Con el agua hasta la mitad del ojo
Por J.A. Puig
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Si el título "Cuentos crueles" no hubiera sido empleado ya, bien podría utilizarse para encabezar esta colección de relatos. El problema del mal, el problema del daño, del dolor causado, de la venganza, son habitualmente tratados por los medios de comunicación oficiales de manera incompleta, pues ocultan escrupulosamente las causas susceptibles de haber empujado, propulsado a veces, a la comisión de la atrocidad. Las cuales son, evidentemente, injustificables, en particular cuando se trata de delitos graves. Ello se hace para no avalar, en absoluto ni bajo cualquier circunstancia, ni el delito ni el delincuente. Sin embargo, aparte de constituir un atentado a la verdad, bajo ciertos aspectos puede ser peor el remedio que la enfermedad, pues deja suponer la existencia del mal absoluto, el mal químicamente puro, que puede darse, pero que es, sin duda, una excepción, como lo es su contrario, el bien químicamente puro.
J.A. Puig
J. A. Puig (Sueca, 1959), licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia. Residente en Francia desde 1989. Actualmente catedrático de español en el Lycée Estienne d´Orves, Niza. Premio de relato corto de la Fundación Fernández Lema (Luarca), en su edición de 2003, con un trabajo titulado “El vuelo de las ocas salvajes”, publicado en 2006 por la editorial Trabe. Finalista en el premio de relato de la UNED en su edición de 2007 con un trabajo titulado “La hora de Leviatán” y publicado por los servicios de la misma. Participa en la antología de narrativa “Cruzando el río”, publicada en 2010 por la editorial Crealite, con un relato titulado “Fábula de otoño.”
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Con el agua hasta la mitad del ojo - J.A. Puig
CON EL AGUA HASTA LA MITAD DEL OJO
C:\Users\Utilisateur\AppData\Local\Microsoft\Windows\INetCache\Content.Word\la_muerte_y_el_lenador-26404.jpgJ.A. PUIG
CON EL AGUA HASTA LA MITAD DEL OJO
LA PERFECCIÓN RESUELTA EN UN ENTRECOTE DE LA SAINT PATRICK.
La herrumbrosa puerta chirrió ostensiblemente. Las lápidas, manchadas de moho y teñidas por el naranja crepuscular que usaba Dufy para sus cuadros normandos, lo acogieron con un silencio expectante, dada la hora tardía de la visita.
Han pasado veinte años. Es mucho, lo sé. Regresé a casa ¿sabes? A nuestra verdadera casa. Cuando murió el Viejo Canalla Impresentable, muchos lo hicimos.
Depositó las flores sobre la tumba y fue a llenar de agua el búcaro en un grifo que emergía de la misma tapia. De vuelta, deshizo el ramo y las colocó en él sin mucho esmero.
Por cierto, recuperé mi puesto en la universidad; con las anualidades que me correspondían, sí. Todo muy bien. La casa, en cambio, se encontraba en un estado deplorable, como puedes suponer. Te hubiera dado un síncope verla así. Al principio me limité a ordenarlo todo, pues parece que hubo registro, a quitarle el polvo y efectuar unas reparaciones de urgencia y de poca monta. Ahora se halla en un estado impecable, como antes. Quizá mejor que antes.
Se sentó sobre la propia piedra de la sepultura. Al fondo del valle, junto a la orilla del río, las vacas rumiaban apaciblemente. Todo estaba igual, allí.
Yo, por el contrario, no pude hallar la paz. Y no es porque no lo intentara. En un primer momento, me dije, bastará con dejar abierta la espita del tiempo y aguardar a que se vacíe por completo el tonel; entretanto, ayudarán unas relecturas de Séneca; la conciencia, también, de que existe un arquetipo de la luz en el cual acabaremos brillando todos de manera indiferenciada; el cansancio, finalmente, contribuye a admitir que no se puede culpar a nadie de que cada uno deba aprender su personal e intransferible lección. Todo eso tendría que haber bastado. Pero no bastó.
Una y otra vez, durante mis desvaríos diurnos, o inmerso en la ciénaga de mis pesadillas, la veía, inmensa, sentada ante su mesa de despacho, escrutando con ojos de tintorera y, tras ella, justo por encima de su cabeza, el único libro que poblaba la biblioteca, Las flores del mal
. Era un recurso fácil.
Hubiera sido menester la espada llameante, empuñada por un ángel, para desterrarla de mi mente.
Pero entonces éramos demasiado inocentes. Acaso tú lo sigas siendo. Yo ya no. No sé si te das cuenta de que he alcanzado la venerable edad de cincuenta años. El tiempo es como un cedazo que deja caer la arena y al final le presenta a uno las cosas decisivas. Entre las cuales, a veces, se encuentran frases. Propósitos que llegaron en bruto, mezclados con una escoria masiva; pero que, en la criba del tiempo, brillan como pepitas de oro y componen constelaciones de sentido.
Hoy sé, por ejemplo, por conjeturas, a fuerza de liar cabos sueltos, que no me avisó, como debía, durante el verano que precedió mi fatídica llegada, de la falta de dotación horaria que afectaba a mi puesto con objeto de ganar tiempo frente al Rectorado, cuyos servicios le exigían constituir dos empleos completos para nuestra disciplina, según la envergadura del establecimiento. Conozco también la razón por la cual me ocultó que, a pesar de ejercer un medio tiempo, tenía derecho al sueldo completo puesto que no se me podía imputar responsabilidad en dicho conflicto administrativo. En lugar de ello, me incitó a pedir comisión de servicios en otro colegio. Me consta igualmente que, cuando volví sobre mis pasos a fin de proponerle tu candidatura para cubrir el rebujo de puesto que yo dejaba vacante y ella me respondió, con suficiencia y desdén, por si acaso yo no había comprendido nada, que ya tenía a la persona adecuada para desempeñar dicha función, esa persona no era otra que su amante.
Con lo que ella no contaba era con que el Rectorado la iba a forzar a admitir tu candidatura a cambio de la de su querida. Eso debió remover bien la sangre en quien considera un puesto de director de colegio como un feudo otorgado en propiedad a un señor de horca y cuchillo, una parcela de poder en una República fundada por Robespierre.
Claro, se vengó. Nosotros no estábamos en condiciones de comprender su encono. No del todo. Se vengó sin considerar tu embarazo como circunstancia atenuante. Sé perfectamente cómo lo hizo, pues más tarde tuvo ocasión de aplicar el método conmigo. Te iba minando el terreno alrededor. Cuando querías darte cuenta, eras una especie de paria. Otra frase que queda en el harnero: Los extranjeros, conozco el percal. A mí me abandonó un polaco, tras haberme hecho dos hijas.
Recurrió, asimismo, al holandés errante del inspector, un arribista, un tipo ruin con bien merecida fama de buscador del medro instaurando el terror, especialmente entre los novicios, cuyo empleo dependía de una titularización; con la confianza de que éste iba a juzgarte en medio de una clase poblada en su mayor parte por seres bestiales, aún no formados y soliviantados por ella. Lo que sigue no quiero siquiera recordarlo.
Aún tuve que cometer un segundo error, recuperar el puesto que era mío. Habíamos comprado la casa en función de ese colegio de marras. Los directores van y vienen, razoné. Mi carácter tampoco es el mismo. Mi carácter es harina de otro costal. De nuevo una falsa apreciación de las virtudes prácticas del poder. Un poder despótico, arbitrario, que pasa a través de las mallas de la democracia y retrotrae al hombre a su período animal.
Entiendo perfectamente que se pueda abortar pasando por una situación así. Por si fuera poco, la Mesa Camilla sólo quería Cannes. Fuera de Cannes no estaba dispuesta a aceptar ningún otro destino.
La Mesa Camilla tenía sus paniaguados, los que tomaban café en su despacho, presididos por el único libro que poblaba la estantería; los niños y niñas bonitos a los que confiaba las mejores clases. Por otra parte se hallaban los estigmatizados, a los que no dudaba en execrar explícitamente y en negarles tareas o formaciones que les venían acordadas desde una autoridad superior. No es la persona adecuada para ello, declaraba.
Paniaguado o no, ante cualquier conflicto con las familias, el profesor era un ser degenerado, que aplicaba, por crueldad, castigos excesivos. Bajo su dirección, el colegio poseía esa simetría invertida que caracteriza ciertos modelos de infierno.
También para mí acabó siendo duro. Aquellos adolescentes desgraciados se mostraron dignos descendientes de los que Maupassant había tildado, en Le Papa de Simon,
de fils des champs, plus proches des bêtes...... les sauvages dans leurs gaités terribles....
Y más espesos brutos cuanto que intuían se les había dado carta blanca para el saqueo.
Con todo, conseguí mantener el timón y para finales de junio me disponía a dejar aquella nave de locos atracada en el muelle de descarga, cuando estalló el asunto que tú sabes, aunque no en detalle. No quise afligirte más de la cuenta y sólo te enteraste, por encima, cuando ya no fue posible taparlo más. El macaco puso por obra una fantasía digna de un mocoso de su edad y aún uno que calza pocos puntos, si bien se llevó el gato al agua a causa de la mala fe de los adultos que la admitieron.
La Mesa Camilla vio los hematomas alrededor del cuello, pero ello no fue sino a primera hora del día siguiente. No obstante, aconsejó a los padres que fueran a la gendarmería.
Lo ocurrido, en realidad, fue que, cansado de prohibirle que estuviera vuelto hacia atrás, badajeando, como si yo no fuera más que un fantoche que no pintara nada allí, lo tomé de los hombros y lo puse yo mismo en la posición correcta. Vana diligencia ante quien la naturaleza había colocado todo de manera invertida.
El brigadier comenzó por admitir el lapso entre mi clase y la primera constatación objetiva. Seguidamente le pedí que me mostrara la deposición de los padres así como la del denunciante. Ambas eran casi ilegibles debido a la abundancia de faltas de ortografía. Una vez asido su sentido completo, pregunté al agente si había visto personalmente las heridas. Contestó afirmativamente. Yo también las había vislumbrado cuando se pavoneaba con ellas por todo el colegio.