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Lo Que nunca se contó de Artemio
Lo Que nunca se contó de Artemio
Lo Que nunca se contó de Artemio
Libro electrónico265 páginas4 horas

Lo Que nunca se contó de Artemio

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La novela se desarrolla en la ciudad de Zamora, en los años de posguerra. Cuenta la historia de un financiero de éxito, nacido en esa ciudad y llamado Artemio Campa Hidalgo. Sin embargo, no se centra en sus años de esplendor, sino en lo que ninguna biografía suele contar: su concepción y nacimiento, infancia, adolescencia, su descubrimiento del sexo, sus primeros y confusos contactos con el mundo del dinero, su aprendizaje con un próspero cacique local que lo apadrina y los inicios de su «despegue» económico en solitario. Cuando ha comenzado a amasar dinero, que es donde multiplicaría sus esfuerzos una biografía al uso, el anónimo y oscuro narrador se diluye, convencido de que esa parte carece de interés, por ser idéntica a la de cualquier otro «triunfador».
IdiomaEspañol
EditorialCelya
Fecha de lanzamiento13 jun 2023
ISBN9788418117855
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    Lo Que nunca se contó de Artemio - Braulio Llamero

    Contents

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    ANEXOS

    BESTIARIO

    CRONOLOGÍA

    Lo que nunca se contó de Artemio

    Braulio Llamero

    Lo que nunca se contó de Artemio

    Colección Lunaria N.º 106

    LO QUE NUNCA SE CONTÓ DE ARTEMIO

    © Del texto

    BRAULIO LLAMERO CRESPO

    © De la edición

    EDITORIAL CELYA

    Apdo. Postal 1.002 - 45080 Toledo

    www.ediorialcelya.com

    celya@editorialcelya.com

    Tfno: 639 542 794

    Diseño de la cubierta

    CAROLINA BENSLER

    Primera edición: Agosto, 2020

    ISBN:978-84-18117-14-5

    Dpto. Legal: TO 140-2020

    Imprime CELYA

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transforma- ción de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo ex- cepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

    Cuando escribes te manchas de ti mismo. Y pones oscuridad y aire atacado cuando respiras encima

    de lo que nombras.

    TOMAS SANCHEZ SANTIAGO

    «El que desordena»

    «Soy ansioso y me interesa más el deseo de vivir

    que la vida misma. Mientras otros aprovechan el momento,

    yo me crezco ansiándolo».

    JAVIER SOLANA MADARIAGA

    político

    1

    PEPICAMPA

    YLAAUSENCIADEVIRILAPOYO

    N

    adie lo ha contado nunca, pese a lo significativo, pero es lo cierto que Pepi Campa Hidalgo, la madre de Artemio CampaHidalgo,dioorigenaprincipiosde1940aun confuso incidente o conato de agresión a un conocido preboste local, que debió revestir cierta importancia, puesto que llegó a obtener reflejo, si bien de modo opaco, en la restringida prensa de la época, o, por mejor decir, en el único diario que a la sazón se publicaba en la ciudad.

    No es menester, supongo, explicar que por aquel entonces de inicio de posguerra y férreo tentetiesolos jefes, jefecillos, dirigentes o mandamases de cualquier asentamiento eran intocables, y con mayor motivo si ostentaban un cierto relieve o puesto de relumbrón en el seno del llamado movimiento nacional; de donde se colige que quienes mezclaban mal con alguno de ellos y lo mismo daba a todos los efectos que fuera por motivos personales o de aquella otra índole de la que apenas se osaba hablarninguna otra vía que no fuera esquivarlos hallaban a su alcance.

    Pepi Campa, sin embargo, tenía sus principios y uno de ellos, acaso el único o el de raíces más profundas, venía a consistir en que no solo todos los hombres son iguales, sino que además, en lo que a sus más bajos instintos se refiere, tan idénticos resultan el sujeto de ínfima extracción social como el más aristocrático o encumbrado. De modo que ante todos, sin distinción de clase, cargo o posición, se mostraba en guardia permanente y atenta a cortar de cuajo cualquier atisbo de licencia que, siquiera a lo lejos, sugiriese un ataque a la intimidad de lo que ella consideraba su más íntima morada, acaso por haberlo así leído en alguna novelita de las que de vez en cuando recibía en préstamo. También por aquel entonces, y pese a que su juventud apenas enfilaba la frontera de los veintidós, había conseguido Pepi convertirse en modista muy solicitada en la ciudad, razón por la que sus compañeras de dedal acababan de nombrarla vicepresidenta provincial del gremio, no teniendo más remedio, pese a sus escasos hábitos sociales, que participar en alguna que otra actividad pública, donde era natural codearse con prebostes, prebostillos y toda esa cohorte, entre untuosa, palmípeda y febril, que suele rodear a los que accedenal poder, sea éste mucho o más bien aparente.

    Y es el caso que en abril de aquel año en que cumplió los veintidós, hallándose la madre de Artemio presidiendo una mesa petitoria «a favor de la tuberculosis», como decían casi todos los viandantes y la mayor parte de los organizadores, se le acercó, todo sonrisas y el bigote enhiesto, don Saulo Garci-Prendes y Tejida, que era conde de algo, marqués de qué más da, y desde luego, eso ya seguro y lo que importa a estos efectos, teniente de alcalde de la villa, designado para el puesto un par de años antes por el excelentísimo señor gobernador civil de la provincia.

    El tal don Saulo, aunque frisaba los setenta, lucía ese tipo esbelto y atildado del que desde antes de nacer se da por bien comido y mantenía en la ciudad una cierta, y al parecer cultivada por él mismo, fama de conquistador; no siendo por ello nada extraño que al acercarse a la mesa petitoria no eligiese encaminarse hacia las vetustas compañeras de Pepi Campa, sino hacia ésta misma, que a tan agradecida edad mantenía esa clase de figura espigada y de piel tersa que, junto a unas formas en absoluto llamativas pero en las justas proporciones de masa y modelado, atraen, como agujas imantadas que para ser precisos estuviesen colocadas en la mismísima entrepierna a esos hombres que fingen ignorar el merodeo final que les acecha y que halla implacables formas de manifestación en la, porabreviar,multiplicacióndeplieguesyreplieguesenlapiel, el esporádico desfile de inoportunas flatulencias o la menguante esbeltez del innombrable miembro que acabamos de tomar, cosas de las artes literarias, por agujas imantadas.

    Lo cierto es que tampoco se supo nunca qué pasó con precisión, puesto que el diario que se hizo eco del incidente, por supuesto de forma mínima y a media luz, se limitaba a reseñar que el ilustrísimo hijo de la villa, noble de la tierra y alto edil emeritísimo había sufrido el día anterior un molesto contratiempo al agredirle ni que decir tenía que sin razón posible alguna, salvo momentáneo arrebato de locura, motivado quizá por esos desarreglos de la villa que algunos ciudadanos se toman siempre como algo personal, pretendiendo que los abnegados munícipes los arreglen antes incluso de haber tomado posesión en fin reanudaba el diario su relato trufado de hojarasca exculpatoria, como si su anónimo redactor se sintiese no menos culpable de los hechos que la supuesta agresora que el caso era que el dignísimo y nunca bien ponderado don Saulo Garci-Prendes y Tejida había sufrido un intento de agresión, en forma de cachete desvergonzado, por una conocida señorita de la villa que había sido de inmediato reducida por los guardias que acompañaban, por fortuna y designio de la autoridad, al ilustre ciudadano, siendo presentada la interfecta en comisaría para que se le instruyeran las oportunas diligencias, en virtud del comprobado delito de agresión y desacato a la autoridad, amén de todo cuanto la tan benemérita justicia tuviese a bien un día dar como probado en la redacción de su sentencia. Y se permitía el diario apostillar aún la noticia con una frase en la que de forma no menos oscura apuntaba que la presunta agresora de la alta autoridad era, por lo demás, una«hasta el momento» distinguida señorita, de sobra conocida en prestigiosos círculos de la ciudad, por lo que el periódico, no queriendo causar injustos daños, velaba con pudor su nombre y datos, seguro como estaba de que los lectores habrían de entender tal «discreta discreción» (sic)¹. Como sucede en cualquier otra ciudad de modestas dimensiones, los lectores no necesitaban que el diario añadiese nada más, puesto que, antes de que los primeros ejemplares de la aludida edición salieran a la calle, se hallaban informados, hablando en general, del velado nombre propio y también de que el cachete al prohombre había sido, en términos de mayor exactitud, una bofetada de magnitudes respetables o, por decirlo en el habla más rica y más recia de tantos campesinos que cada día llegaban a hacer compras al centro burocrático de la provincia, una hostia en plena cara de tente y señor mío. El desencadenante, en cambio, es lo que quedó sumido en una impenetrable opacidad, ya que Pepi Campa se encerró tras el percance en un mutismo que ni durante el poco tiempo que permaneció en comisaría habría de romper, y tampoco el conde de algo, marqués de qué más da y desde luego poderoso sustituto del alcalde, tuvo a bien facilitar detalles ni al mejor de sus amigos, cabe suponer que porque no tenía nada de qué pavonearse. En cuanto a las dos señoras que en aquel momento compartían mesa petitoria con la futura madre del futuro Artemio, habrían de verse condenadas a explicar una y mil veces que nada habían visto ni habían oído nada, concentradas ellas, e insistían mucho en el matiz, en la desprendida y benefactora tarea anual de recaudar fondos para los pobres tuberculositos, como gustaban de decir con tan poco tacto como desproporcionada muestra de cariño.

    1«La Voz del Duero», 24 de abril de 1940. La información a la que se hace referencia viene en realidad muy escondida, en la página cuatro, inferior, y disimulada con otras, no menos variopintas, bajo el título genérico «Incidencias». Aunque las razones tengan por fuerza que ser otras, diríase que Artemio Campa, como haría más tarde con tanta y tan irritante obsesión, ejercía ya un férreo control sobre informaciones que le afectaran incluso antes de existir. Se ve que era su sino.

    Lo cual, por lo demás, tenía verosimilitud, eso de que no se hubieran enterado de la misa ni la media, habida cuenta de que ambas, castigadas por los años, andaban más bien tenientes de una oreja y de la otra, y que tampoco con la vista presumían ya de linces, acaso porque, como contaba una de ellas, habían visto más de lo que unos ojos pueden soportar, refiriéndose, se suponía, a los horrores de la guerra, aún reciente en las memorias y en la desmembración visible por las calles de no pocos tullidos.

    El caso es que, como siempre que se oculta una noticia y dado que la naturaleza abomina de la existencia del vacío, no tardaron en llenar el hueco los rumores, a cual más descabellado, para explicar el incidente, abun- dando en particular los que iban sin rodeo al grano y, valiéndose de portavoces masculinos con ojos demasiado abiertos como para no sugerir que algo en ellos babeaba, sostenían que el teniente de alcalde le había entregado a Pepi un donativo que se empeñó en depositar en su brevísimo escote, introduciendo desde luego no menos de media mano en el ardiente canalón, y no sin propinar al tiempo y con la otra superior extremidad un cachete en pleno mapamundi del trasero, y no sin sugerirle de forma simultánea, ya sólo con la boca, claro, pues manos libres, lástima, no le quedaban, una cita a solas en el lugar que ella, a mayor gozo de ambos, conviniera. En otros rumores, más minoritarios y también selectos, no habrían de faltar descubrimientos repentinos de ramas escondidas en el árbol genealógico de Pepi en forma de supuestos parentescos comunistas o masones, cuando no de ambos a la vez, y a este otro subgrupo de rumores venían a salirle tantos portavoces varoniles como femeninos, los cuales solían concluir sus deducciones con el lógico estrambote de que, desde luego, el incidente no otra cosa parecía ni podía parecer que un atentado en toda regla, y que aquella mujer, aunque hasta entonces hubiera tenido el secreto bien guardado, escondía bajo sonrisillas de corderounoscolmillos,yafilados,delobacomunista.

    Entreambos extremos quedaban múltiples escalas del rumor: Que si Pepi y el egregio edil eran amantes desde hacía tiempo y que lo que el día de marras sucediera no había sido más que una agria disputa porque el prócer daba a Pepi Campa femeninos esquinazos cada vez que se terciaba; o que si la modistilla había reaccionado con el más puro despecho porque, pese a considerarse atractiva, ser soltera y andar como quien dice en ascuas, el conocido don Juan de vía estrecha se había acercado a ella con el único y despreciable móvil de dar un donativo protuberculosos, sin hacerle el honor del más mínimo requiebro o proposición; o que si todo había sido un malentendido desgraciado, ya que Pepi Campa había confundido al prócer eminentísimo con un ladrón de tres al cuarto y creyendo que se acercaba para coger en vez de dar, se había apresurado a dar ella primero; y cuantas variantes, en fin, el lector sea capaz de imaginar, en la certeza, desde aquí garantizada, de que nunca agotaría la capacidad fabuladora de que hicieron gala los paisanos de Artemio, a propósito del día en que su madre alcanzó categoría de noticia y acabó siendo inmolada como carne de rumor. Muchos años después, enterado de este embrollo provinciano por azar y por la mala uva que habría de caracterizar a tantos de sus adversarios, trataría Artemio Campa de que su propia madre le contara qué había ocurrido en realidad, sin conseguir fruto mejor que tajantes negaciones o contundentes evasivas, tipo: nada que interese a nadie; o: nada que sea digno de contar.

    No obstante, la anécdota, fuese lo que fuese lo que realmente la provocó, habría con el tiempo de revelarse como una significativa pieza en el baldío intento de reconstrucción autobiográfica que durante un tiempo intentó Artemio, pues el hecho de que nunca tuviese padre conocido, unido al comprensible afán por ocultarlo a la plena luz del día, haría que el hijo único y tardío de Pepi Campa llegara un momento, en lo más agudo de sus afanes de grandeza, en que dijera a tirios y troyanos, a troche y moche, en lenguaje más cercano a sus orígenes, que su padre existía y era conocido y que venía de ranciosynoblesabolengos,llamándosedonSauloGarci-Preste y Tejida, y que si hasta entonces había optado por lucir tan solo los dos apellidos de su madre no había sido sino por demostrarle un día al mundo que hasta el hombre de origen más humilde puede ascender a lo más alto, sin precisar de las muletas de largos apellidos, de la ortopedia de tales o cuales títulos, o de los andamiajes de estas o aquellas influencias familiares; lo que causaba asombro y despertaba admiración entre los pocos incautos capaces de dar crédito a sus palabras. Más todo esto es adelantar camino antes de haberlo ni siquiera dibujado, por lo que urge volver al manantial minúsculo en el que hemos de empezar a familiarizarnos con este futuro, ancho y turbulento río. Y ello, ese retorno al contar y al hilo, es que el incidente, de formas nunca del todo desveladas, trajo, como era de esperar, no pocas consecuencias a la vida de la madre de Artemio que perdió su efímera vicepresidencia de la hermandad provincial de modistas y de costureras, así como, y eso sería lo peor, la inmensa mayoría de su antes nutrida lista de clientes. Hasta tal punto bajó la intensidad de sus labores, que llegó a la conclusión de que habría de ser mucho más sabio mudarse a otro local lejos del centro, en alguno de los barrios de la periferia. No eran tiempos en verdad propicios para cambiar de casa como quien cambia de camisa, en una época en la que ni siquiera era sencillo cambiarse de camisa, dada la escasez de confección y la carestía de las telas.

    Menos lo hubiera sido aún si Pepi Campa, soltera y aún muy joven como para ser llamada solterona, hubiera vivido, como sería de esperar, en casa compartida con los padres. Más no era así a causa de una temprana orfandad que le alcanzó cuando acababa de cumplir los nueve años por culpa de uno de los primeros automóviles que circularon por la capital de la provincia y que atropelló a su padre cuando el tal vehículo daba vueltas, para saludos mil y regocijo de su propietario, en torno a la Plaza Mayor; y que después de haber atropellado a su padre, acabó haciendo lo mismo con su madre al haberse abalanzado ésta sobre el cuerpo inerte del marido mientras el flamante conductor, agarrotadas las manos como garfios en torno al volante y rígido el cuerpo como si le hubiera dado un calambre, gritaba que no sabía dónde estaba el freno ni como se paraba aquel diabólico cacharro y que nadie se pusiera delante de sus ruedas pues él ningún otro remedio hallaba a su torpeza de conductor novato que seguir dando vueltas y más vueltas a la plaza hasta que el artefacto móvil, falto al fin de combustible, tuviera a bien parar y dejarlo descender.

    Lo que por cierto ocurrió, pero cuando llevaba más de quinientas vueltas y había dejado en las repetidas huellas de sus círculos dos cuerpos aplastados y sanguinolentos, ante el asombro, el estupor e incluso, para qué negarlo, la terrorífica admiración de muchos viandantes que, salvo por lo de los cuerpos que volvían a ser atropellados una y dos y hasta quinientas veces, pues ni el rumbo era capaz de desviar aquel pionero de la conducción mecánica, encontraban inmejorable y novedoso el espectáculo de un carro movido sin la ayuda de unos bueyes, ni unas mulas, ni unos burros o caballos.

    Desde aquel instante, que para la pequeña historia provincial quedó como el del doble y primer gran accidente de tráfico en la ciudad, Pepi Campa tuvo que aprender a vivir sola; o, por más exacto hablar, en el círculo de su ensimismamiento, pues cierta era, y también hay que contarlo, que la súbita orfandad trajo consigo que se trasladara a vivir a la casona del propio conductor del cajón con ruedas que había matado a sus padres y que, carcomido por los remordimientos, según unos; persuadido por un abogado que le hizo ver la rentabilidad que un gesto así le iba a reportar ante el tribunal que habría de juzgar el caso y ante la propia ciudadanía que lo estaba juzgando ya, según otros, insistió en hacerse cargo de la huérfana e hija única de los finados, al tiempo que prometió velar para que tuviera incluso una educación que nunca le hubieran podido dar sus padres, siendo lo que eran: él, un modesto agricultor sin tierra propia, y no teniendo ella otra cosa que poner en el apartado profesión de la cédula de identidad que el siempre incierto «sus labores». Pasó así Pepi Campa, por esa voltereta majadera del destino, a disfrutar de una vida más holgada y tuvo sobre todo la oportunidad de entrar, con la recomendación de quien desde entonces pasó a considerarse su padrino, en la Academia de Corte y Confección que acababa de crearse en la ciudad, con el apoyo y patrocinio de su excelencia, sin especificarse cuál, y el aval de la sección femenina de fet y de las jons; si bien debían ser, tanto el patrocinio como el aval, un apoyo más de espíritu que de otro tipo, pues las cuotas a pagar estaban solo al alcance de fortunas prósperas.

    Entre ellas, cómo no, la del asesino de sus padres, y a la sazón amantísimo padrino de la huérfana de los Campa, como durante un tiempo se le conoció. Qué duda cabe, viéndolo ahora conlanecesariaperspectiva,quePepiCampasupoaprovechar aquella brecha fortuita del destino y, dotada como estaba de una rápida intuición y una más que regular capacidad de aprendizaje, estuvo pronto en condiciones, a los doce años, de empezar a trabajar, primero como ayudante de una modista prestigiosa pero muy anciana, quien quizá porque tenía un hermano boticario solía llamarla «mancebilla»; y posteriormente ella sola, cuando la vieja modista se murió, con el dedal puesto, la doble lente al borde de la nariz y el hilo a punto, momento en el que Pepi subarrendó el local siempre con la inestimable ayuda financiera de su automovilísticopadrino,donSecundinoGarcíaCamarasa,joyerodealta escuela según placa colocada en la entrada de su domicilio y empezó, como se dice en insólita y desmesurada equiparación del hombre al pájaro, a volar sola y a ir haciéndose un nombre como buena costurera entre las de su sexo, y como mejor partido entre el gentío varonil, por mor esto último de su falso parentesco con la influyente personalidad local. Por cierto que sería un rasgo éste, el de si era buen o mal partido, que se tardaría en comprobar, pues pronto se vio que Pepi Campa, con la misma facilidad con que enhebraba una aguja o zurcía por vigesimoquinta vez un pantalón sin que el zurcido se notara, despedía con cajas destempladas a los pocos mozos que, audaces, se atrevían a insinuarle el rito de la ronda y la ceremonia del cortejo. Si bien, como se mantenía en la edad de merecer y su situación de orfandad le proporcionaba un crédito suplementario deafecto ycomprensión, nose dabaen la ciudad mayor relieve a esos desdenes, al suponerse que en cualquier momento algún valiente saltaría el listón que marcaba la modista y acabaría arrastrándola hasta el altar, tal y como solía suceder con cualquier otra joven de su tipo y generación.

    Solo que los años habían seguido discurriendo y Pepi Campa, cuando las jóvenes de su edad se habían casado casi todas y no pocas habían engendrado hijos en edad de ir a la escuela, continuaba sin tener marido, prometido, novio o galán que la rondase y tampoco se advertía en ella intención visible de romper un estado en el que parecía desenvolverse con abierta despreocupación, entregada de lleno al creciente

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