Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Rostrum
Rostrum
Rostrum
Libro electrónico180 páginas2 horas

Rostrum

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Tan solo merecemos aquello por lo que estamos dispuestos a sacrificarlo todo.

«Ocho míseros y deleznables segundos. Se tardaba más en apretar un gatillo y que la providencia decidiera si debía acertar o no la bala. Pero no había disparo ni ruido; solo ese tiempo, un instante. La única proporción que conocía la muerte. Ocho míseros y deleznables segundos, y una de las dos moriría. Ojalá me hubiesen enterrado antes de abrir aquella carta».

Una novela de amor y de muerte, los filos opuestos de la espada que consume la vida. De romance y crimen, pues el asesino y el enamorado están unidos por la misma pasión. Un entresijo de historias cuyas palabras están condenadas a deshacerse, al igual que aquellos que las escribieron.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 ene 2020
ISBN9788418018879
Rostrum
Autor

Moix Corelli

Moix Corelli nació en Tarragona, el 20 de marzo de 1997. Siempre afirmó que la auténtica literatura se construía con vivencias, utilizando la creatividad solo como refuerzo; y eso, sin él saberlo, le llevó a aprovechar sus situaciones más dichosas y desafortunadas entre papel y tinta. A los veintiún años corrigió la obra que llevaba escrita desde sus dieciocho, Rostrum, do tándola de un enfoque único al ser consciente de una rara afección que lo acompañaba: su mente era ciega. Moix Corelli padeceafantasía y es incapaz de imaginar nada, tanto sus recuerdos como sus ideas son una narración silenciosa que solo transcurre en palabras. Descubrirlo le resultó una experiencia mágica, para él mismo incomprensible, cualquier lector podía hojear sus textos y llenarsu cerebro de imágenes que a pesar de ser su creador para él no existían. Esto le llevó a convertir el escribir en un reto,pintó los paisajes que no podía ver con intrincadas frases, llenó cada rincón del texto con juegos de palabras e intentó llevar laprosa más allá de lo que jamás había leído.

Relacionado con Rostrum

Libros electrónicos relacionados

Suspenso para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Rostrum

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Rostrum - Moix Corelli

    Rostrum

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788418018435 ISBN

    eBook: 9788418018879

    © del texto:

    Moix Corelli

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial (Caligrama, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para ti, lector, por elegirme entre miles.

    Has decidido desgranar en mí unos minutos de la cuenta regresiva de tu reloj de arena invisible.

    ¿Cómo no iba a dedicarte estas páginas?

    Preludio

    Alter ego

    El aliento pútrido de la vegetación muerta impregnaba la habitación dándole aires de camposanto en época de guerra. De ese tiempo en el que la muerte acecha indiscriminadamente en cada esquina y los vivos, por temor a unirse al infinito ejército de cadáveres, no acuden al cementerio ni a cambiar las flores, cuyos pétalos acaban marchitándose como la bondad de las almas de quienes las pusieron, creando ese repugnante perfume imperecedero, estigma de lo efímero.

    Caminé escarbando entre los estratos de las tinieblas y el eco de mis pasos relamió las paredes del habitáculo antes de volver a mí, como si mi veleidosa sombra, harta de estar sometida, se hubiese desligado de mi espalda para vagar libremente por aquella oscuridad. En el horizonte, el tintineo de una vela que languidecía y amenazaba con extinguirse le robaba un decreciente terreno a la penumbra.

    Pude ver que la candela reposaba sobre una mesa, rodeada de objetos a los que hacía perfilar siluetas grotescas y vivas. Cuando me aproximé, el entarimado profirió un gemido estremecedor y remarcó que no había sido invitado como comensal a esa mesa cuyo mantel deshilachado, con aspecto de haber sido blanco en los albores de su existencia, yacía bañado por una capa perenne de polvo que denotaba el paso inexorable del tiempo, como arrugas en una tez ya envejecida. Encima de la tela raída reposaban los despojos de una vida lejana: un jarrón con los vestigios fósiles de unas rosas ennegrecidas, cuyos efluvios mortuorios se habían pegado tanto a la estancia como a mi ropa; unos platos que nunca habían conocido alimento alguno; una copa que parecía contener vino, acompañada por un cenicero con un cigarrillo por empezar y una vela por encender; y otra a su derecha, medio vacía, con un agua tan turbia como los asuntos que me habían llevado hasta allí.

    La luz pálida de una tormenta lejana descorrió el embozo de oscuridad con el parpadeo del relámpago. El trueno retumbó en mi pecho al comprobar que la mesa tenía de forma contigua dos sillas de madera parduzca, invocando el fantasma de una cita ya expirada que nunca avino a cumplirse… Hasta ese momento. Atisbé por el rabillo del ojo un ligero movimiento en la silla de la derecha e intenté tragar saliva infructuosamente; tenía la boca seca. Me acerqué dos pasos más, con las manos temblorosas y un escalofrío trepando por mi columna como una corriente eléctrica.

    Un niño aguardaba sentado. Sus pies, pálidos y apergaminados, no llegaban a alcanzar el suelo. Lentamente, alcé la vista y me enfrenté, palmo por palmo, a su piel lívida que, enmarcada en un atavío anacrónico, trazaba el eco de una alucinación robada a las pesadillas. Quise contraponer mi mirada con la suya, pero cuando reuní el valor de intentarlo, no pude. Su rostro estaba velado por una máscara italiana de porcelana que tenía los labios sellados y una expresión neutra, tan antinatural como la de una estatua congelada eternamente en la maldición del tiempo. La sobriedad del perpetuo hechizo se deshizo cuando me instigó a tomar asiento con un ligero ademán de cabeza. Tímidamente, con miedo a molestarlo y que su ira fuese en desacorde con su edad, me senté frente a él. La llama casi interfecta tiñó, con un resplandor anaranjado, el vacío en las cuencas de la máscara durante un breve instante, y pude ver sus ojos felinos. Y, a su vez, inquietantemente, verme reflejado.

    Entonces lo comprendí todo; aquel niño no era otro que yo mismo.

    Se quitó la máscara, dejando un semblante fúnebre a la luz, con los labios morados y lágrimas carmesí recorriendo su rostro cincelado por la arácnida espera con la que había aguardado mi compañía. Cogí el cigarrillo del cenicero, lo prendí y le di una profunda calada, cerrando los ojos e intentando contener mis ganas de forcejear como una presa que ya está irremediablemente atrapada. Mi boca se deshumedeció aún más, como si llevara todo el día vagando en un desierto de penurias; como si hubiese absorbido todo el polvo de la sala. Cogí la copa de lo que parecía vino y la apuré de un trago, haciendo que un sabor herrumbroso me inundara. Sangre.

    Levanté la vista, aterrado. El niño —yo— me contemplaba, revivido. Su cara recuperó el color que tuvo en la niñez al robarme la juventud. Sus pupilas ardieron con un odio que creía inconcebible, y como muestra de gozo, evocó una sonrisa sarcástica que me dejó helado. Su vela se apagó y, acto seguido, se prendió la que había frente a mí. Las rosas recuperaron su color rojo; el agua, su transparencia cristalina y el mantel, su blanco impoluto. El niño, comportándose como tal, empezó a reír.

    El olor a putrefacción me invadió aún más. Me miré las manos, blancas como la nieve. Me rocé la cara, apenas sintiendo el tacto frío de la piel muerta. El niño se alzó, colocó la silla pulcramente pegada a la mesa y vino hacia mí. Besó mi frente con delicada ternura y me puso la máscara de porcelana.

    Una tumba nunca queda vacía; otro siempre debe ocupar el lugar.

    Capítulo 1

    In loco parentis

    Primavera de 1940

    Abandoné el reino de los entresijos oníricos tejidos en mi mente sudando a mares y con el corazón al ritmo de un colibrí perseguido por un águila, que no era más que mis propias ideas. No acostumbraba a soñar dormido; reservaba mi potencial imaginativo para cuando estaba despierto y era soberano del infinito y su entramado de historias, pero esa vez había sido víctima de mi subconsciente y desconocía el significado de lo que había vivido en esa habitación de tinieblas y quimeras.

    Observé a mi alrededor. La luz del sol destilaba, tenuemente, gotas de un tono rosado, bañando los cristales en un halo lambrusco a raíz de la aurora. La ventana estaba levemente abierta y una suave brisa mecía las cortinas frente al escritorio, esmeradamente ordenado. En conjunto, la imagen evocaba que había acabado prematuramente mi descanso y que, a juzgar por la ausencia del timbre del despertador, era domingo. Ladeé la cabeza en busca de mi hermana, pero su cama, paralela a la mía, estaba hecha de forma impecable. Sopesé dónde podría deambular a esa temprana hora, pero antes de que pudiera cavilar más al respecto, o volver a mecerme en los brazos de Morfeo, la puerta se abrió con un estrépito y una forma emergió de ella, abalanzándose sobre mí cual ave rapaz.

    —Feliz cumpleaños, Salvador —dijo mi hermana menor, María, con un tono dulce que precedió a un sonoro beso en la frente.

    Me incorporé de golpe; había olvidado hasta mi propio cumpleaños.

    —Gracias. No esperaba que madrugaras tan solo para felicitarme en mi diecisiete cumpleaños —musité, intentando velar de forma infructuosa mi ligero desconcierto.

    —Eres mi hermano y mereces parte de mi tiempo.

    —Bueno, basándonos en que cada día dedicas cinco minutos a hacer la cama, lo que supondrían treinta y cinco minutos a la semana y, por lo tanto, al mes un cómputo de… —respondí a modo de reproche, ya que si de algo sabía poco era del transcurso del tiempo y su valor.

    —Si tú la hicieras algún día, hubieses encontrado tu regalo —sonrió, satisfecha por su pequeña victoria.

    Estiré el brazo bajo la cama y tanteé hasta dar con un objeto; lo extraje y ponderé el paquete, equilibrando su peso sobre la palma de mi mano. Estaba forrado con un papel marrón cuyo objetivo era enmascarar su procedencia, pero incluso antes de abrirlo era consciente de que contenía un libro. La portada mostraba un laberinto de conceptos cuyas palabras se unían en un nexo conector que, en rojo y con letras mecanografiadas, hacía tanto de núcleo como de título: Alma.

    Susurré un «gracias» para mis adentros, ya que no solía dar indicios de aprecio de forma verbal, y abracé a mi hermana. Me había regalado un pequeño mundo, una oda a mi inteligencia, una vida más. Volví a recorrer el cuarto con la mirada, sin sorpresas adicionales. Todo aparentaba estar como siempre: las paredes, de un color parecido al blanco; los dos camastros; la mesa; la silla con complejo de armario… Todo seguía ese conjunto de desconchones grabados en la memoria por pura repetición. Todo encajaba en una armonía constante que, a juzgar por la pobreza, la interpretaba un instrumento musical mecánico diseñado para nunca poder escapar de una melodía mediocre. Todo menos una pequeña ausencia; un resorte que no emitía el tono que requería la obra.

    —¿Dónde está madre? —pregunté intrigado, puesto que ella era siempre la primera en felicitarme y, a su vez, y sin duda, la pieza que faltaba en la composición de la escena.

    —Anoche me despertó diciendo que tenía que ir a trabajar. Había una emergencia con el patrón y no sé qué de sus galas.

    —Malditos burgueses —pensé en voz alta, representando en mi mente a don Roberto Díaz, patriarca de una estirpe rica y dueño hereditario de la industria de embotellamiento de vinos tarraconenses.

    Una de las múltiples residencias del ilustre caballero, desde la que en ese momento comercializaba la vida de mi madre, tenía vistas a la catedral. Se rumoreaba que así, por las mañanas, en la intimidad del retrete, contemplaba el templo por la ventana en vez de enfrentarse a su aspecto rollizo y a la desventajosa proporción que este tenía con sus vergüenzas. Como buen burgués, Roberto elevaba sus necesidades a nivel sobrehumano, sin importar la hora, el día o el clima.

    —Y, en concreto, ese cabrito nunca nos deja pasar tiempo con madre —contestó, sonrojándose por su infantil insulto.

    Antes de que pudiera injuriar aún más, se oyeron unos ligeros golpecitos en la puerta.

    —Mira, quizá madre ya se ha librado de su condena y llama a la puerta con la esperanza de sorprenderme. Deja que vaya; me hace ilusión.

    Despegué mis últimas ganas de dormir, que aún yacían sentadas en el colchón, y con la alegría repentina del que no sabe que, eventualmente, un día le pertenece y tiene derecho a sonreír, me desperecé como un gato y me calcé las pantuflas de andar por casa.

    —Anda, ve —dijo María, guiñándome un ojo—. Yo me quedo estirando las sábanas, pero solo porque es tu cumpleaños, ¿eh?

    Atravesé el piso en dirección a la puerta. No fue tarea difícil, puesto que carecía de esas intrincadas alfombras que uno no sabe ni cómo pisar de lo costosas que se antojan. Era una vivienda cuya única función se basaba en vivir, sin pompa ni porte, así que, como la mentalidad de la mitad de la población de la época, estaba casi vacía. Recorrí un pasillo angosto, rozando un antiguo colgador de latón en el que mi padre solía dejar el abrigo, e iluminado por un quinqué que tenía prohibido encender durante demasiado tiempo, llegué a la puerta y la abrí sin floritura alguna.

    Representé una ensayada cara de sorpresa que no desmerecía a la de un espectador de Romeo y Julieta, pero la mueca dejó de ser fingida en cuanto comprobé que no había nadie. Un regusto a mis recientes sueños volvió con la amargura de algo desagradable que se saborea mientras se quiere olvidar. Me asomé al rellano, deseando que tanta coincidencia fuese un delirio. Por suerte o por desgracia, no había nadie; tan solo oscuridad, unas escaleras que descendían y la resonancia de unos pasos perdiéndose.

    —¿Hola? —pregunté, pero fue el eco de la antigua piedra el que me respondió.

    Entonces contemplé un sobre a mis pies, de color crema y con mi nombre a estilográfica en una caligrafía eximia. Lo cogí y lo coloqué en el pantalón del pijama, entre la goma y la piel. Tras un instante sostenido en el desasosiego del rellano, deshice mi camino por el corredor, hasta encontrar a María, que aguardaba en el comedor.

    —Salvador, ¿quién era?

    —No lo sé, pero ha dejado esto para mí, con un papel y una letra demasiado buenos para ser de madre o de cualquier conocido mío.

    —¿Y a qué esperas? Ábrelo —instó mi hermana con una curiosidad voraz.

    —Algo me dice que será como abrir la caja de Pandora, pero no puedo resistir la tentación de hacerlo.

    Desuní el sello del sobre, postergando segundo a segundo la condenación arcana que parecía portar prestada de un mito donde la ambigüedad entre lo correcto y lo profano tan solo eran separadas por la delgada línea de un cierre.

    Salvador:

    Desconozco si escribo estas líneas para ti o para mí; desconozco siquiera si las leerás.

    Tengo el suficiente juicio como para aceptar que ha pasado demasiado tiempo desde que creíste

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1