Destino Gijón
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Destino Gijón - Susana Martín Gijón
hacer?
I
A Gijón no fui en Blablacar. No porque no lo pensara, que lo pensé, sino porque acordé con Eva tomar el tren y me pareció mejor idea viajar juntas que aventurarme en un vehículo lleno de ocupantes desconocidos. Es experta en novela negra y siempre me descubre nuevas obras, así que pasar las cinco horas del trayecto departiendo sobre la Betibú de Claudia Piñeiro o el Forcano de Empar Fernández se me antojó un plan bastante más halagüeño.
Lo planifiqué todo. Compré mi billete con antelación, estudié cómo llegar a Atocha y hasta apunté los horarios del transporte público para ir con tiempo suficiente. Solo se me escapó un pequeño detalle: que mi tren salía de Chamartín.
Un supersticioso podría haber pensado que aquello era el preludio de algo, tal vez una advertencia, de que las cosas no iban a salir exactamente como pensaba. Pero yo, además de no ser supersticiosa —no demasiado—, me conozco un poquito a estas alturas y sé que tengo una tendencia natural a pensar en pájaros pintos en el momento menos indicado: el de revisar la información del billete, naturalmente. Así que cuando aparecí en Atocha y me llevé la sorpresa, no me quedó otra que apechugar.
Afortunadamente hay personas por ahí sueltas, en nuestro propio mundo, que están siempre dispuestas a ayudar al prójimo como si la cosa fuera con ellas mismas. Sí, hay pocas, pero las hay, y por suerte esto no es ficción.
Cuando le pregunté al chico tras el mostrador si ese tren no pasaría también por Atocha, negó mirando alternativamente el billete y el reloj con cara de susto, y debí parecerle tan perdida que cruzó su mostrador de un salto y se embarcó en una misión imposible para tratar de ayudarme.
«¡Sígueme!», gritó, saliendo en busca de un expendedor de billetes y haciendo uso de su código personal para seleccionar uno de cercanías.
«Joder, no funciona, probemos con otro. ¡Malditos cacharros!».
Acto seguido echó a correr otra vez; traté de seguirlo de nuevo pero me frenó en un gesto seco: «¡No, tú espera a que se imprima el billete y recógelo!». Regresó unos segundos después para darme su última instrucción: «¡Andén 2! ¡Sale en 3 minutos! ¡¡¡Correeeeee!!!». Ante un despliegue de energía y altruismo de ese calibre solo resta obedecer: corrí como si me persiguiera el diablo y subí a tiempo a aquel cercanías rumbo a Chamartín. Eché un vistazo a la pantalla del móvil: catorce cuarenta y uno. ¿He dicho ya que el tren salía a las catorce cincuenta? Que no cunda el pánico. ¡Eva, coge el teléfono!
—¿En que andén estáis?
—Veintiuno, hay cola, tranquila.
¿Tranquila? ¡Mi jodido benefactor me había puesto cardíaca!
Catorce cuarenta y cinco. Detenidos en Nuevos Ministerios. Seguía con la vista puesta en el reloj del teléfono móvil y todo el cuerpo en tensión, como si el hecho de estar de pie con cara de aprensiva y la maleta inclinada a punto de salir rodando tras de mí fuera a hacer que llegáramos antes.
Cuando al fin nos acercábamos otro buen hombre me salió al paso, esta vez enfundado en un anodino traje de ejecutivo gris.
—El andén veintiuno está al final del todo, es el último —me indicó con cara de circunstancias y una sonrisa poco convincente que me hizo temer lo peor.
Catorce cincuenta. De nuevo corrí, vaya si corrí. No me reía entonces de los runners que pierden el culo, haga frío o calor, sin motivo aparente. Ya me habría gustado a mí estar tan en forma como ellos en ese momento, que parecía que iba a echar el hígado en mitad de la estación.
Finalmente llegué, jadeando como una condenada a galeras, pero llegué. Solo que para entonces… el tren se alejaba en la distancia.
* * *
Para qué aburrirte con los pormenores: algunas horas más tarde tomaba el siguiente tren y para cuando