Estás aquí, conmigo
Por J.A. Puig
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Un escritor, estudioso de la literatura del siglo XVIII, aparece muerto en su despacho. Es la empleada de la limpieza quien descubre el cadáver. El inspector Néstor Páramo se hace cargo del caso y acude al lugar de los hechos. Tras examinar la escena del crimen, porque crimen es, concluye, de conformidad con el equipo forense que lleva trabajando una hora, que todo apunta a un suicidio, aunque ello no es óbice, por supuesto, para que el proceso de investigación continúe como es de rigor.
A través del inspector, vamos a descubrir las características más visibles de los dos personajes principales. En efecto, un primer vistazo al cadáver muestra una marcada deformidad física. Era un tullido. Seguidamente le presentan a una joven dotada de una extraordinaria belleza. Para su gran sorpresa, descubre que se trata de la mujer de la limpieza, de origen ruso, aunque lleva mucho tiempo viviendo en España.
J.A. Puig
J. A. Puig (Sueca, 1959), licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia. Residente en Francia desde 1989. Actualmente catedrático de español en el Lycée Estienne d´Orves, Niza. Premio de relato corto de la Fundación Fernández Lema (Luarca), en su edición de 2003, con un trabajo titulado “El vuelo de las ocas salvajes”, publicado en 2006 por la editorial Trabe. Finalista en el premio de relato de la UNED en su edición de 2007 con un trabajo titulado “La hora de Leviatán” y publicado por los servicios de la misma. Participa en la antología de narrativa “Cruzando el río”, publicada en 2010 por la editorial Crealite, con un relato titulado “Fábula de otoño.”
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Estás aquí, conmigo - J.A. Puig
ESTÁS AQUÍ, CONMIGO.
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ESTÁS AQUÍ, CONMIGO.
I
––––––––
Era la segunda vez que el inspector Néstor Páramo intervenía en Sajará. Las dos, casualmente, en relación con un escritor. Resulta curioso, comidió, que una ciudad de tan reducidas dimensiones posea un número tan elevado de escritores y de artistas en general. Se ha informado sobre ello. Éste de hoy no es tan conocido como el que protagonizó el acaecimiento anterior, ni tan fuera de lo común las circunstancias que presenta. Sin embargo, posee características que hacen de él un caso bastante atípico, principalmente por cuanto se refiere a la personalidad de la supuesta víctima y, hasta que se demuestre lo contrario, personaje principal de este suceso. La primera de ellas y no menor es que, pese a su especialidad, los estudios teóricos sobre literatura e historia literaria, focalizados en particular sobre el período del siglo XVIII, en el ámbito español e hispanoamericano, no posee ninguna calificación académica; al parecer, jamás pisó una facultad, ni supo lo que era un aula ni una biblioteca universitaria, se trataba de un perfecto autodidacta. La segunda es que no ha concedido, en toda su vida, la menor entrevista. Para acercarse un mínimo al historial típico de cualquiera de sus congéneres, tendría que haber dado al menos unas cuantas conferencias en universidades nacionales o extranjeras, pero no es el caso. Indudablemente se trata de alguien que huye, huía para hablar con total propiedad, de todo trato social. Y lo hacía con una intransigencia rayana en el fanatismo, blindada porque, al parecer, no tenía fisuras. Sin embargo, desde la soledad de su despacho y mediante un trabajo intelectual hercúleo, ha logrado entrar y hacerse un sitio en el reducido círculo de la élite académica, hasta el punto de haber tenido que rechazar puestos en las universidades de mayor prestigio a nivel mundial.
Parece legítimo concluir que se trataba de un misántropo furioso, radical e intratable, se dijo Páramo para sí, mientras contemplaba distraídamente los arrozales que flanqueaban el trazo rectilíneo de la carretera y se extendían en ambas direcciones hasta donde la vista podía alcanzar. Esta consideración hay que hacerla, por supuesto, pero sin dejarse influenciar mucho por ella, pues puede colorear prematuramente la investigación con una determinada tonalidad y lanzarle sobre falsas pistas, desestimando otras. Es un elemento, sin duda importante, una pieza que es preciso recoger, analizar en todas sus facetas y desde todos los ángulos, mas luego ponerla en una bolsita de plástico, sellarla e incluirla en el proceso con todas las demás, en espera del balance definitivo.
Aquí y allá, se veían tractores arando afanosamente la tierra. En el pasado, consideró el inspector, haría falta un auténtico ejército de peones, trabajando de sol a sol, para efectuar la entera labor productiva que requiere este entretenido cultivo de arroz. Sabía que era una labranza complicada, con varias fases a lo largo del año de una brega intensa, particularmente en los momentos de la plantación y la siega. Actualmente lo hacen las máquinas, pero antaño, los obreros agrícolas debían ganarse bien el poco pan que les daban de comer.
Cuanto más marcadas aparezcan las apariencias, más cuidadoso ha de ser el detective con el protocolo, pues su trabajo, contrariamente a lo que suele pensar la gente en general, es una tarea de procedimiento. La más estricta rutina suele bastar, en la gran mayoría de los lances, para llegar a una solución satisfactoria. Ya sea para confirmar dichas apariencias, como de hecho ocurre las más de las veces, ya sea para infirmarlas. En cualquier caso, ese trabajo maquinal y tedioso, constituye la vida diaria del investigador policial.
Ahora bien, sigue siendo importante efectuar esa labor de campo, a ser posible en vivo, con los hechos, así como con las emociones suscitadas por éstos, por decirlo de una manera gráfica, todavía flotando en el aire. El hierro se ha de batir cuando aún está caliente. Afortunadamente, en el momento en que le atribuyeron el caso, se encontraba culminando un servicio en Valencia, a pocos kilómetros del lugar de los hechos. Media hora escasa en coche.
Según el informe preliminar que acaba de leer durante el trayecto, su labor del día va a quedar, casi con toda seguridad, reducida a esa tarea rutinaria y sin sorpresas. De modo que, esa misma tarde, probablemente se hallará de vuelta en Madrid.
Consultó el reloj. El equipo científico debe llevar una hora, más o menos, trabajando en la escena. Se demorará un poco para ver si puede empezar su recado con algún dato concreto que pueda meterse entre las muelas.
-Déjeme en el Ayuntamiento -le dijo al conductor, - tengo que visitar antes a un viejo amigo.
Al policía municipal que se hallaba sentado en una silla de tijera en el cuerpo de guardia le espetó:
-¿Está el señor alcalde?
-Sí, señor. Dígame a quién debo anunciar.
-Inspector Néstor Páramo.
Y le mostró la placa.
-El inspector Néstor Páramo quiere hablar con usted, señor alcalde.
-Hágalo pasar. No, mejor yo bajo. Sé a lo que viene y lo que puede necesitar...
Casi al instante lo vio bajar, sonriente, la gran escalinata de mármol que servía suntuosamente en el zaguán de la Casa Consistorial.
-Me alegro de verle, inspector. En poco tiempo se le han asignado dos casos en Sajará. Aunque esta vez no espere que apueste un garbanzo sobre la mayor o menor celeridad con que resolverá usted el caso. Al gato escaldado, con el agua tibia le basta...
A don Carlos Alapont le brillaba un diente de oro cada vez que sonreía.
-Es una lástima, la invitación en La Marcelina
constituyó una experiencia gastronómica inolvidable.
El alcalde sonrió de nuevo.
-Además, en esta ocasión parece que lo tiene fácil. Según tengo entendido, se trata de un suicidio.
-Nunca se ha de dar por sentado nada, en este oficio. A pesar de las apariencias, debe aplicarse el protocolo con todo rigor. A veces hay sorpresas... ¿Qué sabe usted del finado?
El alcalde asintió, para eso había bajado principalmente, por ver si podía ayudar en algo. Con un signo de la mano le indicó la dirección que iban a tomar.
-Venga, se lo explicaré por el camino. Hace un día espléndido, será agradable dar un pequeño paseo. Me hará bien desembarazarme, aunque sólo sea un instante, de informes y litigios; aparte de que no se precisa ir muy lejos. ¿Conoce la ubicación de la casa?
-No, pero si tengo como cicerone al mismísimo alcalde, lo consideraré como un inmerecido honor.
-Lo haré con mucho gusto. Además, como le decía, me conviene estirar las piernas. Vamos.
Salieron del Ayuntamiento. En efecto, se trataba de un día primaveral resplandeciente. Caminar bajo el tibio sol en una ciudad pequeña, sin tráfico ni ruidos, era por cierto agradable a esa hora de la mañana.
La Casa Consistorial de Sajará está situada en una plaza recoleta, en medio de la cual rezonga su perenne murmullo de chorros una fuente a la que se acercan las palomas a beber y los viejos a tomar el sol, sentados en la colaña de la pila. En el otro extremo se veía el austero frontón de la iglesia, así como su campanario, a cuyo reloj lanzó Páramo un vistazo fugaz.
-La verdad -prosiguió don Carlos, - es que no sé prácticamente nada respecto al difunto. Las pocas veces, poquísimas para ser exacto, que he oído hablar de él, la mención de su nombre, si se trataba de una conversación privada, por supuesto, iba acompañada de la expresión: rata de biblioteca
. Aunque en su caso, la biblioteca era su propia casa. Por lo que a mí respecta, no lo he visto jamás y eso que ambos hemos vivido toda nuestra vida en esta pequeña ciudad de provincias en la que todos, al menos de vista, se conocen. Tanto es así, que ni siquiera he tenido la ocasión de contemplar una sola fotografía suya. Parece ser que era un fanático de la discreción. Por el contrario, su familia sí fue, en tiempos pasados, de las más conocidas en Sajará. Se trata de una de las estirpes de mayor abolengo de la población, grandes terratenientes, hoy venidos a menos, como bastantes de entre ellos. La naranja y el arroz, cultivos esenciales de nuestro término municipal, ya no son tan rentables, ni mucho menos, particularmente el primero, como lo fueron antaño. Pero incluso durante los años de la decadencia siguieron conservando, me refiero a los de su especie globalmente, sus añejos privilegios sociales. Hablo de los primeros bancos en la iglesia, su relevancia