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Un ángel y un nazi
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Libro electrónico419 páginas6 horas

Un ángel y un nazi

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Realidad y ficción se fusionan entre las tinieblas, el infierno y el horror del holocausto judío. Una novela que pretende profundizar en las razones por las que se oscurece el alma humana y hay redención para todas ellas, incluso para las más perversas.
El hombre muere, su espíritu no. Gabriel, incombustible publicista, continúa en la brecha tras su muerte. Convertido en ángel tras duros años de esfuerzo y trabajo, se propone alcanzar el éxito supremo: ascender a arcángel. Para ello, la Corte Celestial le asigna una misión imposible: que el alma del nazi Reinhard Heydrich se arrepienta en el último instante de sus crímenes de guerra.
Gabriel organiza su propio ejército, liderado por su peor enemigo, el también fallecido Bene, hombre tan perverso como inteligente y expresidente de la gran multinacional publicitaria donde ambos trabajaron durante años. Hasta en tres ocasiones bajan a la Tierra en plena Segunda Guerra Mundial, para entender qué esconde el corazón de un asesino, sus orígenes y motivos.
Realidad y ficción se fusionan entre las tinieblas, el infierno y el horror del holocausto judío. Una novela rigurosamente documentada y escrita desde el máximo respeto.

 
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento31 ene 2020
ISBN9788417845834
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    Un ángel y un nazi - Elena Sicre

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    UN ÁNGEL Y UN NAZI 

    ELENA SICRE 

    UN ÁNGEL Y UN NAZI 

    EXLIBRIC

    ANTEQUERA 2019

    UN ÁNGEL Y UN NAZI

    © Elena Sicre

    Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

    Iª edición

    © ExLibric, 2019.

    Editado por: ExLibric

    c/ Cueva de Viera, 2, Local 3

    Centro Negocios CADI

    29200 Antequera (Málaga)

    Teléfono: 952 70 60 04

    Fax: 952 84 55 03

    Correo electrónico: exlibric@exlibric.com

    Internet: www.exlibric.com

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    previa y por escrito de EXLIBRIC;

    su contenido está protegido por la Ley vigente que establece

    penas de prisión y/o multas a quienes intencionadamente

    reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,

    artística o científica.

    ISBN: 978-84-17845-83-4

    Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

    ELENA SICRE 

    UN ÁNGEL Y UN NAZI 

    Índice de contenido

    Portada

    Título

    Copyright

    Índice

    PRÓLOGO

    PRIMERA PARTE AL OTRO MUNDO

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    SEGUNDA PARTE ASCENDIENDO AL OTRO LADO

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    XXIV

    BIBLIOGRAFÍA

    AGRADECIMIENTOS

    A Alfonso, mi marido, y a mi madre:

    vosotros sois mis ángeles.

    PRÓLOGO

    Quizás sea necesario explicar cómo y por qué surgió esta novela antes de que os adentréis en ella. Tras ponerle punto final a una primera obra, muy compleja, pues se desarrolla en el siglo XIV en España —una época tenebrosa, con documentación escasa y contradictoria— decidí embarcarme en una novela fácil. Así pues, no escribiría ni un solo párrafo que requiriese documentación histórica. Mi personaje sería ficticio y familiar para mí: nada como un publicista. Y su entorno, irreal y extraordinario. Qué mejor que el cielo que, como podréis imaginar, aún no he visitado. Hasta ahí todo iba bien o, al menos, eso creí.

    Pero ¿y ahora? ¿Cuál sería el mensaje que quería transmitir? Porque uno no debe lanzarse a escribir nada si no tiene realmente algo que contar, aseguran los grandes escritores. Entonces, ¿qué me inquietaba, preocupaba o sorprendía?

    Me tomé el tiempo necesario, pues el concepto sería la piedra filosofal sobre la que se sustentaría toda la estructura. Y entonces, como diría Descartes ante sus extraordinarios principios filosóficos, la idea pasaría por delante; solo tenía que esperarla. Y, ciertamente, así fue. Una mañana amaneció ante mí: Si en el último instante de vida te arrepientes de tus pecados, tu dios te perdona.

    ¿Así que cualquiera merece ser perdonado? ¿Sea cuál sea su pecado? ¿Es eso justo? ¿En serio? Un dios es bueno, todopoderoso, sin duda, justo. No sé, habría que analizar ese momento, pensé. Ha habido seres profundamente malos, con un corazón de hielo y entonces surgió él desde las profundidades de la historia: Reinhard Heydrich se adentró en mi pensamiento. Lo que al principio me suscitó interés, se fue convirtiendo en un relato emocionante, con un protagonista extraordinario y potente, esta vez conocido, un ángel negro: nada menos que el precursor del holocausto judío.

    Y mi sueño de crear una novela sencilla se esfumó como la niebla. Allí estaba otra vez, enfrascada entre libros, películas, documentales, internet y documentos, para descubrir qué escondía su alma y comprender por qué algunos hombres fueron capaces de cometer semejantes atrocidades.

    En el camino he aprendido mucho, la documentación existente sobre la Segunda Guerra Mundial es casi infinita, pero he seleccionado los mejores libros de grandes historiadores y personajes de la época, que por supuesto menciono en la bibliografía final, ya que son los que me han permitido viajar a aquellos tiempos. He incluido parte histórica, en cursiva, pues no es exactamente mía, y porque, además, a quien no le interese informarse con tanta profundidad, se la puede saltar. No es el motivo de este libro. Es accesoria, pero realmente interesante. Os la recomiendo.

    Resistiré la tentación de explicaros más acerca de quiénes componen esta original historia que a buen seguro os hará reír y llorar, y os romperá esquemas; una historia donde la ficción y la realidad se fusionan; un salto al cielo y al corazón de los infiernos; un viaje a la más cruel de las guerras, así que tendréis que continuar leyendo para descubrirlo por vosotros mismos.

    Y ya veis que el hombre propone y Dios dispone, y que cualquier frase, idea o pensamiento podrían ser el principio de una próxima novela.

    Os deseo un viaje emocionante,

    ELENA SICRE 

    PRIMERA PARTE

    AL OTRO MUNDO

    I

    A lo largo de mi vida nunca me topé con nadie que no tuviera curiosidad por saber qué sucede tras la Muerte. Algunos ingenuos imaginan un tránsito en el que las aguas caudalosas de un río sagrado y vertical mágicamente les cruzarán al otro lado; o que Dios, cualquiera que este sea, les trasladará como en volandas y sin sufrimiento; pero no es así en absoluto. Cuarenta años, trabajando día y noche, incluidos los fines de semana, amasando dinero, preocupaciones, grasa abdominal y desengaños; aún recuerdo la angustia con la que abría la puerta de casa cada noche, tras la que mi mujer me esperaba con cara de asco:

    —Ahí tienes la bandeja. Nosotros ya hemos cenado —decía señalando a la mesa de la cocina sin mirarme siquiera.

    Los primeros años, cuando nuestros hijos aún eran pequeños y todavía no se había convertido en un ama de casa frustrada, zanjábamos nuestras discrepancias gracias a sesiones de buen sexo; reconozco que con ella era placentero y maravilloso. Pero la suma de los días hizo que mi mujer no perdonase mis desplantes y terminó por odiarnos a mí y a mi absorbente trabajo. Mis hijos crecieron mucho y rápido, y aparte de pagarles sus estudios y algunos desvaríos, no estábamos nunca juntos; así es que llegó un momento en que no nos reconocíamos. La única que me quería y compartía conmigo alegrías y tristezas era mi hija pequeña, Alicia: ella vivía ajena a la malicia y solo veía lo bueno que había en mí.

    Yo confiaba tontamente en que las cosas cambiarían algún día, que como por arte de magia o encantamiento me convertiría en un hombre tan excepcionalmente exitoso que tendría tiempo para todo, mi mujer se enamoraría de nuevo de mí y mis hijos me adorarían; pero eso solo sucede en los cuentos… El ritmo de trabajo requería por mi parte de un esfuerzo constante, continuos viajes, comidas de negocios, exceso de alcohol y un estrés insufrible. Ya me decía el médico que debía de cuidarme: tensión alta, colesterol, peso excesivo, ejercicio cero…; y yo a lo mío: viviendo cada día en la oficina como si no hubiera un mañana y los clientes fuesen a volar como las hojas del otoño; hasta que llegó el infarto. ¿Y aún tenía la capacidad de sorprenderme? ¡Coño, si parecía que lo estaba llamando!

    Un lunes a última hora de la tarde caí al suelo desplomado agarrándome el brazo izquierdo: sentí un dolor insoportable. Llamé a mi secretaria, pero nadie me oyó. Miré por la ventana y me di cuenta de que había anochecido: estaba muy oscuro y las luces del edificio de enfrente habían dejado de brillar; seguramente en la oficina ya no quedaría más que la recepcionista. Intenté alcanzar el teléfono para marcar el nueve y pedirle ayuda.

    —¡Clara! ¡Clara, corre, llama a una ambulancia! —Pero no contestó nadie: en su lugar una locución me comunicaba el nombre de nuestra empresa y nuestro horario, ¡como si no lo supiera de memoria, joder!—. ¡Mierda! ¡Maldita sea! Alguien me echará de menos y vendrá.

    Esperaba estar bien para el día siguiente o me mataría Benedetto, mi jefe; eso fue lo que pensé, asustado. Me arrastré y traté de recoger del suelo el pendrive con la estrategia que debíamos presentar al cliente al día siguiente y me lo guardé en el bolsillo. Me había costado tanto hacerla…, a ver si entre tanto lío se pierde.

    Una punzada aún más fuerte que la anterior hizo que me retorciese sobre mí mismo y me quedé allí tirado en posición fetal, rogando a Dios que me ayudara, que fuera un simple sueño y pudiera continuar trabajando mañana. ¡Ja! ¡Qué hilaridad! La realidad fue que el infarto me mató del todo y no me dio tregua para permitirme disfrutar de jubilación, familia o amigos; en su lugar apareció la Gran Dama a besarme, brutal, justiciera, agria, portando una especie de cartel con mi nombre, «Gabriel Fernández», como esos de los aeropuertos; seguramente para dejarme claro que el destino no se había equivocado. Avanzó caminando despacio, arrastrando con desgana un vestido vaporoso de gasa negra que cubría por entero su figura esquelética. Arañaba el letrero con insistencia hasta que de sus uñas infinitas brotó sangre y se fueron borrando mis letras. Permaneció a una distancia prudencial, quieta, mirándome, como esperando a que yo hiciera o dijese algo; pero mi cuerpo era incapaz de reaccionar. Por fin se dio la vuelta y fue entonces cuando quedé fascinado al contemplar sus inmensas alas negras: eran oscuras como la noche más tenebrosa. Creí desvanecerme cuando volvió a girarse y decidió acercarse un poco más a mí; con suavidad acarició mi pelo y miró en mi desconsuelo.

    Tardé un rato, pero por fin me relajé y cerré los ojos en un sueño tranquilo. Mi mente ya no pensaba en nada: estaba aturdido y no sentía dolor, sino un placer extraño con cada caricia de la Gran Dama. Mi cuerpo frío percibía su tacto, absorto en una quietud interminable. Traté audaz de encontrar algo de piedad tras sus inmensos ojos grises o algún signo de vulnerabilidad, mas no atisbé arrugas en su rostro o defectos cualesquiera en su aspecto, pues era increíblemente perfecta. En otro tiempo y en otras circunstancias, me habría enamorado de ella hasta los huesos.

    Sin dedicarme una palabra, acercó al mío su rostro indestructible. De pronto, exhaló sobre mis labios un beso profundo y una oleada ruin y anestésica extrajo el alma de mi cuerpo, preparando así mi espíritu para el viaje final. Antes de abandonarme, habló con una voz mansa y profunda:

    —Has muerto, Gabriel. Sé que he llegado algo pronto, que eres aún joven, culto y que prometías ser un gran hombre con poder y un futuro profesional extraordinario; pero me han pedido con insistencia que viniese. Intenté convencerles para aplazarlo, pero en la corte celestial los arcángeles magníficos lo dejaron bien claro. Tendrás que esperar un poco, pronto vendrán a buscarte: los ángeles rescatadores de almas te llevarán al Otro Mundo. Y no temas, esto no ha hecho más que empezar…

    Entonces, se alejó, surcando el cielo de nuevo con sus espectaculares alas negras, y ya no miró atrás, pues para ella yo ya no era nada, tan solo un muerto. Quedé prendado de su aspecto. Fue una lástima: me hubiese gustado que se quedase junto a mí un poco más, pero su actuación estelar duró poco; llegó, triunfó y se esfumó. Llegué a pensar que había sido un sueño y en realidad aún estaba vivo.

    Intenté moverme sin éxito: ni los brazos ni las piernas, siquiera la cabeza o los pies respondían a las órdenes de mi cerebro. Mis ojos lloraron sin lágrimas, mis gemidos y súplicas nacían insonoras. Quería continuar con vida, pero ya era tarde: la Muerte había sido clara y en cualquier momento vendrían a buscarme.

    Me quedé helado al observar como una figura esbelta bajaba volando desde el cielo. Ahora sí que sentí miedo, terror absoluto. Un ángel aterrizó con suavidad junto a mi cuerpo de estatua. Era bello, altísimo y rubio, de pelo blanco; su piel era casi transparente y parecía una figurita de porcelana. Si fuese verdad que la cara es el espejo del alma, no cabía duda de que un ángel bueno había venido a recogerme. Me alivió enormemente al sacudir sus alas blancas, muy grandes; aunque no tanto como las de la Muerte. Me confirmó que había muerto, pero que aún estaba a tiempo de arrepentirme de lo malo que hubiese hecho. Fui estúpido: estaba tan absorto pensando en la belleza de la Muerte y lo pronto que me había abandonado que le ignoré; me quedé tan atontado que ni siquiera pedí disculpas ni hice una pequeña revisión de los hechos. La Muerte había nublado mi mente, pero ¡joder, tenía que haber abierto los ojos! Nadie dijo que encomendarse a Dios fuese fácil y mucho menos en el último momento; no se abandona la Tierra con el corazón limpio. Mi ángel me rogó que me arrepintiese una y mil veces, pero yo no le hice caso; así que me tocaría ser juzgado.

    Me llevó al Otro Mundo un cuatro de febrero: hacía frío, estaba triste, confundido, ni siquiera era plenamente consciente de dónde me encontraba.

    —Espera un poco —me aconsejó el ángel—, he de entrar en el tribunal a informarme de cuándo será la vista. Si no haces tonterías y la suerte nos acompaña, puede que la sentencia no sea muy dura. Abogaré por que sea justa. —Me sentó en una silla, rogándome que lo vigilase y no hablase con extraños—. En especial, evita cualquier tentación. Los demonios son terribles: si caes en sus garras irás de cabeza al Infierno sin ser juzgado tan siquiera.

    —De acuerdo, tranquilo. Te estaré esperando aquí fuera.

    —Ten cuidado: esto está plagado de todo tipo de almas.

    Pero yo no tenía ganas de nada, así que lo primero que hice fue darle esquinazo. Haciendo caso omiso a sus indicaciones, me crucé con Yolanda, una preciosidad de ángel negro, —y cuando digo preciosidad ya se puede uno imaginar a lo que me estoy refiriendoy me propuso cruzar con ella al Otro Lado para sentarme a descansar en el Departamento del Infierno y engancharme a jugar a la PlayStation. «¡Qué felicidad, haciendo al fin lo que me da la gana!», pensé estúpidamente. Fue una jugarreta: la videoconsola dio paso a la penuria, a la desolación y a la tristeza. Rodeado del sufrimiento del mundo en las dependencias del Infierno, desempeñé trabajos tortuosos, extenuantes y sin recompensa. Fue durísimo, me sentí muy solo. Mi paso por allí se me hizo eterno y si mi ángel no hubiese venido a verme todos los días, consternado por haber permitido que los demonios me llevasen e insistiendo hasta el infinito de que me arrepintiera de todos mis pecados, puede que aún siguiera allí, tumbado boca arriba, emborrachándome y quemándome por dentro. ¡Qué estúpido fui! ¡Cuánto tardé en ignorar el mal y ver al fin la luz! Jugándose su reputación, sin pedir permiso a sus superiores, mi ángel rescatador de almas se escapaba a diario y cruzaba el río de la Muerte para llegar medio asfixiado hasta el Infierno. Una vez allí engatusaba a todo demonio hirviente para verme, siempre con el mismo discurso, y yo le ignoraba. «Dios te quiere», me repitió cada día durante tres largos años hasta que finalmente le creí. Le miré a los ojos y le pregunté cómo era posible que fuese tan fiel y que no me hubiese abandonado a mi suerte, y volvió a repetirme que era el amor de Dios el que me había salvado, no él.

    De un empujón aparté a Yolanda de mi lado, quien se aferraba a mi cuerpo obsesivamente, hipnotizándome con el sexo. Acarició mis muslos, rodeó mi cintura con sus piernas y frotó su pubis contra mi miembro provocando una erección casi al instante. Esta vez no iba a ser tan idiota: seguí a mi ángel con el corazón en vilo, pero confiado. Gracias a él pude salir del Infierno para ser juzgado; jamás lo olvidaré. Si algún día conseguía ser rescatador de almas, actuaría como él; es más, sería el mejor.

    Nunca me había sentido más orgulloso de mí mismo que el día de mi arrepentimiento. Regresé al Otro Mundo, donde fui juzgado con severidad y obligado a trabajar en todas y cada una de sus dependencias: en el área de tráfico, la de tránsito y en el tribunal. A base de esfuerzo, fui ascendiendo poco a poco, como en la vida real. Trabajé duro, sin prácticamente días de descanso, aguantando las impertinencias de las almas errantes, evitando a los demonios y obedeciendo a pies juntillas a mi ángel rescatador de almas. Hice cosas buenas, algunas increíbles. Mi ambición y la providencia cambiaron mi suerte: dejé de ser un fallecido currante para convertirme también en ángel rescatador de almas en la Morada de los Ángeles. ¡Aquello sí que era un buen sitio! Nos levantábamos tarde, librábamos dos días a la semana y rescatábamos almas en la Tierra. Era magnífico: camas confortables, salones lujosos y comedores exclusivos. En ocasiones, el trabajo nos sobrepasaba, pero siempre valía la pena el esfuerzo: rescatar un alma era gratificante, pues el agradecimiento de Dios es eterno.

    II

    Yo creía que lo bueno de morirse era que por fin te desentendías de todo, que flotabas como un bobo por el espacio hasta encontrar tu sitio; pero no: tanto en el Otro Mundo como en el Departamento del Infierno al Otro Lado no se para ni un instante de currar. Tras años de duro esfuerzo creía merecer algo de paz: viajar menos, una almohada más confortable o incluso unos alerones nuevos. «¡Un mes de vacaciones!», soñaba iluso.

    Un buen día, o mejor dicho uno pésimo, decidí que ya era hora de convertirme en ángel de la guarda. Experiencia no me faltaba, así que sin más me atreví a cruzar al Otro Lado y presenté mi solicitud en la estafeta de Correos; mejor sería enviar una carta que pedir cita a los arcángeles magníficos, porque tardaban más que una operación en la Seguridad Social española. Fueron pasando los días, demasiados días, semanas, meses, hasta que llegó un momento en el que comencé a desesperarme; una eternidad desde mi requerimiento y ninguna respuesta. Muchos de mis compañeros habían ascendido ya; mi buen Dios debía estar muy ocupado. Estaba más que harto y profundamente desmotivado: comencé a llegar tarde a mis citas y mi trabajo fue empeorando en detrimento del bienestar de las almas. Ante semejante tesitura estaba claro que tenía que pasar algo tarde o temprano y así fue: un elegido vino a comunicarme que mi Dios deseaba anunciarme su resolución.

    Los arcángeles magníficos me esperaban en la Corte Celestial. Acudí a la llamada de inmediato, pues ser requerido a su presencia era un inmenso privilegio y, además, intuía para lo que era.

    —¡Por fin mi oportunidad! ¡Por fin un ascenso! —Fui gritando durante el camino, loco de contento. A medida que sobrevolaba el río de las Almas Sagradas y me acercaba a su encuentro, los nervios comenzaron a azotar mis pensamientos. —¡Qué tontuna! ¡Seguro que son buenas noticias! —Pero en mi fuero interno un mal presentimiento me inquietaba. Tenía miedo, aunque no quisiera reconocerlo.

    Los arcángeles magníficos me hablarían en nombre de mi Dios. Él no retrocedía: con los brazos cerrados, avanzaba y concentraba el poder del universo en un exiguo espacio iluminado. ¿Un desplante? ¡Ni muerto! Me acerqué a la Corte asustado; una intensa luz iluminaba la entrada. Su fulgor tenía la capacidad de anular la mente más despierta. Me revolvía como si serpientes subieran por mis piernas y para mayor inri las voces de los arcángeles sonaron rotundas e inequívocas; retumbaron en mi cerebro con insistencia.

    —Tu dios te dice que si quieres un ascenso es hora de enfrentarte a tus miedos y a un alma rebelde. Habrás de rescatar un alma más.

    —¡Por supuesto! Es lo que he estado haciendo hasta ahora. No os fallaré.

    —Habrás de conseguir que su alma descarriada en el último instante se arrepienta y que hagas de él, en el futuro, un guía de almas de primera.

    —¿En el último instante? —pregunté sorprendido—. ¿Rescatador de almas? ¡Si será un recién fallecido! ¿Cómo es eso posible?

    —Se trata de una prueba y por ello las reglas de juego son distintas. Él será a todas luces un elegido y eso significa, te leo textualmente, «que no será juzgado en el tribunal y que, por tanto, no pasará por el Departamento del Infierno». Aplicará directamente como tu aprendiz y habrás de hacer de él el mejor rescatador de almas de la historia. Cuidado, ya sabes que si los demonios se lo llevan perderás la única oportunidad que Dios te ha dado.

    Permanecí atento e imaginé que se trataría de un alma fácil. ¿Cómo mi Dios iba a pedirme un imposible? Seguro que querría otorgarme mi bien merecido reconocimiento. Yo era ya un experto en traer almas, sería coser y cantar: le rescataría y no le quitaría ojo en ningún momento.

    Ya estaba dispuesto a marcharme cuando se me ocurrió hacer una última pregunta:

    —Perdón, arcángeles magníficos, ¿podría saber de quién se trata? Será alguien muy especial, ¿no es cierto?

    —Claro, es Benedetto. Le conociste bien. Suerte y hasta pronto.

    Tratando de mantener la compostura y en una alegoría sin sentido, gesticulé una sonrisa. Pedir explicaciones era inútil y, a pesar de que mi forzada felicidad fue bien recibida, no tenía ni tiempo ni ganas de alegrarme. Mi corazón quería escabullirse como fuera, pero por encima de mí se erguía su respeto; así pues me quedé con un palmo de narices. Ya no se trataba de ir a buscar un alma cualquiera, sino la de aquel que había arruinado mi vida por completo. Hombre afortunado, desalmado y engreído: machacó mi carrera y mi futuro. Me sentí medio muerto, pájaro enlutado de invierno. ¿Cómo era posible que tuviese que traer de la vida a ese tío? Me reconcomía el pensarlo. Pero así fueron las cosas y así sucedieron: las luces se fundieron en tinieblas y por un instante creí desfallecer. Mi energía se esparció en pequeños pedacitos por el infinito. No dije ni una palabra más: ese día aprendí tanto silencio que apenas me ha quedado luego nada por decir.

    Tras meditarlo decidí asumir mi encomiable trabajo: debería de ayudar a aquel miserable y nadie como yo, que bien lo conocí, entendería sus torpezas. Resolví ir con buen ánimo porque la alegría otorga una fuerza inconmensurable. Les pedí a mis querubines que me aguardasen tranquilos, pero alerta; prefería bajar solo a la Tierra.

    —¡Y, por favor, nada de coros! ¡Siempre hacéis lo mismo cuando os dejo solos!

    Me despedí rogándoles que fuesen haciendo sitio para el siguiente desgraciado. Desplegué en cruz mis alas y bajé volando a buscarle.

    Sobrevolé el Otro Mundo dejando atrás sus innumerables dependencias que ya conocía como la palma de mi mano y surqué el cielo infinito, derechito a la Tierra.

    —¡Tierra a la vista! —anuncié con sorna tratando de localizar su fabuloso chalé cerca de la costa.

    Mientras lo hacía, pensé que la Muerte no nos había separado tanto: el hilo que nos unía aún no se había cortado. Benedetto continuaba siendo para mí algo especial, seguía siendo él, quien me había destrozado la vida. Aún recordaba las cosas que compartimos juntos. ¿Por qué iba yo a olvidar a aquel desgraciado? ¿Por haber desaparecido de este mundo se iba a borrar de un plumazo todo el dolor que me había causado?

    El día que nos presentaron me resultó hasta simpático: hablaba rápido, era divertido, mordaz y algo agresivo; sus aspavientos, gestos y tono de voz articulado, alto e irónico, hacían de él una persona muy particular. Bien bronceado, con un traje sastre impecable, se movía con la seguridad de quien se siente por encima del bien y del mal. A pesar de su mala leche, sonreía constantemente; miraba sin cohibirse con sus ojos verdes algo pálidos y, debido a un tic nervioso, apretaba sus finos labios de un modo espasmódico. La oficina era su palacio, los clientes sus amigos y el despacho su refugio; allí se encerraba de vez en cuando y hablaba solo, en francés, inglés y hasta en italiano, porque dominaba cuatro idiomas a la perfección. Estudió tres carreras, sin duda un cerebro y un trabajador incansable. En su mente todo era posible y si no lo era había que inventarlo. Mis compañeros enmudecían a su paso. Era un hombre temido, sí, pero a la vez admirado.

    Nuestra relación fue siempre buena, más que eso fructífera. No había nuevo cliente que se nos resistiera: por muy complejo que este fuera, entre su labia y mi capacidad convertíamos lo simple en extraordinario. De él lo aprendí todo. «¡Si quieres ser grande, piensa a lo grande! —aseveraba—, ¿o crees que un Porsche puede pensar como un Seat? La publicidad lo es todo amigo mío —me confirmaba ya más sosegado—. Pero ojo, si no estás en la mente del consumidor no existes». Argumentaba como nadie, se expresaba de maravilla, se movía por las salas de reuniones cual leopardo en la selva. Su palabra era ley, enormes sus fuerzas e inconmensurables su sabiduría y sueldo.

    Pasaba muchos fines de semana navegando, tenía una esposa bellísima y más amantes que don Juan Tenorio; petulante, prepotente, superhombre. Hubo un tiempo en el que yo habría dado mi vida por mantenerme a su lado, ser su ojo derecho: si seguía su ritmo, yo también sería algún día «grande»; y con ese espíritu de superación mantuve con él y con la agencia una relación de amor-odio constante. Trabajaba demasiado, pero él siempre era capaz de compensarme: ascenso tras ascenso hasta convertirme en el consejero delegado más joven de la profesión.

    «¿Más dinero, Gabriel? ¿Qué necesitas para ser feliz? —me preguntaba a menudo—. ¡Vente a Saint-Tropez con nosotros este verano! ¡No puede ser que aún no conozcas la Riviera francesa! Tú y tu mujer disfrutaréis de lo lindo. No seas tonto. Algún día dirigirás este negocio, yo ya me voy haciendo mayor…». Vetusto, pensaba yo…; pero el tío no se retiraba ni a tiros. A punto de cumplir sesenta y cinco años y trabajando a destajo, ni un traspié, ni un solo fallo, hasta que un día las cosas se torcieron.

    III

    Había pasado una eternidad. ¿Cómo estaría? ¿Mantendría su buen aspecto? ¿Sería feliz o le habrían consumido los años? Desde que abandoné la Tierra no hice otra cosa que intentar olvidarle: ahora que iba a reencontrármelo estaba excitado, nervioso, poseído por una curiosidad morbosa y malvada. «Por fin, ya te toca. Aquí estoy; verás qué sorpresa te va a dar la Gran Dama…» y reí para mis adentros. Absorto por completo en mis pensamientos, cuando quise darme cuenta me hallaba en su habitación.

    Su cama de matrimonio estaba cubierta por un edredón floreado pasado de moda y las mesillas de noche con dos lámparas de biblioteca verde oscuro a juego, muy austeras y británicas, bien podían haber sido compradas en el mercadillo londinense de Portobello; apenas alumbraban, por cierto. Un gran bote de viagra y múltiples fotografías familiares dispuestas en una estantería justo a la derecha del cabecero de la cama. Pero de Benedetto nada. Jamás en vida me había desorientado y una vez muerto menos todavía: «Será una broma; ya decía yo que esto me daba mala espina». Entonces, escuché unas risas en la habitación contigua:

    —Te amo —decía ella.

    —Sí, claro, por supuesto que le amas —ironicé yo al entrar y contemplar su despampanante aspecto.

    —Yo a ti te a-do-ro —replicaba él para limpiar su conciencia y sin ningún entusiasmo.

    Parecía bebido por la dificultad con la que hablaba y la torpeza con la que se movía. Sentado al borde de la cama, iba desvistiendo desmañadamente a la joven despampanante: primero, el sujetador; después, el resto de la mínima y delicada ropa interior: braguitas, medias, liguero y un pequeño etcétera que iba colocando como podía a los pies del lecho. Pasados unos minutos, corrió hacia su habitación para tragar de manera imperiosa dos formidables pastillas azules; esperó largo rato a que hicieran efecto y, al ver que su Lázaro no se levantaba, reculó hasta el salón y, con un sorbo de güisqui, engulló una tercera. ¡Qué barbaridad! Le observé cohibido; pero ¿por qué tenía yo que presenciar semejantes cosas?

    Ahora sí, ardiente de deseo se aproximó hasta la chica y sin prolegómenos ni preámbulos la penetró bruscamente; nada de caricias ni de calentamiento previo, así, a saco, como si se tratase de una mujer de trapo. Ella debía de estar sufriendo, pero fingía un infinito placer.

    Benedetto estuvo más de media hora galopando y cuando triunfó se bajó de golpe de su yegua. Tras besarla, cayó a su lado, durmiéndose enseguida con la profundidad de un océano. Entre babas del hombre, náuseas de un estómago alcoholizado y manchado por la semilla de aquel despojo humano, la mujer lo miraba de soslayo, tratando de esbozar una sonrisa que justificase la afrenta y regocijase su estado: insatisfecha, sucia y triste de total desamparo. Después de ponerse una por una sus prendas, que descansaban esparcidas por el suelo, trató de despertar a Benedetto. Su luz apagada confirmó para lo que yo había venido: parecía dormido, pero agonizaba.

    —¡Bene, Bene, despierta! —le rogaba ella sin que por parte de su partenaire hubiese ninguna respuesta—. ¡Vamos, es tarde, tengo que llamar a un taxi! ¡Por favor, incorpórate, me estás asustando!

    Pero Bene no despertaba: continuaba ahí, tumbado con la espalda mojada y el culo apretado; una respiración entrecortada, demasiado lenta y un color cetrino que evidenciaba su muerte inminente. La angustia se fue apoderando de la joven. A punto estaba ya de marcharse y dejar tirado al viejo (¡qué carajo!) cuando su corazón aún demasiado sensible le obligó a descolgar el teléfono para pedir auxilio. Su voz sonó entrecortada mientras daba la dirección de la casa a la mujer que impertérrita la atendía al otro lado de la línea: le pidieron que no se marchase y les diese sus datos. Sin recelar ni un instante, le cantó uno por uno los números y la letra de su carné de identidad. Al colgar el teléfono se dio cuenta de que estaba perdida: se había descubierto ella sola, tendría que esperar a la policía.

    De repente, Benedetto se puso morado. Pronto iba a dejar de respirar, así de sencillo, sin más… y yo escuchando lo que

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