estará pasando en la Ciudad? El Consejo Élite y la Reina tendrán que hallar al culpable y decidir su suerte… El culpable

    Golpeada por una súbita ráfaga de realidad, contemplé mis manos como una idiota.

    El asesino ha sido un maestro, pero ¿Quién lo creerá? No tengo ninguna prueba, y en cambio, yo... Estas ropas, esta... sangre... el olor de las campanillas ¡Soy una prueba viva del delito!

    Salté de la cama y corrí hacia el baño, desvistiéndome al paso. Raspé frenéticamente cada trozo de mi piel, lavándola en abundancia, y enmascarando cualquier rastro de la noche pasada en una fuerte esencia de jazmín. Cuando salí de la bañera, más calmada, recogí las ropas y me senté frente al gran brasero del dormitorio.

    La tela quedó reducida a finas tiras que ardieron mezcladas con las últimas hierbas aromáticas de mi pobre reserva. Mientras contemplaba las agrisadas volutas de humo que se elevaban, comencé a meditar.

    El crimen y la trampa habían sido muy precisos, y podía considerar como un verdadero milagro el hecho de que consiguiera escapar estando en aquellas lamentables condiciones, y que sobreviviese también sin daño severo al imprudente salto desde la ventanilla del baño; sin embargo, si de algo podía estar segura, era de que yo no era la clave ni el objetivo de tan elaborada trama. Mi destino habría sido convertirme en la evidente culpable que afrontaría las consecuencias ―cualesquiera que estas fuesen―, librando de toda sospecha al verdadero asesino.

    Habiendo llegado a este punto, no podía evitar preguntarme qué habría hecho Flavio para merecer semejante destino; pero enseguida tuve que servirme una copa para ahogar en ella la desagradable conciencia de que su muerte no me inspiraba realmente ningún sentimiento.

    ¡Al demonio! Tenía cosas más importantes de las cuales preocuparme.

    Los recuerdos eran un caos dentro de mi cabeza, y también cabía la posibilidad de que lo que creía real no fuese más que otra ilusión provocada por el licor. Mientras más vueltas le daba, más me maldecía por haber seguido dócilmente la indicación de Flavio de meterme en el baño sin llegar a ver ni siquiera la sombra del recién llegado.

    Una repentina opresión me atenazó la garganta, al percatarme de que no podía confiar en que el asesino no me conociera. Podía habernos estado vigilando; e incluso en el supuesto caso de que mi identidad fuera un dato irrelevante para él, era igualmente pausible que, antes de marcharse, una macabra curiosidad lo llevara a espiarme por entre las junturas del biombo. En ese momento estaba demasiado atontada para darme cuenta de nada, pero cuanto más lo pensaba, más me convencía de que, forzosamente, aquel maestro tenía que saber quién era.

    Mientras la conciencia del peligro calaba en mi ánimo, no pude evitar lanzar una mirada en derredor, aunque solo fuera para constatar con desesperada impotencia la vulnerable accesibilidad de mi alcoba, ventilada y abierta a un pequeño jardín que comunicaba con el transitado Parque de la Fuente. En circunstancias normales, se consideraba una ubicación privilegiada, y mucho más para una ciudadana de un rango tan bajo como el mío; jamás lo habría obtenido de no ser por mi tutora, y en su momento, me sentí inmensamente feliz y agradecida por ello. Ahora, en cambio, me daba cuenta de su aterradora fragilidad, y solo podía pensar en que lo cambiaría con gusto por un nicho oscuro del Pabellón de las Cuatro Torres.

    Un leve toque a la puerta me arrancó un grito involuntario, al cual siguió otra maldición entre dientes.

    Lo había olvidado por completo, pero, siendo día de limpieza, debía tratarse del sirviente encargado del Pabellón en el que vivía: una pequeña ventaja añadida al afortunado legado de mi tutora, gracias al cual no había tenido que volver a ensuciarme las manos desde que me convertí en ciudadana.

    Cálmate, Gray; no puedes actuar con ligereza. Ahora mismo tienes que tener cuidado en cada paso que das, pues no sé si sería peor encontrarte cara a cara con el asesino, o revelar que estuviste anoche en la alcoba de Flavio

    Calma. Eso es; abre la puerta me dije, sintiendo como si cada miembro de mi cuerpo hubiese duplicado su peso.

    Una sonrisa radiante me saludó apenas entreabrí la endeble hoja de madera.

    ―Buenos días, Gray-maikil ¿Puedo comenzar la limpieza?

    Me hice a un lado para dejar pasar al muchacho, sin decir palabra. Retorné al lecho, y ahí, refugiada y hundida entre los almohadones y mis propios temores, lo dejé hacer. Sabía que encontraría extraño que permaneciera aquí, pero me sentía incapaz de aventurarme sola por las calles.

    ―¿Se siente bien?

    La pregunta me tomó por sorpresa. Maldije por lo bajo el respingo, mientras el chico me observaba con atención.

    ―Se le ve pálida, y está temblando ¿Se siente enferma?¿Necesita que llame a un médico? ―preguntó, acudiendo solícitamente a mi lado.

    ―¡No me toques! ―chillé, y él retiró la mano como si lo hubiese mordido un áspid. Sin saber por qué, esto no hizo sino irritarme más― Deja de entrometerte en los asuntos privados de una ciudadana y haz tu trabajo.

    Obedeciendo la orden, el joven volvió a su labor calladamente, y mientras lo veía cepillar con esmero el suelo de mosaicos me mordí los labios, arrepentida. Hasta ahora, siempre había sido amable con él, quizás por simpatía, o porque me daba lástima; no podría precisarlo, pero el caso era que, desde el momento en que nos conocimos y conseguí sacarle unas tímidas palabras, intenté cambiar la mala opinión que sus compañeros de barraca le habían dado sobre nosotros, los ciudadanos de los Pabellones.

    Lamentablemente, acababa de echar por tierra todos estos esfuerzos con mi acción y una simple frase altisonante, pero no podía disculparme. Si lo hacía, no solo perdería su respeto, sino que tornaría extraña mi reacción anterior, y no hay nada tan veloz como la lengua de un sirviente.

    No, era mejor olvidar el asunto, decidí, sacudiendo la cabeza como si este gesto sellara definitivamente mi determinación.

    Durante un buen rato, mis pupilas siguieron mecánicamente el ir y venir del muchacho, con las ideas dormidas en indolente abandono de la realidad.

    Era un jovencito bastante atractivo para su corta edad, y me gustaba encandilarme con los reflejos juguetones del sol en su ensortijada melena, que parecía chisporrotear como un alegre fuego rojo. Lástima que fuese tan solo un sirviente, que jamás podría aspirar a la ciudadanía.

    El golpe de la puerta cerrándose fue como un aldabonazo en mi mente. Estaba sola otra vez.

    No puedo quedarme aquí para siempre. Necesito saber qué sucede allá afuera

    Según me aproximaba a los Pabellones del Laberinto, podía notar la presencia cada vez más numerosa de gente reunida, murmurando por las esquinas. La sensación de acecho que transmitían sus miradas era opresiva, y, de vez en cuando, me sorprendía aguzando el oído al percibir una voz que se me antojaba similar a la del asesino. Tenía la impresión de que avanzaba por un oscuro túnel y no por el popular Paseo de las Vírgenes, bajo un radiante mediodía.

    ―Esto no tiene sentido, idiota ¿Por qué temes? ―refunfuñé, intentando relajar la rigidez que cristalizaba mis músculos.

    Algo me cubrió los ojos súbitamente, y mi reacción fue escabullir el cuerpo a un lado para ver de quién se trataba, mientras le propinaba un empujón con todas mis fuerzas. Desde el suelo, me salpicó una risa conocida, que llenó de luz mi alma.

    Nois reía con todo su cuerpo, y continuó haciéndolo mientras la ayudaba a levantarse y a sacudir el polvo de sus vaporosos bombachos rosaperla.

    ―¡Así que tú también estás aterrada! ―se burló al cabo de un rato, cuando por fin consiguió poner freno a las carcajadas― ¡Y eso que mis manos son inconfundibles, siempre llenas de sortijas y pulseras! Tenía miedo de que las reconocieras.

    ―La venganza será mía; ya verás ―bromeé, intentando parecer tranquila.

    ―¿Ibas a lo de Flavio, en busca de novedades? ―preguntó, sin imaginar el temblor de mi corazón al escuchar ese nombre― Si es así, no pierdas tu tiempo. Los accesos están cerrados.

    ―¿Qué le sucedió a Flavio?

    Mi pregunta incluso sonó inocente. Nois dejó de acomodarse los rizos dorados y me miró fijamente, con gesto de extrañeza.

    Más tarde, a la pródiga sombra de uno de los manzanos que adornaban los jardines del Anfiteatro de la Comedia, mi respiración recuperaba lentamente su ritmo normal mientras escuchaba el relato y las murmuraciones que circulaban por la Ciudad desde el amanecer.

    Aunque el Consejo Élite hubiese preferido que todo quedara en secreto hasta descubrir al culpable, los sirvientes se habían encargado de divulgar la noticia desde las barracas, y por ahora, las cosas parecían favorecerme.

    Nadie nos había visto juntos anoche, y, dado mi habitual rechazo hacia su persona, no era probable que nos relacionaran. Se creía que el crimen había sido provocado por un pleito, o quizás por el estallido de cólera de alguna víctima de los sucios juegos de seducción típicos de Flavio.

    ―Sin embargo, yo no lo creo ―comentó Nois, jugueteando distraída con los cascabeles de su corpiño.

    ―Pero ¿Por qué? ―la interrogué, palideciendo de nuevo.

    ―Porque él no era tonto. Sabía bien con quien jugaba y a quien debía respetar; para eso tenía un sexto sentido.

    Era cierto; y en ese instante comprendí que los míos habrían de estar aguzados al máximo si quería seguir con vida. Flavio era muy perspicaz; se jactaba de ser un conocedor del alma humana, y su habilidad le había granjeado muchos favores de ciudadanas experimentadas, aunque no supiera aprovecharlos― era un mal alumno en la cama― Sin embargo, nada de esto le permitió adivinar las macabras intenciones del maestro.

    ―¡Mira qué belleza! ―cuchicheó con entusiasmo Nois, sacándome de mis pensamientos con su intempestivo cambio de intereses.

    Hice pantalla con una mano sobre los ojos para contemplar al muchacho que había atraído su atención, el cual se hallaba jugando con algunos amigos a los pies de la colina.

    ―Espléndido pupilo ―concedí, admirando la robustez de sus miembros adolescentes, bronceados por el sol― Debe estar en el último ciclo. Un bocado delicioso para el venidero otoño.

    ―Guarda tus colmillos, Gray-maikil ―mi amiga sonrió, maliciosa― Es un gallito; míralo bien. No podrás ensayar en él tus antinaturales prácticas hasta que termine todo un ciclo de estaciones como ciudadano, y para ese entonces, veo difícil que lo convenzas.

    Nois, Nois. Me pregunto si ríes a propósito con esa, tu adorable risa argentina, porque sabes cuánto me gusta y disfrutas haciéndome sufrir. Quizás deberías cambiar tu tendencia, y convertirte en mantis, mi adorable y caprichosa cisne; o quizás es solo lo que yo desearía, porque tal vez así tendría una oportunidad contigo. Ah, no lo sé; pero aunque me consuma de deseo viéndote día tras día, aunque mi sangre hierva al aspirar el perfume de tu cuerpo mientras escucho las confidencias de tus noches de gozo, jamás seré yo quien dé el primer paso. Tengo demasiado miedo de perderte, y te quiero más como amiga que como amante. Además, por mucho que diga que lamente el que seas cisne, me gustas tanto precisamente por eso... ¿Será que también me he equivocado, y no soy una mariposa, sino simplemente una piedra que disfruta el sufrimiento? ¡Ja! Eso sí que tendría gracia… Ah, no me mires así, Nois, porque quisiera besarte

    ―¿Qué te parece mi nuevo traje? ―preguntó, exhibiéndose con un contoneo seductor, y yo sonreí como siempre, meneando la cabeza.

    A los ojos de cualquier extraño, mi amiga parecía una frívola cabeza hueca deambulando por la vida sin tomársela demasiado en serio, pero no era así para nada. Ciertamente, Nois seducía con descarada facilidad, y se prodigaba en risas y tentadores ajuares; mas escogía a sus amantes con la minuciosidad con que un alquimista pesa sus polvos, y, al contrario de muchas cisnes, jamás transigía en coincidir en el lecho con más de uno a la vez. En cierto modo, era bastante cerrada en la intimidad, aunque exteriormente daba la impresión de ser apasionadamente abierta.

    El sexo se ha hecho para dos sentenció en cierta ocasión, cuando comenzábamos a salir juntas a las fiestas Y evidentemente para dos que encajen

    Muchas veces hacía tales bromas a propósito de mis gustos, y yo las toleraba, encantada por la gracia con que las decía. No supe evitar esta atracción, mas creo que tampoco habría querido impedirlo. Sin darme cuenta, Nois se había convertido en alguien imprescindible para mi felicidad.

    ―No está mal. Tiene un toque exótico ―apunté, aprovechando la ocasión para contemplar a gusto su voluptuosa figura.

    ―Las que me matan son las babuchas. Me quedan un poco grandes, y se llenan de tierra ―se quejó, alzando ligeramente una pierna para sacudir el zapato. Casi enseguida, sus pupilas destellaron, y propuso:

    ―¿Qué te parece si vamos a los Pabellones Azules? Dicen que habrá un espectáculo de ciudadanos de experiencia, y hasta es posible que vengan un par de maestros. Obviamente, es solo para pupilos, mas creo que podremos infiltrarnos ¿Vamos?

    Accedí entusiasmada, pero conforme dejábamos atrás el abierto espacio del Anfiteatro y nos introducíamos en la maraña de callejuelas y arcos de los Pabellones del Laberinto, una sombra cada vez más siniestra comenzaba a pesarme en el pecho.

    Han transcurrido dos cambios de luna, y poco a poco, lo sucedido aquella noche en casa de Flavio ha comenzado a formar parte de un pasado que quisiera olvidar tan pronto como lo han hecho los demás habitantes de la Ciudad.

    Tras la febril efervescencia de los primeros días, las pesquisas se detuvieron sin llegar a cuajar, y nadie parece interesado en que continúen. Tal vez sea mejor así, aunque siempre confié en que encontrarían al asesino, y que fuese antes de que él me encontrase a mí.

    Es extraño, mas cuento con la habilidad, tan humana y tan propia de los que habitamos la Ciudad, de renegar de los recuerdos desagradables, cual si el olvido fuese un conjuro poderosísimo para borrar el pasado indeseable. Por momentos, la razón me dice que es una tontería, pero luego distingo que esta es la única salvación de la locura y el miedo constantes; después de todo, no soy de esa raza de gente que se regodean en el dolor de los sufrimientos vividos, ni mucho menos de los que buscan la admiración de los demás por esta causa.

    Por razones obvias, todo debe continuar siendo un secreto si quiero conservar la vida. Con el tiempo, espero poder sepultar incluso el armonioso y singular tono de voz del asesino de Flavio, que todavía resuena en mis sueños, de vez en cuando.

    Es casi de noche, y deambulo distraída por la galería oeste del Templo Invicto, sorteando los cuerpos amalgamados y esparcidos por los escalones y estrados. Reconozco aquí y allá algunos rostros, un tatuaje, el gemido de placer de cierta muchacha o muchacho que una vez encontré entre mis brazos. Alguien agita una mano y exclama:

    ―¡Gray-maikil!

    Acudo al llamado cual un lebrel adiestrado, sin pensar, y me acomodo un escalón más arriba que mis amigos, entre botellas y jarras vacías.

    Briss Tani me extiende una copa con pulso firme, y la acepto.

    ―Me aburren estos carnavales estúpidos ―rezonga, apoyando la cabeza en mis rodillas― Siempre la misma hueca alegría, las vanas diversiones y placeres. A esta Reina no se le ocurre nada distinto, ninguna celebración solemne, de verdadero aprendizaje...

    ―Aguafiestas ―le interrumpe Nois, con la risa inmotivada de la ebriedad bailando en sus labios. Él no le hace caso, mientras continúa el discurso de sus reflexiones.

    ―Vosotras no lo recordáis, pues aún erais pupilas, pero antes de la Reina Mildrot, Manos Suaves, las cosas eran bien distintas. No digo que mejores, pero en esos tiempos se tomaban con seriedad las iniciaciones de los ciclos y los ritos arcanos…

    ―No sabía que fueras tan religioso… Además, cada Reina tiene su estilo. Mucha gente está contenta con este; es muy popular ―apunto, siguiendo sin mucho interés los torpes intentos de un escuálido jovenzuelo serpiente por aprovecharse del cuerpo de un beodo― Además, siempre tendremos los festivales ¿No es así?

    ―¡No se trata de religiosidad alguna! ―Briss protesta con inesperada energía― ¿Es que no te das cuenta? Esas actividades eran útiles para los pupilos y para nosotros, los ciudadanos sin mucha experiencia ¡No debieron descuidarse! ¿Qué oportunidades tenemos hoy en día de apreciar las verdaderas habilidades de los maestros? Los carnavales como este ya no son más que orgías entre conocidos, y en los festivales apenas hacen un par de exhibiciones, porque los maestros no quieren perder su valioso tiempo en nosotros. Antes, en cambio, en las tradicionales celebraciones de los inicios de los ciclos ―y especialmente en la primavera― cada templo era un altar de ofrenda perfecta a los amantes de cada estilo. Los maestros se disputaban el honor de hacer gala de su arte a la vista de todos los ciudadanos, ávidos de su saber, y luego escogían a algunos y les guiaban en la práctica…

    ―¿Te acuerdas, Briss, de aquella Fiesta de Floración en que te liberé de cierta mantis con peligrosas intenciones? ―Nois interviene nuevamente, con una risita tonta saltando entre hipidos.

    ―Sí, claro que lo recuerdo ―contesta él, soltando la brida de un suspiro cuya inflexión no consigo adivinar― Era la primera vez que me las veía con gente de ese estilo ¡Fue tan persistente!

    ―Sin embargo, si sucediera ahora, creo que me arriesgaría a probar la experiencia ―añade, en tono más ligero.

    ―Oportunidades no faltarán, seguro ―sonríe Nois, toqueteando sus crespos dorados― ¿Quieres que te presente a alguna?

    ―Lo decía en broma, preciosa. En realidad, prefiero la blanca leche de tu vientre y de tus senos.

    Briss Tani sonríe, inclinándose hacia ella, que yace tumbada, con la cabeza sobre sus rodillas.

    ―¡Uy! Lobo hambriento, ve a comer a otra parte ―Nois lo rechaza, juguetona― Estoy tan mareada que no sirvo para otra cosa que no sea para seguir bebiendo.

    ―Pues a mí me parece que ha sido suficiente por hoy ¿Quieres que te acompañe a tu habitación?

    Les veo alejarse con envidia. Nois se deja llevar; la cabeza apoyada en el fuerte hombro de Briss; un brazo suyo ciñéndole el talle. Él parece no sentir su peso, y camina como siempre, erguido y orgulloso. Probablemente dormirán juntos, hasta que uno de los dos despierte en la madrugada, y su lengua insidiosa recorra los caminos más íntimos del cuerpo vecino, expulsando al sueño de sus húmedas cavidades.

    Elegante manera de describir lo que quisieras hacerle tú ¡Esto es enfermizo!

    Me revuelvo, incómoda, y toda la excitación anterior desaparece. Es humillante. Miro en derredor buscando alguna presa: algún ciudadano encendido, una hermosa mujer, o quizás un jovencito inexperto; sin embargo, esta vez soy yo la atrapada.

    Algo me hace pensar que lleva mucho tiempo mirándome, esperando pacientemente a que el vuelo de mi mirada quedase aprisionado en la sutil tensión de sus ojos oscuros; mas desecho este inútil recelo y le sonrío.

    Me abandono a la atracción que despliega con técnica depurada, sorprendida a la vez que halagada por su interés. Él ofrece una copa, que acepto por seguir el juego, aunque enseguida la aparto para poder besarnos.

    Es increíblemente bueno besando. Cuando nos separamos, apenas puedo respirar, y mi corazón parece un caballo desbocado.

    ―Bébelo todo, preciosa; te hará ver maravillas ―susurra, recuperando la copa al tiempo que me guía, con ligeros movimientos, hasta sentarme sobre su regazo.

    ―Oh, eso suena tentador, pero prefiero no hacerlo; he bebido demasiado ―declino, acariciando sus miembros de sabroso tono tostado― Además, quiero estar bien despierta para ti.

    ―Compláceme ―insiste, utilizando de nuevo el poder de su mirada.

    Algo me inquieta. En un instante pasan por mi mente miles de pensamientos entrecortados.

    ¿Por qué quiere obligarme a beber? ¿Por qué se interesa tanto en una novata, teniendo semejante habilidad? ¿Será un mantis o un aficionado a los alucinógenos? Pero, por otra parte, tal vez pierda la oportunidad de una noche maravillosa, de aprender nuevas formas de dar placer; tal vez…

    ―¡Ah, maldición! ―gritó el desconocido, levantándose con brusquedad para sacudir el líquido que acababa de derramar sobre sus ropas.

    ―¡Ay, perdóname! ¡No fue mi intención! Soy tan torpe ―traté de excusarme, mordiéndome los labios y retrocediendo, perdida entre sentimientos opuestos de alivio y arrepentimiento. No hay nada que hacer. El hombre observa con expresión contenida la copa que rueda escaleras abajo y finalmente me devuelve la mirada.

    ―No tiene importancia, palomita ―susurra, eliminando rápidamente la distancia que nos separa mientras se quita la camisa. Me rodea con sus brazos― Después de todo, tanta ropa entre los dos es un desperdicio.

    Está fingiendo, lo sé, pero lo hace tan bien que puedo sentir cómo me humedezco. Nos besamos; en mi boca el sabor dulce, a vino, de su lengua. Es casi doloroso sobreponerse a ella, a los deseos que despierta y provoca.

    Despierta, Gray. Te encontró

    En mis ojos debe ver el espanto. Ya no me besa. Sonríe y me abraza, suave, pero firme.

    ―Vamos a mi alcoba. Tengo una cama grande cual un valle, para que nos disfrutemos tú y yo. Te encantará.

    Obedezco y camino a su lado como un fantasma, con piernas débiles y vacilantes, que apenas me sostienen. No puedo pensar en otra cosa más que en huir, pero no me atrevo ni a intentarlo. De repente, la oportunidad llega con una alegre muchedumbre de juerga que nos engulle y vapulea, separándonos.

    El miedo saca fuerzas extrañas, haciéndome veloz como un espasmo orgásmico, hasta que el dolor que atenaza el pecho con cada bocanada de aire que respiro me obliga a parar.

    Estoy lejos, muy lejos del Templo Invicto, y no hay nadie alrededor. Sonrío aliviada, y cierro los ojos procurando contener el zumbido que ha quedado dentro de mi cabeza. Por un momento me pregunto si no habré actuado locamente, malinterpretando toda la situación y malogrando una magnífica experiencia. Al final pienso que es muy tarde para arrepentirme. Estoy feliz de seguir con vida.

    Prácticamente a rastras, casi sin pensar, me oriento hasta la alcoba. Solo ansío el bálsamo de una bañera perfumada antes de caer en los cálidos brazos del sueño, por eso no reparo en la sombra intrusa entre las cotidianas penumbras que me acogen. Demasiado tarde se me ocurre la idea de que aquel hombre no me halló en el templo por azar. Los sentidos no tienen tiempo de gritarme su alerta.

    Mi primera realidad fueron los sonidos. Me aferré a ellos como a una cuerda para salir de las tinieblas. Aún no podía creer que estuviera viva. Instintivamente quise abrir los ojos, pero me detuve antes de hacerlo. Era mejor estar preparada sin demostrarlo, así que agucé los demás sentidos para evaluar la situación.

    Yacía sobre algo blando, y la primera sorpresa fue que no estaba atada. Un perfume ligero flotaba en el aire, y podía identificar los tenues crujidos de una tela dura de algodón meciéndose con la brisa.

    ―Bienvenida, Gray-maikil ―saludó una espléndida voz, algo distante, y, siendo inútil fingir por más tiempo, parpadeé insistentemente hasta que las figuras se volvieron nítidas.

    Me encontraba en una amplia habitación desconocida, de soberbia elegancia, tendida sobre un canapé acolchado. Una galería de estrechos ventanales abiertos de par en par invitaban al paso del viento, atrapándolo con sus aleteantes cortinas blancas.

    Un discreto movimiento a la derecha me trajo de vuelta a mis cabales, y vi que el hombre al que había conocido la víspera aproximaba una taza olorosa a infusión. Sonrió al verse reflejado en mis pupilas asustadas.

    ―No temas, palomita preciosa; si hubiese querido matarte ya lo habría hecho ¿No crees? Tómalo con confianza; te reanimará.

    Decidí obedecerlo, y la bebida me recompensó por ello; estaba deliciosa.

    ―¿Te sientes mejor? ―preguntó la primera voz que escuchara, y al seguirla, descubrí que provenía del lecho, oculto tras un cálido dosel de muselinas.

    ―Sí, claro ―respondí con leves notas de sarcasmo.

    ―Me alegra. Por un instante temí que Uhmwelt hubiera sobrepasado tus límites.

    ―Si hubiese aceptado la copa ya preparada no habría corrido tal riesgo, Claro de Luna ―se justificó él, aunque su tono no era nada humilde.

    Quedé fundida en el asiento. La había llamado por un sobrenombre…

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